El regreso del indiano

María González Rouco

"Una idea fija cambia
el destino de un hombre"
Miguel Barnet

Antonio González había nacido en marzo de 1890. Según consta en la partida de nacimiento que conservan sus nietos, era hijo de Andrés González, de profesión labrador, y de Josefa López, también labradora, que lo había dado a luz a los cincuenta y dos años, en una aldea de Lugo, una de las cuatro provincias gallegas.

Tuvo la mala fortuna de nacer cuando las dificultades asolaban la tierra de sus mayores, cuando no había trabajo y los pobladores se debatían entre la precariedad de la vida en la península y la promesa del bienestar en América. Desde niño escuchaba las conversaciones de jóvenes y ancianos. Unos decían que debían emigrar, que ya no se podía esperar nada de esa nación sumida en la pobreza. Los otros argumentaban que los jóvenes tenían razón, que además, reclutarían a los adolescentes para el servicio militar en Marruecos, del que quizás ya no volvieran.

El futuro era el tema excluyente en las reuniones, a la salida de misa, por las calles. Pensaban en la posibilidad de encontrar una solución, pero esa solución no aparecía, y los años pasaban. Con el paso del tiempo, la situación empeoraba, y hacía que el tema de la emigración apareciera con más frecuencia aún en la vida cotidiana de estos seres desesperanzados.

Antonio, tan niño, los escuchaba angustiado. No imaginaba la vida lejos de sus pinos, de sus rías, de sus praderas. No imaginaba despertar bajo otro sol, hablando otro idioma. El porvenir se presentaba ante sus ojos infantiles como algo temible, aciago. Sentía tanto miedo ante la vida en Galicia, como ante la vida en América. Sabía que eran pocas las familias que emigraban juntas; la mayoría de las veces, eran los maridos quienes partían silenciosos hacia el puerto de Vigo, mientras las mujeres, los hijos y los padres los despedían sin poder contener el llanto.

La escena de la despedida era una de las más tristes que había visto. Podía ser tan terrible como la que tenía lugar cuando alguien moría. Los gallegos que se iban y los que quedaban sabían que era prácticamente imposible que volvieran a verse. Eran muy pocos los que volvían, aunque más no fuera de visita. Muchos llamaban a su familia, enviándole pasajes obtenidos con el sacrificio de años de privaciones, pero era raro que volvieran quienes habían partido, salvo que la situación en el nuevo continente fuera peor que la que vivían en Galicia. Esos sí volvían, llorosos y avergonzados.

La vida en América no era fácil; costaba mucho ahorrar un centavo. Había que vivir, pero también había que enviar dinero a la mujer, a los hijos, a los padres ancianos, a algún hermano que quería emigrar... Después, si quedaba algo, era para alquilar una pieza en la que, apretados, pudieran vivir todos, cuando dejaran la aldea. A estos gastos se sumaba el del pasaje. Se decía que los "pasajes de llamada" eran gratuitos, pero los emigrantes no sabían si era cierto hasta que les tocaba a ellos pedirlos.

Mientras el niño cavilaba, sus padres tomaban una decisión terrible: lo mandarían a América, con unos paisanos que emigraban en esos días. De nada valieron los llantos, las súplicas. Antonio se vio, cuando aún no había llegado a la adolescencia, solo en un barco, sin más compañía que la de sus pocas cosas y la de los aldeanos a los que los padres les habían confiado el cuidado de su querido hijo, el menor, aquel a quien no querían ver sufriendo lo que sufrían los hermanos mayores que no habían dejado la tierra natal. Quizás Antonio llevara también consigo sus sueños,. su fe, su coraje, pero en ese trance yacían aletargados en el fondo de su corazón, desgarrado por la partida.

El niño llegó a América, a ese puerto del que tanto le habían hablado, a la ciudad que vivía su mejor momento. Se sentía solo, echaba de menos a su familia, su tierra, sus amigos, pero debía sobreponerse. Cuando partió, se prometió que regresaría, que trabajaría muy duro para poder regresar, para que la venida a América fuera sólo un mal recuerdo. No era ingrato con la nueva tierra, pero no quería arraigar en ella, lejos de los suyos, lejos de los paisajes que tanto amaba.

