Estructura narrativa del cuento

“La trama celeste” de Adolfo Bioy Casares

por José Güich Rodríguez

Universidad de Lima

El propósito del siguiente trabajo es efectuar una descripción del andamiaje narrativo que subyace a uno de los relatos más emblemáticos del argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999), incluido en el volumen del mismo título aparecido en 1948. Según el crítico Pedro Luis Barcia, en su excelente introducción a la edición anotada, “el título original del cuento fue En la brillante trama, que cambiara por el actual. Ya dijimos que la nominación final tiene un sentido general y otros propios del relato concreto. Alude a los pasos que el piloto de pruebas hace con su avión tejiendo un dibujo en el cielo y trazando una figura clave para su transmudación. También podría ser que cada uno de los destinos de cada una de las criaturas casi idénticas, como Ireneo Morris, fueran un hilo, que entrecruzados con otros, generan la intrincada trama celeste”[1].

En un primer nivel, destaca la presencia de un narrador al que llamaremos A. Su discurso se configura en primera persona y es innominado. Se encarga de introducimos a la historia, mediante el procedimiento clásico del relato enmarcado o encuadrado. Alude a dos personaje^ llamados Ireneo Morris y Carlos Alberto Servián, ambos desaparecidos desde la mirada de la voz que enuncia esa parte de la historia.

Este narrador comenta el hecho de haber recibido una extraña encomienda: obras de Blanqui, un anillo y un manuscrito titulado Las aventuras del capitán Morris. Lo firma C. A. S. (Carlos Alberto Servián, ateniéndonos a los datos iniciales sobre los dos personajes desaparecidos).

Gracias a este recurso, se genera una llamada de atención sobre el enigma que articula el desarrollo de la historia, acorde con el complejísimo entramado del texto. La participación de este primer narrador es, por ende, de vital importancia como “anunciante” de lo que se desplegará con posterioridad, es decir, la creación de una atmósfera particular, en la cual la verdad se construye por parcelas breves, pero que conducen a una posterior “iluminación” acerca de lo que en principio es confuso y ambiguo.

En segundo término, aparece un narrador al que llamaremos B. Este es quien soporta realmente el peso del discurso. Su identidad es la del propio autor del manuscrito.

Esta circunstancia le confiere al narrador de la introducción (A) un margen considerable de credibilidad en tanto no es él quien cuenta directamente la historia en sí, sino B, que no es otro que Servián. Será este, entonces, el responsable de todo aquello que se revelará en torno de Morris y su extraña peripecia.

También, a manera de marco introductorio y de alargamiento de la intriga, este narrador se presenta a sí mismo como médico homeópata y miembro de la comunidad armenia de la Argentina. Así mismo, el narrador B desliza algunas noticias sobre su vida familiar.

La primera de las situaciones que con toda seguridad es una “anomalía” se manifiesta en el evidente conflicto entre Morris -un piloto de pruebas aéreas- y sus vigilantes. Morris, por razones que poco a poco se explican, está recluido bajo condiciones muy severas. En ese punto de su relato, Servián está desconcertado ante el afecto amical que Morris le prodiga (cuando, según confiesa, la amistad hasta ese momento no ha sido tan profunda).

La estrategia narrativa de Bioy Casares le adjudica un gran valor funcional a estos “indicios” cuidadosamente administrados o dosificados a lo largo del texto. En términos más convencionales, son los datos escondidos que más tarde se reorganizarán hasta llegar a la conclusión sorprendente y desestabilizadora. De acuerdo con Enriqueta Morillas, esto es una característica central en la obra del narrador porteño:

La explicación del efecto fantástico es importante: Bioy lo atribuye a un agente sobrenatural, aun cuando el narrador recurra a expedientes más o menos científicos. Y también los que aun mediando la intervención de lo sobrenatural, insinúan una explicación natural, como la alucinación[2].

Esta acumulación de elementos inexplicables, en colisión con las expectativas de los propios personajes, constituye el soporte principal del relato de B. La posición de las entidades textuales es, por lo general, de sorpresa, desconcierto y escepticismo a raíz de las progresivas revelaciones y, en particular, las que Morris le transmite o ha transmitido a Servián, quien las ha recogido en el manuscrito citado por A.

Destacan, por otro lado, las referencias sutiles a autores que, dentro de un registro especulativo, anticipan progresivamente el conflicto central del relato en torno del tiempo y de las dimensiones paralelas. Este detalle se vincula con el comentario que el prisionero Morris realiza sobre un grupo de volúmenes que, en apariencia, le ha enviado Servián. Este no recuerda tal remisión libresca. Al respecto, es posible que Servián solo interprete como un desvarío del recluso esa insistencia, pues Morris ha sufrido un accidente cuando aterrizaba.

El discurso de Servián solo introduce la versión de Morris (narrador C) una vez que este ha retomado a su casa (Servián y el padre de Morris fueron amigos), en supuesto arresto domiciliario. Aquí se inicia, en sí, la acción desde la perspectiva de Morris, piloto de pruebas, quien narra su salida desde la base El Palomar en un avión Dewoitine -numerado como 309-. Parte el 23 de junio, aplicando un “nuevo plan de prueba”.

