Lucio V. Mansilla: Memorias de lo cotidiano
María González Rouco

Cuando escribe sus memorias (1), en París, en 1904, Lucio V. Mansilla persigue un objetivo que define con estas palabras: “He querido escribir la vida de un niño, comentando lo indispensable, tratando de ser lo menos difuso posible al perfilar situaciones de familia, sociales, personales, a fin de no fatigar la atención del lector; esforzándome por último en vivificar el gran cuadro pintoresco, animado, siempre interesante, del país que fue en otra edad la Patria amada; que me ha hecho lo que soy”.

Guillermo Ara destaca que el propósito de Mansilla lo lleva “a pintar con su imagen la imagen del tiempo que ha vivido según lo revelado por los propios sentimientos, sin desdeñar el testimonio de sus contemporáneos; a mostrar la sociedad, los hombres, las ideas y las costumbres a fin de reconstruir el pasado, cosa ‘de grandísima enseñanza –afirma- en unos pueblos donde, por desgracia, se piensa poco por cuenta propia’ “ (2) .

El tiempo evocado abarca desde 1831 -año de nacimiento del escritor- hasta 1848, aproximadamente, año en que su romance con una modista francesa culmina en un viaje organizado por el padre del joven, hacia la India.

En esta obra, Mansilla hace reiteradas alusiones a la época gobernada por su tío, don Juan Manuel de Rosas, y no escatima juicios sobre esos tiempos. Esta es una de sus opiniones: “¿No será que a este pariente –lo mismo que a otros- le ha dado en cara mi libro Rozas. Ensayo histórico-psicológico, y que, no habiendo perdido el pelo de la dehesa, cristalizado en sus convicciones de antaño, ha querido castigar al sobrino (desagradecido, traidor, son vientos que me han llegado), como si por querer, como yo le quería a mi tío, estuviera obligado a encontrar que su larga dictadura no fue cruenta y, sobre todo, estéril para el país y para él mismo?”.

Más adelante, agrega: “Buenos Aires iba dejando de ser lentamente, muy lentamente, pero se sentía y se veía, la ciudad de los miedos y de los lamentos de 1840 a 1842, aunque después de 1845 –efecto de la intervención anglo-francesa que abrió la navegación de los ríos a cañonazos- empezaron las maquinaciones de partido preparatorias de la caída de Rosas. Lo que ha de ser será. La irresponsabilidad induce, arrastra, precipita, tendríamos una Camila... el estigma”.

Amos, sirvientes, inmigrantes

Rodolfo Vinacua señala que de las memorias, se rescatan “muchas páginas de gran belleza y de imponderable valor documental. En ellas se ve vivir con ricos detalles a la gran aldea que no se había abierto aún al inmigrante, y si bien la verdadera intimidad del protagonista escapa, porque no está dada, se encuentra en cambio una abertura hacia la intimidad de las viejas casonas y de las viejas familias patricias. Así la lectura de las Memorias resulta valiosa para el conocimiento de la vida menuda de la ciudad, y algunas de sus páginas adquieren un indudable valor histórico y sociológico” (3).

A los padres, el autobiógrafo los presenta con muchas cualidades, y dice que al padre lo respetaba, mientras que a la madre le temía. Tanto uno como el otro, no obstante sus caracteres disímiles, estaba de acuerdo en la necesidad del castigo físico para educar correctamente a los hijos. Mansilla encuentra una explicación para esa actitud: “En cuanto a lo otro, a lo de cascarme –recuerda-, su sistema era el antiguo, agravado por las costumbres coloniales, la esclavitud, las encomiendas de indios” y hallaba un sustento religioso para esta convicción: “La Biblia dice: ‘No le escasees al muchacho los azotes que la vara con que le dieres no ha de matarlo’. Pues me daban con frecuencia, sin irritarse, como quien le aplica al doliente una cataplasma caliente”. Pero, según parece, la educación era sexista en lo relativo a los castigos físicos, porque a su hermana Eduarda los padres jamás la tocaron, y al hijo esto nunca le llamó la atención, “de tal manera el instinto me decía que hay cobardía o crueldad en pegarle a una mujer”.

