Póstuma política
por Armando González Torres

Octavio Paz: rencillas desde la tumba.

Octavio Paz fue uno de los selectos autores del orbe hispánico que, durante el siglo pasado, logró colocarse como interlocutor en ese espacio prestigioso y cosmopolita que solía denominarse “el banquete de la civilización”. A la vez, Paz fue un autor profundamente enraizado a su circunstancia, un pensador y tribuno que estimuló un permanente y acalorado debate en México. ¿Cómo se lee y cómo se percibe a Octavio Paz a diez años de su muerte? Dada la variedad, profundidad y resonancia de su obra, Paz es nuestra presencia intelectual más notable en el mundo y probablemente seguirá siendo uno de los autores mexicanos que genere más amplio interés académico, pues sus creaciones e intuiciones abrieron vetas en distintas disciplinas y suscitan la atención tanto del crítico literario como del historiador, el politólogo o el antropólogo.   

No obstante, en México Octavio Paz sigue siendo un caso de controversia y genera reacciones extremas.  Hace muy poco, por ejemplo, el escritor se volvió nuevamente objeto póstumo de polémica cuando una comisión de diputados denegó una iniciativa para inscribir su nombre en el recinto legislativo, como se ha hecho con otras personalidades ilustres. La discusión y los argumentos esgrimidos por los legisladores parecerían una muestra más del humor involuntario con que muchos parlamentarios deleitan a su infortunado público cautivo. Sin embargo, más allá de su bajo nivel, el incidente revela una vieja factura hacia el escritor y, sobre todo, muestra la ambivalente relación  entre el poder temporal de los políticos y el poder espiritual, delegado a los intelectuales.   

Como señala Paul Bénichou en su clásico La consagración del escritor, una vez que el influjo de la religión decae,  los estamentos artísticos e intelectuales se erigen como los nuevos representantes del poder espiritual.  El mundo del arte y del intelecto se constituye gradualmente, en palabras de Michel Winok, en un “contrapoder laico” que crece en paralelo al Estado y la Iglesia y que adquiere su autonomía relativa gracias a la creación de un mercado para la cultura.  En América Latina este proceso se realiza de manera incompleta y la esfera cultural gravita de manera mucho más estrecha con el movimiento de la esfera política. Por un lado, la importancia del escritor e intelectual crece en sociedades en formación donde el hambre de símbolos, ideologías, obras representativas, construcciones históricas, juicios e ideas es mayor. Sin embargo, al carecer de las condiciones básicas para su independencia, el campo de la cultura depende en el sentido material del campo político y emula muchas de sus costumbres, formas de reclutamiento, organización y promoción. Hay un contraste entonces entre la elevación retórica del artista o intelectual y su frecuente realidad de subordinación y cortesanía y su participación pública está sujeta a numerosos riesgos.  

Paz pertenece a una generación de inflamadas ambiciones sociales e intelectuales que, inmersa en la euforia y angustia constructora de la posrevolución, se atribuye facultades y funciones insignes en la vida pública.  Especialmente, Paz recoge la imagen romántica de la poesía como alba de la reflexión y del  poeta como sacerdote laico.  Por eso, reclama influencia social, amplifica sus cometidos artísticos y se asume como intérprete y hasta taumaturgo de la cultura. El joven Paz extraña mitos unitivos, reflexiones reconciliadoras, estímulos simbólicos y se destina a sí mismo y a sus contemporáneos a buscarlos. Paz no quiere ser un mero cantor de las glorias mexicanas y americanas, ni un mero soldado de las buenas nuevas políticas, sino un intelectual capaz de entender y ordenar su época, erigirse en punto de convergencia, extraer al pensamiento de su reclusión disciplinaria y localista y darle una proyección universal.  