El tránsito hacia lo ignoto es señalado por un problema de visión que experimenta Morris. Luego, se produce el aterrizaje forzoso. Según su relato, aparece en una de las habitaciones del Hospital Militar. Los indicios respecto del paso a “otro mundo” esta vez involucran la idea del reconocimiento: sus camaradas de armas, miembros del Ejército Argentino, afirman no saber quién es. Una marca textual mucho más clara es la burla acerca del apellido del supuesto piloto, sobre el cual se plantean acusaciones de espionaje.

Mediante esta bien calibrada dosificación de datos y alusiones, tanto Servián como el lector son capaces de anticipar paulatinamente la verdad o explicar la extraña situación que afronta Morris, negado una y otra vez por quienes deberían ser sus más cercanos amigos dentro del Ejército.

Tanto su domicilio particular -cuyos datos proporciona-, como la existencia del general Huet son refutados por los interrogadores. De acuerdo con Morris, todo tiene los perfiles de una rara confabulación. Otra cumbre de intensidad se yergue cuando la enfermera que lo atiende, llamada Idibal, le cuenta que nunca se llevó a cabo una prueba aérea en El Palomar -al menos, ese día-. Este testimonio se alterna con diálogos en estilo directo, inscritos dentro del núcleo narrativo constituido por el relato de B, es decir, Servián.

Un segundo giro dentro del relato doblemente enmarcado de C, citado por Servián, es la breve salida de Morris del Hospital. Facilitado por las enigmáticas gestiones de la enfermera, el piloto sale del encierro gracias a un anillo. Visita, después de recorrer una Buenos Aires espectral, una iglesia donde se entrevista con un “sacerdote”, quien viste un uniforme parecido a los del Ejército de Salvación, según el testimonio del piloto.

Ese viaje nocturno será decisivo, dentro del complejo plan narrativo, para echar luces sobre la negación de identidad que atormenta a Morris. El diálogo con el cura es ambiguo, pleno de pistas y, al mismo tiempo, confuso. Luego esa sensación de que el personaje está en el lugar equivocado se acrecienta dramáticamente con su traslado a la casa donde en apariencia reside. En ella, encuentra a quien había sido inquilino de su padre quince años antes.

Es obvio que, al principio, Morris concluye que no lo ha reconocido. Pero “el dato escondido” ya apunta en otra dirección: en ese Buenos Aires, Morris no existe. Es ahí cuando el personaje decide buscar a Servián que, en su universo, vive en el pasaje Owen. Sin embargo, en la otra Buenos Aires, tal vía es inexistente.

En los diálogos que de algún modo cierran la participación de Morris, sobresalen otros episodios, como la nueva prueba aérea que gestiona Idibal para el confundido prisionero. Es un plan de fuga, pues ella, que se ha enamorado del piloto, le ha sugerido huir juntos al Uruguay, donde la mujer le dará alcance. También constituyen las primeras especulaciones de Servián sobre qué le ocurrió al militar en esos días. Para ello se vale de simbología, tanto la percibida en la “iglesia” que Morris visita, como en el anillo que la enfermera le obsequió como salvoconducto. La prueba en cuestión se lleva a cabo. Morris repite el plan de vuelo y otra vez se ve envuelto por una extraña niebla que los deposita en ese Buenos Aires.

Valiéndose de los testimonios del piloto, y de los modelos del razonamiento detectivesco, Servián se explica a sí mismo lo ocurrido. También cuenta con la supuesta carta que “el otro Servián” le remitió a Morris. En ella, identifica como un simulacro de su propia caligrafía la practicada por su “par” de ese universo paralelo. La iluminación llega al constatar la naturaleza de los libros de Blanqui que el otro Servián le sugiere revisar a Morris, cuando este se hallaba ahí y a quien nunca vio en persona.

Sus conclusiones son sorprendentes: en ese mundo no existen los galeses y Cartago sobrevivió. Estas conjeturas fortalecen la estructura policial del relato, que en sus tres niveles siempre ostenta ese registro indagatorio, de novela enigma (tan cara al Bioy Casares de los primeros libros). Para esos efectos, el anillo con la simbología cartaginesa -que aún conserva Morris- es una prueba de que estuvo en una realidad paralela.

Todas estas cuestiones de “armadura” del discurso se ven confirmadas por Michel Lord en un estudio bastante esclarecedor en cuanto a la organización interna de un cuento fantástico:

Por lo tanto, el relato fantástico no encuentra simplemente su carácter específico en la inclusión de una o incluso varias macroproposiciones que representan uno o varios acontecimientos extraños, sino en la articulación y en el enmarañamiento de relaciones y conflictos de estos con otras macroproposiciones propiamente narrativas o de transformación (aquellas en las que se relatan los acontecimientos y las acciones de los personajes) dependen completamente, para producir un efecto (luego un texto) fantástico, del contenido y de la forma de otras macropropo-siciones, con las que entran en relación, que en ocasiones pueden ser menos narrativas y más descriptivas o argumentativas[3].

