Fantasías primitivas que regresan.
Lo siniestro de La
mujer desnuda (1950), de Armonía Somers LICH-Universidad Nacional de San Martín / CONICET Buenos Aires, Argentina
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Resumen Comprendida dentro de la zona de lo reprimido, la sexualidad ocupa un territorio tenso entre lo prohibido y la transgresión. Las representaciones que adopta son producto también de esa tensión y generan un desequilibrio que afecta no solo a la construcción de la subjetividad, sino a la sociedad que se estructura sobre esa represión. En este trabajo se abordará la aparición del sexo como disparador de la materia inconsciente, según los primeros textos psicoanalíticos de Freud, y se estudiará la operatividad de lo siniestro en una plataforma estética que vincula la novela de Armonía Somers al surrealismo, desplegando estrategias comunes en torno al automatismo, la desintegración de la identidad y la singularización de la escritura. Palabras clave: Gradiva, lo siniestro, sexualidad, surrealismo, fantasías primitivas. Abstract Primitive Fantasies that Return. The Sinister in La mujer desnuda (1950), by Armonía Somers Understood within the zone of the repressed, sexuality occupies a tense territory between the forbidden and transgression. The representations it adopts are also the product of this tension and generate an imbalance that affects not only the construction of subjectivity but also the society that is structured upon this repression. This paper will address the appearance of sex as a trigger of unconscious matter according to Freud's early psychoanalytic texts and will study the operation of the sinister in an aesthetic platform that links the novel by Armonia Somers to surrealism by deploying common strategies around automatism, the disintegration of identity and the singularization of writing. Keywords: Gradiva, the sinister, sexuality, Surrealism, primitive fantasies. La primera novela de Armonía Somers inauguró un mito que la escritora se ocupó de construir y reinventar en cada uno de sus textos. No solo en torno a la figura de autor, sino en relación al género y sus políticas[1]. Todas las mujeres que transitan por La mujer desnuda (1950) operan sobre la narrativa del mito creado para explicar el origen o la génesis de una verdad impuesta por la fuerza de la ficción. Junto a esa sacralidad estática y establecida se discute el lugar de la mujer en estos relatos que aspiran a consensuar los modelos establecidos. Estos mitos aparecen enunciados a través de un nombre femenino que es, a la vez, nombre propio —aquello que separa lo singular de lo común— pero también intertextual, lo que remite a relatos mitológicos que tienen a la mujer como sujeto y a lo sexual como terreno de transgresión y disputa. En la novela hay una escena en la que esa enunciación se hace presente: la mujer desnuda entra silenciosamente a la habitación de Nataniel y, mientras inician los juegos de seducción, ella lanza una lista de nombres “verdaderamente” femeninos exigiendo una identidad desvinculada del varón: —Antonia... podrías dejarme tranquilo, ¿no? —musitó con las palabras siempre enredadas en algo que se le oponía desde dentro. —Horror, ¿de quién es ese nombre? —El tuyo, maldita... Vamos... dejarás ya... Te lo he dicho. —No, yo no tengo ese distintivo pavoroso. Las hembras no deben llevar nombres que volviéndoles una letra sean de varón. Los verdaderamente femeninos son aquellos sin reverso, como todos los míos. (Somers 2009, 27; énfasis añadido) Esta cita es importante, no solo por la calidad única del nombre femenino, sino porque anticipa la pluralidad en la que van a desplegarse los sentidos del género. Toda la novela podría leerse como la nominación del deseo y sus efectos, una suerte de encarnación que pasa por el cuerpo de la mujer y por el lenguaje alterado que decide contarla desde la transgresión y la ruptura. Los nombres de Rebeca El nombre designa y, al mismo tiempo, atribuye una identidad. Su poder referencial radica en que la fuerza de la representación señala más claramente el vacío, la sustitución de la cosa por el entramado textual que la define. En este sentido, su carga simbólica habilita la metáfora, un juego de desplazamientos en donde hay que encontrar el sentido oculto, lo que nombra en la distancia. Como clave de lectura, esos “nombres sin reverso” que la protagonista reclama no son solo el señalamiento de lo femenino, sino la encarnación de fantasías primarias que involucran a la mujer como sujeto, pero a la vez como objeto del deseo. A partir de esa multiplicidad anunciada en la originalidad de todos sus nombres, la novela propone la historia de una transformación: la de Rebeca en la mujer desnuda que es, al mismo tiempo, lo que todos los demás buscan. Su primer nombre propio es señal de ese proceso. Rebeca, esposa de Isaac en el relato bíblico, lleva implícito en su etimología la doble persistencia del nombre, que marca la conexión, “la que lleva el lazo”, pero también la seducción a través del ingenio, “la que cautiva o entrampa” (RAE). Esa matriz relacional que la vincula a sus otras mujeres se repite en el apellido inglés al duplicar el sentido de lo relacional, link como “conector o enlace” (Western Merrian) y resalta el pasaje de uno a otro de sus nombres, Eva, Judith, Salomé, Semíramis, Magdala, todos ellos referentes de lo femenino “sin reverso”. Para que este pasaje sea posible, el entorno acompaña la transformación avanzando gradualmente hacia un territorio cada vez más alejado de lo real. Al ingresar en la casa, la distorsión que envolvía el paisaje onírico del viaje conquista el espacio total y crea una lógica distinta propicia al alumbramiento, una nueva gestación que se concretará en la (auto) decapitación y que se extenderá en las metamorfosis que le siguen. Ese límite también se trasvasa en la representación porque el relato vira de su eje realista y se prepara a recibir intervenciones de lo fantástico[2]. La daga que lleva escondida en un libro parece cobrar vida —o es su propia mano la que, sin gobierno, la dirige— y termina cortándole el cuello “en un golpe seco” que hace rodar pesadamente su cabeza “como un fruto” (Somers 2009, 18). Esta escena, narrada con el distanciamiento del humor vanguardista o el sin sentido del absurdo, evade la muerte que, en algún sentido, nunca sucede porque después de corroborar fríamente su propia decapitación, la mujer “tomó su antigua cabeza, y se la colocó de un golpe duro como un casco de combate” (21). Así se inicia un derrotero en el que la mujer abandona las ataduras de la moral para explorar la libertad sexual y reescribir el mito de lo femenino: “...dejó su vida personal atrás, sobre una rara conciencia sin memoria” (24). A partir del momento en el que el cuerpo reconoce la cabeza como ajena, “una muñeca sin tronco” que cambia en “insólitas mutaciones” (20), Rebeca está lista para encarnar a sus otras mujeres: Eva, la primera mujer bíblica símbolo de la caída y el pecado; lady Godiva, la