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Don Tuno, el señor de los cuerpos astrales
Eduardo González Viaña
egonzalezviana@yahoo.com

 
 
 
 

Encontré a mi compadre Don Tuno, fabricando un hombre.

-Te está saliendo mal.- le critiqué.

-Tú lo que quieres es mujer.-respondió, y volvió a su tarea.

A mitad y mitad entre la sombra de la noche y las primeras luces del día, mirando desde el pequeño banco de madera donde me hallaba, el Maestro Eduardo Calderón Palomino, llamado también Don Tuno, lucía descomunal.

Era su panza lo que más contribuía a las asombrosas proporciones de aquella silueta a contraluz. Su cabeza parecía tallada mil años atrás con unos ojos chinos y una nariz de hacha a los que se añadía una larga cabellera recogida en la forma que lo hicieran los profetas. Por lo menos mide cuatro burros de ancho, me había dicho con el índice del secreto sobre los labios un buen amigo suyo.

A las cinco de la mañana en el caserío de Las Delicias de Moche, Trujillo, los difuntos se confunden con los vivos, y los animales con los hombres. Los gallos conversan con otros gallos que viven en corrales distantes, y aquellos con otros y otros, y así hasta el fin del mundo. Los perros y los lobos son una misma cosa. La creación ha vuelto a la unidad primigenia en que hombres, bestias y cosas se comunicaban. La naturaleza entera se halla recogida a la espera de vapores de luz que nacen del oriente. Unos cuantos perros vagabundos anuncian el día.

Don Tuno

Desde esas horas, el Tuno se encontraba dedicado a la fabricación de cerámicas y tallas de madera. A las siete comenzaba a ser un sanador. En ese momento, venidos desde Trujillo y desde todos los pueblos por donde corre el río Moche, arribaban a su casa personas que confesaban padecer de todo tipo de dolencias y pesares.

El maestro los recibía uno por uno de manera reservada y les iba recetando las pociones de yerbas que consideraba necesarias para su curación. Algunos cargaban en una bolsa de tela un pequeño roedor muy escurridizo, el cuy, cuyo uso es indispensable para los diagnósticos más especializados.

He llegado a contar entre cincuenta a sesenta los cuyes sacrificados en una sola mañana. Sobre el cuerpo del paciente que, a veces no había declarado sus síntomas, el curador sobaba varias veces el breve animal todavía vivo al tiempo que repetía un ensalmo casi inaudible.

Luego de abrir por la piel al roedor, en sus entrañas palpitantes, el Tuno era capaz de descubrir la raíz del problema y buscar la solución. En unos casos, para curarse bastaba con ingerir ciertas infusiones hechas a base de yerbas. Si se trataba de una enfermedad de Dios, ésa era la solución, o la consulta a un sanador más especializado, un cardiólogo, por ejemplo.

En otros cados, cuando el mal había sido inducido por un brujo malero, mi compadre sentenciaba que se hacía necesaria una Mesa.

-¿Qué es lo más importante para fabricar un ser humano?

-¡Sólo Dios sabe!

-¡Por supuesto! Pero me refiero dentro de tu tarea, compadre.

Se quedó pensando. Miró hacia el cielo.

-¡Ser Dios debe ser una tremenda responsabilidad!…

-No has respondido a mi pregunta, y te la repito ¿qué es lo más importante para fabricar un ser humano?

-Buena madera.

No era necesario que los pacientes pagaran por la consulta. La pobreza de muchos de ellos lo impedía. De todas formas, para contribuir con la economía de este modesto médico de pobres, llevaban papas, pescados, huevos, frijoles, unos cuantos soles. La subsistencia del Tuno y su familia dependía de la venta de sus cerámicas a los turistas y la atención en un pequeño restaurante llamado “El Cayachipe”. Doña Magdalena, su mujer, hacía maravillas con lo que los pacientes aportaban. Había que hacer brujería para subsistir con tan poco dinero.