Según el relato de Morris, transcrito por Servián, después del segundo accidente, los celadores reconocen la identidad del hombre. Pero este “reconocimiento” es hábilmente camuflado por el narrador: para Morris, se trata de un cambio de estrategia en la conspiración de la cual es víctima.

Nuevamente asoma otro indicio: mientras Morris sostiene que el número del avión es 309, sus interrogadores afirman que es el 304 (idéntico modelo).

Una vez más, prevalece el punto de vista del piloto: desde su perspectiva, jamás ha salido de su mundo, por lo que considera una nueva trampa el cambio de numeración. En las conclusiones de Servián, se empiezan a unir todas las piezas sueltas: “el pase mágico” que permitió el salto de Morris y su aparente retomo lo efectuó con el concurso de aviones.

Resulta también muy explícito su interés por el “otro Servián” (lo admira por haber descubierto, con pocos medios, su misteriosa aparición en el mundo paralelo); sobresale su fascinación por la idea de reproducir la experiencia. Moviendo ciertos contactos dentro de la comunidad armenia, y ante el riesgo que corre Morris, gestionará un nuevo vuelo de prueba. Él lo acompañará.

El postrer segmento del relato está a cargo del narrador innominado A. Formula algunas digresiones sobre lo “inverosímil” de la historia de Servián en la cual se inscribe la versión de Morris. Este narrador completa el tramo qúé falta, basándose en las conjeturas de Servián quien, a su vez, se ha valido del testimonio de Morris. El narrador A incorpora sus propias deducciones. Completa lo que Servián no pudo descubrir antes de desaparecer junto a Morris. Es un quiebre de expectativas: el Morris acusado de espía y con quien huye a otro mundo no era de ese Buenos Aires.

Un componente azaroso interviene aquí; al visitar una hacienda en el Brasil, el narrador conoce a un tal Morris, quien apareció tiempo atrás en esa región. Se sugiere que, por esas mismas fechas, otro Morris llegó a ese Buenos Aires. En realidad, ese personaje salió de su propia dimensión, muy semejante a la del Servián del manuscrito. Aterrizó en un Buenos Aires donde él no existía (pues nunca hubo galeses en ese mundo) y donde Cartago triunfó (no Roma). Al escapar, con la ayuda de Idibal, no regresó al Buenos Aires que le correspondía, sino a la versión más próxima a su propia experiencia y realidad.

Muchos Morris, mediante maniobras semejantes, salieron el mismo día de los correspondientes “Buenos Aires”. La racionalidad escéptica de ese narrador A se convierte en asombro contenido.

Bibliografía

Bioy Casares, Adolfo. La trama celeste. Edición de Pedro Luis Barcia. Madrid: Editorial Castalia, 1990.

Lord, Michel. “La organización sintagmática del relato fantástico”. En Antón Risco y otros. El relato fantástico. Historia y sistema. Salamanca: Biblioteca Filológica, Colegio de España, 1998.

Morillas, Enriqueta. “Poéticas del relato fantástico”. En El relato fantástico en España e Hispanoamérica. Madrid: Ediciones Siruela, 1991. Colección Encuentros.

Notas:

[1] Barcia, Pedro Luis. Introducción a "La trama celeste”. Madrid: Editorial Castalia, 1990, p. 46.

[2]  Morillas, Enriqueta. “Poéticas del relato fantástico”. En El relato fantástico en España e Hispanoamérica. Madrid: Ediciones Siruela, 1991, p. 97. Colección Encuentros.

[3] Lord, Michel. “La organización sintagmática del relato fantástico”. En Antón Risco y otros. El relato fantástico. Historia y sistema. Salamanca: Biblioteca Filológica, Colegio de España, 1998, p. 40.

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Comunicación leída el 24 de septiembre de 2009, en la sesión 1293.

 

 

COMUNICACIONES

H. A. MURENA EN LA POESÍA123 n su poco más de medio siglo de vida, H. A. Murena (1923-

1975) concibió y elaboró, a lo largo de tres décadas, una obra de suma intensidad, sustentada por fuertes experiencias vitales e intelectuales. Después de Primer testamento, de 1946, libro tentativo, escrito en prosa, en que lo narrativo y lo poemático se entrelazan, Murena confió a los géneros literarios tradicionales la expresión matizada de su mensaje literario. Se valió de ellos en busca de otras vertientes para encauzar sus interrogantes, su desencantada visión de la sociedad contemporánea, sus conflictos íntimos. Las tres novelas que transcurren en los años peronistas (La fatalidad de los cuerpos, 1955; Las leyes de la noche, 1958; y Los herederos de la promesa, 1965) enfocan un mundo sin valores, hedónico, a la deriva; mientras la tetralogía que integran Epitalámica, (1969); Polispuercón (1970); Caína muerte (1971) y Foli-sofia (1976) arroja directamente al lector los desperdicios de ese mundo grotesco, en descomposición. El juez (1958) fue una fallida experiencia teatral que no volvió a intentar. En cuanto al ensayo, el género que le dio renombre, fue, primero, la vía de sus meditaciones argentinas y americanas, y, más tarde, la de sus preocupaciones metafísicas y religiosas. Caló hondo, además, en la poesía, un área en que se alternan luces y sombras, lo expreso, lo oscuro y lo inefable. Veamos este aspecto de su

legado.

