Chaplin y el exilio. Análisis comparativo desde la visión de Hannah Arendt y María Zambrano

Chaplin and exile. A comparative analysis from Hannah Arendt and Maria Zambrano perspectives

ensayo de Carlos Gutiérrez Bracho[1]

cagubra@gmail.com

Universidad Veracruzana. México

Abstract

In the essays «Charlot or the histrionics» and «Charlie Chaplin: the suspect», Maria Zambrano and Hanna Arendt —respectively— reflect about exiled people condition in the 20th century, from the artistic poetics of Charles Chaplin. Both philosophers use art and clowning, to analyze outsider and marginalized social condition in their time, lived personally in their own experience as exiled people. Thus, Charlot becomes for them a privileged witness to discuss about exile, art and the value of the word and silence.

Key words:

Exile, outsider, clown, art, Chaplin, word, silence.

RESUMEN

Los ensayos «Charlot o el histrionismo» y «Charlie Chaplin: el sospechoso», de María Zambrano y Hannah Arendt, respectivamente, dan origen a una reflexión sobre la condición del exiliado en el siglo XX, a partir del arte de Charles Chaplin. En él, las autoras hacen un análisis de la propuesta artística del actor, basada en el hombre marginado por la sociedad, pero reflejada en la suya propia. Charlot se convierte en objeto de la mirada para discutir sobre exilio, las razones del arte y el valor de la palabra frente al silencio

Palabras clave:

Exilio, clown, payaso, arte, Chaplin, silencio, palabra.

Introducción

María Zambrano nació en Vélez-Málaga, España, en 1904. Hannah Arendt, en Hannover, Alemania, dos años después. La vida de estas mujeres muestra algunas similitudes que se pueden explicar a partir de la guerra en Europa, entre 1936 y 1945. Las dos tuvieron que abandonar sus países de origen y viajar a América como exiliadas. Una, Zambrano, por apoyar la República española; la otra, Arendt, por ser judía y anti-nazista. Esta experiencia del abandono de la tierra original es fundamental en ambas pensadoras: definió el fondo de muchos de sus textos, a pesar de que la experiencia en el exilio fue diferente en ellas. Arendt partió a los 27 años, se nacionalizó estadounidense y cambió el alemán por el inglés; se preocupó por la condición del apátrida o del paria, «siguiendo a Bernard Lazare, en parte por su condición de judía —al igual que la de este autor francés— y en buena medida porque, sencillamente, el III Reich la desposeyó de su nacionalidad» (Tejada, 2017: 79). Zambrano tenía 35 años cuando huyó de España; «nunca fue apátrida —aunque su patria existencial fuese de alguna manera el exilio— y siempre se mantuvo fiel, en líneas generales, a la tradición cultural, literaria y filosófica española» (Tejada, 2017: 79).

Uno de los puntos de contacto entre ambas son dos escritos en los que exponen algunos de sus postulados e inquietudes intelectuales, con una visión que evidencia elementos de su propia historia personal. Se trata de ensayos dedicados a una de las máximas figuras de la cinematografía internacional: Charles Chaplin. Estos textos breves no forman parte del pensamiento central de Arendt ni de Zambrano, y al mismo tiempo revelan parte de su universo interior, sus valores más cercanos y su experiencia fuera de la tierra original. Un destierro al que las dos —como miles de personas en esa época— se ven obligadas a experimentar, pero que reciben y entienden de manera diferente. Charlot, el clown, el bufón o el payaso, como le llaman fundiendo estas figuras en una sola, las refleja a ellas, se les presenta como un espejo que no distorsiona la imagen. Hay una identificación, evidente, con el personaje. En él, se reconocen como outsiders, extrañas, seres errantes en una sociedad que no las mira —Zambrano— o que se contraponen abiertamente a un sistema hegemónico y opresor —Arendt—.

