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Alba y ocaso de Porfirio Díaz
Dr. Agenor González Valencia

agenor15@hotmail.com

 

El nombre de Porfirio Díaz nimbado de luminosa corona de luz arrancada del agónico crepúsculo liberal republicano, cruza con su embrujadora leyenda, en brioso corcel, espada a mano, por las páginas de la historia patria, cargado el pecho de fabulosas medallas, europeizado el rostro y desleído, a la francesa, el pigmento indígena, provocando nostálgicos recuerdos en adoradores tardíos de un México pletórico de injusticia social en el que la férrea mano militar del caudillo, fijaba con soberbia y desdén, límites y destino entre ricos y pobres, entre la minoría harta y opulenta frente a una inmensa mayoría de analfabetas y desposeídos.

 

Esos añorados tiempos de don Porfirio, forjan el altar de la buena crianza de una inmortal nobleza criolla, mestiza y bodeguera que rinde culto a una industrialización egoísta, productora de carencias para la inmensa mayoría y generadora de ilícitas fortunas en cínica simbiosis oficial y privada, de quienes la soberanía nacional es anacrónico estorbo de sus bastardas ambiciones vendepatria y mercantiles.

 

Aún no termina la batalla ideológica entre liberales y conservadores. Hoy más que nunca se encuentran colocados frente a frente Juárez y Porfirio Díaz. Aquél, el Señor; éste, el Don.

Porfirio Díaz

Treinta años de gobierno de una sola persona, son muchos años; La Constitución Liberal Republicana fue usada con deslealtad a sus principios, por el sucesor del señor Juárez, como un manto sagrado en cuyos pliegues asomaba sin escrúpulos el rostro de la iniquidad.

 

Sebastián Lerdo de Tejada es el puente de gobierno entre el Señor Juárez y Don Porfirio. Sucesor inmediato de aquél, a pesar de su capacidad y energía, fue tan sólo lucero en el cielo de la política, en el que con luces propias el sol Juárez todavía renace con el alba para el pueblo mexicano.

 

El indio Juárez, el jurista Juárez, el republicano Juárez, el trashumante defensor de la justicia, solo y bajo el impulso de la dignidad y amor patrio, recorre de tumbo en tumbo los más remotos e intransitables para otros, caminos de México, en su respetuoso e impresionante carruaje negro, en el cual, permanecía latente la esperanza. Juárez no se equivocó, el pueblo mexicano la llenó de vida y hoy sigue vigente, convertida en ley suprema en la ciencia nacional.

 

Don Porfirio Díaz tenía algo de zorro y de león. Fue el “príncipe” que siguiendo por instinto político, los sabios consejos que a Lorenzo “El Magnífico” pretendiera dar Nicolo Maquiavelo, supo cohesionar un Estado debilitado por la esparcida ambición de caudillos regionales, consolidando la voluntad popular en torno a un proyecto nacional de Estado.

 

Hábil, astutamente, siguiendo premeditado plan, Don Porfirio distribuye entre sus generales ansiadas canonjías para mantenerlos bajo una gratitud comprometida, alejados entre sí y entretenidos en los cuidados de sus particulares bienes. Al ejército lo dividió en unidades pequeñas desparramadas por todo el territorio, en lugares que hicieran imposible contacto inmediato entre unas y otras. El viejo zorro se reserva un ejército privado de rufianes a quienes llaman sus bravi, prestos a aterrorizar a sus enemigos o disidentes y aptos para destruir periódicos o eliminar complacientemente a sus opositores.

 

En tanto la nación sufría la zafia e impune acción del bandolerismo, hombres brillantes como Justo Sierra, Francisco Bulnes o Emilio Rabasa, prendían sus luces para atacar con el fuego voraz de su crítica, los postulados de la constitución juarista (1857) que impedía la supraordinación principesca del Ejecutivo y la subordinación vasalla de los otros dos poderes: el legislativo y el judicial.