El taller - Foto ckmck

Por mi parte, llegaba todos los días a las cinco. Iba provisto de una pequeña grabadora y le hacía preguntas. Algunos entrevistadores son cargosos. Están esperando que su víctima responda exactamente lo que ellos desean, y a veces no lo dejan hablar. Por otro lado, algunos entrevistados son mudos, y hay que hacerles decenas de preguntas para sacarles una declaración importante. Éste no era nuestro caso. Con la grabadora de por medio, y de por medio también un amargo café mañanero, se iniciaba un intercambio de bromas y de conjuros. A veces, hacía él las preguntas. A veces, creo que yo fui su chamán, y mis invocaciones a que recordase su infancia y juventud lo limpiaron de algún no resuelto padecimiento del pasado. Por todo eso, el Tuno me hizo su compadre, lo cual es una costumbre muy usual entre nosotros los brujos.

El oficio del Tuno se cumplía en esas circunstancias. El mío se hacía desgrabando más tarde en mi casa y jugando allá con lo que se dijo y con lo que no se dijo, con las palabras, los verbos, los conceptos y los espíritus curiosos.

Otra cosa nos hizo compadres. Fue el hecho de que uso anteojos y que mis zapatos transportan de un  lado para otro la inocultable silueta de un intelectual. Los pacientes identificaban mis lentes con los de la profesión de médico y comentaban que hasta los médicos tienen que visitar a Don Tuno cuando están enfermos. Eso nos hizo definitivamente compadres. Por otro lado, la obligación de representar el papel de doctor me impidió estudiar en serio para chamán.

Me hubiera gustado serlo para fabricar seres, volar a Brasil y California, levitar, curar penas, enredar amores y manejar, en ciertas noches claras, el universo. En este libro, don Tuno ofrece lecciones para ello.

Sin embargo, me quedé en el oficio de divulgador y pregonero, y tan sólo llegué a ser ayudante y alzador en las mesas. De todas formas, entrevistar a Eduardo Calderón Palomino y ser compadre suyo cambió definitivamente mi vida al modificar la manera en que yo conceptuaba al mundo y caminaba por él. Voy a contarles de qué forma esto ocurrió mientras esperamos a que mi compadre  responda a la pregunta de cómo fabricar hombres.

A fines de los años 70, vivía yo en Europa. Estudiaba en la École Des Hautes Études de París y trabajaba en Amsterdam los fines de semana. En la ciudad de los canales, hacía un programa de radio sobre música y leyendas de América Latina. En París, alternaba dos horas de piscina durante la mañana con toda la tarde en la biblioteca del Centro Cultural George Pompidou. Me sentía feliz.

Sin embargo, un día los holandeses con quienes trabajaba me invitaron a filmar unos audiovisuales en el Perú. En vista de que el programa de radio tenía audiencia, me pedían que contara aún más a través del cine y la televisión acerca del país misterioso en el que había nacido.

En unas pocas semanas, escribí diez guiones que los realizadores aceptaron encantados, y volamos a Lima. Uno de los temas que había planteado se desarrollaba en Trujillo. Era la historia de un brujo local que resolvía los problemas de la gente, tanto los originados por las enfermedades como aquellos que nacen de la comunión con el mundo, los negocios y el matrimonio, el poder y la sumisión, la arbitrariedad y la justicia, el cariño y el desamor.

Un hombre así tenía que existir. En contraste con la pobreza de nuestros países, todas las comunidades -más aún, las más pobres- tienen siempre un chamán que ofrece todos estos servicios.

Don Tuno

En mi guión, el chamán o maestro tenía que ser de Trujillo, y ello por una buena razón. La gran ciudad del norte peruano está edificada sobre tierras y regiones donde se establecieron culturas milenarias. El chamanismo de nuestro tiempo no es sino la continuación del de aquellos tiempos – aunque la historia haya sido truncada por la invasión de Occidente- porque la cultura es alma colectiva, y todas las almas son perpetuas.