¿Qué notan Arendt y Zambrano en Chaplin? ¿Por qué su personaje cómico les llamó la atención? ¿Qué las identifica con él? Ese es el tema de este trabajo, en el cual intento mostrar la profundidad que las pensadoras vieron en un personaje que decía mucho sin palabras, que transgredía las estructuras institucionales y que mostraba la realidad de una sociedad que, a pesar de la guerra, se empeñaba en no dirigir la vista a quienes se habían convertido en hombres-sombra, como los desplazados por la industrialización y los desterrados por la guerra.

El exilio en Chaplin

Técnicamente, a Charles Chaplin no le quedó más opción que crear un personaje mudo. Las condiciones de los primeros años de la cinematografía no permitían empatar las incipientes grabaciones sonoras con la imagen en movimiento. Esta condición resultó afortunada en el caso del Charlot, su personaje, porque el discurso silente permitió una mayor penetración en infinidad de capas sociales de diversos lugares del planeta. El silencio le dio su carácter de universal y respondía a las necesidades discursivas de una sociedad que estaba en evolución y que vivía las contradicciones de los nuevos sistemas económicos y políticos. Chaplin evidenció esta situación a través de la acción y el silencio. Dice David Le Bretón que «sin pronunciar una sola palabra, el silencio no deja de ser un discurso sugestivo cuando su resonancia penetra en una discusión» (2016: 57). En el caso concreto de Arendt y Zambrano, este silencio permitió que la condición de exilio que muestra Charlot en sus primeras cintas silentes resonara en la experiencia que ambas estaban viviendo. Pero no era solo la anécdota de destierro del personaje, sino la propia del actor. Charlot está fundado en los duros años infantiles de su autor.

La infancia de Charles Chaplin marcó su obra, que combina lo trágico y lo cómico, en la figura de un hombre que vaga y que no encuentra un hogar donde vivir en paz. Sin embargo, su recorrido está plagado de encuentros y desencuentros, siempre al margen de las sociedades. A diferencia de otros personajes cómicos o de teatro, los números escénicos del clown o el payaso, están directamente vinculados en la experiencia propia de cada artista, esencialmente la que lo ha marcado emocionalmente. Es una comicidad de heridas abiertas, la cual abre la posibilidad de mostrar los dolores más profundos de quien se expone en el escenario, pero que los somete a una especie de juicio público, donde puede encontrar quién se identifique y conduela por él o quien lo condene a través de la carcajada. El caso de Chaplin no es la excepción.

Recuerda sus primeros años de infancia en una situación «hasta cierto punto, acomodada» (2014). Era hijo de una actriz cómica, por lo que su relación con la comicidad fue natural en él durante toda su vida. Su primera vez en un escenario fue afortunada para él, aunque producto de una verdadera tragedia familiar: su madre, mientras cantaba, perdió la voz y tuvo que abandonar la escena. Para salvar la situación ese día, al niño Charles lo subieron a cantar y el público se volcó en risas, aplausos y monedas. La madre no volvió a actuar nunca y, con ello, la familia se quedó sin sustento económico. El padre era alcohólico y la mujer tenía problemas de salud, física y mental. En algún momento, Chaplin, su hermano Sidney y la madre tuvieron que ser ingresados en el asilo de pobres de Lambeth.

¡Qué bien recuerdo la penetrante tristeza del primer día de visita! ¡La impresión que me produjo ver a mi madre entrar en la sala de visitas con el uniforme del asilo! ¡Qué sola y avergonzada parecía! En una semana había envejecido y adelgazado [...] Se sonrió al ver nuestras cabezas rapadas al cero, y nos pasó la mano por ellas, consolándonos, diciéndonos que pronto estaríamos otra vez juntos (2014).

No ocurrió así. A las pocas semanas, los niños fueron llevados a otro sitio y alejados de ella. Charles tenía poco más de seis años y estaba solo, algo que lo hacía sentir muy desgraciado. Meses después la madre fue ingresada a un manicomio, porque «se había vuelto loca» (2014) y los niños tuvieron que vivir con su madrastra. Este nomadismo, esta forma de expulsión social, se quedó para siempre en Chaplin. Es quizá por ello que Charlot, su personaje, es el vagabundo, un personaje inspirado en los tramp, hombres y mujeres que aparecieron en la sociedad norteamericana del último tramo del siglo XIX, como consecuencia de la primera crisis global del capitalismo.

