La confesión de la piedra
Carolina de Grinbaum

Capítulo I 
Se le han humedecido las letras

Una fisura en el tiempo produce una fuga, por allí se escapan los años en hibernación celosamente guardados, convocan a un segundo nacimiento, al prodigio de un renacimiento. Esta escena anticipa los entuertos que la originaron.

Bernardita, presente en el lugar y a la hora justa como si se tratase de un ritual, una ceremonia anunciada por el Espíritu de la Tierra. Con la expresión de quien se asombra y escandaliza de cada cosa que sus ojos perciben, de puro tierna, ahí la vemos, expectante, a lo que vendrá.

Una pasa de uva era Bernardita, ese símil podemos arriesgar, de tan fruncido el entrecejo por los pensamientos que desesperan por abrirse paso, que buscan un camino.

Fruncida la boca en un ¡oh ! anticipado, una trompita que parece prepararse para un beso de esos que no aciertan el destino de choque, pero en realidad se están preparando para hablar de cosas que no Ilegan a ser emitidas y ni siquiera llegan a tomar su debida forma de palabra.

Por todo esto parecía una pasa de uva Bernardita Aurora Echebarni, una pasa dulzona, que pudo ser uva pulposa y jugosa para la avidez de otros labios. Pasa de uva, eso era.

Se recompone el cuerpo, integra su alma que siempre se evade en algún suspiro, acomoda su esqueleto y aceita los sesos, practica igual tratamiento de si se tratara de alisar su vestido gris que oficia de funda escondedora de sus formas, aunque ya carece de turgencias.

Saca brillo a su calzado con el pañuelo estrujado que conserva entre los pechos y modela el peinado a como venga, sin espejo, sus cabellos le son harto conocidos.

Asi ordenada, esta pronta como un hollejo al ser desprendido de su pulpa, limpio y bien exprimido para expulsar los residuos de la memoria.

Un gran montículo de historias, enterradas como fetos, antes de nacer, lleva acumuladas en el cementerio de su mente. Son muchos los años de abstinencia de recuerdos. Sin registros del ayer, ni de los días que pisa o pisotea sin advertirlos.

Abierta la brecha, ahora resulta que para algo sirve el tiempo; como les digo, a partir de ese momento ya le resultará fácil a todo lo estancado, al bulto de palabras que obturan y obturaron por años el atanor instalado en su cabeza, podría por fin salir en avalancha

Veremos desbordar un continente de sinrazones que exigen sus razones, o razones que reniegan  de las sinrazones, letras y letras armadas con hilo de collar, bien armadas las palabras, para evitar confusiones, malos entendidos.

Y las palabras ahí están, asomadas desde el pasado, primero asoman tímidas, después descaradas, sin tapujos emergen, fresquitas, fresquitas como el agua, remozadas. A Bernardita, para Bernardita dicen. Se le han humedecido las letras al borde del río, junto a las piedras.

Bernardita primero anticipa los latidos de un susurro y arrodillada, posición de penitente o de ruego, acerca el oído para escuchar lo que fue, lo que es, lo que vendrá, luego suena un murmullo, oye. Descodifica letras, compone palabras, ilumina frases, ideas.

Las palabras felices de salir de su retiro, inconscientes del peso de su mensaje, golpean y azuzan la calma de Bernardita y entonces su larga pasividad deja la pereza obligada, deja de ser calma, con inquieto interés oye y descifra los signos. A ella le llegan, a Bernardita le llegan las palabras, única destinataria.

Atenta, muy atenta, ahora escucha, escucha, escucha. Levanta en vilo las palabras para llevarlas consigo, para cargar el bagaje de lo dicho y trasladarlo, pesada propiedad, en su viaje de regreso. Año éste de 1976. Ella mira el almanaque y sabe el paradero actual de su tiempo.

El sauce de la orilla del río, la espera, cuida de sus brillantes zapatos, la mira a ella y espera a la antigua amiga, a la antigua niña, a Bernardita.

Ha sido el sauce testigo, el, intérprete de todas las lenguas, aun las no pronunciadas, intérprete del alma humana y el espíritu de las cosas, mira en el brillo del agua a Bernardita y a la piedra, hace tremolar su follaje y llora hasta irrigar sus propias raíces.

Ella se le acercará al buscar su calzado y el, mitigador, podrá abrazarla con sus húmedas ramas.

Carolina de Grinbaum.
La confesión de la piedra
Buenos Aires, el gRillo, 2006. 215 pp.

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