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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y los libros
Juan Carlos Gómez

“Cuando abandoné Berlín, en mayo de 1964, me instalé en Royaumont, a treinta kilómetros de París. Una abadía del siglo XIII, donde san Luis servía a los monjes y donde, al parecer, gobernó a Francia durante un tiempo; un gótico poderoso, de base cuadrada, de cuatro pisos, murallas, galerías, arcos, rosetones, columnas, un parque tranquilo con canales y estanques de agua verde y podrida (...)” 

“El edificio está medio vacío, (refectorios ‘con eco’, salas con las losas sepulcrales venerables e inscripciones en latín) y medio habitado, ya que las celdas de los monjes de la primera planta, entre ellas aquella en la que había vivido el rey san Luis, han sido habilitadas para intelectuales y artistas que vienen de París. Yo seguía enfermo con una enfermedad extraña (...)” 

“En principio era una convalecencia después de la estancia en un hospital de Berlín, pero no acababa de mejorar, sentía que un secreto venenoso anidaba aún en mí, me encontraba mal, paseaba debilitado bajo los castaños, llegaba perezosamente al camino, al pequeño puente, me sentaba en una piedra, contemplaba la dulce Francia que se desplegaba ante mí como si fuera de seda (...)” 

“Pequeños bosques, prados, colinas por donde pasaban las líneas de alta tensión fijadas en torres de acero, transparentes y dispuestas rítmicamente. Miraba todo aquello desanimado, con el alma desganada de un perro que aparta el morro del plato lleno, y, poco a poco, dirigía mis pasos de vuelta a casa, me adentraba en el espesor de los muros, en el gótico de las bóvedas (...)”

Witold Gombrowicz

“Por la mañana, al afeitarme, con la toalla en el cuello, veía desde la ventana a gente deambulando por el parque: un profesor que arrastraba su tumbona hacia un lugar apartado, dos damas muy distinguidas con sombrillas, un pintor contemplando el canal, un estudiante en el césped rodeado de libros. Cada pocos días irrumpían en esta tranquilidad grupos de habla extranjera (...)”

“Sesenta biólogos, cuarenta etnólogos, diecisiete parapsicólogos (los veía desde la ventana), ya que Royaumont es un importante centro científico y cultural donde se celebran congresos internacionales, conferencias, conciertos y seminarios. Al principio pensé que me sentiría bien en ese lugar, prefería esto al aburrimiento de un hotel. No podía vivir en París (...)”

“París se ha convertido en un Apocalipsis automovilístico aullante, rugiente, acelerado y hediondo, me alegraba de tener aquí combinados un verdor delicioso con el Café de Flor y la Sorbona, e incluso con Japón y Australia”. Nuestro destino anda golpeando puertas por el mundo hasta que finalmente entra por una. Es inútil preguntarse por qué entró por ésa y no por aquella otra puerta. 

Si esta pregunta tuviera respuesta no hubiese sido entonces el destino el que la golpeaba. El destino golpeó dos veces la puerta de Gombrowicz, en un café de Varsovia en el que un colega le despierta las ganas de viajar a la Argentina, y en la vieja abadía de Royaumont donde pierde su condición de célibe y cancela su regreso a la Argentina. Cuando la Vaca Sagrada lo conoció en Royaumont estaba escribiendo una tesis sobre Colette. 

Gombrowicz, que ya tenía la salud quebrantada, le dijo que quería radicarse en España, en el sur de Francia o, quizás, regresar a la Argentina: “Cambie el tema de la tesis, hágala sobre mí, yo se la escribiré en dos semanas y luego nos vamos”. Finalmente la Vaca Sagrada aprobó la tesis, a pesar de los sarcasmos de Gombrowicz que le advirtió que después de los acontecimientos de mayo su tesis sería rechazada. 

