La inmigración judía: el viaje

por María González Rouco

En este trabajo reconstruyo, a partir de textos literarios, históricos y periodísticos, el viaje (1) que hacían los inmigrantes judíos, entre 1850 y 1950, desde sus países de origen hasta el puerto de Buenos Aires. Aunque las condiciones no fueron las mismas a lo largo de tantos años, preferí presentarlas juntas en un solo trabajo.

 

En las páginas que leímos, encontramos la evocación de la travesía vista, no sólo como material literario, sino también como un momento de la vida propia o de los mayores que se desea reflejar, para dar testimonio y rendir homenaje a tantos seres que buscaron en otra tierra lo que en la suya no encontraban.

 

Permiso para embarcar

 

Marcelo Bazán Lascano señala que la Ley Avellaneda, de 1876, proporciona la definición de inmigrante. Distingue “entre los inmigrantes ‘sensu stricto’, o sea los que venían con pasaje de segunda o tercera clase por cuenta del gobierno u otras entidades, y los que entre el 25 de mayo de 1810 y el presente han arribado a nuestro territorio a su costa, como polizones o en cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles como inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido en primera clase y aunque lo hubiesen hecho con bienes de fortuna y hasta con títulos nobiliarios” (2).

 

Tomada la decisión, se emprende la travesía. Primero, por las oficinas que otorgan el permiso de embarque. No viajaba el que quería, sino el que conseguía la autorización imprescindible para embarcar. Giorgio Bortot escribe que a aquellos inmigrantes “se les exigió: 1) ser preferentemente europeo; 2) ser de sana y robusta constitución, exenta de enfermedades y malformaciones que alteren su capacidad laborativa presente o futura; 3) asegurar que no venían a practicar la mendicidad, y la mujer adulta, además, a ejercer la prostitución; 4) declarar su religión; 5) viajar en segunda o tercera clase; 6) residir en zonas determinadas; 7) al llegar, tomar otros recaudos para asegurar la defensa social”. Y agrega: “pocos se enteraron de tales restricciones. (...) El que escribe fue traído de niño y debió acatar aquello” (3).

    

En 1891 “se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba” (4).

    

Un personaje de Ana María Shua, por ser desertor, aguardó durante un año, escondido en la casa de la novia, que algún compatriota falleciera, para poder viajar con sus documentos: “Murió Gedalia Rimetka, medianamente joven, de bigotes. Con su documento fue el abuelo al consulado de América, la verdadera, la del Norte, y le dijeron que no. No lo bastante joven murió Gedalia, no lo bastante joven como para pasar por el abuelo. En Polonia siempre hacía frío, siempre había nieve. Cuando se derretía la nieve, había mucho barro. El barro también era frío. El barro de Tomachevo cruzó el abuelo, que quería cruzar el mar. Y llegó al consulado de esta pobre América. Allí, le habían dicho, no se fijan mucho, no entienden nada, les da lo mismo. Allí también es América, aunque no tanto. Lo que vale es salir de Europa, lo que vale es cruzar el mar. Desde una América ya será posible llegar a la otra. Y no se fijaron, o no les importó, o no entendían nada, y el abuelo pudo ponerse en camino para cruzar el mar” (5).

    

Los Gurovitz “Habían quemado todos los documentos. En sus papeles figuraban como griegos. Así lo atestiguaban la ropa, gorra y pipa entregadas poco antes” (6). Lajos Fehér, húngaro judío, “consiguió un pasaporte falso a nombre de Alejandro Gross con una expresa mención del obispo de la zona que la religión profesada por el portador era la católica”. Logra llegar a Italia, donde “en una desesperada búsqueda de algún medio para salir de Europa, consiguió finalmente una visa para Ecuador y un lugar en el Augustus que salía a la madrugada siguiente con ese destino. El lugar en ese barco le costó una buena parte de su dinero ya que, aún siendo reconocido como católico, no querían embarcar ciudadanos de países de Europa Central, por poner a la misma compañía marítima en actitud sospechosa” (7).

   

Otro documento falso permitió indirectamente la llegada al país de Pedro Roth, “el mayor cronista gráfico de la plástica argentina”, nacido en Budapest en 1938. El vivió en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial y llegó a Buenos Aires –explica- “gracias a un negocio algo oscuro del doctor Liber, un primo segundo de Rosalía, mi madre, que le compró un pasaporte falso al cónsul argentino en Montecarlo el año de mi nacimiento. Puede que el funcionario fuese algo informal, pero le salvó la vida y nunca dejaremos de recordarlo. Bueno, Liber llegó e instaló una fábrica de jabón en San Martín. Mi madre, mi abuela Eugenia y yo llegamos en 1954 y nos establecimos en Florida” (8).