Un incidente infantil, recuerda Chaplin, se quedó grabado en su memoria:

[.] Al final de nuestra calle había un matadero y las ovejas pasaban delante de casa, de camino al sacrificio. Recuerdo que una se escapó y echó a correr calle abajo, ante la algazara de los transeúntes. Algunos intentaron echarle mano, tropezando entre ellos. Yo me reía, encantado de su pánico y de sus ágiles saltos. ¡La escena parecía tan cómica! Pero cuando la cogieron y se la llevaron al matadero me di cuenta de la realidad de la tragedia, y me metí corriendo a casa, gritando y llorando: «¡Van a matarla! ¡Van a matarla!». Recordé aquella bella tarde de primavera y aquella cacería cómica durante varios días. Me pregunto si aquel episodio no puso los cimientos de mis futuras películas: la combinación de lo trágico y lo cómico (2014).

Esta escena es una especie de metáfora de lo que yo llamo la comicidad de las heridas abiertas. Mientras uno vive al borde de la muerte o trae al presente momentos de su vida en los que ha sentido un doloroso vacío existencial, otro se ríe a carcajadas de su desgracia. La base del payaso o del clown es esta, o cuando menos la de aquellos que dejan una huella profunda en quien los mira y en quien tiene un instante de reconocimiento de la dramática situación que se despliega ante sus ojos.

La visión que María Zambrano tiene sobre el payaso es cercana a esta escena que marcó a Chaplin. Es la del sacrificado para la risa. Es aquél, dice ella, que blanquea su rostro para mostrar una gran verdad: la de la muerte presente, la que está en él, la que está en todos. Para ella, esta figura es una de las creaciones más geniales de la cultura occidental porque es el único «en una civilización que se dice cristiana» que ofrece la otra mejilla y el rostro entero para el escarnio, para la burla, para la humillación. «Se ofrece no solo para que se rían con él, sino para que se rían de él, para dar que reír» (2007: 161-162), porque ha aprendido que «la muchedumbre tiene necesidad de mofarse» (2007: 162) y sabe que el ser humano es esencialmente cruel cuando se encuentra en grupo, sobre todo en ese instante en que se transforma en chusma. Y ese es el momento al que quiere llegar el payaso —desde la visión zambraniana—, porque quiere ennoblecer a esa multitud; por eso se rebaja y se humilla. Ese es su «afán de comunión. Toda obra de arte ha nacido del afán de comunión y todo artista es esclavo de ella» (2007:162). El payaso, para Zambrano, es la figura del exiliado.

El Charlot de Zambrano

El primer lugar en América que visitó María Zambrano, al iniciar su largo exilio, fue México. Fue ahí donde escribió Pensamiento y poesía en la vida española (1939) y Filosofía y poesía (1939). De ese país, en 1940, viajó a Cuba, un sitio que, como reconoce José Luis Abellán, ejerció honda influencia en la biografía de esta pensadora. «El viaje a La Habana parece que se había pensado como temporal, pero la realidad es que se convierte en una rupturadefinitiva con México. Las causas son oscuras» (2006: 39). Es en esa isla y en Puerto Rico donde él encuentra un «lugar central» en la evolución intelectual de Zambrano, ya que ahí ella vive la patria «como espacio central, aunque fragmentado» (2006: 40). En las islas, María Zambrano ubica el lugar propio del exiliado y es también ahí donde publicó dos pequeños ensayos acerca del payaso. Se desconocen las razones que la motivaron a prestar su atención a esta figura.

De acuerdo con el análisis que Elena Laurenzi hace sobre la postura zambraniana acerca del payaso, en el ser humano hay un conflicto con la libertad, a la que rechaza, por un lado, pero que, por otro, le parece irresistiblemente atractiva, «pues a este ser ‘necesariamente libre’ —según las palabras de Ortega que a Zambrano le gustaba repetir— tan solo se le ofrece su propia, esencial libertad en la dimensión de la paradoja, y la vocación de trascendencia se le manifiesta en su ser persona encarnada» (2008: 26). Existe, en esta interpretación, una relación estrecha entre el filósofo y el payaso, porque no está en las alturas, sino en la tierra, porque actúa en las plazas y las calles, pero al mismo tiempo mira el mundo desde dentro, con piruetas le da la vuelta al peligro antes que desafiarlo y «vive entre la gente, comparte la suerte de una atormentada humanidad y hace de ella la materia de su arte» (2008: 26).