joven burguesa que ayuda los pobres; Friné, la hetaira griega absuelta por su belleza; y Gradiva, la del precioso andar que Freud hizo famosa a partir de su ensayo sobre el delirio. En estas mujeres resaltaremos la desnudez como atributo del cuerpo y, específicamente, como materialidad capaz de dar forma a las fantasías más abstractas o artificiales del erotismo[3]. El cuerpo desnudo como inocencia, belleza o razón, según el mito al que se aplique, encubre al mostrarse la cualidad simbólica del deseo y pone en evidencia la necesidad de hallar una gramática capaz de otorgarle sentido. La sexualidad descarnada y un tanto abrupta con la que irrumpió la novela obturó, en algún sentido, un análisis más profundo que se ocupara de encarar las posibilidades estéticas y normativas del erotismo. Para saldar esta deuda, comenzaremos por señalar las referencias directas que el texto de Freud marca en relación a la Gradiva, buscando la incidencia de los afectos sexuales como síntoma de lo reprimido, pero a la vez como efecto que reordena la estructura mental, social y simbólica de la subjetividad[4]. En tal lectura, Rebeca Linke es la mujer que representa las fantasías primarias de los moradores de la aldea, quienes deberán desentrañar su lógica interna reconociendo lo reprimido que se expresa en ellas y buscando un lenguaje capaz de conservarlas. Esta propuesta se basa no solo en la articulación entre las representaciones delirantes que conspiran contra la realidad en términos de las normas culturales y sociales que determinan el estar en común, sino también en la intervención de las fantasías eróticas como factor que desestabiliza además el territorio del arte, la escritura y el lenguaje. Rebeca, la que anda En primer lugar hay que decir que la Gradiva es un texto que Freud escribe en 1907, poco después de publicar La interpretación de los sueños (1900) —de ahí la vinculación entre lo onírico y el delirio—; y justo antes de elaborar las pautas teóricas que lo llevarán a examinar el famoso concepto de lo siniestro.[5]. En varios sentidos, la Gradiva funciona como precursor de su estudio acerca de los mecanismos de la represión, donde analiza la emergencia del inconsciente y las relaciones entre lo reprimido y el lenguaje. Este primer acercamiento a lo reprimido nos permitirá analizar cómo la transformación de Rebeca Linke opera en las fantasías sexuales primarias de los habitantes del pueblo, de qué manera lo reprimido libera la fuerza erótica capaz de transgredir las normas culturales y políticas del género y qué efectos produce también en el género literario, ya que confronta, a partir de lo siniestro, los límites del realismo. Al desentrañar la locura de Norbert Hanold, Freud enumera los rasgos que le permiten distinguir los mecanismos represivos de los afectos sexuales y las formas en las que el inconsciente se hace presente. El protagonista de la historia de Jensen desplaza el objeto de deseo real, una joven vecina que fuera su amiga de la infancia, hacia un bajorrelieve femenino en el que intuye cierto parentesco registrado en su forma de andar. Mediante esa proyección comienza un proceso en el que el joven desentierra algo olvidado, los juegos de infancia en donde se enfocaba su libido, y un doble desplazamiento que va del pasado al presente y de Alemania a Pompeya. Esta distorsión temporal y geográfica se completa con las representaciones deformadas y los consiguientes disfraces que ese recuerdo adquiere para salir a la luz. Lo reprimido se manifiesta entonces a través de un desvío que, en esta instancia, Freud identifica como fantasías precursoras del delirio: “Son sustitutos y retoños de unos recuerdos reprimidos a los que cierta resistencia no permite llegar a la conciencia, no obstante lo cual consiguen devenir conscientes toda vez que arreglan cuentas con esa censura de la resistencia mediante unas alteraciones y desfiguraciones” (1907). La misma lógica onírica que organiza las proyecciones y desplazamientos en el sueño opera en la construcción de esas fantasías que manifiestan la represión, “por la cual algo anímico se vuelve inasequible y al mismo tiempo se conserva” (1907) de manera fantasiosa, es decir, a través del disfraz. Esas deformaciones sirven para descubrir las máscaras mediante las que el sujeto esconde lo reprimido pero a la vez lo señala. Se trata de sentimientos percibidos a través de representaciones que necesitan ser descifradas. En primer lugar, Hanold nombra a la mujer que lo atrae, la ubica en un escenario y le da una historia. Todo ello apunta hacia el pasado: Gradiva, un nombre griego que remite a la antigüedad clásica y un sueño que la traslada a las ruinas de Pompeya, correlato de su interés en la actividad que realiza, la arqueología. Hay algo en el cuerpo de Gradiva que lo atrae, la única parte que deja al descubierto, un mínimo desnudo que muestra la punta de un pie asomado por debajo de su túnica y que mantiene casi en el aire para iniciar el andar. A lo largo de la historia, los desplazamientos se suceden gradualmente desde el sueño, pasando por las fantasías con el mundo clásico, hasta las alucinaciones que lo persiguen en la vigilia. Así es como Norbert se encuentra con su Gradiva en las ruinas del templo pom-peyano, sin reconocer a Zoe, la joven real de sus aflicciones. Esta mujer, a través del erotismo que despierta, conduce a Norbert hacia la curación y reordena los elementos de su delirio. Lo que me interesa de este análisis es aislar las condiciones en que lo reprimido emerge y diferenciar las representaciones que adopta el delirio para intervenir en lo real. Lo primero, porque lo reprimido como emergente de lo siniestro permite vincular las apariciones del inconsciente con la transgresión de barreras que individualmente liberan al sujeto de la censura de la conciencia, pero que también confrontan las normas sociales, políticas y culturales de lo común. En este sentido, el aprendizaje que realiza el joven, la revelación disruptiva del erotismo reprimido en su inconsciente es el mismo ejercicio que plantea Rebeca Linke en su transformación como “mujer sin cabeza” y en su aproximación a los otros, los del pueblo, esa “pobre gente” atrapada en las convenciones de un “estúpido juego doméstico” (Somers 2009, 32). Lo segundo, establece la capacidad inventiva del delirio que, lejos de sumergirse en la locura, se derrama sobre las verdades adquiridas para destruirlas y reinventarlas. En esta instancia, Freud es muy claro al establecer que los indicios anímicos que movilizan el delirio aparecen como representaciones; en tanto imágenes sustituyen al objeto que reprimen, y en tanto lenguaje, descomponen la relación con la lógica referencial creando una narración propia que ensambla su delirio dándole coherencia. El sistema se articula vinculando elementos que funcionan, como la gramática del inconsciente, construyendo su propia verosimilitud fuera de la lógica racional. En el relato delirante, la arbitrariedad de la lengua está a disposición del sujeto que se