 

Una vez logrado el permiso de embarque, el inmigrante debe dirigirse al puerto, soportar varios días en el mar y, finalmente, arribar a Buenos Aires, donde algunos se establecerán, y desde donde otros seguirán viaje hacia el interior, a las colonias en las que quizás encuentren a algún ser querido. De este largo periplo dan cuenta muchas de las páginas que leímos.

La partida

 

Los Gerchunoff dejan Tulchin, “Una ciudad sórdida y triste, sin alumbrado ni aceras, cuyo lujo arquitectónico se reducía al palacio semiderruído de los condes de Bazá y a un edificio llamado La Buena, sitio de paseos dominicales” (9). Tambièn de Rusia parte Jacobo Fijman, a los cuatro años de edad, en 1898. Muchos tiempo después, escribiría: “¡Ah! Yo soy uno de esos caminantes/ Que aún no han encontrado su camino;/ Pero he gustado un luminoso vino/ en huertos generosos y fragantes” (10).

    

Un judío se despide de su mujer y su hija, en el cuento “Papá”, de Susana Goldemberg: “Miró a mamá. Se abrazaron fuerte, fuerte. A mí me pareció que mamá era más pequeña y más débil de lo que yo creía. Enseguida papá me alzó en sus brazos. Con torpes manos recorrió mi cara: los rulos sobre la frente, las cejas, el dibujo de mi nariz, la línea de los labios. Y pellizcó mi mentón, como siempre lo hacía cuando me daba el beso de las buenas noches. Cuando por fin me dejó en el suelo, tenía mojado mi pelo con sus lágrimas. Tomó su atadito y se lo echó a la espalda. Rodeó con el otro brazo los hombros de mamá y salieron al camino. Yo los seguí” (11).

    

En Tel-Aviv, el 8 de octubre de 1940, una inmigrante inicia la escritura del diario que recogerá sus impresiones durante la travesía en el “Arabia-Maru”, que arribó a Buenos Aires en diciembre de ese mismo año. Ella escribe: “A Iojanan y a mí por supuesto, nos dolía el estómago, como antes de cada situación conflictiva. Nos despedimos de la abuela y el abuelo. El taxi estaba afuera preparado, arreglamos las maletas y nos sentamos” (12).

    

A los inmigrantes “de alguna manera, los acompañaba la esperanza, aún teñida del dolor de dejar atrás pasado, historia, familia, amigos, afectos y recuerdos -escribe Silvia Fesquet. El dolor no era poco pero el equipaje que cargaban –liviano, muy liviano- estaba amarrado con sueños, ilusiones y mucha esperanza: la de encontrar amparo o un destino mejor, la de volver y devolverse a esa tierra que, por razones distintas, ahora los expulsaba” (13).

     

Cuando se trata de un refugiado, por más que se esfuerce por sobreponerse, “El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida. (...) En muchas ocasiones, el desplazado debe adaptarse a países con otro idioma, otra cultura, separado de sus seres queridos. No resulta extraño que sean frecuentes los intentos de suicidio, los conflictos conyugales, el retraimiento social, la sensación de peligro constante, la pérdida de creencias, las conductas agresivas... Un caso donde el desarraigo es especialmente doloroso es el de los ancianos, que desarrollan más cuadros depresivos que el resto. La falta de esperanza sirve para adelantar la muerte” (14).

 

Un viaje penoso

 

En sus Memorias, Lucio V. Mansilla describe las condiciones en las que los inmigrantes realizaban el viaje hacia América: “El italiano no había comenzado aún su éxodo de inmigrante. De España, en general del Ferrol, de La Coruña, de Vigo sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas (...) En cierto sentido eran como cargamento de esclavos” (15).

    

Nélida Boulgourdjián-Toufeksian expresa al respecto: “Las condiciones en que viajaban los inmigrantes no se correspondían con las descripciones de los folletos de propaganda distribuidos por el gobierno argentino. En 1907 se tomaron medidas para mejorar la travesía, disponiendo que cada pasajero tenía derecho a una superficie mínima de 1.30 metros cuadrados, a una cama de 1,80 metros de largo, a utilizar cocinas y baños a bordo así como al control médico” (16).

    

Cuenta un inmigrante asturiano que “Las camas consistían en unos cajones parecidos a la mitad de un ataúd que sirve de último reposo hombre y muchas veces al verme acostado venía a mi memoria el más triste de los recuerdos humanos ¡la muerte! El colchón no era otra cosa que un saco lleno de yerba seca, y por almohada teníamos unos pedazos de corcho unidos entre sí por unas cintas y cubiertos de lona, a los cuales llamaban salvavidas, además a cada persona le dieron una manta o cobertor para cubrirse” (17).

