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Sonrisa divina

Agenor González Valencia

Era una mañana. Era una mañana fría. Era una mañana de diciembre. Era una mañana en Puebla. La noche había fallecido. Mis ojos estaban despiertos. La mañana alboreaba. No había podido conciliar el sueño. Estaba desesperado. Recuerdo que era día 28. Día en que tenía que hacer pagos de mi tarjeta de crédito. Tarjeta que se me había ofrecido y yo la había aceptado. Tarjeta con la que me había sido fácil pagar en restaurantes. Tarjeta con la que me había sido fácil comprar libros. Tarjeta con la que me había sido fácil estampar mi firma. Había que pagar. Siempre el mismo pago. Siempre cada mes. Venía la angustia. Venía la quincena. Venían los intereses. ¡Nunca terminaba de pagar! El pago mínimo se hacía interminable. Se convertía cada mes en eslabón de una deuda que deseaba liquidar.

Esa mañana, con los ojos convertidos en insomnio me levanté, hice a un lado el cobertor, calenté mi cuerpo con el agua casi hirviendo, de la regadera. Me vestí. Salí a la calle. Meditando mi problema llegué hasta un parque cercano a mi domicilio. El recuerdo está presente. Era diciembre. Puebla amanecía. Por los recodos del parque comencé a estirar las piernas. A dar pasos… pasos… pasos. La deuda estaba presente. Los bolsillos estaban vacíos.

¡Cómo se angustia el hombre por tan pocas cosas! De pronto, pasa junto a mi un individuo hablando solo en voz alta. Era ese individuo un enajenado que vestía ropa desgarrada por el tiempo; de cada brazo, columpiaban sus manos, portando éstas desconcertantes números de monedas de 10 pesos, formando, imaginados metálicos edificios de más de cien pisos. Lo observé con asombro. Caminó delante de mí; depositó en una banca las monedas, como si fuesen dos deslumbrantes, en síntesis, edificios metálicos. Sin voltear a verme siguió su camino. Inquieto corrí hacia él, le toqué el hombro y le hice señas de que recogiese dichas monedas que indudablemente podían servirle para adquirir ropa o para comprar alimentos. El hombre volteó la cara hacía mi,  sin detener el paso y haciendo con indiferencia una señal despectiva me dio a entender que ese dinero no le preocupaba.

El hombre se fue, recogí las monedas. Pensé en mi tarjeta de crédito. Un respiro de alivio me llegó hasta el corazón. Lágrimas brotaron de mis ojos. Alcé la mirada: en el cielo me respondió una sonrisa en forma de blanca nube.

Dr. Agenor González Valencia
http://agenortabasco.blogspot.com/  
agenor15@hotmail.com  

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