enfrenta a la sociedad en su propio delirio, al punto de dejar que las fantasías determinen sus acciones[6]. Dos instancias marcan la lectura del sistema delirante: por un lado, saber leer los signos de lo reprimido, ubicándolos en su nuevo sistema de significación; por otro, entender la narración delirante mediante la cual el sujeto “encuentra” sentido para su propia historia. En esta dimensión, la verdad oculta en las fantasías se revela como un hecho del lenguaje que ha perdido la rigurosidad de las convenciones. Partimos entonces de la representación propia de las imágenes para llegar a la representación propia del signo lingüístico. El sueño condensa gran parte de las imágenes en el delirio de Norbert y también envuelve la primera aparición de la mujer desnuda. Sin embargo, aquí la fantasía se sostiene porque la mujer, Rebeca Linke, se presenta en el lecho matrimonial de Nataniel como Eva, la mujer soñada por Adán, pero también como la posibilidad de abandonar las reglas y de resistirse a las normas establecidas. —Ven toca, estoy desnuda. Tomé mi libertad y salí. He dejado los códigos atrás, las zarzas me arañaron por eso. El bosque me lanzó el aliento a la cara, la serpiente quiso intentar la sucia historia de la fruta. Eran las mismas cosas de antes, de cuando yo les pertenecía. (27) Aquí la libertad sexual se inscribe como reescritura del mito que se atreve a cuestionar la verdad, proponiendo lo incierto y la inquietud desestabilizadora del deseo. La identidad abierta a lo erótico se diversifica, busca los sentidos del cuerpo: “Si me aspiraras los cabellos, las axilas, verías que somos por todas partes dos mujeres” (28), pero también cuerpos de sentido acordes a esta nueva identidad plural. “Yo quisiera saber cómo soy, cómo seríamos en ti las mujeres intactas que me habitan... Pero no necesitas comprenderlo, debe ser todo más dulce de ese modo, sin completar su sentido...” (27). Esa dimensión irreal se repite en el encuentro con los mellizos que la perciben desde la lejanía como un espejismo del campo. “Ninguno de ellos ignoraba, por ejemplo, que jamás había existido árbol ni cosa parecida en cierto lugar, justamente donde acababa de nacer uno. Detuvieron la marcha para enfocar mejor y echaron de ver que aquello se movía como si desplazara sus raíces” (37-8). Convertida en árbol, objeto fantasma o alucinación, la mujer los golpea “martillando el cerebro con su insólito realismo” (38). A pesar del retraso mental, o quizá por eso, los gemelos reconocen en ella el cumplimiento de sus fantasías, “Una hembra espectacular como aquella, surgiendo de la tierra o del lavabo, o de la ventana de enfrente, para ofrecerse así como inmolándose, lo que el hambre y la sed de consumir otro cuerpo es capaz de inventarse (38). Menos el mito que el eros liberado, la mujer representa una verdad que ahora se escribe en lo real. La fuerza de las fantasías señala el reconocimiento de lo reprimido, de ahí que su manifestación todavía conserve la distorsión propia del delirio, una forma dislocada entre la aparición, el fantasma o el ensueño imposible de ser concebida desde la razón[7]. Por otro lado, la confusión de la mujer con el árbol repite otro síntoma de lo reprimido. Según Freud, la animación de lo inanimado es también una característica de las fantasías precursoras del delirio. En el relato de Jensen se da en la revivificación de un bajorrelieve de la antigüedad clásica; en la novela de Somers se produce con el renacer de Amanda en Rebeca, esa mujer integrada que se encastra su cabeza y vuelve a andar dejándose poseer por una nueva identidad, “Un crecimiento interior como el de la primera onda láctea la estaba poseyendo” (20). Esta vuelta a la vida implica un desdoblamiento que Freud identifica también como parte del delirio. El tema del doble está fuertemente avalado en la identificación Gradiva/ Zoe y, en gran medida, es marcado como principio conductor del delirio de Norbert. En el caso de Rebeca/Amanda, el doble se multiplica porque la identidad cambia al ritmo del deambular de la mujer que persigue a los habitantes del pueblo con variadas y conflictivas mutaciones. Después de ser Amanda para sí misma y frente al espejo, se transforma en Eva, Godiva, Gradiva y Friné, generando en los otros el regreso de lo reprimido. Lo que hace la energía erótica de la mujer es denunciar la estructura artificial de las reglas, cuestionarlas y cambiarlas para que otro estado sea posible: Sentirse hombres distintos, como si por haber emigrado de su piel estuviesen poblando otro ser más recio, menos comprometido. Es de ahí de donde arranca el verdadero desasosiego, haber perdido el miedo codificado... Es enorme eso de sentir ahora la sangre que bulle como único pilar de la fe, que al fin consiste solo en la confianza que los lleva a autodeterminarse, pero sin convenciones angustiosas. (52) Lo siniestro es parte de ese “miedo codificado” reconocido a partir del erotismo que la mujer desentierra y que, al ser reconocido como parte de lo reprimido, se quiebra. Hasta aquí tenemos un sistema de signos que sostienen el delirio, imágenes o fantasías que revelan lo reprimido. Sin embargo, es necesario hallar el tejido lingüístico a partir del cual esas representaciones “significan”. Las fantasías distorsionadas en donde emerge lo inconsciente determinan otro vínculo con lo real en el que el sujeto acomoda lo reprimido dándole un sentido. Por eso, para el caso clínico es importante reconocer el orden lógico del delirio que no se compara con la realidad, sino que arma una realidad otra. Hasta que lo reprimido no se vuelva consciente, el sujeto seguirá en la dimensión de su propio delirio[8]. De ahí que la ciencia busque el emergente y redirija el sentido para que vuelva a su “normalidad”. En el caso de Norbert, es la misma Zoe quien desactiva las fantasías primarias del joven aceptando, en un principio, la narración delirante como un juego de reconocimiento. Sin embargo, el efecto de alucinación se desvanece con la fuerza singular de la palabra. Como en un conjuro, el lenguaje mismo rompe el hechizo y la fantasía se acomoda a lo real. Zoe simplemente pronuncia un saludo en alemán, descorriendo el velo de los desplazamientos. A partir de allí se decodifica el delirio, la identificación Gradiva/Zoe, el afecto reprimido de la infancia, la pulsión erótica censurada en el recuerdo y los traslados de Alemania a Pompeya son nuevamente ordenados; la curación llega de la mano del eros —del amor de Zoe—, pero junto con el sentido común de las palabras. En La mujer desnuda, la pulsión erótica que el mundo censura es también expresión del libre albedrío que el erotismo potencia. Por esto, las imágenes del delirio persisten en su lógica y luchan por cambiar el sistema de significación. No solo requieren otro tipo de lenguaje, sino que plantean, a través de la arbitrariedad lingüística, la falsedad de las verdades consagradas. En esta negociación se vuelve siempre al conflicto de la enunciación: es la mujer desnuda la que se expresa