    

Muchos traían el manual que les ayudaría a manejarse en América: “los gobiernos preparaban manuales escritos por ‘doctores en viajes’ y no necesariamente basados en experiencias. Eran redactados para orientar a los futuros colonos y contenían precisas instrucciones acerca de lo que sería el viaje, la llegada y la posterior vida en un país extraño” (18).

     

Los que podían, traían ahorros. Cuando Lajos Fehér salió de su Hungría natal, “llevaba consigo todos los ahorros que había juntado en los últimos años, a los que había ocultado en dos partes diferentes: una mitad eran billetes cosidos dentro del forro de un inmenso sobretodo con el que acostumbraba enfrentar los rigurosísimos fríos de la Pusta Húngara, billetes de divisa internacional que habían sido acopiados lenta y cuidadosamente a través de los escasos medios para conseguirlos con que se contaba en la Europa en guerra de esos momentos. La otra mitad, eran monedas de oro que había colocado en el lugar del motorcito ausente de un gramófono portátil que formaba parte de su equipaje, motor que estaba a mano dentro de una de sus valijas, para cuando fuese necesario demostrar que el aparato musical era bueno y en funcionamiento” (19). En América, el hombre se enterará de que los billetes eran falsos. Lo habían engañado.

   

Durante la travesía, era fácil que se propagaran las enfermedades. Acerca de la salud de los ucranios en el mar, relata María Arcuschín: “Los niños, más pequeños, con la inestabilidad propia de su edad y desconociendo los peligros, corrían de popa a proa, perseguidos por sus hermanos mayores. Todo lo querían curiosear. Hasta que, atacados algunos por estados febriles, quedaban atrapados en sus cuchetas, sin darle descanso a los mayores, con sus llantos y quejidos. Todo se soportó estoicamente” (20).

    

A las enfermedades a bordo se refiere asimismo Claudio Savoia, quien afirma que la “fiebre inmigratoria” de 1907 fue bautizada así por los historiadores porque casi todos los pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre” (21).

    

El viaje era insalubre y riesgoso. En el cuento de Luis León, “Izmir, Vísperas de Pésaj”, judíos de Esmirna preparan su viaje hacia la “Aryintina, como Ierushalám, tierra prometida de leche y miel...” (22). En “Chacarita, Vísperas de Pésaj”, del mismo autor, un hombre recuerda con pesar esos “cuarenta días en el vapor” que “no fueron menos que cuarenta años en el desierto” (23).

    

Corrieron peligro los inmigrantes judíos a bordo del Galatz, buque de carga de bandera francesa alquilado por el Barón Hirsch, en 1891. El cuarto día “empezó la tormenta con lluvia huracanada. El buque se hamacaba cada vez más fuerte. En la bodega el pasaje empezó a rodar mezclándose con los bultos y fardos. Se levantaban olas de casi ocho metros de alto que barrían la cubierta y se metían en la bodega, cubriendo con agua salada a los niños y mayores. (...) De repente llegó una orden urgiendo a todos los barones a subir a cubierta para rezar. Rezaron los Teilim (salmos) de memoria, con tanto fervor como nunca más he visto en mi vida. Entre nosotros venían tres hermanos Kaplán. El menor de ellos estaba entre los mástiles, seguramente agarrado para no caerse, y al romperse un palo le pegó en la cabeza y lo mató. Después de tres días cesó la tormenta y amaneció un día de sol. Salimos a cubierta a secar las ropas, mientras los marineros barrían y limpiaban los objetos destrozados”. Luego de un viaje en tren, prosiguen la travesía en el vapor Pampa, el cual “llevaba unas 5 o 6 vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y tener carne kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas eran treif (impuras)" (24).

    

Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en que ella y sus hijos salvaron la vida: “Ana Dubroff vino vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que viajaba en el mismo barco se enfermo gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco” (25).

En el puerto

 

“Mole de mundo,/ cargado de niñez, hombres y tumbos,/ arribaste”, canta Carolina de Grinbaum en “Llegaste”. (26) Por fin, se avista la tierra americana.

       

El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: “Los buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en que, finalmente, salía del agua. Si el calado no resistía una quilla, por escasa que fuese, las irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los sobresaltos de los carros, del griterío de los que temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes, guiaban a las bestias. Ramón abandonó la contemplación de las inmundicias que las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie cuando su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida” (27).

