Roberto Juarroz ensayo de Daniel González Dueñas
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Desde 1958, fecha de aparición de la Primera poesía vertical, Roberto Juarroz (Dorrego, provincia de Buenos Aires, 1925) ha explorado una ladera doblemente imposible de la poesía, una desconocida isla del reino de las imposibilidades posibles. Espiral dentro de otra, espejo que rechaza el mero reflejar imágenes y busca crearlas, la obra no se contenta con haber hallado la casa más secreta del lenguaje —habitada por tantos poetas que no requieren ya mayor odisea que el bravio encontrarla y gozarla—: sabe que todo fruto es un nuevo árbol, que esa casa es en sí un orbe. Tras visitar las casas del poema, intuye que una de ellas es también un mundo que encierra una casa que encierra un mundo. La odisea vertical no obtiene contento sino en busca de la casa más secreta: isla, espiral, espejo y árbol: universos concéntricos ceñidos por el relámpago. Reflejo de lo que pasa en lo que pasa. Ningún espejo fijo. Cuerpo de agua, viento en las venas de las cosas. (VIII, 15)[1] El umbral de la casa más secreta del poema se abre a todas las casas: el microcosmos es macrocosmos, según la óptica disponible a lo concéntrico. Quien traspasa ese umbral no devela el misterio, pero se convierte en la materia misma del misterio. El que con tanta desgarrada fascinación persiguió los astros del relámpago, al final nota que las huellas le pertenecen: Hay huellas que no coinciden con su pie. Hay huellas que se anticipan a su pie. Hay huellas que fabrican su pie. Hay huellas que son más pie que el pie. (III, 2) La obra no se detiene después de convertirse en pararrayos: se exige vivir lo más cerca que pueda del sitio donde éste se fragua. Faena redobladamente imposible que Juarroz ha demostrado posible. (Y tal demostración redonda y concreta ha circulado entre la humanidad bajo diversos y siempre inclasificables nombres, desde los eleatas y los gnósticos hasta el Vedanta. la alquimia, el Zen.) La disponibilidad es fidelidad, la vida es obra: no demuestra sino un hombre que necesita la plena recuperación de lo que el hombre ha perdido. El territorio que esta obra crea al ser por él creada, no tiene nombre sino dirección: la verticalidad. A partir de ese instante toda palabra es verbo activo: el poema asciende, desciende, ciñe los umbrales siempre desde y hasta si mismo, no juego de abstracciones sino de coordenadas matemáticas que huyen de la horizontalidad (la trama que apresa la mirada y la vuelve palabra inmóvil) y al hacerlo se transforman en la conjunción donde lo real asoma por un instante. Porque en la aplanada, unidimensional prisión en que se mantiene al mundo, lo real es apenas una promesa, para requerirlo no basta una única inmersión: el mar se refugia en el río, éste en el estanque, éste en la gota. Sólo la gota puede hablar de los océanos. La realidad es apofántica, lo oculto necesita derramarse, lo cerrado se abre como un círculo mágico. Y la palabra es su conjuro. pero sólo la palabra más sola, la palabra como un proyectil forrado en tiempo. la palabra que al final se destruye en su propio estallido. (IX. 26) Para Juarroz, la palabra no debe contar otra historia que su propia historia. El poema se niega a contar, no cuenta para contar. Cuenta, sí, del otro lado de las cuentas y los registros, es la puerta a los números imposibles, a la cuarta dimensión —que no es sino otra forma de decir “todas las dimensiones". Las palabras son pequeñas palancas, pero no hemos encontrado todavía su punto de apoyo.