Había hablado con el productor acerca de la casa del chamán, de su probable familia y hasta de su tipo físico, pero no lo conocía. Un buen amigo, Cristóbal Campana, supo al instante a quién estaba buscando.

-Buscas- me dijo- a Eduardo Calderón Palomino, llamado también El Tuno. Vive en Las Delicias frente al mar. Ve a verlo ahora mismo y salúdalo de mi parte.

Le pedí que lo llamara por teléfono y le avisara de mi llegada y de mis propósitos. Sonrió Cristóbal.

-En Las Delicias no hay teléfonos.- me dijo y agregó:

-La verdad es que no es necesario que yo te recomiende. Él ya te conoce.

Media hora después, al frente de un grupo de cineastas, descendí de una camioneta que portaba los equipos de filmación.

-¿Cómo estás tocayo? ¡Hace tiempo que te estaba esperando! – me dijo El Tuno…

Nunca le pregunté cómo había sabido que llegaba porque me he acostumbrado a saber que no todas las cosas tienen explicación.

Nos pasamos una semana filmando y conversando. El mar de Las Delicias es afable con los que quiere. Solamente se desmadra cuando alguien pretende alterar las leyes de la naturaleza.  Mientras los holandeses recogían sus equipos, le pregunté al productor:

-¿He cumplido mi contrato?

-Sí, por supuesto.

-¿A cabalidad?

-A cabalidad. Estamos muy contentos.

-Entonces, ¿puedo quedarme?- Antes de que respondiera, le dije:

-Me quedo aquí. Voy a escribir un libro con mi compadre el Tuno.

Seis meses después, el libro estuvo listo, y al año siguiente lo publicó la editorial Argos Vergara de Barcelona. Sin embargo, el libro o lo que en él se decía se había metido dentro de mí, y regresé a mi tierra norperuana. Cuando fui a saludarlo, mi compadre me recibió con una pregunta:

-¿Por qué cree que ha regresado?- me dijo. No me preguntó por qué regresaba sino por qué creía que lo hacía.

-No sé. Tal vez porque sí.

-Se equivoca, compadre. Así porque sí no regresa nadie.

-¿Entonces?

-A usted lo ha traído algo, compadre. Quizás su cerro.

Creo que en ese momento, yo ya era otro. Algo se había tornado diferente en mí aunque no lo advirtiera. A lo mejor había asumido por fin mi ciudadanía mochica. Ya era amigo de un cerro y pronto sería compadre de una laguna. A través del Tuno hablaban y hablan los viejos espíritus de los fundadores de nuestro mundo. Acaso él había comenzado a ser uno de ellos. Algo similar me estaba ocurriendo.

Como se relata en las páginas que siguen, y de acuerdo con antiguos saberes de la tierra andina, en la naturaleza, todos los seres somos compañeros. Algunas personas pueden convertirse en montañas. Por su parte, pueden los cerros volar, herir, navegar, e incluso enamorar y seducir. También se hacen invisibles de vez en cuando, y congenian, hacen amistad, con gente a la que han visto nacer. Ése era mi caso.

Le conté que había nacido en Chepén, La Libertad, en las faldas del cerro Apra, pero que me había criado en Pacasmayo, muy cerca del cerro Chilco. ¿Cuál de ellos sería mi amigo?

-Usted decide, compadre.

Opté por los dos, y así he sido toda mi vida.

En las viejas cosmogonías que me fueron explicadas por El Tuno, supe además de una vez por todas por qué los mochicas y los chimúes durante milenios erigieron templos y observatorios astronómicos en el norte del actual Perú, de qué forma consiguieron que la salud fuera patrimonio de todos y cómo lograron que la tierra y el hombre nunca se enemistasen. En sus propias palabras:

 ”He oído decir que debajo de la Huaca del Sol, o sea debajo de la tierra, camina gente. He oído decir que son deidades vivas, y que no se dejan ver mientras no sea la hora. Me dicen que ellas están allí esperando su tiempo. Cuando se levanten, temblará la tierra, y la gente de aquí volverá a ser dueña del mundo. Mientras tanto, ya te digo, he oído decir, se ocultan, no se dejan ver. Y castigan a los curiosos, hacen vomitar sangre a los indiscretos.