Cinco años después de Primer testamento, Editorial Sudamericana publicó su primer libro en verso, con poemas escritos entre 1947 y 1950.

Varios de ellos los habían adelantado la revista Sur y el Suplemento Literario del diario La Nación. Se trata de La vida nueva, al que siguieron, al cabo de siete años, El círculo de los paraísos (1958); El escándalo y el fuego (1959); Relámpago de la duración (1962); El demonio de la armonía (1964); F. G. Un bárbaro entre la belleza (1972); y El águila que desaparece (1975), siete libros que se entreveran con sus novelas, sus cuentos y sus ensayos; en total, veintitrés volúmenes coherentes no obstante su diversidad, y francamente motivados.

En los comienzos de su actividad literaria -los años cuarenta-, eran reconocibles, entre nuestros poetas, tres poéticas bien marcadas. En primer lugar, el neorromanticismo de la generación que tomó su nombre de esa década. Ella revivió los metros clásicos, rechazados por la vanguardia martinfierrista. Destacados representantes de esta promoción, objetada por Murena en El pecado original de América, al enfrentar arte nacional y arte nacionalista, se convirtieron con posterioridad al culto de la métrica. Tal el caso de Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez y Eduardo González Lanuza. Otra tendencia respondía al deslumbramiento del surrealismo, cuya capilla suprema tenía su sede en París. Poetas como Enrique Molina, Olga Orozco, Aldo Pellegrini y Francisco Madariaga forjaron formas libres, pero no renunciaron a la musicalidad.

Una poesía “no precisamente hermosa"

Otro fue el caso de quienes, inclinados a la libertad absoluta en el manejo del verso, desdeñaban “la mecánica de la rima”124, practicaban una versificación irregular, solían cometer disonancias al tejer una sintaxis abrupta, chirriante a veces, evitando acordes armoniosos y términos de abolengo lírico. En “Golondrinas”, de F. G. Un bárbaro entre la belleza, el poeta ironiza acerca de la métrica: “¿Mejor hubiera sido / respetar la métrica y / las buenas costumbres? / ¿Recordar el aoristo y / las declinaciones?”. No les resultaba grato el lenguaje exornado, los juegos de sensaciones ni los recursos seductores de la poética. Preferían una expresión sobria, se diría hoy minimalista, capaz de lograr efectos de gran tensión. Una poesía, en suma, ajustada al cambio operado en la concepción misma de la belleza. En esta zona poética descollaron autores como Alberto Girri y H. A. Murena, ligados, sobre todo, a algunos poetas norteamericanos contemporáneos. En un poema de su libro Relámpago de la duración, Murena evoca a Wallace Stevens y se refiere textualmente a “el recuerdo mecánico de un verso / no precisamente hermoso / (como suele ocurrir con la poesía / moderna)... ” El reconocimiento de que lo hermoso suele no figurar entre los atributos de la poesía moderna (frase equivalente a “lírica moderna”, en el sentido histórico y retórico que le atribuye Hugo Friedrich en su magistral estudio sobre el tema) equivale a una toma de posición y, en cierto modo, a una advertencia disuasiva para el lector adicto a la tradición clásica.

En el Prólogo de sus versiones de Stevens precisamente, Alberto Girri señala algunos rasgos de esta corriente aplicables también a su poética y a la de Murena: un tono con predominio de lo intelectual y tendencia a la abstracción. En ella se percibe “que lo que allí está en juego es, más que conceptos, una tensión espiritual a través de la cual el poeta trata de aprovechar todos los recursos que la inteligencia y la sensibilidad ponen a su alcance para expresar una verdad, objeto esencial del poema, y los movimientos sucesivos en la búsqueda de esa verdad”. Intuición y pensamiento, vida especulativa y sentimientos son factores coadyuvantes. Murena, por su parte, en el prólogo de Línea de la vida (selección de poemas de Girri) hace referencia “al problema de la foija de un tono de voz capaz de expresamos [a los argentinos] sin desfiguraciones”; rescata “nuestro ascetismo y nuestra parquedad fundamentales” como rasgos peculiares que la poesía debía plasmar, y advierte en los poemas de su amigo ese tono distintivo, que, al mismo tiempo, tácitamente rescata para su propia poesía.