El abandono de la Argentina, el encuentro con Berlín, la ciudad en la que se había planificado la ruina de Polonia, y la enfermedad lo pusieron a Gombrowicz fuera de concurso. Royaumont es una transición, en la vieja abadía Gombrowicz recupera hasta cierto punto el dominio y la alegría que había perdido en un hospital de Berlín en el que estuvo internado dos meses.

Tenía conversaciones estrafalarias e inconcebibles en el comedor de la abadía de Royaumont destinado a los residentes habituales y a los miembros del círculo. Presidía la mesa un anciano muy distinguido, experto en quesos y un gran devorador de ensaladas. El señor d’Hormon era sordo como una tapia, lo que no le impedía llevar la conversación con la cordialidad típica de los franceses. 

–Ah, es usted escritor polaco, perfecto, ¿me podría decir a cuál de los escritores franceses contemporáneos aprecia usted más?. Gombrowicz decide provocar al señor d’Hormon: –¡A Sartre!; –¿A quién? ¿A Sartre? Sartre no es mi amigo para nada. ¿Y no le gusta Racine?; –¡Oh, no!; –¿Cómo que no?; –¡Pues no me parece gran cosa!; –¿Qué? ¿Perdone? ¿Qué ha dicho ese señor? ¿Qué no le parece gran cosa? Pero, perdóneme mi amigo, usted exagera.

No sólo con el señor d’Hormon sostenía diálogos de sordo, también los sostenía con las damas intelectuales: –¿Usted comparte las opiniones que tiene Simone de Beauvoir sobre la mujer contemporánea?; –No del todo, yo tengo una opinión más bien parecida a la del emperador Guillermo: ‘K.K.K’, o sea, ‘Kinder, Küche, Kirche’, es decir, ‘hijos, cocina, iglesia’; –¿Qué, qué?, ¿usted está hablando en serio?; –Sí, estoy hablando en serio. 

Estas locuras arrogantes de Gombrowicz seducían a los estudiantes: –¡Lo adoro, Gombrowicz, usted tiene el don de convertir a las personas en idiotas! La falta de humor propia de un organismo sufriente, y los recovecos de ese edificio medieval eran un poco lúgubres. Alemania y Francia, Polonia y la Argentina. Después de haberse sumergido un año en Alemania miraba a los franceses con curiosidad.

“Los europeos lanzados a las costas de América del Sur como tristes náufragos, conchas o algas que perdían fuerza..., aquí están en sus propias naciones, como frutos en el árbol, llenos de savia. Polonia y Argentina, los dos tigres míticos de mi historia, dos olas que pasan sobre mí y me asolan con su terrible insistencia, pues eso ya no existe, fue”. La enfermedad lo golpeaba duramente, le rondaban por la cabeza ideas tristes. 

Pensaba que había entrado en la fase final de la vida en la que sólo se vive de lo que ya está muerto. Las obras y las cosas terminadas lo hacían sentir vivo tan sólo para los que lo visitaban en Royaumont, pero él se sentía muerto y petrificado... aunque algunas veces recuperaba su condición de polemista. “Yo el travieso, yo el fantasmagórico, yo el bromista, yo el torturado, yo viviendo, yo agonizando (...)” 

“Me atormentaba no haber sido todavía capaz de emprender nada más personal e innovador con respecto a Europa, a la que visitaba después de una cuarto de siglo de mis aventuras en la Argentina, yo el extranjero, yo el argentino, yo el polaco que regresaba. Me daba vergüenza pensar en los países que volvía a ver de un modo ya establecido, mil veces hablado, banalizado (...)” 

“Que si la técnica, la ciencia y el aumento del nivel de vida, que si la motorización, la socialización y la libertad de costumbres... ¿No seré capaz de nada mejor? ¿Qué clase de Colón soy? Me parecía casi ridículo que esa enormidad en la historia, Europa, en lugar de deslumbrarme con su novedad después de los años de no verla, años de pampa, se me convirtiera en un montón de lugares comunes de lo más trillado (...)” 