en otro lenguaje, “Aquel lenguaje sin traducción era algo que había que respetar aun sin comprenderlo” (82), frente a la gente del pueblo que al intentar comprenderlo fracasa, “siempre sin recobrar nada más que las palabras comunes desgastadas por el uso” (90) o que tienen que recurrir al lenguaje de la ficción para articular la fuerza erótica hasta entonces reprimida: Es claro que todo aquello era un pasaje vedado en materia de palabras. De obligarla alguien a expresarlo de viva voz, hubiera necesitado un léxico de novela, como el de las que solía frecuentar en su adolescencia, admirándose entonces de la combinación de mosaicos y vidrios de colores que podían conseguirse en base a los elementos tan simples con que otros se arreglaban para decir las cosas. Pero terminó, eso sí, formándose una idea de lo esencial, las causas del fenómeno. Y eso, no como cosa de folletines, precisamente, sino de la verdad que a una le toca vivir de un momento a otro, y con la que se escribirían relatos extraordinarios. (48) Para Antonia, las fantasías no se traducen al lenguaje del folletín porque persisten en lo real. Hay una doble verdad que perdura, la del erotismo representado en la mujer desnuda y la del libre albedrío que despierta, una agencia que hasta entonces no había podido reconocer como propia. Por eso, el relato de la mujer ronda los límites del sentido haciendo que las palabras gastadas pierdan el automatismo que cubre de certeza las verdades adquiridas. Solo así puede afirmar la verdadera existencia del deseo que logrará expresar, a través de metáforas y de figuras bíblicas, cuando lo recupere por medio de la evocación de sus propias fantasías. Desde esta perspectiva, la novela no plantea la curación clínica del delirio, sino todo lo contrario. Aspira a construir otro orden del sentido en el que las fantasías formen lo real como contracara de las verdades impuestas. De ahí que la mujer desnuda como representación de lo prohibido tenga que ser narrada más de una vez. Por esta razón, no alcanzan las pruebas empíricas de su existencia, la uña esmaltada hallada en las crines del caballo o la manzana mordida que los niños rescatan y se disputan, sino que la mujer desnuda existe en los márgenes de una historia. Es en el relato en donde la verdadera materialidad de las fantasías ocurre. Como los hechos del lenguaje que según Barthes enmarcan el relato amoroso, las historias bordean el límite de la significación, tanto en el relato lésbico que Nataniel exige de su esposa como en la confesión que esta última realiza ante el cura del pueblo en la que pone de manifiesto la afección sexual reprimida en su infancia. En estas dos oportunidades se hace evidente la falta de un significante que exprese lo que estaba reprimido. Como el afecto sexual que Hanold tenía olvidado, las fantasías primarias de la gente del pueblo afloran a través de historias imposibles de contar en el lenguaje común. La primera vez, Nataniel le pide a su esposa que rememore una relación amorosa que ella tuvo en su infancia. El erotismo de la escena se revela como la imposición de una fantasía lésbica. “Y ahora, tendrás que llamarla —me dijo de pronto— a tu mejor amiga del colegio, aunque haga años que no la hayas visto. Todas han tenido una que era la preferida, ¿no es así? La llamarás primero por su nombre y luego me dirás cómo era, qué hacía... (58). Así su esposa se deja conducir por la pulsión erótica que la lleva a realizar sus propias fantasías, liberándose también de las ataduras morales: Y yo empecé a llamar, a llamar, siempre con los terribles dedos en el cuello. Y no sabía ya en qué número de veces iba, cuando el estropajo se me cayó de las manos y volví a sentir que Claudina no tenía pequeños senos como todas las demás, sino un pecho duro como de tablas bajo la blusa y que su corazón me estaba golpeando como un martillo envuelto. Él empezó a aflojar los dedos y yo a perderme, a dejar que la vagabunda desnuda que en ese momento tenía una cara definida entrase como un fantasma por la ventana a repartir lo nuestro, en las formas que nunca había conocido, y de las que no me creía capaz. (62) No importa tanto si Claudina existió o si Antonia reprimió su deseo infantil, sino la ruptura que ese relato desata no solo en el marco de lo que está permitido hacer, sino también en las posibilidades de expresión. Esas palabras utilizadas para designar lo común, “la vida a pequeña escala”, que se comportan siempre de la misma manera “en tanto sirven a la necesidad de hablar para llamar al pan y al vino por sus nombres” (59), no pueden volver a ordenar el delirio. Por esta razón, la pulsión erótica que emerge a través de la mujer desnuda permanece flotando en la inestabilidad de la representación, tanto como referente —es Eva, Gradiva y Claudina— como en la imprecisión del lenguaje, “eso que no sé cómo se nombra”, pero se asocia al placer “porque el cielo se llama cielo, simplemente. Lo otro hecho así, no tendrá nombre que uno conozca, pero anticipa el cielo” (63). Eso que se desconoce es lo que retorna de lo reprimido y vuelve desde el pasado para quedarse. Lo siniestro del surrealismo La obra de Armonía Somers ha sido incluida en los estudios sobre la vanguardia, especialmente en relación al surrealismo. La mayor parte de la crítica resalta los elementos que le son propios: la ilusión onírica, la confusión entre lo real y lo imaginado, la alteración del lenguaje que privilegia el signo sobre el referente (véase Rodríguez-Villamil 1990). Entre este repertorio de imágenes se destaca una zona menos celebratoria y más escabrosa que explora el territorio de la muerte y la destrucción. Las fantasías primitivas centradas esencialmente en la pulsión sexual descubren un principio que, lejos de producir la liberación esperada, se asocia a la vida de una manera contradictoria. Esta nueva apreciación bordea otro sentido de lo reprimido que Freud desarrolla posteriormente en su ensayo sobre lo siniestro. No se trata únicamente de reconocer cuáles son las formas en que el inconsciente reprimido sale a la luz, sino de hallar su principio activo, una fuerza o pulsión que sea la responsable de que esos fenómenos ocultos se vuelvan siniestros. En la Gradiva hay un esbozo de este motor que hace posibles las apariciones: una réplica de lo semejante que se repite en el doble y en la compulsión con la que Norbert enhebra las acciones de su delirio. Sin embargo, es a partir del relato de Hoffmann, El hombre de arena, que Freud profundiza en lo siniestro para alcanzar a estructurar la dinámica del principio del placer y a elaborar su teoría de las pulsiones. Todo lo relativo al erotismo se expande entonces desde el psicoanálisis hacia otras prácticas estéticas dentro de las que la experimentación vanguardista se destaca por su creciente interés en desentrañar la capacidad disruptiva de la sexualidad. Desde la crítica literaria, lo siniestro ha sido un concepto significativo para explicar la génesis del relato fantástico, pero su productividad teórica