En la escuela, las cosas no era más sencillas. Asistió a la escuela de don Rufino Sánchez, una escuela “de palmeta y rebenque de lonja”. Sobre este modo de enseñar, opina Mansilla: “Ya he dicho que el régimen era el de ‘la letra con sangre entra’. No lo discutiré. Pero me parece y lo digo casi contrito, con cierto remordimiento de conciencia, que allí donde hay demasiada disciplina tiene que faltar un poco de ternura”.

Cuando los que cometían una falta eran los sirvientes, el castigo que se les aplicaba era el bochorno: “Rompían algo, un plato, una fuente, un vaso. Les ataban los pedazos al cuello y así andaban por penitencia”. Y agrega: “Raras eran las casas que no contaban con el servicio doméstico, a más de lo conchabado, negritos, mulatitos, chinitos, que si no eran propiamente esclavos, tales parecían”. Cabe mencionar al respecto lo que narra sobre uno de los sirvientes: “aprendí yo a andar a caballo sobre los lomos del negro Perico, que todos los nietos queríamos a cual más, hijo de un esclavo. Perico se ponía en cuatro pies, trotaba, galopaba y hasta corcoveaba y ¡pataplum!, allá iba yo al suelo cuando lo hincaba demasiado con las espuelas”.

Otra forma de esclavitud es, para Mansilla, la inmigración, pero es una esclavitud de la que pueden resarcirse, a su entender: “El italiano no había comenzado aún su éxodo de inmigrante. De España, en general del Ferrol, de La Coruña, de Vigo sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas (...) En cierto sentido eran como cargamento de esclavos. Husmeando se vería confirmado: que el esclavo se hace liberto y el liberto se hace señor, capaz de comprar al más pintado de sus primeros dueños”.

Sobre el papel que le aguarda al inmigrante en la sociedad argentina, expresa: “Y el vasto campo de la política, de las aspiraciones que enaltecen, de los anhelos de justicia, ¿quién lo fecundará? ¿El inmigrante? Su misión es otra. Ambos deben ser útiles, en su esfera de acción. Está bien. Pero, como dice Ruskin, ¿qué significa ‘útil’ y cuál es la naturaleza de la utilidad?”.

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Guillermo Ara analiza la importancia de este libro en el contexto en el que surgió y su incidencia en la formación de la nación: “Estas Memorias de Mansilla, como las Tradiciones de Pastor Obligado, como el Buenos Aires desde setenta años atrás, de José Antonio Wilde, como La gran aldea de Lucio V. López o las Memorias de un viejo de Víctor Gàlvez (Vicente Quesada), realizaron una diagramación moral y física, material y social de medio siglo porteño, mientras Joaquín V. González, en la Rioja, Martiniano Leguizamón en Entre Ríos o Luis C. Alen Lascano en Santiago del Estero, aportaban lo suyo para una comprensión más honda del interior argentino. Con ellos el país dejó de ser una fantástica mancha verde-gris en la lámina de un mapa y comenzó a destacarse como un estado de conciencia, como una forma impregnada de significación histórico-geográfica”.

Por éste y por muchos otros motivos, resulta imprescindible la lectura de esta obra que habla de la historia cotidiana, de esa historia que difícilmente encontramos en los libros, y que es tan importante para conocernos como nación.

Notas

1. Mansilla, Lucio V.: Mis memorias Infancia-Adolescencia. París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1904.

2. Ara, Guillermo: prólogo a Mansilla, Lucio V.: Mis memorias. Buenos Aires, Eudeba, 1966.

3. Vinacua, Rodolfo: “Lucio V. Mansilla”, en Historia de la literatura argentina. Tomo II. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

María González Rouco

Lic. en Letras UNBA, Periodista

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