Teorizando sobre su poética, Girri ha dicho que en sus poemas está la nostalgia del paraíso original que el hombre ha perdido. Más aún, “la sensación de pérdida, de caída del paraíso, está en el fondo de la naturaleza humana”125. En cuanto a Murena, en La metáfora y lo sagrado reflexiona sobre el lenguaje paradisíaco y el estigma de la Caída. El estigma se manifiesta esencialmente en la palabra y da origen al lenguaje caído, juzgador, que “sólo es adjetivo, comentario, charla nociva”. En cambio, “la poesía no juzga, nombra mostrando, es sustantivo, crea, salva [...] halla para el lenguaje caído la redención de la metáfora”. Esta, al llevar más allá (meta) lo sensible y lo mundano, trae hacia aquí el Otro Mundo, de modo que el poeta se convierte en mediador entre dos universos, el inmediato y tangible y el del origen paradisíaco. Pero es en la nota preliminar y en los escolios de F. G. Un bárbaro entre la belleza, donde Murena despliega sus ideas sobre la poesía y su hermenéutica. La poesía restaura el lenguaje paradisíaco y salva el mundo. El artista, criatura metafórica, es el mediador entre el Cielo y la Tierra. A través de él, se establece la atracción entre la trascendencia inmanente y la trascendencia externa, absoluta. La crítica, en cambio, “es mero análisis de restos, autopsia que puede explicar la muerte, no la vida”, no obstante lo cual, la ejerce, la intenta en sus escolios. Además, “cada obra tiene mil caras, se alimenta de mil espíritus distintos. Ninguna interpretación es definitiva: toda interpretación salva”. Toda interpretación enriquece.

La voz inaudita de la patria

Los poemas de su primer libro, La vida nueva, lo sitúan, a las claras, en esa reacia concepción. Unos son piezas unitarias, otros están divididos en bloques. Pero nada hay en estos bloques que permita llamarlos estrofas, pues toda idea de combinación establecida de antemano, como los versos y las rimas en las estrofas, y las sílabas y los acentos en los versos, es ajena a este tipo de poesía. Cada composición impone su forma. El quinto y último de los poemas de la serie que lleva el título del libro, servirá de ejemplo. Conviene recordar que La vida nueva esboza una historia: la de un argentino que, obnubilado por la cultura europea, deja su país. La experiencia lo desencanta y vuelve a él, esperanzado. Los once versos forman un bloque, en el cual se suceden un endecasílabo, un verso compuesto de doce sílabas, un decasílabo, un heptasílabo, dos endecasílabos, un heptasílabo, un hexasílabo, un octosílabo, un verso compuesto de doce sílabas y un endecasílabo. Cada verso se vuelve imprevisible respecto del anterior, de lo cual resulta una extraña sonoridad. El poema dice así:

Sea el laurel de tristeza y osadía / para este fugitivo inspirado y pálido. /

Inicia su vida nueva, acepta, / va a luchar hondamente / con esa muerte

que come su piel / pero que tiene su exacta estatura, / a ese grave misterio / en él encamado / va a enfrentar ante los días. / Para este fugitivo inspirado y pálido / sea el laurel de tristeza y osadía.

El autor abre y cierra su poema con los mismos versos, aunque en orden invertido, y esa reiteración le confiere una conformación más neta, en tanto que otros poemas comienzan y concluyen como fragmentos. La anáfora, una palabra o una frase que se repiten cada tanto, utilizada con parquedad, es otro procedimiento que le da a algunos poemas del libro una suerte de ritmo. Murena se concentra en los aspectos reflexivos y emotivos de los poemas, atento a evitar que los recursos seductores, habituales en la métrica secular, desvíen la atención del lector de la intensidad que el poeta ha tratado de infundirle a su texto, para rescatar de alguna forma “el brutal, el misterioso, / el entrañable rostro de las cosas del mundo”, según manifiesta en “Poesía”.

En el comentario que Eduardo González Lanuza le dedicó en Sur a La vida nueva (N.° 203, septiembre de 1951), al indicar las debilidades de la poesía de Murena, subraya la carencia “de eso que se ha dado en llamar el don del canto” Pero, en verdad, esta “debilidad” es una de sus características, lo mismo que el particular concepto de belleza. “La belleza, como última aspiración, está igualmente alejada de sus propósitos; toda complacencia sensual, todo hedonismo aparece aquí austeramente superado”. Con una comprensión crítica no habitual en hombre de otra generación, el talentoso martinfierrista apegado finalmente a la poética tradicional, juzga la poesía de Murena como corresponde, desde los designios del poeta. No hay fracaso en él, sino otro modo de concebir la poesía, “una poesía desasida de toda musicalidad, que emplea las palabras para hacer más expresivo el callar”.

En los años transcurridos entre este libro, editado en 1951, y el siguiente, en 1958, aparecen otros de distinta índole: el drama El juez; los trascendentales ensayos de El pecado original de América, su libro más conocido; La fatalidad de los cuerpos, novela, y los cuentos de El centro del infierno, además del único número de la revista Las ciento y una, de junio de 1953. En 1958, en efecto, aparece la segunda colección de poemas de Murena, El círculo de los paraísos, un tomo de apenas treinta y ocho páginas, que reúne ocho piezas. En ellas, la línea americana y argentina, con ecos del Ricardo Molinari de los vientos y las llanuras, se toma más concreta en el monólogo de Edgar Alian Poe moribundo. Poe fue, para Murena, una de las figuras emblemáticas de América y protagoniza la primera meditación de El pecado original de América.