“Lo peor es que la verdad sobre ella no me interesaba en absoluto. Yo quiero devolverle el frescor y refrescarme con su contacto. ¡Y todo para que el tiempo se vuelva rejuvenecedor en lugar de hacernos envejecer a mí y a ella! Por eso debo concebir un pensamiento aún no pensado, destinado a servir no a la verdad, ¡sino a mí! Egoísmo. El artista es la subordinación de la verdad a la propia vida, es el uso de la verdad con fines personales”

En la abadía de Royaumont se sentía amenazado por las etiquetas de noble polaco y de emigrante. De estos marbetes y de su comportamiento altivo un crítico literario, alemán judío, sacó la conclusión, y la puso en conocimiento del jurado que iba a otorgar el premio Formentor, de que Gombrowicz era antisemita y de que estaba escribiendo un libro plagado de estas alusiones. 

“Oh, dejemos que esta asociación de mi persona con una terminología ya demasiado trillada engendre unos monstruos que acaben devorándose entre ellos. Lo peor es que la prensa francesa, en ocasión de mi llegada a París, se dedicó a subrayar mi aspecto de conde y mis maneras aristocráticas, mientras la prensa italiana me calificaba de gentilhuomo polacco. ¿Protestar? ¿Qué conseguiría protestando? (...)”

“Sé perfectamente que todo esto me desacredita a los ojos de la vanguardia, de los estudiantes, de la izquierda, casi como si yo fuera el autor de “Quo vadis”; y sin embargo, es la izquierda y no la derecha la que constituye el terreno natural de mi expansión. Desgraciadamente se repite la vieja historia de los tiempos en que la derecha veía en mí a un bolchevique, mientras que para la izquierda yo era un anacronismo insoportable (...)” 

“Pero de alguna manera veo en ello mi misión histórica. Ah, entrar en París con una desenvoltura ingenua, como un conservador iconoclasta, un terrateniente vanguardista, un izquierdista de derechas, un derechista de izquierdas, un sármata argentino, un plebeyo aristócrata, un artista antiartístico, un maduro inmaduro, un anarquista disciplinado, artificialmente sincero, sinceramente artificial. Eso os hará bien... ¡y a mí también!”

Gombrowicz prefería la diversión a la seriedad, así que seguía obteniendo material satírico de sus conversaciones con el señor d’Hormon: –En su Renán está oculto Bergson; –Sí, es cierto, porque a la mónada hay que abordarla desde esta perspectiva, créame, he pensado mucho en ello, y además Demócrito...; –Desconfío de Teócrito; –¿Qué? ¿Heráclito? Sí, sí, hasta cierto punto comparto sus sentimientos, pero los horizontes heraclitianos.

“Nos escuchaban con devoción, en un silencio profundo, la mesa entera estaba suspendida de nuestros labios, hasta que finalmente el anciano me dio una palmadita en el hombro: –Somos del mismo piso”. En la vieja abadía de Royaumont el destino golpea otra vez la puerta de Gombrowicz, le da la última llave para que encuentre su camino. “En Royaumont, cerca de París, pasé tres meses (...)” 

“Después huí del otoño, primero a la Messuguier, en la proximidades de Cannes. Alquilé la habitación donde antaño había vivido Gide. Mi senda sigue por fin la huella de los hombres que conozco bien desde hace años, como si los alcanzara físicamente post mortem, y siento en mí una voz que dice: estabas desterrado”. Al bibliotecario de Royaumont le plantea una cuestión extraña.

Le pregunta si el gobierno estaba tomando medidas para afrontar la llegada inminente del desbordamiento total, cuando las bibliotecas hagan estallar las ciudades, cuando haya que entregarle no sólo los edificios, sino barrios enteros, cuando los libros y las obras de arte acumulados inunden los campos y los bosques desbordándose de las ciudades llenas hasta reventar.