 

Gobierno fuerte el de don Porfirio, asentado sobre las armas de los guardias rurales diseminados por todo el territorio nacional. Gendarmería de criminal prosapia, reclutada entre asesinos y bandoleros, portadora de vistosos uniformes, relucientes pistolas y fusiles, cartucheras repletas de balas, caballos ejercitados para el ataque y fuga, conocedora de sinuosos o estrechos caminos y apta para extinguir vida a cualquier hora y en cualquier lugar, matando en caliente sin obligación de rendir cuentas a nadie, a quien fuese sospechoso de ser enemigo del régimen o causante de tribulaciones locales o inconformidad popular.

 

La misión  de los rurales fue limpiar al país de clamores y reclamos. El dedo en el gatillo apuntaba hacia la boca, hacia los ojos o hacia la conciencia de quien se atreviese a hablar, ver o pensar en las cosas turbias del sistema. Tres caminos se habrían para los disidentes: encierro, entierro o destierro. La ley fuga era frecuente, los panteones se llenaban de víctimas, familias enteras emigraron y muchos perecieron encerrados en la cárcel de Belén. Hombres honrados y auténticos bandidos, por igual, sin miramientos, fueron aniquilados. La paz pública, fincada en el terror y el crimen, proporcionó seguridad a don Porfirio, parientes y amigos, así como a la decente minoría burguesa de privilegiados comerciantes, mineros y terratenientes.

 

“A los pocos años –nos dice Byrd Simpson-, México era el país más ordenado del mundo, regido por la ley marcial, sin tribunales y con los rurales dispuestos a matar”.[1]

 

¡Y saber que todavía existe gente irresponsable o mal informada que añora los tiempos de la paz porfiriana! Tiempos que sobre el derecho se impuso la razón de Estado, prevaleciendo sobre la ley el amoral interés político.

 

Bajo ese orden marcialmente establecido sobre el cañón de las pistolas, se impulsó al advenimiento del capital extranjero y el desarrollo de factorías y de la agricultura. Las vías férreas se extendieron hasta el sur de la frontera, señalando los trenes  a su paso, la era progresista de un país analfabeta y abismado en el terror. Los antiguos reales de minas, otrora propiedad de los españoles, pasaron a manos de empresas norteamericanas; el oro, la plata, el cobre y el cinc, abrieron sus vetas para fluir a chorros hacia los Estados Unidos. Ives Limantour, hechicero de las finanzas públicas, logra ante el asombro burgués criollo y mestizo, consolidar la deuda pública y el equilibrio del presupuesto nacional.

 

El café mexicano, aromaba las tazas de las tertulias vespertinas en las calles de Plateros, el azúcar nuestro engordaba las bodegas de los barcos anclados en Veracruz, listos a zarpar a los puertos internacionales; el plátano roatán, libre del chamusco y, el henequén yucateco, hallaban en el extranjero cotizaciones ambiciosas. Nadie tenía de que quejarse. El pueblo callaba. La minoría enriquecía. La Pax Porfiriana, fue y es hasta hoy, para espíritus conservadores, un añorado milagro mexicano.

 

En las haciendas el peón vivía muriendo bajo infamantes condiciones de esclavitud. El fuete del amo y la tienda de raya torturaban cuerpo y alma de los miserables  asalariados del campo. La víspera de una boda campesina era festín orgiástico del patrón, cuyo derecho de pernada le permitía romper dignidades y violar la virtud de una novia, provocando la rabia contenida del futuro esposo y el rasgado pudor de la doncella.