La onda argentina se afirma en el retrato de José Hernández y en la semblanza del escondido poeta que espera, “en cualquier recodo de Buenos Aires”, que el viento “desate las aguas estancadas y destruya las prácticas de muerte”. ”No te cansas / oyendo crecer / y crecer / la voz todavía inaudita de la patria, / de los hombres del sur y de los vientos puros”. En el mencionado poema dedicado a Hernández, reitera los imperativos dirigidos a los hombres de entonces, “almas enfermas de un tiempo que perdió el futuro”. Al evocar a los criollos paraísos, en el poema que da título al libro, su perfume y su belleza borran toda angustia, como si la voz de esos árboles le dijera que no existe la pesadilla triste de la vida, “que los hombres soñamos y soñamos / en la palma infinita del dios vivo”. Predominan en el libro los versos de arte mayor y la anáfora marca aquí y allá la sugerencia de un ritmo.

“Solo, ante mi vida”

Un cambio brusco se manifiesta en El escándalo y el fuego. El mismo autor, en la nota preliminar, reconoce que los sesenta y un nuevos poemas difieren totalmente de los anteriores y explica cómo los escribió, de modo automático, en ocho días, en calles y cafés, en su cuarto y en una plaza, al correr de la pluma, cuando lo habitual en él era “el trabajo lento y sistemático’*1. Al publicarlos tiene la sensación de que los poemas son ajenos. La onda argentina se aquieta en favor de sutiles planteos íntimos concernientes a la identidad personal. Téngase en cuenta que el Murena ensayista dejaba también los reiterados interrogantes sobre la identidad nacional para indagar en ámbitos más amplios y trascendentales. “Mi relación habitual con la realidad se había trastornado debido a que cada fragmento de la realidad cobraba ahora un valor absoluto”. La revelación del yo se manifiesta en el poema inicial: “Una noche mordí / aquella pepita, / el inconfundible / gusto de mí mismo”. Pero esa comprobación revela también su extrema soledad.

Obedientes a una arisca polimetría, los versos siguientes recurren a la anáfora como táctica de intensificación.

Solo entre los animales, / que desconfían de mi pie, / empero dulce para ellos. / Solo entre las cosas, / débiles, / que recelan de mi mano, / quisieran devorarla. / Solo, ante mi vida, / esta extraña / que no cesa de transcurrir. / Solo ante los ángeles, / que no oyen más que a los héroes. / La tormenta estival / crece / y crece / en el vientre del río / y el aire / seguirá / hundiéndose / en mis pulmones.

Son cuatro predicados sin sujeto explícito que denuncian el desvalimiento, mientras la vida parece transcurrir como cosa ajena, mostrándose apenas en el mero hecho de respirar. Los poemas brotan y se multiplican en variaciones que brillan como destellos de pensamientos y sensaciones y, en ellos, aquí y allá, las dos palabras del título, “escándalo” y “fuego”, ahondan su sentido en las alusiones a episodios evangélicos.

Después de la radical experiencia de El escándalo y el fuego, la escritura mecánica detiene sus engranajes y Murena vuelve a la realidad con otro instrumento verbal. Procura transmitirla en los quince poemas de Relámpago de la duración, título que enuncia un oxímoron. El relámpago alude al alma, pero asimismo al tiempo y a su fatal brevedad. A la realidad se refiere con una mezcla de ironía, cotidianeidad y patetismo, según él mismo declara, tal como por entonces le fue dado percibirla. Pero el “pathos” atenúa su dramatismo, en tanto que lo cotidiano y lo irónico contribuyen a subrayar una intención de resignada conformidad. Obsérvense estos atributos en la última estrofa de un poema titulado “Portofina”, centrado en la contemplación de una tarjeta postal: “Propenso a que lo fotografíen, / estimulante para el turista, / sin duda, / para conferencias / óptimo tema, Portofino, / diríase inofensivo, ahí, / en la tarjeta postal / que ayer me alcanzaron”. En “Fifth Avenue”, la deslumbrante calle neoyorquina suscita reflexiones e imágenes contradictorias de progreso y retroceso, de modernidad desafiante y de retomo a la horda primitiva. En “Eventualmente”, luego de citar un célebre poema de Wallace Stevens ya mencionado (“The Sun this March”), registra, con unción, el alumbramiento del poema.

Y entonces, si te han dado oídos, / oirás las palabras / que desde las piernas, / desde el viviente pelo, / desde el hígado y el aire, / desde el mismo corazón, / desde la lejanía y la proximidad, / viajan / por los arroyuelos, / los deltas de la sangre, / a tu boca arriban, / brotan, las palabras, a la nada / nombran para darle existencia, / yerguen el poema, ese mundo / que respira en trágica armonía, / con luminarias, volátiles, / reptiles, hombres, abismos /ya veces la oculta sonrisa / de lo sagrado.

El demonio de la armonía, dos años después, prosigue esa exploración de fragmentos de la realidad que moviliza el intelecto luego de encender el sentimiento del poeta. Los versos se acortan, los veintitrés poemas se fraccionan en estrofas siempre asimétricas; y la expresión se torna más sobria, si cabe, y más recóndita. Unos interrogantes del poema “Objetos de penumbra” dan idea del ánimo del poeta, perplejo pero ansioso de eternidad preguntando por el sempiterno enigma: ¿Por qué existir? ¿Quién lo ordenó? Y esta terrible conclusión: “la vida siempre, / siempre la vida / para nada”. Lo divino lo atenaza, vivimos en una edad de plomo, el mundo es pura impostura, la historia, un templo en ruinas y, en medio de ellas, solo las palabras de la poesía parecen salvarse, siempre que, dicho irónicamente, no se contaminen con la realidad. Así lo expresa en “Trabajo central”: “ .. como diluvio / de pétalos descienden / las tibias, las fuertes / y finas, / las iridiscentes palabras / recogidas / con ambas manos / antes de que se posen / sobre la realidad”. Esas obsesiones que persiguen al poeta como Furias, ese espíritu maligno, ese demonio que toba la armonía, constituyen la materia de esta obra de plena madurez existencial y literaria.