 Debe ser por eso que la gente hace «mesas» junto a la huaca. Puede ser, ¿no?

 A mi modo de ver, las huacas son puntos donde se ha acumulado la vibración de los hombres que vibraron en la antigüedad y que siguen vibrando a través de la historia. Me refiero a los grandes espíritus de los jefes, de los reyes, de los gentiles.

Las huacas no han sido encantadas. Más bien, han sido «cargadas» al mismo tiempo por acción humana y por acción natural. Ya te he dicho por qué razón humana. En cuanto a la otra razón, es bien simple. Las huacas fueron ubicadas y construidas en un lugar a través de una constante matemática astral.

Y si no, ¿por qué no las construyeron en otro sitio? ¿Por qué las construyeron aquí, precisamente? Yo creo que los antiguos computaban la energía. Por eso vinieron a sitios especiales como esta tierra nuestra. Porque nuestra tierra está especialmente cargada. En ese sentido, todo el norte del Perú es tierra encantada.

En cierta ocasión caminábamos por la playa de Huanchaco y pasamos junto a unos arbustos que nacen salvajes sin que el hombre los riegue o domestique. Al llegar frente a ellos, el Tuno los señaló y me preguntó si sabía qué eran. Era totora, estaba aún verde, y no la pude reconocer porque se la usa cuando ya está amarilla. Apresurado, hice un gesto de indiferencia, de esos que significan que algo no me importa.

El Tuno había avanzado y se hallaba a unos metros adelante. De allí, se dio la vuelta, me miró a los ojos y me dijo que un escritor, o un aprendiz de chamán, debían conocer el nombre de las cosas.

-¿Cómo si no- argumentó- serás capaz de reconocer la fascinante entraña humana, tan elocuente y luminosa? ¿Cómo lo harás si no reconoces que el alma no está dentro de los hombres sino allí fuera entre las piedras y los árboles, las lagunas y los pájaros. Así como es afuera, así es adentro.

Caminó luego siempre delante de mí, y durante una hora fue recitando el nombre de las piedras que encontrábamos al igual que el de las mil diferentes especies marinas que se deslizan, florecen y multiplican bajo las aguas.

Algo de eso he intentado yo durante los años transcurridos desde que publiqué el libro. He vivido luego en geografías muy diferentes, desde los Andes del Perú hasta las empinadas calles de San Francisco y Berkeley, el bosque esotérico de Oregón y las montañas de Asturias colmadas de minerales y de dioses.

Unos pueden encontrar su alma en el vuelo de un ave; otros la reconocerán en los colores de un monte. Mientras escribo este texto y mientras camino por el mundo, yo busco y encuentro indicios de lo que fui y de lo que seré. Leyendo las palabras del Tuno todos podrán hacerlo, o reconocerán que lo hacían hace mucho tiempo sin que lo supieran.

-Ande, pues, compadre. Dígame de una vez cómo se hace para fabricar un hombre.

¿Nunca te has encontrado con un hombre en una pampa, en una vastedad desierta? Me refiero a un  hombre solo. Tu y él, solos y desconocidos. (También puede ocurrir en un puente estrecho.) ¿Tú sabes cómo se miran los hombres es esas circunstancias? Enchinan los ojos y no quieren verse. Pero se miran. Sin hablar, hacen un pacto de dejarse pasar. El uno y el otro se dan el poder de ser valientes, y de caminar lentos y sabios como solamente se cruzan dos hombres o dos sables. Así es en el puente estrecho y también en el desierto.

-Supongo que hay que poner una buena dosis de valentía dentro de los ingredientes. En otro caso… en otro caso, no hay hombre. No hay otro caso.