El liderazgo cultural

Dentro de la hibridez del ensayo, Paz adopta un método de interpretación que, reivindicando su oficio originario de  poeta, mezcla el argumento y la metáfora. Porque la historia, según Paz, responde a hechos concretos, pero también a raíces simbólicas intangibles y no fácilmente descifrables y, al devolverle su complejidad analizando sus dimensiones fáctica y mítica, el artista-crítico justiprecia la realidad.  Si bien la defensa de la poesía como método de conocimiento que hace Paz resulta una reminiscencia romántica y a veces degenera en un discurso hiperbólico, la mayoría de las ocasiones se prueba como un procedimiento que, combinando conceptos provenientes de distintas disciplinas, genera intuiciones valiosas. Su filiación poética no se traduce entonces en una mera jerga metafórica sino en un ejercicio simultáneo de investigación, reflexión e imaginación que busca reconciliar contrarios y superar diferencias.  

Paz pensó fructíferamente en múltiples campos con un apetito de conocimientos que le permitía ampliar geométricamente su perspectiva del mundo; con un poder analógico para descubrir correspondencias insospechadas y con la suficiente ironía y sentido común para dudar de los absolutos.  Estas cualidades intelectuales, raras en nuestros tiempos y más en nuestras geografías,  vuelven a  Paz un auténtico fermento de la vida pública.  Como nadie, Paz ejerció un liderazgo intelectual, una polémica ascendencia sobre amigos y enemigos que le permitía, sobre todo a partir de los años 70, marcar la agenda de discusión cultural.    No es extraño  que el diálogo entre este pensamiento prodigiosamente ágil y móvil y los militantes políticos o los devotos de la academia haya sido particularmente difícil.    

La gran querella

Como ensayista político y social, Paz tuvo una doble vertiente que, algunos estudiosos, como Ivon Grenier, han identificado con el mote aparentemente paradójico de liberalismo-romántico, es decir, una difícil mezcla en la que se alternan e intentan conciliarse las dos principales fuentes intelectuales y políticas de la modernidad.  Cierto, Paz aboga por la revolución estética y moral, exalta  los instintos libertarios, crítica los vacíos del liberalismo y las perversiones de la democracia, pero al mismo tiempo rechaza el cambio político violento, defiende las libertades civiles y las formas democráticas y desconfía de las rebeliones y nihilismos intelectuales.  La crítica de la utopía nace también de una experiencia personal, política e intelectual que, sin, duda resulta tan instructiva como dolorosa: la temprana observación de la violencia entre correligionarios en su experiencia en la Guerra Civil española; sus conflictos al interior de las sectas progresistas; las revelaciones sobre la bestialidad en los países socialistas, los disimulos intelectuales de los compañeros de ruta alejan paulatinamente a Paz de la izquierda partidista, aunque se siga considerando un socialista. 

En efecto, Paz era un hombre pragmático, un gradualista del cambio político y un partidario de la democracia, rasgos poco taquilleros y que jamás le perdonaron sus adversarios, más impacientes con el cambio. De modo que aunque Paz se acogió a los prestigios del romanticismo poético, en las vibrantes coyunturas históricas que le tocó vivir mantuvo un llamado a la moderación y el sentido común. Por eso, la batalla de Paz y sus adversarios de izquierda en su época de mayor activismo (esa que comenzó después del 68 y culminó hasta su muerte) puede definirse como la de un moralista a la antigua, contra los jóvenes idealistas que creían que su papel de intelectuales consistía en ser estrategas del cambio inminente. Se trataba de un choque entre las ideologías totalizadoras, la razón histórica, las tentaciones utópicas y el llamado a la acción política, contra la casuística moralizante de un intelectual de viejo cuño, que, a su manera, propugnaba una mínima separación entre el campo intelectual y el político.  El choque resultaba inevitable: su propensión a mediar y reconciliar eran vistas como indecisiones burguesas o complicidades inadmisibles, en un momento en que, se suponía, la historia demandaba definiciones categóricas.  