    

Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el momento en que los extranjeros arriban a la nueva tierra: “Los inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden aquí de manera diferente según sea su origen que nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de equivocarnos”. Seguidamente, describe el desembarco de italianos, alemanes, españoles, judíos y árabes, señalando las peculiares características de cada grupo.

    

Y el desembarco de un enfermo: “Llegó la segunda tanda de ‘polacos’. Uno, vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi arrastrándolo sobre la larga planchada y luego, alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los árboles donde se hallaban, en varios grupos, los demás. (...) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir los ojos. (...) Media hora después, llegó la ambulancia. Un carretón tétrico, tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve de fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi podría decirse que la variante consiste tan sólo en el color de los animales. Lo cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta. Mantenía los ojos cerrados y los miembros blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un gemido corto”. Un largo rato después, el narrador recibe el legado del polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases (28).

    

En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos imagina el estado de ánimo del inmigrante: “Mirad al colono en el muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después de haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin relaciones, sin capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y de la lengua castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que agitan al corazón en el momento supremo en que el hombre se para frente a frente de su destino para abordar las soluciones del porvenir, con una energía amortiguada por la perplejidad que produce la falta de conocimiento del teatro que se pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter, el más hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa por nécias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan en tan extraña situación de espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de hacerlas valer” (29).

    

Los agobia la nostalgia. Dice Máximo Yagupsky a Mario Diament que “Ellos extrañaban el invierno ruso, con su frío y sus nevadas. Lo extrañaban; era natural, era su tierra de siglos” (30).

    

El doctor Nicolás Rapoport, uno de los fundadores y primeros médicos del Hospital Israelita, recuerda que en el Hotel de Inmigrantes “los que cursábamos medicina, a diario comprobábamos la angustia de los infelices, ignorantes del idioma, no entendiendo las preguntas que les dirigían los médicos en sus habituales interrogatorios. Los ojos tristes de los cuitados, las miradas despavoridas de los enfermos, nos sumían en íntima congoja y conmiseración. Todos los días los cuatro o cinco estudiantes judíos que asistíamos a los hospitales, servíamos de intérpretes para llenar las historias clínicas. Era conmovedor ver cómo se iluminaban los ojos de los míseros al oír una palabra en idish o ruso. Revivían, lloraban dando escape a su dolor moral” (31).

    

La judía que protagoniza Virgen, novela de Gabriel Báñez finalista en el Premio Planeta, aún anciana “podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del lanchón de amarre, los saludos violentos de la tripulación a lo lejos, y la mano aterrada de su padre mientras le ayudaba a bajar de la planchada. No iba a olvidarla jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y avergonzada” (32).

    

En la nueva tierra, había reglamentos que cumplir. Samuel Watch, polaco, había llegado años antes; al arribar Raquel, “para poder bajar del barco se tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse” (33).

    

La ciudad que recibe al inmigrante es aquella que evoca Marcos Alpersohn, en 1891: “No se veía persona alguna en las calles. Edificios dañados, puertas y ventanas protegidas por rejas de hierro. Escasos tranvías se arrastraban perezosamente por las arterias céntricas, conduciendo a muy pocos pasajeros” (34).

    

María Arcuschín brinda otra visión de la ciudad: la de los judíos ucranios: “Al bajar se sorprendieron de la brillantez de la luz solar, la diafanidad del cielo y la cordialidad con que fueron recibidos. Buenos Aires hacia 1906, era una ciudad chata, de casas bajas, con un puerto pequeño y muy pocos medios de transporte. (...) Sin embargo, la primera impresión no dejó de desilusionarlos” (35).

    

Del barco, al Registro Civil, donde se les proporcionará el documento argentino. Gabriel Báñez relata algunas anécdotas al respecto: “Las escenas más patéticas tenían lugar en el Registro Civil del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las anotaciones los empleados de Inmigraciones, que no entendían ni medio, terminaban inscribiéndolos por aproximación, con traducciones bárbaras y fulminantes, así que cuando alguien decía Damianovich o Dimitropoulos, ellos copiaban Damián Vich o Demetrio Pulos. Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el apellido indemne” (36).