traspasa los límites del género cuando se examina el fuerte vínculo que lo une a las vanguardias. Hal Foster estudió la relación intrínseca entre el psicoanálisis y el surrealismo que, contemporáneamente, interrogan los aspectos ocultos de la subjetividad buscando además desnaturalizar las prácticas que limitan al individuo en su accionar social. De esta manera, recupera el trabajo surrealista enfocado en la crisis de la representación y lo rescata como un movimiento importante para pensar la autocrítica de la vanguardia[9]. Lo que distingue al surrealismo y logra condensar su gran heterogeneidad ideológica es la unión dialéctica que encarna lo siniestro, aquello que nombra lo extraño familiar y, al mismo tiempo, expone la relación íntima y contradictoria entre la prohibición y el deseo, entre la represión y el goce, entre las pulsiones de vida y muerte. Como principio estructurador de esta vanguardia, lo siniestro condensa la mutua preocupación por “los eventos en los que la materia reprimida regresa de manera tal que desestabiliza la identidad unitaria, las normas estéticas y el orden social” (Foster 2008, 18). En este territorio común, lo siniestro permitirá establecer los efectos que el retorno de lo reprimido tiene tanto en la construcción de la subjetividad como en la reestructuración de su acontecer social, pero además servirá para complejizar los modos de apropiación que el surrealismo implementó sobre la materia inconsciente que recién empezaba a ser teorizada. Me interesa establecer la diferencia en las formas de interpretar las apariciones del inconsciente porque en ellas radica la ope-ratividad del regreso de lo reprimido. En principio, para los surrealistas, el inconsciente funciona como campo magnético en el que la asociación de ideas permite regresar a un estadio primitivo que evade la censura de la razón. Recuperar la inocencia del niño o de las culturas primitivas implica recobrar un vínculo diferente con la sexualidad. Por esta razón, la pulsión erótica que salta a la vista en las obras surrealistas no es una mera ocurrencia presente contra la moral conservadora, sino una investigación de la subjetividad que explora el inconsciente a partir de las fantasías primordiales de una etapa originaria o previa. En esta instancia, lo siniestro como manifestación de un objeto extraño en el que se reconoce algo familiar adquiere relevancia, menos por la deformación de lo conocido que por el reconocimiento de la fantasía primitiva que aparece. Lo que importa no es lo que regresa sino desde dónde, de qué manera el erotismo retorna para cumplir el deseo o cuestionar el orden establecido en un tiempo presente pero que se remonta al pasado conocido aunque distorsionado. Algo de estas representaciones hemos examinado como parte de las fantasías precursoras del delirio desarrolladas en la Gradiva, pero si retomamos estas apariciones desde lo siniestro podremos distinguir cuál es el vínculo estrecho entre lo reprimido y la sexualidad. En su famoso estudio, Freud recurre a la etimología para explorar los alcances del término. Pero se detiene particularmente en aquellos significados que relacionan lo un-canny con las fantasías primordiales fundadas en la infancia, ellas mismas producto de una experiencia siniestra en torno a lo sexual. El miedo a la castración, el complejo de Edipo, la añoranza de la vida intrauterina, el trauma de presenciar o intuir la relación sexual entre los padres, todas estas fantasías primarias proceden y se construyen en la infancia. De ahí que no siempre se pueda diferenciar entre el estado infantil y el primitivo: Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación [...] ambas formas de lo siniestro aquí discernidas no siempre se presentan separadas en las vivencias. Si se tiene en cuenta que las convicciones primitivas están íntimamente vinculadas a los complejos infantiles y que en realidad arraigan en ellos, no causará gran asombro ver cómo se confunden sus límites. (Freud 1919) Por otro lado, el oxímoron implicado en lo siniestro tiene además una ubicación en el cuerpo. Entre los ambiguos significados de la palabra, Freud se detiene particularmente en uno que hace referencia a las fantasías primarias construidas en torno a los órganos sexuales de la mujer. Allí, lo siniestro se localiza en el lugar deseado y perdido del útero materno. Así lo señala Foster desde el mismo texto de Freud: Este lugar unheimlich [siniestro], sin embargo, es la entrada del heim [hogar] previo de todo ser humano, del lugar en el que todos moraron había una vez y en el comienzo. Hay una expresión graciosa: “El amor es añorar el hogar”; y cuando un hombre sueña con el lugar o un país y aún en el sueño se dice a sí mismo, “este lugar me es familiar, ya estuve aquí”, podemos interpretar el lugar como el cuerpo o los órganos genitales de su madre. También en este caso, lo unheimlich es lo que alguna vez fue heimlich, hogareño, familiar; el prefijo “un-” es el indicio de la represión. (Foster 2008, 39) El sueño proyecta lo siniestro en el hogar y, mediante una regresión en el tiempo, eso que era familiar aparece en el pasado y en el terreno de la añoranza. Se plantea entonces una coordenada temporal, la tendencia a regresar a un estadio previo marcado por la represión y lo siniestro. Esta fantasía en torno a la vida intrauterina está presente también en la novela de Somers: Rebeca Linke, a punto de cumplir sus treinta años, baja del tren en el que algunas percepciones ya han sido distorsionadas por el registro onírico, atraviesa un “paisaje fabuloso” que contiene un bosque cetáceo y un río zigzagueante, para llegar a su casa de campo a la que podríamos llamar hogar. “Y fue así como entró en esa casa aquella noche, completamente despojada de todo vínculo anterior, y casi con la sensación de un regreso a la matriz primitiva, desde donde se podría volver alguna vez, pero ya con infinitas precauciones” (Somers 2009, 17; énfasis añadido). Aquí se narra la desnudez de la mujer que, en la intimidad del cuarto, se despoja de su abrigo para mostrar que ha viajado como ha llegado al mundo, “despojada de todo vínculo anterior” y con la añoranza del útero materno, “un regreso a la matriz primitiva” que es órgano de reproducción pero también germen de los múltiples avatares en los que el ser se construye y deviene. Una matriz que es el hogar añorado al que se puede siempre regresar —la posibilidad de un nuevo renacer— pero con la certeza de que lo conocido se encuentra también alterado y, por lo tanto, susceptible de ser modificado. Este retorno al útero materno impulsa la transformación genérica que se inicia aun antes de la decapitación surrealista de la mujer. La pérdida de la cabeza completa, la metáfora del terreno inquietante en el que se adentrará la protagonista. Preparada de ese modo, Rebeca se lanza a reconocer la experiencia interior de lo siniestro: Y fue en aquel instante en la pradera que comenzó la noche de la mujer, su primera noche poseída. Rebeca Linke sufrió un repentino