Trujillo es una isla en medio de quince mil años de antigüedad. Hay vestigios arqueológicos en las cuatro direcciones, en los cerros, en el desierto, a las orillas del mar. Desde la plaza mayor, pueden verse los ábsides de dos formidables pirámides, las del Sol y de la Luna, que se alzan en Moche. Camino de Huanchaco, uno se encontrará a ambos lados de la carretera con la maravillosa Chan Chan, la más grande ciudad de adobe del mundo en los tiempos en que Jesucristo predicaba el evangelio. Por sus gigantescos espacios, trotaron los conquistadores sin hallar persona alguna porque la gente se había desvanecido poco antes de su llegada. La tierra se abre de tiempo en tiempo para revelar sus secretos. Así ocurrió en 1987 cuando Wálter Alva descubrió la tumba del Señor de Sipán, uno de los más soberbios descubrimientos arqueológicos del siglo veinte.

Hay algo más. Todo en Chan Chan y en las pirámides da la impresión de estar vivo. No hay maestro del norte que no las invoque durante sus trabajos. El fantástico camino hacia el cielo  de estos monumentos semeja otra escalera de Jacob por donde hay que subir para alcanzar los secretos. Los rituales de curanderismo y brujería que usa el Tuno son los mismos que ejercitaran los oquetlupucs del pasado. El cactus sampedro es igual al que retratan los viejos ceramios. Aquí nada muere parece decir la tierra encantada, y como así lo creen los viejos y los maestros, que son los mismos de hace un milenio, se habla de “nuestros antiguos padres” los gentiles, unos gigantes que duermen bajo la ciudad sagrada de Chan Chan, y que despertarán cuando vuelva a ser la hora de sus hijos.

Además, la historia se repite. Unos suponen que Chan Chan fue devastada por un fenómeno meteorológico. Otros creen que los habitantes perecieron luego de una guerra prolongada y de una masacre perpetrada por sus enemigos, los Incas. De la misma forma, en 1932 hubo una revolución popular en Trujillo. Durante dos semanas, la gente alzó bandera roja en la prefectura y vivió allí en una sociedad justa del futuro. Pasado ese término, fue sitiada por aire, mar y tierra. Cinco mil de sus defensores fueron conducidos a Chan Chan y fusilados sumariamente de espaldas a los paredones sombríos.

Esa bestialidad -no contada con fidelidad por la historia oficial-  se ha entreverado con los antiguos mitos. Al igual que los gentiles, el Búfalo Barreto, Alfredo Tello Salavarría, Víctor Raúl y Antenor Orrego, entre otros líderes de la revolución truncada, esperan bajo tierra hasta que sea llegado el tiempo de la justicia.

Petra Divina, una bruja de ese tiempo, sigue existiendo en las historias que me narró el Tuno:

Me han contado que una vez, durante la revolución, pasó volando encima de los soldados que atacaban Trujillo y que un capitán ordenó que los soldados se tiraran al suelo con los brazos abiertos en forma de cruz porque ésa es la única forma de hacer bajar a las brujas, pero que ella no descendió porque llevaba un escapulario.

Y dicen también que para evitar que ella aparezca es necesario orinar en forma de cruz. Dicen que hasta hoy lo hacen los soldados cuando están de guardia, sólo que a medio mear, cuando sienten que alguien vuela sobre ellos no gritan “Alto, ¿quién vive?” sino “Alto, ¿quién vuela?”

Los turistas van a Chan Chan y a las pirámides menos que a Macchu Picchu. Ocurre lo mismo con la propia gente de Trujillo. Van pocos y muy poco a visitar sus lugares mágicos. Cuando lo hacen, logran asomarse dentro de sí mismos y ver lo que se había quedado tanto tiempo oculto. Lo sé porque así lo hice en mis tiempos universitarios y he repetido el camino con mi compadre como guía.