Las apoyamos unas en otras y el edificio cede. Las apoyamos en el rostro del pensamiento y las devora su máscara. Las apoyamos en el río del amor y se van con el río. (IV. 46) Después de que el barullo cotidiano ha pronunciado tanto la palabra silencio, ella quedó como mero recurso para aludir a las ausencias (y sobre todo a la que menos define al silencio, la ausencia de sonido); entonces qué portentosa magnitud recobra esa palabra tras la inmersión de estos poemas verticales, en qué modo espléndido vuelve a hacerse oír más allá —antes— de las balanzas y las compensaciones. "Así como cada voz tiene un timbre y una altura, / cada silencio tiene un registro y una profundidad. / El silencio de un hombre es distinto del silencio de otro / y no es lo mismo callar un nombre que callar otro nombre. / Existe un alfabeto del silencio./ pero no nos han enseñado a deletrearla. / Sin embargo, la lectura del silencio es la única durable, / tal vez más que el lector." (VI. 27) Es, de frente y sin paliativos, el silencio Zen, el cuerpo que es uno de los reflejos posibles del alma; es ella misma, espejo que busca su redonda nitidez, su máxima transparencia. Es el lago sereno y brillante de Basho, que al reflejar el mundo tal cual es, lo crea. La nitidez secreta de las cosas levanta un mundo nuevo en mi mirada. que también es secreta y lleva un mundo. Se abre entonces la ceguera del día y la luz no cabalga sólo sombras. Tu mano está en la idea de tu mano. Mi palabra se instala como una lluvia interna en todas partes. Los pájaros sostienen a los árboles, los muertos a la tierra, y el amor, que es ausencia, perfecciona su forma de ojo abierto. La nitidez del caos me salva hoy como un vientre junto al mío, me puebla la ciudad apasionada que cuelga entre mi ausencia y mi presencia. (II. 38) El silencio —dice Juarroz— "a veces suena como una campana". La conciencia, ciudad apasionada, se abre desde su casa más secreta. Cada palabra nace con la perfecta disponibilidad para detenerse y escuchar. El poema calla lo suficiente como para ser oído, es el oído que se escucha, el ojo que se asoma a su acorde más profundo. Porque si el silencio interno sostiene a las palabras tanto como el externo, también la carga de luz distingue a cada objeto. El constante estallido de la luz solar nos invisibiliza el sol interno; el poema equivale al gong que desaletarga la conciencia, y lo hace de tal forma que la luz externa retrocede "como un árbol que cae del fruto”. Con Paul Klee, Juarroz no olvida que lo visible es sólo un ejemplo de lo real. Cada cosa es un mensaje, un pulso que se muestra, una escotilla en el vacío.
Pero entre los mensajes de las cosas se van dibujando otros mensajes, ahí en el intervalo, entre una cosa y otra, conformados por ellas y sin ellas, como si lo que está decidiera sin querer el estar de aquello que no está.
Buscar esos mensajes intermedios, la forma que se forma entre las formas, es completar el código o tal vez descubrirlo.
Buscar la rosa que queda entre las rosas. (IX. II) El estado que Juarroz llama de disponibilidad es el arte de vivir esperando lo inesperado, darse a esos "mensajes sin mensaje”: "No hay mayor libertad, / no hay nada más opuesto a la muerte, / no hay encuentro más abierto” (IX, 8). Sólo la palabra mas sola es capaz de asistir al punto en que las dualidades estallan. Reflejando ese estallido, la más sola palabra estalla. Y qué infinitamente arduo es llegar a esa soledad, si la vocación de las palabras no parece sino la de agruparse como rebaños en el invierno. ¿Cómo limpiar lo oscuro? ¿Cómo abrir las compuertas de los antiguos mares olvidados? ¿Cómo romper el féretro de estrellas y erguir en las desiertas avenidas una sombra más clara que la luz? (IX. 29) Qué infinitamente ardua la vocación vertical de esta poesía: voluntariamente deja atrás los bálsamos usuales, la acumulación de pequeños nombres cálidos con que se sustituye la gran añoranza que crece a fuerza de negarse el Nombre. Pero ¿qué nombre es éste? Y sobre todo, ¿busca pronunciarse en nosotros o lo que persigue es callar, apenas por un instante, retroceder lo suficiente para que podamos apreciar el umbral que la añoranza encubre? “Callar el nombre / decirlo / sin la palabra agreste de un lenguaje. / Toda la realidad al fin es esto: / decir un nombre de otro modo" (IX, 30). El Nombre es decir un nombre de otro modo. Acaso cualquier nombre. En una de sus Voces, Antonio Porchia escribe: “Quien me tiene de un hilo no es fuerte: lo fuerte es el hilo". No es el nombre a quien en verdad extrañan los poetas, sino el otro modo de decirlo, de decir cualquier nombre. "He conocido pocos seres", recuerda Juarroz, "que merezcan la designación de maestro, en un sentido socrático, integral. Porchia es uno de ellos." El autor de Voces exclama: “Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo". Y: "Lo hondo, visto con hondura, es superficie". A lo largo de la minuciosa creación de su poesía vertical, Roberto Juarroz ha ido vaciando uno a uno los vasos comunicantes, las falsas reciprocidades, las balanzas y aun los mecanismos métricos que enturbian la mirada. En su lectura de Porchia —inmediata, entrañable— comprobó que "El hombre lo juzga todo desde el minuto presente, sin comprender que sólo juzga un minuto: el minuto presente". Por ello Juarroz va incluso más allá: no el minuto sino el instante (lo eterno), no la línea sino el punto (las esferas). Porque instante y punto se transfiguran si son dichos (vistos) de otro modo. Al vaciarse de falsos nombres, los vasos comunicantes se van llenando. por fin, de elocuencia. La soledad es la usanza más difícil pero es la única y legítima madre, porque en ella se encuentra no sólo el amor a lo que existe sino también el amor a lo que no existe.