Sus grandes discrepancias con la izquierda pueden, pues, resumirse fácilmente. Paz no admite la noción de un determinismo histórico; denuncia las atrocidades humanas y la falta de libertad que se incuban en los socialismos reales, acotando que ninguna doctrina las justifica; critica la naturaleza camaleónica de la izquierda mexicana (una gruesa nómina de los que lo criticaban desde la izquierda en los 90 habían defendido al gobierno en el 68) y su cavernaria vocación democrática y cuestiona la probidad intelectual y el realismo de aquellos colegas suyos que empeñan su prestigio y moldean su inteligencia para apoyar una doctrina. Todo este ideario y este código de ética  resultan de un convencimiento gradual, quizá mucho menos temprano y arrojado de lo que el propio Paz presume,  pero que culmina en una actitud vertical, que se expresa en muchas acciones: desde su rompimiento con el gobierno  en el 68 hasta el deslinde de una izquierda mexicana que, tras ese gesto, ya le había apartado un lugar en el templete.  

Nostalgia

En sus últimas tres décadas de vida, Paz era una voz crítica y, a la vez, una autoridad; un marginal y un protagónico, una figura omnipresente en la cultura y la política. Esta presencia multiplicada no se debía únicamente a  “ese abuso de notoriedad” del que hablaba Jean Paul Sartre, y que se  refiere a la conversión de un prestigio intelectual en prestigio mediático que brinda fueros y derechos de opinión en diversas áreas, sino a una singular curiosidad y pasión por el presente, a una asombrosa producción y profusión de ideas y a sus formas, tan persuasivas, como polémicas de expresarlas.  

En un país como México, la actividad polémica es poco rentable. Después del 68, Paz pudo haber reinado con afabilidad y pasar sus años mexicanos, como hacen muchos, contemporizando con todos, apoyando las causas rentables del momento, coqueteando con las supuestas izquierdas y aceptando premios, eso sí con el ceño fruncido, provenientes de las supuestas derechas. Sin embargo, rechazó adaptarse a los reflejos condicionados de la intelectualidad de su época y ejerció una beligerancia incómoda, a ratos excesiva, a ratos pedante, al final de cuentas ejemplar. Porque Paz tomó posturas frente a los principales acontecimientos de su tiempo, pero no lo hizo desde las pretensiones de una certeza histórica o de una ciencia superior, sino desde un punto de vista enraizado en el parecer personal y la mirada moral.  

Nadie podría pretender transitar hoy de la métrica poética a la antropología y de la demografía a la política con la desenvoltura, y  a veces ligereza, con que lo hizo Paz, ni esgrimir su crítica moral. Actualmente, las vocaciones poderosas, las inteligencias sobresalientes, los actos excepcionales resultan chocantes o paródicos y suelen ser cuestionados por ese escepticismo sociológico que, a veces con lucidez, a veces con simplismo, reduce la actividad del intelectual público a la acumulación estratégica de bienes simbólicos.  

El intelectual tipo Paz parece fuera de temporada: resulta demasiado superficial para la academia, demasiado profundo para los medios y su ámbito natural, la alta cultura general, se extingue poco a poco de inanición.   Por lo demás, la vida pública aparentemente no necesita una figura similar y la función de intermediación que cumplía, la sustituyen numerosos especialistas, numerosos personajes mediáticos y numerosos híbridos que se agitan entre las dos cosas.  Sin embargo, pese a la conciencia de los excesos retóricos de la antigua imagen, no puede dejar de extrañarse a figuras como Paz cuando se advierte que la interpretación cultural de grandes alcances y el punto de vista responsablemente moral (distinto del moralismo mesiánico que  arenga rebaños), el sentido común y la valentía para decir claridades y exabruptos están casi desterrados del análisis y del debate actual.
González Torres. Poeta y ensayista. Su libro más reciente es Eso que ilumina el mundo (Almadía Editorial, 2007).

Armando González Torres

Suplemento de Cultura "Confabulario"
El Universal (México)

1 de marzo de 2008

 

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