En una ocasión, pusimos una mesa cerca de la ciudadela Tschudi. Éramos unos quince, y nos pasamos la noche atisbando en los altos paredones la posible aparición de un fantasma. Un pájaro solitario llegó y se quedó a participar con nosotros de la ceremonia mágica. El Tuno habló con él como si lo conociera, y eso se cuenta en este libro. Por mi parte, quería aprenderme el lenguaje de las aves para rogarle “Despierta, pájaro pinto o huanchaco o como te llames, y protege nuestros viejos adoratorios y nuestras ciudades de hoy de los vientos de lo moderno que sólo acarrean muerte y olvido.

-Si fabricas un hombre, ¿hablará?- le pregunté a mi compadre. A veces nos tratábamos de tú como amigos. De rato en rato pasábamos al usted como debe ser entre compadres.

-¡Y por qué no! El asunto no es que hable sino que puedas oírlo y entenderlo.

Hablan los muertos, las aguas y las huacas. Nos dan remedios. Nos confieren fuerzas. ¡Y qué tales fuerzas! Todo aquí está vivo. Porque ésta es tierra, y agua viva, y cielo vivo. Tienes que aprender a hablar con ellos alguna vez.

En esos momentos, el maestro ya estaba terminando su tarea. Prácticamente, el hombre ya estaba fabricado.

 -Está hecho a mi imagen y semejanza.- dijo el maestro satisfecho. Luego lo levantó y comenzó a mirarlo cerrando un ojo.

-Hmm… claro, a mi imagen y semejanza. Está un poco gordo.

Sacó una cuchilla y comenzó a desbastarlo del lado de la barriga. Luego depositó las herramientas sobre la mesa. Tomó un papel de lija y se lanzó a la tarea de perfeccionar su obra. Quince minutos más tarde, la talla de madera estaba perfecta.

Llegó luego la hora de la cerámica, pero el Tuno estaba un poco cansado, de modo que nos fuimos a tomar un café.

Las tallas de madera que fabricaba mi compadre podían servir de adorno, pero más frecuentemente eran usadas como objetos rituales en las mesas de brujería.

Una mesa, como se describe en este libro, está constituida por una serie de objetos que representan el universo y que descansan sobre manta rectangular tendida en el suelo.

Piedras, vidrios, retratos, imanes, espadas, espejos y algunas varas evocan allí a las potencias que existen en las lagunas, el mar, los árboles y las montañas. Las tallas encarnan a los seres humanos a quienes se quiere curar, llamar, infundir suerte o matar. Armado de una espada o de una vara y luego de una noche de cantos y conjuros, el maestro puede armar y desarmar el universo.

Tú dirás que ya son muchas varas. O tal vez no dirás eso. Pero alguien puede decirlo. Ignora que el hombre es de una misma raíz con su sueño. Se olvida que para soñar ha nacido el hombre, y también para dirigir entero el universo. También para comprender el canto de las aves y para aceptar el consejo de las olas del mar que van y vienen. Se olvida que el hombre también es una vara. Los felinos, los venados y las águilas sí lo saben y también forman parte de la mesa. Por eso los hombres de aquí, corremos, volamos y brillamos como los venados, las águilas y los felinos.

-Entonces, el hombre que fabricaste, ¿no tiene alma?

-¿Y para qué va a tenerla? El aire está colmado de cuerpos astrales. Si tuvieras ojos de ver, percibirías la sonrisa del zambito Reynaldo Naranjo que por allí anda flotando o la de tantos amigos queridos que se fueron.

-¡El zambito está vivo!

-Sí, pero anda flotando. Es poeta y por eso tiene un cuerpo astral que vuela antes de que él haya alcanzado la difuntez.- me explicó mi compadre.

Y agregó:

-Entiende esto de una vez: aquí nadie muere.

Mi compadre Eduardo Calderón Palomino falleció en 1996. Un día le prometí que nuestro libro seguiría vivo todo el tiempo entreverado con los cuerpos astrales y la nostalgia. Por eso sale hoy.

Eduardo González Viaña
egonzalezviana@yahoo.com
gentileza de El Correo de Salem
http://www.elcorreodesalem.com/

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