Y es ese amor drásticamente dispuesto lo único que nos cura del otro, de los inverosímiles espejos donde se autodevoran los dones.
La soledad denuncia en cambio el límite y si no puede abolirlo va recogiendo rosas y guijarros y los arroja por encima del muro. (IX. 25) Al vaciarse de falsas concepciones del otro, los vasos comunicantes se van llenando del sí mismo. ¿Podrá reflejarse ese drástico amor si no es un espejo? Llegar al otro es verse en el otro, pero también hacerlo espejo. No hay otro que se mire sin tino que tajantemente se cure de sí mismo, nazca por segunda vez, asuma la usanza más difícil y se niegue al otro para buscarlo. Y en tanto ese negarse es amor, no puede sino ser una búsqueda de otro modo. Se trata de la fidelidad a lo imposible, al relámpago que anida en el relámpago. Y es entonces cuando surge a veces la verdadera contraseña, la palabra-silencio, el signo de la fidelidad en las ausencias, la reapertura hacia el poema, que ya no depende de su eventual retorno ni de su definitivo alejamiento.
La fidelidad en las ausencias: la casa más secreta del poema. (IX. 28) Sólo la mirada más sola encuentra al otro, en el más oculto recinto de su transparencia. Sólo el violento amor que deja atrás el barullo da con la palabra encarnada. Sólo quien da la espalda a lo oscuro consigue respaldarse en la luz. "Celebrar lo que no existe. / ¿Hay otro camino para celebrar lo que existe? //Celebrar lo imposible. / ¿Hay otro modo de celebrar lo posible? // Celebrar el silencio. / ¿Hay otro manera de celebrar la palabra? // Celebrar la soledad. / ¿Hay otra vía para celebrar el amor?" (IX, 3). Roberto Juarroz sabe que cuando retrocede la palabra, comienza el decir de lo que está drásticamente dispuesto; sabe, también, que cuando cae la imagen en sí misma comienza un ver el mundo de otro modo, oculto en la casa más secreta del mirar. Una red de mirada mantiene unido al mundo, no lo deja caerse. (I. I)
Mi mirada me espera en las cosas para mirarme desde ellas y despojarme de mi mirada. (VI. 2)
Y al caer hacia atrás arrastrar la visión que nos ata adelante y enceguecerla en el misterio. (IX. 17)
Llegar con los ojos abiertos a la mirada final, como un estandarte que no se avergüenza. Aunque los ojos abiertos tengan que cerrar muchas cosas. (V. fragmentos verticales. 5) La verticalidad implica redefinir los puntos cardinales del hombre. Para Roberto Juarroz, una poética de la vida comienza en poseer el amoroso coraje de verla como necesidad (ante todo de enfrentar su lectura a fondo) y como intensidad (abrir los ojos y seguir abriéndolos incesantemente en un nacimiento sin fin). El mundo es el segundo término de una metáfora incompleta, una comparación cuyo primer elemento se ha perdido.
¿Dónde está lo que era como el mundo? ¿Se fugó de la frase o lo borramos?
¿O acaso la metáfora estuvo siempre trunca? Notas: [1] La cifra en romanos indica el volumen correspondiente de Poesía vertical (la designación que Juarroz ha dado a toda su obra poética) El arábico refiere al número de poema dentro de ese volumen. Las fechas de aparición son I. 1958; II. 1963; III. 1965; IV, 1969: V. 1974. VI. 1975: VII. 1977; VIII. 1980, IX. 1984; X. 1987 |
ensayo de Daniel González
Dueñas
Publicado, originalmente, en
Periódico de Poesía, No. 3 - Septiembre-octubre 1987
Link de este número:
http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/5338
Periódico de Poesía es una publicación mensual editada por la Universidad
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