Vale la pena transcribir unas líneas de Alejandra Pizamik sobre la sensación global que provoca este libro de estructura fraccionada:

... series de frases breves proseguidas por silencios que intervienen con la frecuencia de las frases; disolución de temas -fragmentos de realidades e irrealidades que vienen y van en curvas muy rápidas. Esta fugacidad musical de los significados es la trama de cada poema: conceptos metafísicos, objetos solitarios, imágenes líricas, se intercalan, se enlazan un instante, para dar paso a un pequeño silencio que, a su vez, da paso a una nueva serie de frases o a una sola frase. Poemas alusivos, reticentes, desconfiados, sigilosos (Sur, N.° 294, mayo-junio 1965).

Entre este y el próximo libro de poemas, entre 1964 y 1972, mediaron ocho años, en los que solo Los herederos de la promesa, eslabón final del primer ciclo novelístico de Murena, se incorporó a su bibliografía. Pero el autor continuó publicando en periódicos, mientras lo ensombrecían los grandes cambios que se producían en el mundo y, sobre todo, los presagios de tiempos malos para la Argentina. En un período muy politizado, sus meditaciones evitaban la realidad cercana, sobre la cual, entre amigos, preveía lo peor. Su rechazo no obedecía a desinterés, sino a una sensación de impotencia en cuanto a lo inmediato y a una preocupación por los más vivos problemas existenciales y por las sendas de superación espiritual. En medio de estas circunstancias históricas y sin dejar de frecuentar el ensayo, la narrativa y la poesía, Murena publicó un libro singular, denominado F. G. Un bárbaro entre la belleza.

Poeta y escoliasta

Murena se desdobla en poeta y escoliasta, un poeta ya muerto y un escoliasta o editor que emprende la tarea, primero resistida y luego asumida con pasión, de considerar el legado literario que su ocasional amigo le ha encomendado. Flavio Gómez es el escritor muerto, el F. G. del título, ingeniero de profesión que se ha acercado a la poesía con temor y reverencia. El singular libro multiplica sus puntos de interés, no limitado a los textos poéticos sino también a la relación entre la poesía y las circunstancias en que fue foijada; y, sobre todo, a la posibilidad de la hermenéutica de la poesía, que algunos autores consideran una profanación, “destinada sólo a corromper su fuerza y aventar su misterio”.

Murena y Flavio Gómez son, en el libro, dos personajes ficticios. Partiendo de esta convención, el personaje Murena resuelve publicar una selección de los poemas de Flavio Gómez, pero no aislados, sino relacionados en una red que los vincule y les preste “una organicidad casi de relato”. Se establecen dos instancias ficcionales: la que concierne a la relación entre Murena y F. G., desarrollada en la nota preliminar; y la que vincula a los poemas a la historia de Flavio. Este vínculo -explica- le fue sugerido por el mismo autor, molesto por los libros de poemas constituidos por piezas desconectadas, envueltas “por una suerte de mudez, impotencia”, debido a lo cual “se había perdido el gran vehículo de comunicación y emoción que era lo narrativo, aura que en la gran poesía sirvió siempre para hacer resaltar más la belleza”. Sin estar del todo de acuerdo cota este criterio, el Murena de la ficción decide comentar los poemas y completarlos con apuntes biográficos.

Lo que ha recibido este Murena ficticio es un libro de contabilidad de tapas negras, duras, al que llama cuaderno, con ideas, fragmentos y aforismos; una carpeta marrón, con ciento cincuenta poemas dactilografiados; y una serie de variantes de poemas envueltos en papel madera. En ese desordenado conjunto, F. G. se manifiesta como poeta y pensador, y el editor, como intérprete de esa poesía que, sin ser hermética, “apuesta a veces en forma excesiva sobre la sagacidad del lector” y demanda para su comprensión “una sutil afinidad o bastante esfuerzo”. Dos exigencias de la poesía moderna.

Cada uno de los poemas seleccionados va seguido de una nota aplicada no solo a interpretarlo, sino también a situarlo en el contexto vital del poeta, de manera de no echarlo “desnudo al mundo”, sino integrado en una suerte de historia. Esta configuración recuerda la de un libro célebre, el primero de Dante Alighieri, La vita nuova, cuyo título es también el del primero de Murena. Pero La vida nueva no se ajusta a esta configuración. Se aproxima a ella, en cambio, F. G. Un bárbaro entre la belleza, por la sucesión de poemas y comentarios (las “ragioni” de Dante). Sin embargo, en La vita nuova hay una clara intención autobiográfica más o menos idealizada, en tanto que en F. G., versos y prosas son atribuidos a dos personajes distintos: el poeta y el escoliasta.