 

En el porfiriato México transpira los aires de un renacimiento feudal que consolida la producción capitalista, unciendo al yugo de la hacienda la mano de obra barata de un proletariado hambriento y analfabeta cuyo explotado esfuerzo hace fructificar la agricultura. Así la Colonia remonta en el tiempo su función exportadora sólo de materia prima y mantiene su tradición agrícola en tanto que la industria minera es controlada por capitales ingleses, franceses y gringos que se reparten los beneficios de la tierra y el subsuelo nacional en devota cofradía a la que se unen mestizos y criollos venidos a más por los rendimientos de una ilícita actividad burocrática, de mostrador o criado principal de casa grande. La herencia vendrá después y el linaje del dinero desmanchará apellidos que rechinan de limpio hoy en sociedad.

 

El algodón fue la única materia prima transformada en el país. La industria textil tejía en jornadas extenuantes de 14 a 16 horas, finísimas telas de excelente factura y novedosos estampados.

 

Elegantes carruajes recorrían las arterias comerciales y las principales rutas y boulevares; la dama elegante olvida en el fondo del closet la mantilla española y adorna su bruma inteligencia con coquetos sombreros de miereri importados directamente de París; el primogénito se educa en Francia o en Oxford y la hija casadera atrapa un alemán o portugués. Tapices con motivos de almanaque, cortinas de envinado terciopelo, espejos de marcos dorados, decoraban el interior de las grandes mansiones; derroche de un refinado mal gusto arquitectónico estilo segundo imperio.

 

Para el clero, religión y dictadura no fueron incompatibles. Por el contrario, hallaban apoyo recíproco. Las satanizadas leyes de Juárez carecieron de vigencia sociológica, escuelas católicas y conventos discretamente disimulados, reabrieron sus puertas al amparo indulgente de doña Carmelita Rubio, esposa del dictador.

 

El capital extranjero encontró seguridad en el país. Las fábricas, minas y haciendas vivieron la época de máxima  prosperidad, sustentada en la explotación de la clase trabajadora. Las tendencias sindicales y los conatos de huelgas, eran sofocados a sangre y fuego, sirviendo de ejemplo los sucesos de Cananea y Río Blanco. Los rurales y el ejército cuidaban el orden con la consigna de exterminar a cualquier sospechoso de levantamiento. ¡Paz y progreso a los hombres de buena voluntad!

 

México fue así colonia del capitalismo extranjero proveniente en su mayor parte de los Estados Unidos, que nos hizo dependientes de su prosperidad o crisis. Si allá sopla brisa, acá se desata un huracán; si ellos estornudan, a nosotros se nos provoca tuberculosis.

 

Después de sufrir la guerra civil, vino para los Estados Unidos una era de prosperidad que repercutió favorablemente para México y que fue hábilmente encauzada por don Porfirio, debilitándose a finales de 1907.

 

Hombre de Estado al igual que Juárez, don Porfirio tuvo la inteligencia de rodearse de gente valiosa, sin menoscabo de su liderazgo. Economistas y abogados brillantes formaron el círculo de los “científicos”,  servidores dogmáticos del sistema y apasionados adoradores del dictador a quien el elogio o reconocimiento público de la diplomacia, no le fue indiferente. Oigamos las almibaradas palabras del ministro norteamericano Elihu Root pronunciadas en el brindis ofrecido al Presidente en 1907: “Si yo fuera poeta escribiría elogios; si fuera músico, compondría marchas triunfales; si fuera mexicano me parecería que la lealtad de una vida entera no sería mucho dar en pago por las bendiciones que ha traído a mi patria. Pero, no soy ni poeta, ni músico, ni mexicano, sino sólo un americano que ama la justicia  y la libertad, y espera ver su reinado avanzar y fortalecerse entre los hombres hasta hacerse perpetuo; considero que Porfirio Díaz, presidente de México, es uno de los grandes hombres que quedarán en la historia para que la humanidad le rinda el culto que debe al héroe”.

 

Ciencia y progreso. Prosperidad e injusticia social. Lisonja y compromiso. Sueño y despertar.

 

Después del pavoroso  y reiterado paso de Santa Anna, -al principio con dos pies y al final con uno-, la República era un caos. Los caciques impusieron su fuero tanto en la llanura como en la montaña. Las asonadas arrebataban con todo aquello que se interpusiera en su camino. El bandolerismo y el pillaje marcaban el desorden que imperaba en el país.