vértigo. Quiso dominarlo aferrándose a algo. No había nada próximo. Las estrellas amontonadas cual si se soldasen por las puntas, brillaban demasiado lejos. Pero aún en la humillación de tal estado, no alcanzó a abandonarla su asombro. Aquello ilimitado, lleno de posibilidades para el albedrío, mucho más libre que las dudosas cosas del cielo, era la noche propia. (22; énfasis añadido) Esta escena relata un comienzo en el que la mujer se acerca a las cosas conocidas como si fuera la primera vez, distorsionadas por ese extrañamiento que también produce lo siniestro en la representación de lo cotidiano. La noche, registro del gótico, escenario inconsciente del surrealismo, es más un estado que una ocurrencia del tiempo. Una emoción psíquica predestinada a percibir lo reprimido que, en ese preciso momento, se entrega a la libido en el descubrimiento de su propio cuerpo: Sin embargo, esta vez le pareció encontrar algo que jamás había sospechado llevar consigo en sus propias manos. Luego las bajó, se acarició a sí misma el flanco. A medida que caminaba iba sintiendo el mecanismo del hueso oculto, algo tan recio y cubierto en forma tan sencilla. Eran, en suma, experiencias de inventario minúsculo, pero capaces de sustituir el viejo miedo por un desacatamiento absoluto de sus riesgos. (22-3) Reencontrarse con ese estado previo, anterior a la conciencia, “después de una inmensidad de olvido” (24), es también aparecer desnuda; reconocer un cuerpo capaz de contener las fantasías primordiales que activan el impulso sexual no solo para transformar la subjetividad, sino para atacar el entramado social al que esta se somete. Con la liviandad de su cuerpo libre, la mujer está lista para enfrentar su propia noche acechando, como los fantasmas, la calma gastada de los moradores del pueblo. El placer que se repite Descifrar el enigma de la sexualidad, que en la Gradiva sirvió para re-ordenar el delirio de Norbert y en El hombre de arena para registrar el miedo a la castración cifrado en la ceguera, es un primer paso en la identificación de lo siniestro. Sin embargo, Freud busca determinar cuál es el principio activo que rige la aparición de esos fenómenos extrañados y demonizados por la represión. Pensando en la réplica del doble y en el automatismo de las imágenes inconscientes, ese motor aparece en la lógica de la repetición. Es en la reiteración de lo semejante en donde reside lo siniestro, una lógica que repite el mismo vacío de la representación y que reproduce la angustia del trauma. Desde esta perspectiva, lo que produce la sensación de lo siniestro no está en el hecho reprimido que se manifiesta sino en su insistencia: Me limito, pues, a señalar que la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición compulsiva, inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer, un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco, que aun se manifiesta con gran nitidez en las tendencias del niño pequeño y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del neurótico. Todas nuestras consideraciones precedentes nos disponen para aceptar que se sentirá como siniestro cuanto sea susceptible de evocar este impulso de repetición interior. (Freud 1919) Bajo la repetición involuntaria o compulsiva, lo semejante regresa como algo siniestro, evidenciando el trauma, ya que lo que regresa vuelve desfamiliarizado y vacío del sentido primitivo[10]. Esa ausencia confronta al sujeto con la pérdida que en última instancia acontece con la muerte. En la novela, las apariciones de la mujer replican el automatismo con el que las fantasías se repiten compulsivamente. La primera vez, ante Nataniel, y después; en el campo ante los mellizos, como lady Godiva ante el caballo, en las historias inventadas por los niños alrededor de la manzana mordida, ante el cura en forma de alucinación multiplicada y hacia el final con Juan entregándose a Friné; estas mujeres afrontan la repetición para descomponer el mito. En cierto sentido, el automatismo denuncia la naturalización de las certezas y la inútil legitimidad de los actos basados en imposiciones culturales. La mujer elige el libre albedrío, aunque este le suponga la marginalidad o la locura. En este sentido, sus apariciones reproducen la diversidad sexual de todas las mujeres que encarna. Por eso, esta repetición, que solo es involuntaria y compulsiva para los habitantes del pueblo, se resiste a copiar la del mito buscando una reacción inversa. No se trata de adormecer la conciencia a través de hábitos adquiridos, sino de destruirlos negándose a reconocer en ellos una única verdad y una única manera de contarla: Por obra y gracia del nuevo programa, nada podría inquietarla ya, ni siquiera la serpiente del mito, vieja y a no dudar sin colmillos, aunque con las pretensiones de renovar la intriga. No querría siendo la poseedora de su propia noche, encontrarse en historias vividas después de tanto tiempo, y menos a sabiendas del final, el desgraciado capítulo moderno. (Somers 2009, 24) La ventaja de “devanar un historial de absurdos” (24) consiste en no volver a armar ninguna historia; “sin atar cabos” (25), el sentido permanece como potencia, no cristaliza en la unicidad del referente, por lo tanto, queda desligado de la interpretación unívoca con la que se controlan las conductas y se dictan las leyes comunitarias: Desde que no tenía conciencia de molde convencional, no se encenagaba. Qué invento inútil la conciencia, pensó. Hubiera podido darle otras bases a esa creación terrible fundándose en sus actuales datos. Mas para ello iba a ser preciso teorizar, reducir el estado personal a normas compartidas o rechazadas, pero siempre reglas a transferirse para el uso del término medio. Y empezarían de nuevo el falseamiento, la angustia de convencer, aquel estúpido juego doméstico de la pobre gente. (32) Si se quiere, el nuevo estado que libera lo reprimido debería expresarse en otro tipo de lenguaje, quizá menos anclado al afuera y más articulado a lo simbólico, una gramática propia que desmienta lo real en el discurso multifacético del delirio. Un lenguaje que solo hace sentido para el que lo crea y descubre. Un lenguaje que destruye las reglas y persiste en su singularidad. “A sus espaldas, pensó mientras continuaba avanzando, las cosas deberían insistir en sus esquemas, repitiéndose hasta gastarse, pero sin que se intentaran nuevas fórmulas para sustituirlas” (34). Este vacío productivo y significante de la mujer esquiva el desgaste de las palabras comunes donde “las cosas y las imágenes parecían reivindicar por la fuerza de la costumbre su derecho al sitio normal” (21). Por otro lado, detrás de la visión freudiana del automatismo está la doble articulación con lo siniestro. En primera instancia, el autómata recuerda el vínculo mecánico con lo inerte; pero, además, esa repetición compulsiva que esconde lo inconsciente confronta al sujeto con la pérdida y la muerte. Contrariamente a la voluntad liberadora que el surrealismo quiso ver en la escritura automática, esta compulsión