No había que olvidar que, al mismo tiempo que la cantidad se convierte en calidad, la calidad también se transforma en cantidad. Esta preocupación que le manifiesta al bibliotecario de Royaumont, le venía de tiempo atrás, antes de empezar a escribir los diarios, era una verdadera obsesión de Gombrowicz. No es tan fácil saber a qué atenerse sobre los hombres de letras y los libros leyendo a Gombrowicz.

Tal como presenta las cosas, pareciera de que tienen valor y de que no tienen valor al mismo tiempo. Por más que Gombrowicz se rompa la cabeza, la escritura, también la suya, es una forma, y la forma, por más que el artista se disfrace de murciélago, de rata, de topo o de mimosa, no puede abarcar los intríngulis que nos presenta la existencia, impenetrable para la forma como un grano de maíz.

La relación que tenía Gombrowicz con los libros, con los bibliotecarios y con las bibliotecas no era del todo clara. Mientras Sastre termina tratando a los libros como si fueran productos, Gombrowicz comienza a relacionarse con ellos en forma despectiva. Sartre, que durante gran parte de su vida aspiraba al reconocimiento de la posteridad, llegando a los sesenta años nos dice que se había engañado hasta los huesos. 

Que había dudado de todo, pero no había dudado de haber sido el elegido de la duda, por lo que se había convertido en un dogmático, y que se había transformado en una máquina de hacer libros. Gombrowicz tenía la sospecha que la gente en realidad leía mucho menos de lo que decía que leía. En algunas ocasiones Gombrowicz nos manifestaba que el contacto directo con los libros le producía eczema.

Por esta razón le resultaba más placentero dedicarlos que acarrearlos o leerlos. “Se acercaba el bachillerato. Mi situación era un tanto embarazosa porque desde hacía unos cuantos años casi no había abierto mis manuales, y me dedicaba en las clases durante horas enteras a practicar mi firma, cada vez más sofisticada, con rúbrica o sin ella, aprobando los cursos de pura chiripa (...)” 

“En el cuarto curso el director me había retado porque yo no llevaba libros a la escuela, simplemente una pequeña agenda para tomar apuntes. En respuesta contraté a un mensajero –se encontraban entonces en las esquinas de las calles– que entró detrás de mí en el edificio de la escuela cargando con mi mochila llena de libros”. La relación entre los libros y la erudición cae bajo la lupa de Gombrowicz.

“¿Por qué nadie se atreve a poner de manifiesto la falsa erudición científica y filosófica de los literatos que, depravados por la ciencia, trabajan con enciclopedias? Porque se descubriría que fingen ser más cultos de lo que son”. Gombrowicz, tanto como Sócrates, le tenía una cierta desconfianza a la palabra escrita. Esta desconfianza, sin embargo, no era tan drástica como podría suponerse.

La primera obra literaria de su vida fue la monografía “illustrissimae familiae Gombrovici”. 

Gombrowicz conservó esta obra en estado de manuscrito, y aunque no contenía nada de especial pues los Gombrowicz eran tan solo miembros de una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada detalle referente a los bienes, funciones y vínculos familiares, y disfrutaba de esta manía.

“Yo era, como ya he dicho, de origen noble, terrateniente, y ésa es una herencia poderosa y trágica. La primera obra que escribí, a los dieciocho años, era la historia de mi familia elaborada a partir de nuestros documentos, que abarcaban cuatro siglos de bienestar en Zemaitija. Un terrateniente, da igual que sea un noble polaco o un granjero americano, siempre tendrá una actitud de desconfianza hacia la cultura (...)”

“Su alejamiento de las grandes aglomeraciones lo vuelve impermeable a los conflictos y a los productos interhumanos. Y tendrá una naturaleza de señor. Exigirá que la cultura sea para él y no él para la cultura; todo aquello que sea humilde servicio, entrega y sacrificio le resultará sospechoso. ¿Quién, de aquellos señores polacos que se hacían traer antaño los cuadros de Italia, habría tenido la idea de postrarse ante una obra maestra?”

