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El espantaburgueses

Cuento de Enrique González Tunón

 

Era cojo.

Alrededor de la ausencia de su pierna, promoviéronse en el café, ruidosas discusiones.

Aún cuando él aseguraba haber sido mal herido en una refriega proletaria, nadie sabía a ciencia cabal, el origen de tal amputación .

Lo cierto es que la pierna primitiva, con la (ibis y el peroné forrados en carne, había sido substituida por una pata de palo nudoso.

Nunca una palabra de aliento escuchó la pierna sana, en cambio, a la desaparecida solían recordarla jocosamente.

La pata de palo, sujeta al muñón, sufría en silencio. Muchas veces desgarraron sus carnes de pino para fijar en ella un extraño tatuaje.

La pata de palo era un extranjero enamorado que no lograba hacerse entender. AÍ caminar, hablaba sobre los adoquines, un idioma exótico.

El cojo, sentía un infinito desprecio por la pata de palo. No reconocía la importancia de los servicios que le prestaba, y de noche, al acostarse con su pierna viuda, arrojaba al intruso lejos de sí, bajo la cama, junto a burdos y deshonestos objetos de lamentable utilidad.

Ignoraba el cojo, la tragedia de esa pata de palo que jamás supo de las delicias de la vida conyugal. Ni siquiera llegó a entrever el peligro de histeria que amenazaba a la pierna sana en su viudez soltera.

El cojo había hecho una provisión de términos detonantes que, al contacto del aire, producían el estruendo de una bomba de dinamita.

En el café, hablaba del determinismo y de la responsabilidad, para concluir anatematizando al régimen económico actual, al que, por una serie de causas determinadas, hacía responsable del extravío de su pierna.

El revolucionarismo del cojo, consistía en aborrecer a la gente de otra condición social.

Envidiaba, sin duda, la voluptuosidad de una maravillosa digestión.

Dejó de visitar al barbero, descuidó el aliño del vestido, exponiendo a la admiración general los lamparones, que decoraban su traje verdemar.

El cojo evolucionó. Alcanzó a figurar entre los tipos pintorescos. La monotonía del ambiente, que él creyó puerilmente romper, lo asimiló. Y el cojo se hizo tan imprescindible en la ciudad, como el político socialista, el caudillo de barrio y el falso contrabandista que vende productos de un falso contrabando.

Kropotkinc encaramóse en el piso superior del cojo, trastornando sus precarias facultades mentales.

Se hizo terrorista. Pero la policía no quiso diplomarlo como tal, omitiendo su nombre en los prontuarios de anarquistas calificados. Y con una condenable parcialidad le permitían que hiciera cátedra en las plazas públicas mientras cuatro arrapiezos le arrojaban puñados de arenilla.

Era todo un espantaburgueses plantado en medio del campo social. Soñaba con poder marcharse un día a Norte América, para espantar a los ventrudos banqueros de "Wall Street.

Pero el cojo, no se detuvo ahí. Evolucionaba. Los anatemas contra la burguesía, los construía rítmicamente. Incurrió en innumerables delitos de lesa literatura. Una vez confesó que, desde pequeño, padecía inclinación por la poética y que en su chiribitil, guardaba más de trescientos pesos en versos.

Páginas desconocidas para la multitud, porque alguien que maniobraba en las sombras le cerraba las puertas de todas las publicaciones.

La consecuente pata de palo y la pierna sana, lo guiaban de redacción en redacción. Allí escuchó, con gran serenidad de espíritu, las más variadas burlas sangrientas. Llegaron a decirle que las generaciones venideras utilizarían cráneos como el suyo, para pavimentar las calles do la ciudad.

El espantaburgueses estaba en camino de amontonar una colosal fortuna en versos, cuando logró salir del anónimo.

Los poemas que él nunca logró leer en letras de molde, tendrían ahora mejor y más duradero destino: el mármol.

Además, la crítica no se cebaría con él. Zoilo jamás penetraría en el camposanto.

El cojo llegó a ser el poeta de moda en los cementerios. Sus versos emocionaban a las familias de novelas por entregas y retratos al lápiz.

Escribió un poema recordatorio a una joven suicida, y otro a un enamorado víctima de un fatal accidente de tráfico.

Dejó de frecuentar el café y las plazas públicas para hacer vida de cementerio.

Caminaba a saltitos, de tumba en tumba, con su pata de palo debajo del brazo. Posternábase religiosamente ante el R. I. P. de las lápidas y releía su nombre grabado en el mármol. Esto lo emocionaba y humedecía sus ojos.

Compartió con el sepulturero la amistad de los muertos y como la pata de palo le estorbaba, la arrojó al otro lado de la tapia.

 

Enrique González Tunón

Revista "Proa" Año II Nº 7

Buenos Aires, febrero de 1925

 

Fue digitalizado, editado, con el agregado de foto, por mi, editor de Letras Uruguay

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