a la repetición se liga más a la destrucción que a la coherencia. Por eso, la práctica automática: Dejó al descubierto un mecanismo compulsivo que amenazó al sujeto literalmente con la desagregation (desagregación), y al hacerlo, señaló un inconsciente muy diferente al que proyectaba el surrealismo bretoniano, un inconsciente que nada tenía de unidad o liberación, sino que era primordialmente conflictivo e instintivamente repetitivo. (Foster 2008, 34) Esta interpretación señala dos posiciones contrarias en la actitud que las vanguardias tuvieron con respecto al automatismo. De la libre asociación que el surrealismo pondera como reunión de opuestos y enajenación de la razón, a la automatización de la percepción denunciada y combatida por el formalismo ruso, La mujer desnuda se ubica del lado de la singularización. Más que la liberación de las fuerzas del inconsciente, la mecánica de la repetición obtura la singularidad de lo percibido. De ahí que el automatismo de La mujer desnuda se incline por mostrar lo que hay de extrañamiento en esas fantasías. Por un lado, se desautomatiza la percepción de la sexualidad mediante el extrañamiento con que se enmascara lo reprimido; por otro, se rompe la unívoca interpretación del mito que asume su propia esencia ficcional y por ende su falsa verdad. Pero lo que sí toma del automatismo “siniestro” practicado por algunos surrealistas es su vínculo con la muerte porque esa repetición intuye su regreso. En esta instancia Freud reelabora su teoría de las pulsiones incorporando la pulsión de muerte como parte inherente a la pulsión de vida, “un deseo intrínseco de la vida orgánica de restaurar el estado anterior de las cosas”, y como lo inorgánico precede a lo orgánico, arriba a una idea menos trágica del destino, “la finalidad de toda vida es la muerte” (43). Este final de lo orgánico plantea un sentido circular para la vida que no se proyecta hacia adelante sino que vuelve al punto de inicio, donde la espera el sentimiento uncanny de reconocerse en la muerte[11]. Esta idea de la muerte como anterior a la vida plantea además una dimensión distinta para la sexualidad. La pulsión erótica entendida desde lo siniestro puede apoyar la compensación del sujeto ante la pérdida o el trauma, o a la inversa, mediante la compulsión puede motivar la disfunción y la muerte. Esta contradicción interna complejiza la percepción del erotismo aun en las vanguardias, ya que, oculta tras la exposición de una sexualidad más liberada se halla la oscuridad de la destrucción. Lo siniestro acecha en el fondo celebratorio del principio del placer preanunciando ese más allá que señala a la muerte. Para el surrealismo que digiere esta parte de la explicación psicoanalítica, la teoría de las pulsiones funciona como emergente de la compleja ubicación que tiene lo inconsciente dentro de la buscada exploración de la subjetividad. Introducirse en la lógica opo-sicional del eros y el thanatos implica reconocer la estrecha relación que existe entre la vida y la destrucción[12]. La parte más abyecta y siniestra del surrealismo exhibe ese reconocimiento: que lo sexual expande la vida únicamente al hermanarse con la muerte. Esta idea está presente también en La mujer desnuda. Cada aparición muestra las fantasías primitivas de un eros que supone la muerte. Por eso, Eva, Friné o Gradiva no son solo un empoderamiento de la subjetividad o una amenaza contra los hábitos adquiridos, sino un emisario que anticipa la destrucción; un regreso liberador hacia la niñez y lo primitivo, pero que tiene como meta final el retorno de la vida a lo inerte. Sucede con la inmolación del cura que se arroja al fuego luego de haber recuperado la sensibilidad artística y lo sensual que en él despierta la mujer; sucede con Juan, quien es sacrificado por la turba después de entregarse a eso reprimido que fue en él la mujer desnuda; y sucede con Ofelia, la última encarnación de lo femenino, cuerpo desnudo que recibe el río, “no como acabando de descubrirla sino como quien en realidad sabe que ha llegado el momento de algo, algo que no puede ocurrir sino en su minuto prese-ñalado (Somers 2009, 122). Hacia el final, las fantasías disfrazan el regreso de la vida a la muerte y, en este acontecer, también la novela revela su costado surrealista. No se trata de una mera exhibición de recursos oníricos o de juegos lingüísticos, sino de un salto que supera la angustia; la capacidad de mirar hacia el abismo para descubrir que, eso siniestro o abyecto que producía temor está dentro de uno mismo y nos convoca. h Lista de referencias Bataille, Georges. 2007. El erotismo. Barcelona: Tusquet Editores. Delgado, Gonzalo. 2019. “Estructura psicótica y escala del delirio en Freud, Lacan y Maleval”. Montevideo: Universidad de la República Uruguay. https://sifp.psico.edu.uy/sites/default/files/Trabajos%20finales/%20Archivos/tfg_gonzalo_delgado_estructura_psicotica_y_escala_del_delirio.pdf Femenías, María Luisa. 2002-2003. “Armonía Somers: la difícil andadura de una obra”. Orbis Tertius. 2008-2009, n.° 8-9: 1-16. https://www.orbistertius. unlp.edu.ar/. Foster, Hal. 2008. Belleza compulsiva. Traducido por Tamara Stuby. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Freud, Sigmund. 1907. “El delirio y los sueños en la Gradiva de Jensen”. En Obras completas. Vol. 9. https://contentv2.tap-commerce.com/fi-le/536244/5055 - Eldelirio...Gradiva.pdf. _. 1919. “Lo siniestro”. En Obras completas, CIX. https://www.ufrgs.br/psicoeduc/chasqueweb/psicanalise/freud-titulos-obras.htm Plotkin, Mariano. 2003. Freud en las Pampas. Orígenes y desarrollo de una cultura psicoanalítica en Argentina (1910-1983). Traducido por Marcela Borinsky. Buenos Aires: Sudamericana. Rama, Ángel. 1966. Aquí, cien años de raros. Prólogo y selección de Ángel Rama. Montevideo: Arca. Rodríguez-Villamil, Ana María. 1990. Elementos fantásticos en la narrativa de Armonía Somers. Montevideo: Ediciones Banda Oriental. Somers, Armonía. 2009. La mujer desnuda. Buenos Aires: El Cuenco de Plata. Notas: [1] En cuanto a la figura de autor, el mito se crea a partir del seudónimo, nombre cifrado en el que muchos creían (o querían) descubrir la escritura de un hombre. En cuanto a una perspectiva feminista, la carga erótica que moviliza la moral conservadora de la época originó algunas lecturas que tomaron como bandera esa liberación sexual. Sin embargo, para hablar de un enfoque de género centrado en la diferencia sexual y la construcción performática del género todavía hay una gran distancia. Sobre los límites del espacio feminista en esta novela, ver Femenías (2002-2003, 1-12). [2] Ángel Rama fue el primero que propuso enmarcar en la literatura de la imaginación el giro con el que la generación del 45 se abrió del canon realista uruguayo. Otros críticos inscriben su escritura dentro del fantástico. En el siguiente apartado propongo una manera de leer el quiebre de la representación desde la vanguardia, particularmente desde la visión surrealista en articulación con el psicoanálisis.