En 1953, en la revista Bohemia de La Habana, apareció el ensayo que María Zambrano escribió sobre Chaplin, al que tituló «Charlot o el histrionismo». Centra su reflexión en torno a Candilejas, la última película de este artista británico. Para ella, el film debió haber desconcertado a la crítica internacional y su título no es adecuado, debió haber sido «Vida de Histrión» porque, dice, aborda el tema del histrionismo «desde la verdad de la vida humana» (2007: 159). El desconcierto de la prensa, piensa ella, fue porque no parece conceder al hombre —no al artista o a la figura pública— «el derecho de todos los hombres a una confesión de su vida, de lo más esencial de la vida, de la vocación» (2007: 159). Pero más que confesión, lo que ella encuentra en Chaplin es el «ansia humana de justificarse» (2007: 159), alguien que se quita la máscara e intenta decir «este es el hombre», el que ya no puede o ya no quiere darse a través de la risa.

Lo que Zambrano ve en este hombre es el abandono a la risa, esa que le ha acompañado durante toda su vida. ¿Y quién arroja la máscara, quién se la quita? ¿El hombre o el personaje?, se pregunta. Y responde: los dos. En este Chaplin ella descubre el ocaso de una vida y «el rostro de un hombre fracasado» (2007: 160), el que vive la paradoja de vivir en el éxito, pero que ya no hace reír. «Nada tiene de extraño que le pese el triunfo y hasta lo encuentre un tanto ilegítimo, quien ha dado vida a uno de los personajes más universales del siglo XX, Charlot, el vagabundo, el hombre solo, sin patria y sin más oficio que la bondad y la gracia» (2007: 160), uno que reconoce como pariente del Quijote español y que sirve a la justicia viviente, uno que es la figura del «desamparado que ampara» (2007: 160). Y es que, desde este punto de vista, el clown Charlot es aquél que viaja por los caminos en busca de aquél que está aún más frágil que él. Su «afán de comunión» se da en el desamparo. En la intemperie total, que se traduce en indigencia física, pero también espiritual. Y aquí hay una de las claves para entender que Zambrano no escribe por moda, o porque le duela la despedida y justificación de este artista, sino porque ella se mira en él.

Para Zambrano, el payaso es la figura del exilio propio —mas no del destierro—, del suyo y el de todos los que se han vistos forzados a vivir una vida fuera de la patria original. Es a través de Chaplin que reconoce «el valor del hombre que sueña y mira al cielo», el cual «ha de legitimare aquí sobre la tierra peregrinando solo, sin ‘papeles’ que lo hagan admisible en ninguna sociedad ordenada, que ha de pasar por la miseria y la humillación innumerable» (2007: 160). Sin embargo, al hablar de él, también habla de sí. Al reconocer el valor del personaje —o del hombre— ve también su propio valor como persona. Y pretende cambiar el nombre de la película a «Vida de histrión», porque en la figura del histrión ella identifica al hombre que «entrega una imagen de sí mismo, y juega con ella» (2007: 161), a diferencia de un actor que representa «el papel que le dieron, lo que no es él» (2007: 161).

En Zambrano, el fracaso del hombre Chaplin está en el reconocimiento no de reír, sino de dejar de regalar, a los que lloran, «la gracia de reír. Y a los que ya no pueden llorar ese gesto magistral, que vale por todo un tratado de Filosofía, el encogerse de hombros mientras los pies trazan una pirueta» (2007: 163). Para ella, el hombre Chaplin, a través de esta película solo busca justificarse. ¿Y de qué?, se pregunta:

Tan solo de no haber sido como Don Quijote o como Charlot, de no haber andado por los caminos y por las callejas sin nombre dando su alma en lugar de proyectado su sombra en las pantallas encerradas en unas salas donde es necesario pagar la entrada para verla. Y se vuelve sobre su Arte, pidiéndole cuentas de no haber sido acción redentora que borre del mundo la miseria y el dolor (2007: 163).