Antonio vivió años muy duros. Los aldeanos a quienes sus padres lo habían confiado compraron una casa con el propósito de transformarla en un inquilinato. De un lado se alineaban las habitaciones; del otro, enfrentadas, las cocinas. A cada pieza le correspondía una cocina. Al fondo, estaban las letrinas, que eran utilizadas por los ocupantes de las piezas. En su afán por "hacer la América", los gallegos devenidos propietarios inventaban habitaciones donde no las había. Claro es que no las edificaban con los más mínimos recursos de seguridad, sino que arrimaban unas chapas, las clavaban a las apuradas y ya tenían otra fuente de ingreso. Como era chico aún para emplearse, le propusieron que aprendiera a hacer pequeños trabajos de albañilería, mirando a los italianos que los hacían entonces, y colaborara con su esfuerzo al mantenimiento de ese precario conventillo, en el que le habían destinado la pieza más pequeña, compartida con los hijos varones de la pareja, poco mayores que él. Así vivió muchos años, en los que soñó con volver.

Unos meses después de su llegada, un paisano le ofreció trabajo como lavacopas en un bar. Le decían que era el postulante ideal para ese puesto. De sol a sol trabajó en la pileta de ese bar de la Avenida de Mayo en el que otros gallegos, mayores que él, atendían las mesas, preparaban platos típicos, conversaban de los sucesos que leían en los diarios. La mayoría de los clientes eran dueños de inquilinatos, pero había también policías penitenciarios, almaceneros, dueños de hoteles por hora. Esta última ocupación suscitaba más de una discusión amistosa. Había quien decía que no era un trabajo honorable, argumento al cual el dueño del hotel, con su grueso anillo de oro reluciendo en el dedo regordete, respondía con una sonrisa burlona.

Fue creciendo y un día, lo mandaron a él a atender las mesas. Le dieron una chaqueta blanca con botones plateados y una bandeja impecable en la que debía llevar los manjares que solicitaban los parroquianos, argentinos y gallegos, en fraterna camaradería. Antonio iba y venía con la bandeja, nunca se equivocaba al llevar los pedidos, nunca se detenía más de la cuenta en cada mesa, aunque saludaba a todos con simpatía y cambiaba unas pocas palabras con quienes lo conocían desde su ingreso al local.

Su honestidad y dedicación le valieron que el dueño del bar, un gallego que lo estimaba y le tenía un poco de pena por la historia que le había tocado vivir, lo nombrara encargado. Debía comprar la mercadería, controlar las ventas, cobrar el dinero que le acercaban los mozos. Nunca se quedó con un centavo; nunca pensó en acelerar fraudulentamente el retorno a su patria. Porque no había olvidado su proyecto. Diría mejor que la obsesión no lo abandonaba a él.

De encargado, pasó a ser socio. Trabajaba día y noche. Cuando cerraba el bar, se quedaba limpiando junto a los empleados, haciendo la caja, acomodando las mesas, conversando con un paisano que llegaba siempre con los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado por la calle, a escondidas de su familia. Tenía cáncer e iba a dejar a su mujer viuda con tres hijos chicos. Ese hombre a Antonio le partía el alma; pensaba que, a pesar de todo, había alguien más desgraciado que él.

Después de dormir unas pocas horas, en un catre que había ubicado en una pieza del fondo, se levantaba antes que el sol y se iba a comprar la comida, que ya era famosa en la zona por su excelente calidad y su precio accesible. Todos querían ir al bar "Lugo" a comer jamón crudo, porque se decía que era el mejor y el que se servía en porciones más abundantes.

Antonio trabajaba sin descanso, pero veía los frutos de su esfuerzo. Hasta estaba ahorrando algo de dinero para comprar un restaurante que estaba en venta cerca del bar. La Avenida de Mayo lo atraía; recorriéndola mitigaba su pena. Con el tiempo, pudo dejar la mísera pieza en la casa tipo chorizo para alquilarse una en una casa un poco menos precaria. Poco después, conforme progresaba en el trabajo, pasó a tener su propia casa.

Corría 1930. Se había enterado de que el Banco Hipotecario estaba edificando un barrio de casas baratas cerca del Parque Avellaneda. Allí fue él, con sus ahorros, a comprar una de esas casas de dos plantas que –según decían- eran unas de las primeras en esos valores que tenían baño dentro del inmueble. En esa casa de Floresta pasó las horas más felices, las primeras horas felices que recordaba desde que había salido de Galicia, tantos años antes. Allí vivió con su mujer, también de Lugo, también emigrante.