    

Fruto de este accionar es el apellido de una familia de origen polaco. Así lo explica Ana María Shua: “ese Gedalia nunca se llamó exactamente Rimetka. El apellido Rimetka fue el producto de una combinación de la fineza auditiva y la arbitrariedad ortográfica de cierto empleado, sumadas a su particular forma de interpretar un documento escrito en una lengua desconocida, más su concepto personal sobre el apellido que debía llevar en el país un extranjero proveniente de Polonia: del empleado del registro civil que, en su momento, le tomó los datos al abuelo Gedalia para confeccionar su documento argentino. Como tantas otras familias de inmigrantes, los Rimetka tuvieron, así, un apellido intensamente nacional, un producto aborigen, mucho más auténticamente argentino que un apellido español correctamente deletreado, un apellido, Rimetka, que jamás existió en el idioma o en el lugar de origen del abuelo, que jamás existió en otro país ni en otro tiempo” (37).

    

Con su documentación en regla, quienes tenían familia o paisanos que los alojaran, seguían su camino. Otros, se trasladaban al Hotel de Inmigrantes, al que uno de los personajes de Ricardo Feierstein describe como un edificio “enorme, vetusto, dividido en muchas habitaciones. Con largas mesas y bancos laterales”. Se refiere a los inmigrantes como “cientos y cientos de bocas hambrientas. (...) sin idioma, cansados, confundidos” (38).

     

El viaje no había finalizado para muchos de ellos (39).

 

.....

 

Así viajaban los inmigrantes hacia la “tierra de promisión”. Tristeza, incertidumbre, enfermedades, los acompañaban, pero también la esperanza de que en la Argentina encontrarían paz, libertad y bienestar.

 

Notas

 

(1)     “El viaje” se titula uno de los capítulos del libro de Celia Vernaz, La Colonia San José (Santa Fe, Colmegna, 1991). Utilizamos el mismo título por ser el único que nos parece apropiado, y como un tributo a la investigadora.

(2)     Bazán Lazcano, Marcelo: “Carta de Lectores”, en La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.

(3)     Bortot, Giorgio: “Correo de lectores”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.

(4)     Chajchir, Mauricio: “Viaje al país de la esperanza: Relato de un viajero del Pampa”, en La Opinión, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía, Toldot N° 8, Noviembre 1998.

(5)     Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.

(6)     Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1995.

(7)     Weisz; José Martín: ...mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Editorial MILA, 2002.

(8)     Aubele, Luis: “A boca de jarro. Pedro Roth ‘Soy un testigo privilegiado’ “, en La Nación, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.

(9)     Gerchunoff, Alberto: “Autobiografía”, en Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001.

(10) Fijman, Jacobo: “Caminante” (poema inédito) en Clarín, Buenos Aires, 14 de diciembre de 2002.

(11) Goldemberg, Susana: “Papá”, en Cuentos de la bobe. Buenos Aires, Sudamericana,

(12)  Weiss, Mónica: Muestra en Hotel de Inmigrantes, 2001.

(13)  Fesquet, Silvia: “La tierra de uno”, en Clarín Viva, Buenos Aires 8 de julio de 2001.

(14)  ABC: “El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida”, en La Prensa, Buenos Aires, 9 de mayo de 1999.

(15)  Mansilla, Lucio V.: Mis memorias

(16)  Boulgourdjian Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

(17)  Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

(18)  S/F: en La Voz del Interior on line, Córdoba, 24 de julio de 2002.

(19)  Weisz, José Martín: op. cit.

(20)  Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.

(21)  Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.

(22)  León Luis: “Izmir, Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 1, mayo de 2002.

(23)                  “Chacarita., Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 2, junio de 2002.

(24) Chajchir, Mauricio: op. cit.

(25) Rotstein, Enrique y Fabio: “Fanny Dubroff y David Rotstein”, en www.math.bu.edu/people/ horacio/ anc-cast.htm

(26)  Grinbaum, Carolina de: “Llegaste”, en Inmolación. Buenos Aires, el grillo, 2002.

(27)  Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.

(28)  Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986.

(29)  Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.

(30) Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Fraterna, 1986.

(31) Jankilevich, Angel: “Historia de los Hospitales de Comunidad de la Ciudad de Buenos Aires”, en www.aadhhosogar.htm.

(32) Báñez, Gabriel;: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.

(33)  Watch, Ana: Clara, una niña judeoargentina víctima del nazismo.htm

(34) Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía. CEAL, Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado, 1984.

(35)  Arcuschín, María: op. Cit.

(36)  Báñez, Gabriel: op. cit.

(37)  Shua, Ana María: op. cit

(38)  Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Editorial Galerna, 2001.

(39)  González Rouco, María: “Inmigración y literatura”, en www.monografias.com.

 

(Incluido en Feierstein, Ricardo / Sadow, Stephen (compiladores): Recreando la Cultura Judeoargentina/2 Literatura y Artes Plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004

María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista

Ir a índice de América

Ir a índice de González Rouco,  María

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio