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El amor en una liga de anarquistas
Eduardo González Viaña
egonzalezviana@yahoo.com

 
 
 
 

“Los hombres matan mucho más obedeciendo que rebelándose”- decía un letrero colocado en la pared tras del escritorio principal.

Por leerlo y releerlo, el joven César Vallejo no había reparado que la Liga de Artesanos de Trujillo había cambiado de bibliotecario. La persona que ahora se sentaba en ese escritorio era una joven muy guapa.

La Liga de Artesanos de Trujillo era una institución fundada en 1885 por los primeros anarquistas que llegaron al Perú. De allí habían salido los trabajadores a formar sindicatos en todo el valle del río Chicama y allí se habían gestado las grandes insurrecciones laborales de 1910.

En los años 20, los muchachos de la llamada Bohemia de Trujillo frecuentaban la, para entonces, actualísima biblioteca de la liga. De contrabando habían llegado allí obras que estaban prohibidas en el resto del país.

Prouhdon y Fourier se encontraban al lado de Owen, Reclus y Bakunin, y sus textos fueron leídos con avidez por Vallejo y sus amigos. Allí, conocieron a los narradores rusos y franceses del siglo XIX. En uno de los jardines, el joven Antenor Orrego leía casi recitando la obra sublevante de Manuel González Prada. Allí, todos ellos conocieron las utopías del cambio social que pronto iban a cambiar la historia del mundo.

Luego de descubrir el rostro de la nueva bibliotecaria, César Vallejo no pudo contenerse. Cerró el libro que leía y fue a devolverlo. Era un buen pretexto para conocer a la muchacha. Sobre el escritorio, un letrero decía su nombre. Se llamaba María Rosa Sandoval. No podía él adivinar que ella sería su primera enamorada,- y su maestra de francés- y que temprana muerte le inspiraría esa querella con Dios en la que le reprocha: “Tú no tienes Marías que se van”…

En otra de las estancias austeras y silenciosas de la Liga, Haya de la Torre leía la historia de los anarquistas a quienes llamaría “santos laicos”. En ese mismo lugar, el músico Carlos Valderrama se sintió agitado por el ritmo interior que lo obligaba a producir una sinfonía. Por fin, Macedonio de la Torre dijo alguna vez que  el verdor de las plantas en el jardín del segundo patio, le inspiró a su pintura una tendencia a hundirse en el alma de las cosas.

Se trataba de un grupo de jóvenes que apenas pasaba de los 20 años de edad pero que ya soñaban con renovar la estética, darle nuevos contenidos a la vida, construir la justicia social y unir a los pueblos de América Latina en una sola patria libre.

En nuestros días, la Liga de Artesanos sigue en el mismo sitio, la cuarta cuadra de la calle Colón, antes de llegar a Pizarro.

Pero, ¿qué ocurrió luego de ese encuentro?… Me lo contaron, y yo lo he repetido en “Vallejo en los infiernos”:

Una semana más tarde, César fue a recoger a María, y ella lo esperó en la puerta. Después empezaron a caminar sin rumbo fijo.

A César le bastó callar para no tener que hablar de sí mismo y saber más acerca de ella. Así supo que María Rosa escribía un diario íntimo.

-Hay que dejar escrito lo vivido para que sea eterno- aseveró la muchacha. –Y sin embargo, no es posible. Te confieso que no sé escribir.

-¡Y dices que te llamas María Rosa. No te llamas así. Te llamas María Bashkirtseff.

-¿María Bashkirtseff?

-Fue una rusa…-comenzó Vallejo.

-… que publicó un diario íntimo cuando tenía 20 años de edad- completó María.- Claro que me acuerdo. Murió a los 22 el año pasado…

Hablaron de  Darío, de la revolución soviética, de Beethoven, de Chopin y de Mendelssohn.

La noche estaba sobre ellos. Mientras argumentaba, César caminaba a largos pasos y se había alejado algunos metros de la muchacha. Reparó en eso y volvió hacia ella buscándola con los brazos como lo hacen los ciegos. Tal vez entonces ambos sintieron la música de las esferas.

Él le tendió la mano y ella se la tomó. María Rosa era tan pálida como el cielo y parecía estar ardiendo. Ahora ya no la veía César, pero podía adivinarla por el olor minucioso de las hojas del naranjo. La veía y dejaba de verla. Ambos comenzaron a arder sin llamas como la luna que ardía sobre las altas pirámides truncadas de Chan Chan. Acaso ella le rodeó el cuello con el brazo. Tal vez fue él quien lo hizo. Nunca lo sabrían. Nunca… No sabían que ya estaban en la historia.

Eduardo González Viaña
egonzalezviana@yahoo.com
gentileza de El Correo de Salem
http://www.elcorreodesalem.com/

12 abril 2012

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