Allá
al este de Cuba, como quien dice a la izquierda del cuerpo, nos duele Haití,
tanto como para poner a su disposición todo lo que podemos y lo que no
tenemos para que no muera la sepa libertaria de América, la nación negra
que forma parte indisoluble de nuestra historia común de gente sin
historia, varada en estas isla empotradas por la naturaleza al sur del
gran imperio que nunca nos ha dejado de considerar su traspatio, lugar de
influencia y mal ejemplo que hay que extirpar para que no crezca.
Haití ya no es mediática, las consecuencias de los males de siglo brotan
de tanto en tanto, en epidemias, terremotos, sequías, ciclones y todo el
arsenal del Apocalipsis, al que han contribuido en gran medida las
“grandes naciones”, que no olvidan el agravio de una nación poniéndose
en pie para derrotar a las tropas élites de Napoleón y levantar patria
sobre las cenizas y sus contradicciones, bien aprovechadas en doscientos años
de dependencia.
En estos días de abril tan significativos para otra isla hereje, como es
la mía, celebrando los cincuenta años de otro “agravio” no perdonado
, quiero recordar la deferencia que por Haití y su pueblo tuvo nuestro
José Martí.
El título de este trabajo son palabras de nuestro Apóstol, admirado de
la hombrada de la pequeña nación americana que pese a su pobreza pudo
forjar una cultura, en merecidos elogios a Edmond Héraux, el poeta amigo
de Cuba: “En él, como en todos los poetas haitianos, los versos sobre
la patria adorada, la patria que del cepo nació a la academia, la patria
que lleva en la frente el bonete de doctor y en los tobillos aún la marca
del hierro, tienen el temple y la luz de una espada encendida”
En 1894 el tema haitiano es tratado por Martí en el periódico
“Patria” para rebatir el argumento del “peligro negro” ante la
revolución independentista que el promueve, son sus palabras:
“Hay diferencia esencial entre el alzamiento terrible y magnífico de
los eslavos haitianos, recién salidos de la selva de África, contra los
colonos cuya arrogancia perpetuaron en la república desigual, pariesense
a la vez que primitiva, sus hijos mestizos, y la isla en que, tras un
largo período preparatorio en que se ha nivelado, o puesto en vías de
nivelarse, la cultura de blancos y negros, entran ambos, en suma casi
iguales, a la fundación de un país por cuya libertad han peleado
largamente juntos contra un tirano común” .
La argumentación política de Martí, no oculta la admiración por la
Revolución de Haití, marca sus características y diferencias con la
sociedad cubana de su tiempo a modo de desechar el “miedo al negro”
como argumento para no emprender la “guerra necesaria”.
Señala que sobre ese miedo se apoya el colonialismo español para impedir
la independencia y denigrar al gobierno haitiano simpatizante de la causa
de Cuba, por eso su defensa del derecho de los cubanos a ser
independientes, pasa por la reafirmación de las cualidades desarrolladas
en la sociedad haitiana: “Haití es tierra extraña y poco conocida, con
sus campos risueños como en la soledad de flores de oro del África
materna, y tal gentío ilustrado, que sin que quemen los labios puede
afirmarse que ese volcánico rincón ha producido tanta poesía pura, y
libros de hacienda pública, jurisprudencia y sociología, como cualquier
país de igual número de habitantes en tierras europeas, o cualquier república
blanca hispanoamericana. Callarlo sería mentira,-O miedo…”
Estas valoraciones de respeto y admiración crecieron con sus visitas a la
“volcánica”, “telúrica” y “gran nación”, adjetivos que no
dejó Martí de usar para definir a ese pueblo y a esa sociedad.
Allí recibió el apoyo para la causa de Cuba, de su gente humilde, de sus
intelectuales y de las autoridades, a sabiendas de que los cubanos emprendían
un camino que cien años atrás habían recorrido sus ancestros.
En Cabo Haitiano, ciudad que amó y que le dejó el recuerdo de muchos
nobles haitianos y de una emigración cubana decidida, pasó sus últimas
horas antes de venir a Cuba en un abril tenso y preludiador. Allí vive
Hulpiano Dellundé, un cubano que los acoge y oculta cuando el
“Nordstrand” llega este puerto, hay fuertes presiones de la diplomacia
española sobre el gobierno haitiano, quienes ordenan detenerlos en caso
de llegar a ese puerto.
Desde su escondite Martí escucha la vida diaria del pueblo haitiano y le
escribe su último homenaje, un pedazo de Haití que no olvidaremos:
“El sol es leve y fresco. Chacharea y pelea el mercado vecino. De mi
silla de escribir, de espalda al cancel, oigo el fustán que pasa, la
chancleta que arrastra, el nombre del poeta Tertulien Guilbaud, el poeta
grande y pulido de «Patria», - y el grito de una frutera que vende “¡caimite!.
Suena, lejanos tambores. En las piedras de la calle, que la lluvia
desencajó ayer, tropiezan los caballos menudos. Oigo “le bon Dieu”,
-y un bastón que se apoya en la acera. Un viejo elocuente predica religión,
en el crucero de las calles, a las esquinas vacías. Le oigo: “Es
preciso desterrar de este fuerte país negro a esos mercaderes de la
divinidad salvaje que exigen a los pobres campesinos, como el ángel a
Abrahan, el sacrificio de sus hijos a cambio del favor de Dios…”
Esa noche de miércoles santo, 10 de abril de 1895, el “Nordstrand”
zarpa de Cabo Haitiano con su carga de madera rumbo a Jamaica y seis
pasajeros rumbo a la gloria, uno de ellos era José Martí.
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