 

Porfirio Díaz, a los 51 años, casado con la joven y bella Carmelita Rubio, viste sus marciales galas  y hace sentir su férrea mano en todo el territorio nacional. Él es un déspota benévolo, necesario en esos momentos, para restablecer el orden y realizar un proyecto de gobierno que el tiempo convierte en la más cruel y despiadada dictadura que pueblo alguno haya sufrido. No se movía la hoja de un árbol, si no era consenso de don Porfirio.

 

De nuevo el país se encuentra sometido al señorío de una autocracia voraz e  irresponsable. Y si bien no es cierto que no hay leyes de Indias, también lo es que se conservan el cepo y, el fuete en las puertas de las haciendas para que el peón sumiso, dé al amo los buenos días, con los brazos cruzados, baja la cabeza, al comenzar una jornada más de entrega de vida, a cambio de miseria consumida en la tienda de raya. ¡Pobre de quien manifieste fatiga! ¡Pobre de aquél que manifieste rebeldía!

 

Ya la Real Audiencia no existe. Se acabaron para beneplácito de usufructuarios públicos, los juicios de residencia. Sólo que, don Porfirio, el sagaz y temible caudillo, conservaba oidores en toda la República. Su voluntad era imperio. El poder Legislativo  aprobaba leyes que jamás tuvieron vigencia sociológica; el poder Judicial actuaba sólo contra los enemigos del sistema. El edificio de la dictadura descansaba sobre dos monumentales pilares: El Ejército y la Legislatura. Aquél para imponer con la fuerza de las armas, la decisión del dictador; y ésta, para darle justificación legal. La Pax Porfiriana extendía su sagrado manto para cobijar los excesos del patrón, del amo, del explotador y encubridor de los crímenes de esta fusionada casta de privilegiados.

 

A través, de las llamadas leyes de colonización, don Porfirio regala a sus agradecidos especuladores extranjeros y amigos personales –entre 1883 y 1894-, más de cinco millones de kilómetros cuadrados de tierras nacionales. Esto es: ¡La quinta parte de la superficie total de la República!

 

Los indios yaquis y mayas defendieron con desesperado afán sus tierras comunales, pero fueron sacrificados bajo el precipitado eco de las balas del ejército y de los rurales. A finales del  porfiriato menos del diez por ciento de la población indígena poseía un pedazo de suelo cultivable.

 

La autocracia porfirista creyó siempre en la sumisión de los débiles. Eterno, perdurable, inmortal, debía ser don Porfirio. Ellos habían nacido para mandar y el pueblo sólo para obedecer. El tiempo transcurre, la mirada se cansa, la espalda se encorva, el cerebro se embota y los reflejos ya no responden. El dictador envejece.

 

Expuestos al encierro, al destierro o al entierro, aflora el pensamiento socialista de Felipe Carrillo Puerto y el flamígero verbo de los hermanos Enrique y Ricardo Flores Magón. ¡Es el anarquismo impío que quiere destrozarnos! Un clamor popular recorre la nación: ¡Justicia!... ¡Justicia!... ¡Justicia!

 

El comentario es discreto. Los panfletos pasan de noche de mano a mano el asombro es mayúsculo y la pregunta no se hace esperar: ¿Cómo se atreven?

 

Los Estados Unidos no habían olvidado la afrenta: la concesión de asilo a Santos Zelaya, presidente de Nicaragua, dispuesto por una revuelta, cuyo líder Juan J. Estrada recibió apoyo de armas y dinero estadounidense. Don Porfirio envía el cañonero, general Guerrero, a rescatar a Zelaya, que se encuentra refugiado en el edificio de la embajada mexicana, y lo trae a México. Tampoco olvida el coqueteo del dictador con el imperio del Sol Naciente, ni las concesiones petroleras a compañías angloholandesas, ni su reiterada negativa a concesionarle los ferrocarriles del Istmo. El Presidente de México, que ha hecho un gobierno fuerte, se mueve con demasiada independencia.