[3] En este apartado se analizarán las fantasías primarias derivadas de la represión sexual propuesta en los primeros textos de Freud. Más adelante, se ampliará el concepto de erotismo en relación a la teoría de las pulsiones en contraste con Bataille.
[4] La difusión de las ideas de Freud en el Río de la Plata se institucionaliza con la creación de la Asociación Psicoanalítica Argentina en 1942. Mariano Plotkin señala la importancia del contexto social, cultural y político que hizo posible su divulgación y enfatiza el carácter autogenerador de las lecturas locales en la región. Es importante anotar este elemento de divulgación que excede el campo profesional porque coincide con el período de producción de las obras de Somers y permite explicar la incidencia de estos primeros textos psicoanalíticos en su escritura. Posteriormente se avanzará con esta circulación en la década del 60 mediante la intervención de Masotta, quien populariza la vertiente lacaniana del psicoanálisis.
[5] Al estudiar el contenido del inconsciente y la lógica de la represión, Freud atraviesa distintas fases. En este análisis nos basaremos en sus primeros textos, la “Gradiva” y “Lo siniestro”, en donde el inconsciente se interpreta a través de lo sexual reprimido y el delirio como un desvío que protege al sujeto de la angustia generada por el deseo. Posteriormente habrá una elaboración más profunda acerca de la relación del eros con la pulsión de muerte que aquí Freud todavía no había desarrollado.
[6] Freud no hace explícita la estructura simbólica de las fantasías en torno al lenguaje, una precisión que más tarde elabora Lacan cuando afirma que lo reprimido es siempre dialectizable y está articulado en lo simbólico de forma tal que retorna cifrado pero legible (Delgado 2019, 13). En la Gradiva solo se ocupa de mostrar la tensión entre el modo en que las imágenes ordenan la realidad del sujeto en el delirio, un modo que siempre tiene que ver con la negociación. “Es que los síntomas del delirio —tanto fantasías como acciones— son el resultado de dos corrientes anímicas, y en un compromiso se toman en cuenta las demandas de cada una de las otras; y por lo demás, cada una de ellas ha debido renunciar a un fragmento de lo que quería conseguir (Freud 1907).
[7] En el desarrollo de la trama, esta irrealidad asociada a lo onírico o a la alucinación se complementa con la necesidad de hallar pruebas empíricas de su existencia. La uña esmaltada, la manzana podrida, la taza que cae estrepitosamente cuando la esposa percibe a la intrusa, son marcas de que esa intervención fantástica ha invadido lo real.
[8] Posteriormente Freud hará referencias al modo en que el delirio reconstruye o niega el vínculo con lo real en la psicosis y la neurosis. En ellas, el delirio es una pieza sustituta que se coloca donde el yo experimenta una falla con la realidad. El delirio funciona para enmascarar esa falla fundamental reconstruyendo el universo del sujeto (Delgado 2019, 208).
[9] Antes de El retorno de lo real, su clásico libro sobre la teorización vanguardista, Foster analiza el rol singular del surrealismo en la línea crítica de las vanguardias. En Belleza compulsiva propone que lo siniestro es el principio estructurador de este movimiento que se caracterizó por tratar de cohesionar las tensiones internas que orientan la conservación de la vida y la tendencia destructiva de la muerte.
[10] Aquí Freud centra sus observaciones en el juego de los niños que repiten esquemas mecánicamente para sustituir la ausencia de la madre y en los soldados que al regresar de la guerra repiten su entrenamiento ahora inútil para manejar el trauma. En ambos, el sentido se pierde y solo queda la repetición de formas en el vacío.
[11] La idea de la muerte como algo previo a la vida también está implícita en la teoría del erotismo de Georges Bataille, quien considera que: “Somos seres discontinuos, individuos que mueren aisladamente en una aventura ininteligible; pero nos queda la nostalgia de la continuidad perdida” (2007, 19). Sin embargo, para este autor, el sexo no se une a la vida por inclinación a la reproducción o a la conservación sino que, por el contrario, se vincula a la muerte en el gasto donde se extenúa el goce. Lejos de Freud pero también de Breton y otros surrealistas que le adjudican un lugar siniestro, la muerte es “felizmente” parte de la vida y se encuentra imbricada en cada acto sexual.
[12] Esta idea no necesariamente debe ser negativa. Bataille propone que mediante el ejercicio de la sexualidad el sujeto llega al límite de su ser, donde se desintegra en el otro y reconoce su propio vacío. En este sentido, el erotismo prepara al sujeto para llegar a una muerte “contenta” porque la contiene dentro de sí, ya que la experiencia sexual acepta la prohibición y la transgrede, pero al mismo tiempo accede al ser soberano solo a partir de aceptar su disolución. |
Ensayo de Carina González
LICH-Universidad Nacional de San Martín / CONICET
Buenos Aires, Argentina
Publicado, originalmente, en:
Kipus: Revista Andina de Letras y Estudios
Culturales Núm. 50 (2021), 7-28 julio - diciembre 2021 / Crítica
Kipus: Revista Andina de Letras y Estudios
Culturales es una publicación académica de la
Universidad Andina Simón Bolívar, Sede
Ecuador, editada desde 1993 de forma ininterrumpida
Link del texto:
https://revistas.uasb.edu.ec/index.php/kipus/article/view/3042
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