En la portada de los cuadernos solo figuraba F. G. En el libro que edita el personaje, Murena le añade Un bárbaro entre la belleza, título de un poema no incluido en la selección. Se refiere a la impresión que el ingeniero poeta tenía de sí mismo: la de ser un intruso en el mundo del arte, “alguien que estaba en ese jardín porque los dueños o guardianes de este -tal vez los mismos árboles y flores- aún no lo habían descubierto o lo menospreciaban lo suficiente para ignorarlo”.

En sentido más lato, la frase [un bárbaro entre la belleza] procura describir al hombre. F. G. creía que somos los pastores del mundo, pero que -perturbados por nuestras pequeñeces- no lo percibimos en la impresionante belleza de su armonía, lo abandonamos y nos perdemos: el signo del pecado radical no sería nacer, sino la barbarie de la desatención, porque percibir todo lo viviente, la atención, constituye “la plegaria natural del alma” capaz de purificamos de cualquier desdicha126.

Especial interés para la apreciación de la “poesía moderna” tienen las interpretaciones del lector y editor Murena. Ellas nos indican las vías de penetración de que se vale recurriendo a datos eruditos y biográficos, a todo elemento iluminador y, en gran medida, a factores que conciernen a la intuición, la sensibilidad y la imaginación, de modo que la lectura profunda se convierte en recreación y coparticipación. El lector tiene ante sí los veintiséis poemas elegidos, abiertos a su desciframiento, y puede, en una experiencia apasionante, confrontar su interpretación con la del editor.

“Sospecho -estima este- que si la poesía es una operación analógica, centrada en la metáfora, el comentario también es analogía, metáfora, paralela a la poesía, pese a su apariencia diversa: creerlo nocivo tal vez no sea más que prejuicio”127.

El poeta desaparece

El ciclo de la obra poética de Murena queda cerrado con El águila que desaparece. Data de 1975, el año de su muerte. Lo componen composiciones breves de no más de siete sílabas, divididas en bloques. Prolongando la línea fragmentaria de sus últimos libros, lanzan balbuceos, destellos, revelaciones, anotaciones súbitas provocadas por una realidad inasible, como en constante disolución. La flor del espíritu crece, a pesar de todo, pero no se sabe cómo ni dónde. El poeta percibe el “soplo del gran misterio”, la gravitación del “secreto claro”, la convicción de que “lo oculto actúa”. “Sólo / en lo invisible / de verdad / moramos”. Entre muchas incertidumbres, Murena rescata la fe en la perduración de la poesía y en la palabra: “La palabra / única / realidad / que poseo / y la realidad / real / arroyo púrpura / que corre / bajo / la palabra”. Este fue su mensaje final en su condición de poeta, mientras el ensayista buscaba nuevos aires en las religiones de Oriente, y el narrador, con humor negro

y lenguaje sardónico, mostraba, en su segundo ciclo novelístico, la faz

atroz de una realidad que le dolía y le iba quitando el gusto de la vida.

Jorge Cruz

Nota Bibliográñca

Friedrich, Hugo. La lírica moderna. Milano: Garzanti, 1958. Traducción italiana de Die Struktur der modernen Lyrik.

Frugoni de Fritzsche, Teresita. Murena. Buenos Aires: El Imaginero. 1985. 132 p.

Girri, Alberto. Poemas de Wallace Stevens. Buenos Aires: Bibliográfica Omeba, 1976. 136 p.

. Línea de la vida. Selección y Prólogo de H. A. Murena. Buenos Aires: Sur, 1955. 138 p.

Murena, H. A. La vida nueva. Buenos Aires: Sudamericana, 1951. 142 P-

. El círculo de los paraísos. Buenos Aires: Sur, 1958. 38 p.

. El escándalo y el fuego. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1959. 71 p.

. Relámpago de la duración. Buenos Aires: Losada, 1962. 85 p.

. El demonio de la armonía. Buenos Aires: Sur, 1964. 98 p.

. F. G. Un bárbaro entre la belleza. Con comentarios críticos y apuntes biográficos de H. A. Murena. Caracas: Editorial Tiempo Nuevo, 1972. 158 p.

. El águila que desaparece. Buenos Aires: Editorial Alfa Argentina,

1975. s/n.

. La metáfora y lo sagrado. Caracas / Buenos Aires: Editorial Tiempo Nuevo, 1973. 109 p.

Rey, Elisa. “Poesía y palabra en H. A. Murena” [sobre El águila que desaparece]. En Letras de Buenos Aires, N.° 13, mayo de 1958.

Rey Beckford, Ricardo. “Inventario de un silencio”. En Eurídice en sombras y otros ensayos. Buenos Aires: Ediciones Ultimo Reino, 2009.

 

 

Ensayo de José Güich Rodríguez

Universidad de Lima

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. TOMO LXXIV, septiembre-diciembre de 2009, Nos. 305-306

Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

 

Ver, además:

 

                               Adolfo Bioy Casares Letras Uruguay

 

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