Allí nacieron sus dos hijos, quienes le devolvieron la alegría que la partida le había arrebatado.

La Guerra Civil devastaba España. La contienda fue motivo de gran congoja para quienes tenían familia en el país de origen (prácticamente todos los españoles). En un intento por paliar las necesidades que agobiaban a quienes habían no habían emigrado, desde América les enviaban encomiendas con ropa, mucha ropa usada que surcaba el mar para abrigar el frío de los padres ancianos, de los hermanos que soportaban la tragedia, de esos primos tan pequeños. La alegría de los nacimientos y de la prosperidad se veía empañada por estas infaustas noticias, que le hablaban de las penurias que estaban soportando en Galicia sus vecinos, los campesinos con los que conversaba en su niñez. ¿Cómo iban a imaginar ellos que ése sería el precio de no haber querido emigrar?

¡Qué lejos estaba España de este gallego! Seguía amasando una considerable fortuna, había comprado el restaurante que daba cada día más ganancias, se había asociado como dueño de otros bares, compraba casas que alquilaba a sus paisanos, pero no podía pensar en volver a Galicia. ¿Cómo iba a instalarse en la aldea con sus hijos, en medio de la guerra?

Los años pasaron. La Guerra Civil terminó. En el 40, Antonio festejó sus cincuenta años y festejó, más que nada, la finalización de la contienda. España transitaba por la dolorosa posguerra, signada por el hambre y el luto, pero ya no la dividía la lucha fratricida. La mujer insistía con el regreso; quería ver a sus padres antes de que murieran, ansiaba criar a sus hijos en su tierra. El gallego pensaba que aún era muy pronto.

La pareja sentía que siempre había algo que les impedía concretar su sueño: la falta de dinero, antes; la guerra, después. Cada minuto que vivían en tierra americana se les hacía eterno; no se habían hecho a la idea de volverse argentinos, como muchos de sus paisanos que les decían: "Sí, hombre, España es muy linda, pero para ir de paseo". Ellos no lo sentían así. América era digna de agradecimiento, pero querían regresar.

En ese cumpleaños, Antonio se dijo que había llegado el momento. Hizo caso omiso a los rumores que anunciaban una segunda guerra mundial; no creía que fueran más que eso: rumores. No podía ser que, conociendo los horrores de una primera guerra mundial, de una guerra civil, los hombres fueran tan insensatos. No, seguramente harían lo imposible por evitar otra matanza. Como lección, ya debiera bastarles.

Con un hijo casi de la misma edad que él cuando lo subieron al barco, a ese "Avon" cuyo sólo recuerdo le erizaba la piel, cuarenta años después, Antonio comenzó los preparativos. Debía liquidar sus negocios, vender el restaurante y su parte en los bares, las tres casas que había comprado y los colectivos de los que era dueño, en la línea que pasaba por su barrio. Todo eso le llevaría meses. Necesitaba dinero para viajar, para empezar de nuevo en su tierra, en la que se encontraría sin ninguna herencia, sólo el idioma, la religión y las tradiciones que le habían dejado sus mayores.

Finiquitados sus asuntos de negocios, envió cartas anunciando su regreso. Le escribió a los hermanos, a los que prácticamente no conocía, diciéndoles que regresaba para quedarse. Lloraba cuando escribía esas cartas, lloraba las mismas lágrimas que habían empañado sus ojos cuando el barco se alejó del puerto de Vigo. Llevaba una esposa y dos hijos que, aunque nacidos en América, para él eran gallegos. Con sus seres queridos y sus pertenencias arribó a ese muelle que lo había visto partir con un hato de ropa, y ahora lo veía regresar como a un personaje de Fernández Moreno, con reloj de cadena en uno de los bolsillos del chaleco y un diente de oro brillando en la sonrisa.

"Ha vuelto Antonio", decían los paisanos. "He vuelto, he vuelto", decía él, radiante. Los abrazos y los besos se sucedieron en ese mediodía estival. Los tíos conocieron por fin a los sobrinos; los cuñados, a la cuñada que regresaba; los padres ancianos ya podían descansar en paz. Todo era dicha. Muchos parientes se habían agregado a la familia en Galicia; muchos niños habían nacido durante el largo exilio de Antonio. Allí estaban todos, reunidos, bajo el sol que plateaba las aguas y los bendecía con su luz.

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María González Rouco

Lic. en Letras UNBA, Periodista

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