“Ninguno. Trataban de una manera señorial tanto a las obras como a los maestros. Yo, aunque traidor y escarnecedor de mi esfera, pertenecía a ella a pesar de todo, muchas de mis raíces deben buscarse en la época de mayor depravación de la nobleza, el siglo XVIII. Yo, que tenía un pie en el bondadoso mundo de la nobleza terrateniente y otro en el intelecto y el la literatura de vanguardia, estaba entre dos mundos (...)”

“Pero estar entre es también un buen método para enaltecerse, puesto que aplicando el principio de divide et impera puedes conseguir que ambos mundos empiecen a devorarse mutuamente, y entonces tú puedes zafarte y elevarte por encima de ellos”. El camino que siguen los grandes escritores después de muertos está compuesto de una mezcla de asuntos cuyas proporciones varían a medida que pasa el tiempo. 

Los ingredientes de esa mezcla son la propia obra del hombre de letras, los testimonios de los que lo conocieron, una gran variedad de documentos, los escritos de los que escriben sobre el muerto y los diccionarios. A medida que pasan los años estos compuestos van perdiendo actividad, como víctimas de una entropía, esa función termodinámica que en el lenguaje de la ciencia es la parte no utilizable de la energía en un sistema cerrado.

Esa entropía los degrada, excepción hecha de los documentos que vendrían a ser a la literatura lo que al mundo físico es el calor. La física predice la muerte térmica del universo, pues el calor no puede devolverle a las otras formas de energía en la misma cantidad lo que recibe de ellas, y la literatura predice la muerte literaria de un autor cuando no quedan de él más que los documentos y las enciclopedias. 

El héroe de la primera novela de Sartre, “La Náusea”, es un intelectual francés desilusionado. No tiene familia, ni amigos, ni trabajo a no ser la tarea que él mismo se ha impuesto de escribir una biografía de un aventurero del siglo XVIII, Monsieur de Robellon. Al promediar el libro, Roquentín, después de reunir una gran cantidad de documentos, abandona su intento de escribir la vida de Monsieur de Robellon. 

Puesto que no puede recobrar su propio pasado, que sólo se le presenta en forma de imágenes desconectadas, se da cuenta que es claramente fútil tratar de revivir el pasado de otra persona. Esta imposibilidad manifiesta de recuperar el tiempo perdido abre un signo de interrogación sobre los libros, un agujero por el que se mete Gombrowicz en la búsqueda de sus cometidos.

La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar y de darle una estructura lo más simple posible al caos, al desorden y a la falta de nombre. 

Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la naturaleza de Gombrowicz. A los hombres, tanto se desempeñen en la actividad de escribir como en la de leer, se le van desarrollando unos meandros intrincados parecidos a los que tienen las orejas. Schopenhauer decía que hay hombres que piensan observado el mundo, y otros que necesitan leer un libro para pensar. 

Los griegos leían bastante poco, había mucho menos gente de la que hay ahora, y a muy pocos de la poca gente que había se le ocurría escribir. Escribían sólo cuando le venían cosas importantes a la cabeza, no como ocurre ahora, además Gutenberg aún no había aparecido. En un principio los griegos tenían tan solo el problema de pensar, poco a poco se le fueron agregando los de escribir y los de leer. 

Por esta razón el mundo de ellos fue al comienzo más simple y originario, el nuestro en cambio se ha vuelto más complejo y mediado. Se puede escribir sin pensar, se puede leer sin pensar, pero no se puede pensar sin pensar, algo así observa el protagonista de una de las novelas de Gombrowicz cuando entra a una biblioteca llena de libros y de manuscritos amontonados en el suelo.

Una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho lectores flaquísimos dedicados a leer todo. Obras preciosas escritas por los máximos genios de la literatura, se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen perros hasta darse muerte.

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Juan Carlos Gómez

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