 

La entrevista a Creelman, invita, cual campanada de iglesia, a participar de un acto de fe: el restablecimiento de la democracia.

 

Y así como en 1810 el Grito no fue en contra del gobierno de España, sino en contra de la intervención francesa: (“¡Viva Fernando VII y la Virgen de Guadalupe!”), el medroso clamor político de quienes adictos al sistema aspiraban a una parcela de poder, apuntaba no hacia el dictador sino hacia la vicepresidencia. Surgen los partidos políticos que sin ser de oposición, postulan a Bernardo Reyes para este cargo del segundo nivel de jerarquía. Hasta en ese momento nadie piensa en rebelarse.

 

Madero, entre tanto, abstemio, vegetariano, espiritista, pequeño burgués, hace el milagro de encender la conciencia nacional, primero, de la gente leída, a la que dirige su libro La Sucesión Presidencial, en el que postula urgentemente la restauración de la Constitución de 1857, para hacer posible la elección de un vicepresidente, que bien podría ser él mismo.

 

Después, el avance de los acontecimientos envuelve a todo y a todos, en un torbellino de pasiones, ambiciones, aciertos, desacuerdos y avance democrático.

 

En la cárcel, Madero, el pequeño gigante iluminado, escribe con furor patrio el texto del Plan de San Luís, que habría de prender en la esperanza del pueblo mexicano. Se fuga, apretando sobre su corazón el puñado glorioso de su proclama. Huye a través de la frontera a San Antonio, Texas, donde a la usanza de los héroes míticos, se pronuncia en contra del rancio y corrupto poder, bajo el lema: “Sufragio Efectivo. No Reelección”. Ha llegado el ocaso del caudillo.

 

Lo demás es historia. Pascual Orozco, Abraham González y Villa, en el norte, se levantan en armas; en el sur, Emiliano Zapata lo hace bajo el desesperado grito de gleba:  “¡Tierra y libertad y mueran los hacendados!” En la capital se pierde el miedo, crece el rumor en voces y desplantes: ¡Qué dimita el dictador!

 

Por primera vez en su vida, don Porfirio siente que ahora sí, en serio, ya no habrá más reelección. Urge a través de un cable a Limantour que se encuentra en Francia, a que retorne de inmediato. Este se detiene en Nueva York, y ante lo irreversible de las circunstancias pacta a espaldas del venerable caudillo, con los agentes de Madero, no un armisticio sino la definitiva dimisión de aquél.

 

El 24 de mayo de 1911, el Diario del Hogar, fundado por Filomeno Mata, anuncia la dimisión. El 25 de mayo se hace pública la renuncia: “El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la guerra de Intervención, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para impulsar la industria y el comercio de la República, ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo, es causa de su insurrección.

 

“No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social; pero permitiendo o admitiendo, sin conceder, que pueda ser un culpable inconsciente, esa posibilidad hace de mi persona, la menos a propósito para raciocinar y decir sobre mi propia culpabilidad.

“En tal concepto, respetando, como siempre he respetado, la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal, vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuanto que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la nación, derrochando sus riquezas, segando fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales.

 

“Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas”.

 

El 31 de mayo de 1911, desde Veracruz, don Porfirio dice adiós a México. En el Ipiranga embarca rumbo al destierro. Francia recogerá sus despojos mortales.

 

Sobre la libertad individual, pisoteándola, no puede fincarse jamás el progreso material. La democracia no sólo es gobierno, también lo es y nunca dejará de serlo, la justicia social.

 

Referencias:

 

[1] Byrd, Simpson Lesley, Muchos Méxicos, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 283-284.

 

Dr. Agenor González Valencia
agenor15@hotmail.com

 

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