Y es que, en Zambrano, el fin último del clown o del payaso es el de buscar, en medio de la multitud, al hermano. Al doliente, al necesitado. Y decirle: estoy aquí.

Chaplin, Arendt y la sospecha

Hannah Arendt encuentra el cine de Charles Chaplin como «uno de los productos más singulares del arte moderno» (2016: 53), inspirado por «la falta de sentido político y la obstinación en el obsoleto sistema de hacer de la caridad la base de la unidad nacional», así como por «el pueblo más impopular del mundo» (2016: 53); sin embargo, no explicita a qué pueblo se refiere, con lo cual, la interpretación queda abierta. Puede ser uno en particular, quizá el alemán, o todos. Ella, expulsada de su tierra natal por ser judía, se identifica con otro al que reconoce en una condición similar. Aunque mira al «payaso o bufón» —por su condición de paria—, centra mucho de su análisis en el actor Chaplin que es, como ella, judío, aunque él «siempre mantuvo un ambiguo silencio cuando le preguntaban si era judío» (Cabrera, 2013: 300).

Al igual que Arendt, Rosa Chacel define el arte de Chaplin como «íntegramente judío», quizá el único que «conserva su independencia total» de las reglas hollywoodenses (2007: 69). Es por ello, en consonancia con la visión de Chacel, que su cine no resulta un producto cualquiera de la cultura norteamericana. Dice Chacel:

El cine de Charlie Chaplin es el único cine judío que no copió nunca el teatro, que empezó produciéndose con la técnica americana, con su balbuceo y su elementalidad. Solo su tipo fantochesco es como todo arte judío abstracción.

Pero Chaplin le inserta magistralmente en el mundo americano, crea climas y escenarios de la vida bárbara del pueblo en formación por donde discurre el muñeco extra-humano que parafrasea un espíritu secular (2007: 69).

Arendt no logra —al igual que pasa con Zambrano— separar al personaje de quien lo interpreta; aunque, a ratos, trata de establecer los límites entre uno y otro, porque el personaje es, para ella, el que encarna «el renacer de una cualidad que se creía perdida tras un siglo de luchas de clases, a saber, el irresistible encanto del hombre corriente» (2016: 53), el actor vive, como ella, una condición marginal por ser judío. Sin embargo, en el texto de la pensadora — y quizá también ocurre lo mismo con la mayoría de los espectadores— siempre se mezclan en uno solo y, al mismo tiempo, dan lugar una peculiar figura oximorónica. Y es que, mientras el personaje Charlot simboliza al hombre corriente, al más pobre de entre los pobres, el actor Chaplin es lo contrario: es el hombre extraordinario, el que vive de sus glorias en el Olimpo de los dioses de la cinematografía. Existe, pues, en esta presencia una contradicción esencial que puede explicar el encanto de esta figura, en la cual hay una empatía popular —es el representante más desdichado del pueblo— y una ilusión —el hombre que vive el máximo glamour al que puede aspirar una persona en este mundo capitalista—. Arendt se mira, a sí misma, en Charlot, al igual que Zambrano. Reconoce en él su propio destierro, con sus contradicciones.

En la obra de Arendt, no obstante, hay una constante autoconciencia de ser judía y esta condición, junto con el hecho de ser mujer, en el siglo XX, la coloca en una doble identidad marginal. Lo primero se encuentra:

[.] en una posición «política» inevitable en agudo contraste con su casi total silencio acerca de la cuestión femenina. En tanto que el destino de los judíos en el siglo XX está en el centro de su pensamiento público-político, su identidad como mujer y las dimensiones sociopolíticas y culturales de ser mujer en este mismo siglo carecen de un reconocimiento explícito en su trabajo teórico (Benhabib, 2006: 15).

