El árbol de zapatillas

María González Rouco

Nos mudamos a este departamento el día en que Martín cumplía veintiún meses. Ya creíamos que no nos íbamos a poder mudar, porque teníamos poca plata y queríamos algo cómodo, pero de repente, cuando menos lo esperábamos, volvimos a ver en el diario el mismo aviso que había salido semanas atrás. Nos preguntamos qué pasaba con ese departamento, por qué nadie lo compraba si el precio era tan accesible. Nos dijimos que eso tenía que ser obra del destino porque, de otro modo, no se entendía la insistencia con que ese aviso quería hacerse leer por nosotros.

No conocíamos la calle, ni el barrio. Pensamos que iba a ser una zona fea y lo descartamos. Seguimos buscando y no encontramos nada, entonces, fuimos a aquella inmobiliaria, sin esperanzas, convencidos de que iba a ser otro intento fallido. La realidad era muy distinta de lo que habíamos imaginado. Era un barrio de departamentos rodeados por muchos árboles, y se podía ver chicos andando en bicicleta y gente sentada a la puerta tomando fresco, como cuando yo era chica. También pasaba el heladero con su triciclo y su silbato, y el botellero con un carro tirado por un caballo. Esto último a Martín le encantó. Nunca había visto un caballo de cerca. Así es la vida en las ciudades.

Cuando nos mudamos, paseábamos entre los pinos y los ceibos, descansábamos a la sombra de una palta, y nos decíamos en qué forma extraña suceden las cosas, porque nunca hubiéramos imaginado que, tras ese modesto aviso de tres líneas, se escondía tanta suerte para nosotros. Rasqueteábamos y pintábamos, siempre viendo el verde de los árboles y las plantas y escuchando el canto de los pájaros. Cuando llueve, es una maravilla ver ese paisaje. Digo esto con tanto orgullo como alivio, porque venimos de vivir en un departamento interno, con tres ventanas a la pared, y ruego a Dios que nunca, pero nunca más me depare semejante castigo. Hay que vivirlo para saber qué es desayunar, pensar o escribir mirando una pared. Parece que uno se va a volver loco.

La noche anterior a la mudanza dormimos menos de dos horas. No terminábamos nunca. A las ocho nos vino a buscar el camión de la mudadora y empezamos la tarea que terminó a las dos de la tarde cuando, cansados y hambrientos, los empleados se fueron dejándonos en nuestro nuevo hogar. Nos acompañaban mi hermana, su esposo y el bebé.

"¡Apita! ¡Apita!" – dijo Martín. No entendíamos qué quería decir. En su lenguaje, esa palabra significa "zapatilla". Lo miramos. Inesperadamente, tenía las dos zapatillas puestas (lo habitual es que use sólo la izquierda), así que, por lo visto, no se refería a las suyas. No parecía que le molestaran, así que seguimos tratando de ubicar la montaña de paquetes y cajas que nos impedía caminar. Esa tarea nos llevó meses, porque siempre aparecía algo en el lugar en que no debía estar.

"¡Apita! ¡Apita"- dijo nuevamente, pero esta vez nos dio más indicios, ya que señaló hacia la ventana. Fuimos a ver qué sucedía, pero no encontramos nada en común entre las zapatillas y los árboles que se veían desde las ventanas de su pieza. Martín ya se estaba poniendo nervioso -como se pone cada vez que no logra hacerse entender- y nosotros tratábamos de adivinar qué era lo que nos quería contar

Al escuchar que repetía la palabra incesantemente, el tío fue a verlo, y Martín le señaló nuevamente la ventana. Entonces lo entendimos. Mi cuñado nos mostró que del árbol que señalaba Martín colgaba, suspendido de los cordones, un par de zapatillas. Pero no era el único, ya que, unos metros más abajo, enrollado en el cable de televisión, se veía otro par, del mismo tamaño y color, como si se hubiera desprendido del árbol y hubiera visto interrumpido su trayecto hacia el pasto.

Ahí sí que no entendimos nada. Mi cuñado solucionó el problema diciendo que entre las variadas especies que rodean nuestra casa, hay un árbol que da zapatillas. Nosotros no le creímos, por supuesto, y siempre estamos tratando de descolgar las zapatillas que van cayendo, porque no es muy lindo asomarse a la ventana y verlas meciéndose con la brisa. Pero nos vamos a tener que acostumbrar, porque ellas permanecen imperturbables. No hay forma de moverlas. No alcanzan los palos más largos ni encontramos a nadie capaz de enlazarlas. Nuestro destino es ver como maduran y caen, par tras par, durante todo el verano.

Hace tiempo que estamos acá. Hemos pasado el otoño, el invierno, y ahora se acerca la primavera. Tímidamente se asoman los brotecitos, que parecen zapatillitas de bebé. Con el paso de los días se transformarán en zapatillas de adulto y, entonces sí, se desprenderán del árbol, después de haber adornado la ventana de Martín en Navidad.

Un cuento enrollado
María González Rouco

Lic. en Letras UNBA, Periodista

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