Arendt afirma que, en su primera película —tampoco dice su título[2] —, Chaplin «encarna el conflicto incesante entre el pequeño hombre y los guardianes de la ley y el orden, los representantes de la sociedad» (2016: 54). Ella ve, en esta figura, el eterno problema del hombre frente al Estado, a quien comprara con un schlemihl, el hombre despojado de la Historia de Peter Schlemihl de Adalbert von Chamisso, pero en cuyo mundo «real» no hay vías de escape y ni la naturaleza ni el arte pueden ofrecerlos. Para ella, Charles Chaplin —el actor-muestra en sus películas «el ancestral miedo del judío al ‘poli’, encarnación visible de la hostilidad del mundo» (2016: 55). En este sentido le parece que Charlot también exhibe «la ancestral verdad judía», en la que se muestra a un David que a base de ingenio puede imponerse a la fuerza bestial de un Goliat (2016: 55), pero este hombre, en su indigencia, solo tiene dos caminos: su ingenio o la bondad de los otros. Y este es un punto de consonancia entre la postura zambraniana y la de Arendt: el encuentro del extranjero, del paria, del raro, con el Otro, con aquél que sin motivo aparente ofrece caminos a una vida que, de lo contrario, estaría totalmente cerrada.

Sin embargo, aunque Zambrano lo mira como el sacrificado, Arendt lo entiende como el «esencialmente sospechoso», el que tiene miles de desavenencias con el mundo, el que mantiene múltiples conflictos con las sociedades, en las que comprende que no puede razonar sobre lo Justo o lo Injusto. Sin embargo, la sospecha de este personaje es singular, porque resulta inspiradora: «Apartado de la sociedad, recelado por todo el mundo, el paria — tal como lo encarna Chaplin— no podía dejar de suscitar la simpatía de las personas corrientes, que veían en él lo que la sociedad les había hecho» (2016: 55). Pero en dicha simpatía, las masas, de las cuales Chaplin es un ídolo, dice Arendt, también encuentran inspiración: «Si se reían por cómo se enamoraba, una y otra vez, tan solo a primera vista, sabían también que ese ideal de amor era el que querían para sí mismos, aunque rara vez lo alcanzaran» (2016: 55).

Lo anterior resulta en una paradoja, desde la mirada de Arendt, porque —y habla en plural— «los personajes» de Chaplin no son modelos de virtud, sino que para ella son hombres corrientes que tienen miles de defectos y que se encuentran en un perenne conflicto con la ley. Vista así, la figura de Charlot —el personaje—, es la del antisistema, el hombre común que es capaz de desequilibrar las estructuras institucionales o, si no, de cuestionarlas y de exhibir las fracturas de cualquier ley que pretende ser justa (eso no queda igual de claro en el actor que lo encarna). «Lo que todos esos personajes confirman es que la pena no siempre guarda proporción con la culpa y que, para el hombre que siempre es sospechoso, no hay relación entre el delito y el precio que paga por él. Se le ‘pillará’ por cosas que nunca ha hecho, pero conseguirá escabullirse del peso de una ley que a otros aplasta» (2005: 56). Y esta es otra de las razones por las cuales los hombres corrientes podrían llegar a sentir empatía o admiración por este aparentemente desventurado vagabundo, y es que él, desde su ingenio, es capaz de evadir las leyes que podrían ser injustas o que no mantienen un equilibrio entre el delito y el precio que se paga por él (2016: 56). Es por este motivo que para Arendt este personaje «manifiesta la peligrosa incompatibilidad entre las leyes generales y las culpas y faltas individuales» (2016: 56).

Para Arendt, lo cómico en Charlot se encuentra en dicha incompatibilidad, debido a que no existe proporción entre lo que el hombre corriente hace o deja de hacer y el efecto de la ley. Ahí, este personaje desestructura a un sistema que busca la perfección y que defiende la justicia como el culmen del orden social. Le hace un hueco que se muestra como insalvable. Sin embargo, «como es sospechoso, debe cargar con la culpa también por lo que no ha hecho» (2016: 56), pero como se trata de alguien que vive al margen de la sociedad su condición innata le permite permanecer lejos de las trabas o puede librarse de muchas, apunta la pensadora: «De esta ambigua situación nace una actitud que combina miedo e insolencia: miedo a una ley que es como una inexorable fuerza natural y cercana, irónica, insolencia ante los representas de esa ley» (2016: 56-57). El hombre corriente puede burlarse de los representantes de la ley porque ha aprendido a dales la vuelta «como quien esquiva la lluvia refugiándose en un agujero, arrinconándose en un cobertizo, y tanto más fácilmente cuando más pequeño se haga uno» (2016: 57).

Es ahí donde Arendt encuentra los motivos y la naturaleza de la comicidad en esta figura del hombre corriente que, entre más corriente, más pequeño, más sospechoso, pero más esquivo resulta. Entonces, se vuelve cada vez más invisible al aparato estatal. Y más peligroso. Se trata, dice ella, de una «insolencia preocupada, agobiada, que tan bien conocen los judíos; es la desfachatez del ‘pequeño Yid’ que no admite la jerarquía social del mundo porque no ve en ella ni orden ni justicia para él» (2016: 57). Ese pequeño Yid, explica, es pobre en bienes, pero rico en experiencias y es en este estadío donde el pequeño hombre o los pequeños hombres de todas las naciones se reconocen a sí mismos. Y aquí está su verdadero carácter universal y su mayor defensa ante la opresión: es un hombre que ha aprendido a reírse de sí mismo, «viéndose como un schlemihl: con sus desgracias y gracias, astuto y furtivo» (2016: 57). Eso para Arendt es solo en una primera fase, porque luego, dice, llega la crisis y el desempleo y se acaba lo cómico, «la cosa [deja] de ser divertida» y el pequeño hombre se queda atrapado en un destino que no lo podría librar ni la astucia ni el ingenio.

Zambrano también habla de un instante de silenciamiento de la risa, pero es para pasar a una fase mucho más profunda, la de «las verdades demasiado reveladoras» (2012: 39), como señala en otro pequeño ensayo titulado «El payaso y la filosofía», donde lo que aflora es la sonrisa, la que nace donde hay un clima de meditación, del reconocimiento de las verdades más íntimas. Cuando hay sonrisa, desde la mirada de Zambrano, la muchedumbre se transforma. «Y cuando es una multitud la que sonríe, será, debe ser, porque se siente vengada en forma pacífica, armoniosa, de algo que soporta, que ha de soportar difícilmente» (2012: 39).

El fracaso de Chaplin

Para Arendt, la popularidad de Chaplin empezó a decaer porque el secreto de su humanidad dejó de tener sentido y la gente dejó de buscar —y hallar— alivio en su risa; «el ‘pequeño hombre’ decidió ser ‘grande’» (2016: 58) y a Chaplin no se le pudo entender:

La nuestra es ahora la época de Superman, no de Chaplin. Cuando en El gran dictador, Chaplin, representando dos personajes, quiso confrontar al «pequeño hombre» con el «gran hombre» y mostrar el carácter casi brutal del modelo Superman, apenas fue comprendido. Cuando al final de la película, Chaplin se sale de su personaje para hablar en su propio nombre y justificar y alabar la sabiduría y sencillez del «pequeño hombre», su conmovedor y apasionado alegato cayó en oídos sordos. Ya no era el ídolo de la época (2016: 58).

En Zambrano, el ocaso del artista se da, simplemente, cuando el hombre Chaplin busca justificarse, por no haber andado por los caminos y por las calles «dando su alma», como su personaje. Ella ve en el actor una especie de anagnórisis existencial y el reconocimiento de una fractura entre la figura y el hombre de éxitos, el famoso, el que proyectó su sombra en las pantallas de unas salas donde la gente tenía que pagar un boleto para poder verlo. Mira en Chaplin a un hombre cuyo Arte se vuelve en contra suyo y le pide cuentas por haber dejado en el camino ese afán de comunión, por «no haber sido acción redentora que borre el mundo la miseria y el dolor» (2007: 163).

Las dos mujeres coinciden en cosas importantes. Una, es la justificación que el actor Chaplin hace de su personaje de toda su vida. Hasta antes de que Charlot desapareciera de la pantalla grande, ambos —personaje y persona—, desde la mirada de Zambrano, eran lo mismo, porque se trataba de un histrión, alguien que había consagrado su existencia a una sola figura y, por lo tanto, había hablado desde su propio ser, con una personalísima comicidad de heridas abiertas, y no representando un texto dramático, como hacen los actores de teatro. Sin embargo, en la justificación que hace en la película Candilejas busca cierta alienación con quien lo mira para que comprenda el motivo de sus actos; en realidad, el actor falla en no hacer un ejercicio más profundo, es decir, lo que ocurre en esos momentos de mayor vacío espiritual, cuando parece que no hay nada más qué hacer y hay una necesidad imperiosa de mostrase tal-como-se-es frente al mundo. Con esas heridas del ser abiertas. He ahí la confesión. En Zambrano, el fracaso del actor frente al histrión está precisamente en la línea que separa ambas acciones. Y, para ella, el actor es superficial y no alcanza la confesión que el histrión necesita para que su arte se convierta en pan para todos.

En Arendt, cuando Chaplin da su discurso polémico en Elgran dictador, el pequeño hombre se había hecho grande en un tiempo equivocado, cuando la sociedad estaba ávida de que la salvara un súper-hombre, como Superman, y no un vagabundo. El ídolo de las masas transmutó. Se volvió extraterrestre. La tragedia es total, porque la sociedad deja de mirar a la cara al Otro, para encontrar en él su salvación; ahora voltea la mirada hacia los aires y que la salvación le llegue volando desde el cielo. La ciencia ficción superó a la comunión entre los seres humanos. El fallo del actor, desde este análisis, fue no haberlo reconocido a tiempo e intentar provocar conciencias con un discurso que, a la vista de la pensadora, ya estaba fuera de lugar, fuera de época.

Finalmente, hay un detalle que ninguna de las dos menciona y que es fundamental en las cintas que toman como referencia: la palabra. El clown Charlot desapareció para dar lugar a la voz de su creador. El mundo conoció al hombre detrás de la máscara. Y quizá no le gustó o no lo entendió. Se volvió rebuscado, dejó de ser pueblo para mostrar su lado más elitista. El hombre había borrado al clown. El silencio también despareció y dio lugar al discurso. Con ello, también mostró la parte más débil de la voz hablada y lo valioso del silencio: su carácter universal. El clown conmovía porque actuaba sin hablar. El clown movía conciencias porque provocaba un potente movimiento interior en quien lo veía. Pero ese clown desapareció porque su autor lo sacrificó para darle paso a la oralidad. El clown fue condenado al exilio por su propio creador.

Bibliografía

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Notas:

[1] Carlos Gutiérrez Bracho es mexicano, doctor en Lenguajes y Manifestaciones Artísticas y Literarias por la Universidad Autónoma de Madrid, máster en Pensamiento Español e Iberoamericano por la misma institución y maestro en Artes Escénicas por la Universidad Veracruzana. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes-Conacyt (México), en 2012, para estudios en el extranjero.

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[2] La primera cinta de Charles Chaplin se llama Making a Living y fue rodada en 1914. Es probable que Hannah Arendt no se refiera a esta cinta, porque en ella aún no es posible ver a Charlot. El personaje que interpreta este actor es un embaucador y, en todo caso, es más cercano a un trickster que a un clown.

 

ensayo de Carlos Gutiérrez Bracho

cagubra@gmail.com

Universidad Veracruzana. México

 

Publicado, originalmente, en Actio nova: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, n° 1, pp. 210-225

Departamento de Lingüística General, Lenguas Modernas, Lógica y Fª de la Ciencia, Tª de la Literatura y Literatura Comparada
Facultad de Filosofía y Letras, Módulo IV Bis
Universidad Autónoma de Madrid

Link del texto: https://revistas.uam.es/index.php/actionova/article/view/8575

 

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Charles Chaplin en Letras Uruguay

 

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