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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y los atorrantes
Juan Carlos Gómez

“¡Tyrmand! ¡Éste sí es un talento! ¡Cuánto sex-appeal tiene ‘El malo’, una novela en un trescientos por cien varsoviana! Literatura de un barrio bajo arruinado, lleno de escombros y hoyos. Y sin embargo, todo brilla, brota, resuena, canta. Tyrmand encarna perfectamente la continuidad de nuestra poesía romántica, él ha heredado su penacho, él escribe su prosecución, pero a la medida ya de la nueva historia: la proletaria (...)” 
“Evidentemente la historia de ‘El malo’ está inventada del principio al fin, para placer del lector y del autor. Pero qué verdadera y qué polaca es esta mentira por el tipo de imaginación y de visión, por su sentimiento y temperamento. Ese libro es sencillamente vodka, el mismo despreciable vodka que antes de la guerra permitía soportar de alguna manera la vida en Polonia (...)” 

“Sólo que antes de la guerra se lo sorbía de la copa mientras que hoy se lo apuran directamente de la botella. Al hojear las páginas de Tyrmand, me parece estar caminado por las calles de Varsovia de antes de la guerra, siguiendo la ruta de nuestra historia tan llena de peleas y puñetazos. Ya por aquel entonces sabía que algo como Tyrmand era inevitable, que se alzaría como la luna, románticamente, y que explotaría”.

Gombrowicz buscó durante toda su vida un punto de encuentro ente la superioridad y la inferioridad, entre la inteligencia y la estupidez, con un movimiento de ida y de vuelta, ascendente y descendente, conservando por separado las propiedades que tienen cada una de esas esferas, una aspiración a la totalidad y a la universalidad característica de la cultura contemporánea, y esa búsqueda lo acercó a los atorrantes.

Witold Gombrowicz

La cuestión de escribir adrede una novela buena para las masas, es decir, mala para la intelligentsia, no parecía más fácil a primera vista que escribir una novela buena. Escribir una novela buena para las masas no significaba en absoluto escribir una novela accesible, interesante, noble e impregnada de cultura como las de Sienkiewicz, sino escribir una novela con lo que las masas experimentan en realidad penetrando sus instintos más bajos. 

El que emprendiera esta tarea debería liberar su imaginación más sucia, turbia y mediocre, quitarle las cadenas a la conciencia oscura y baja. Este pobre concepto de las masas tenía más que ver con el miedo que con el desprecio. La intelectualidad polaca estaba amenazada por el primitivismo de la masa mucho más ignorante y terrible en Polonia que en otros países de cultura superior. 

En aquellos años de antes de la guerra al dirigirse a los de abajo el escritor escribía desde arriba en la medida que su cultura y su buena educación literaria se lo permitía. Pero el proyecto de ese Gombrowicz veinteañero era otro: entregarse a la masa, rebajarse, convertirse en un ser inferior, en un atorrante, una idea que más tarde le sirvió para enunciar su postulado fundamental.

En la cultura no sólo el inferior debe ser creado por el superior, sino también a la inversa. El proyecto no terminó bien, era una tarea gigantesca y peligrosa, diez años después se dio cuenta que había estado jugando con fuego, algo enfermizo que llegó a sus manos le hizo tomar conciencia. Un joven llegó a su casa con un manuscrito bajo el brazo pidiéndole que lo leyera, que la obra tenía un gran impulso erótico para excitar a los lectores. 

De verdad resultó un libro erótico y sucio que se complacía en la porquería, era malo y barato. Leyendo ese manuscrito Gombrowicz recordó su propia novela olvidada hacía tiempo, escrita en 1926, el mismo año en el que había escrito “El diario de Stefan Czarniecki” Unos días después de que el autor del manuscrito llegara a la casa de Gombrowicz se pegó un tiro en la sien. 

La causa del suicidio no podía ser esta novela que se complacía en la porquería, pero esa obra era la expresión de un estado de ánimo que condujo al joven a la catástrofe. Diez años atrás, a pesar de las apariencias y de una existencia de aspecto casi despreocupado, no había estado lejos él mismo de tomar una decisión parecida, Gombrowicz debía estar terriblemente desesperado. 

La obra maestra a la que Gombrowicz le había puesto el punto final resultó ser una mezcla asquerosa del vivir plenamente la vida en la sensualidad y la brutalidad, una historia no menos sórdida y excitante que la del joven malogrado. Una señora amiga la leyó y le sugirió que la quemara; Gombrowicz le hizo caso, arrojó el original y las copias en la nieve y les prendió fuego. 

Esta historia muestra cómo en Polonia el hombre culto no estaba protegido de la presión de la masa por instituciones y tradiciones sólidas, por la jerarquía y el orden social como lo estaba en Occidente. “En nuestro país la inteligencia, la sutileza, la razón, el talento, están completamente indefensos ante toda clase de inferioridad proveniente de los bajos fondos de la sociedad (...)” 

“Indefensos frente a la miseria, las extravagancias, el salvajismo, las desviaciones y desenfrenos, el embrutecimiento y la brutalidad; por eso a quien llamamos intelectual ha estado siempre y sigue estando algo atemorizado... Lo único que quizás haya cambiado es que hoy en día esa violencia del inferior sobre el superior está mejor organizada”. La obra de Gombrowicz resultó ser absolutamente hermética para la masa. 

Su aspiración de escribir desde el nivel de abajo fracasó, sin embargo, en uno de los testimonios argentinos aparece una costurera polaca nada culta que estaba encantada con la lectura de “Transatlántico”, especialmente con los pasajes en que se miran los zapatos cuando no tienen nada que decirse, o cuando le aconsejan al protagonista que se presente o que no se presente a la embajada, que vaya a la guerra o que no vaya.

Pasó mucho tiempo desde que esa señora amiga le sugirió que quemara la novela, estalló la guerra, terminó la guerra, y ese proyecto inaccesible para Gombrowicz de escribir una novela mala, una prueba a la altura de los atorrantes, lo realizó Leopold Tyrmand, un escritor polaco que había emigrado de Polonia el mismo año en que Gombrowicz se nos iba de la Argentina después de veinticuatro años de vivir entre nosotros.

“Hoy sigo apreciando ‘El malo’ de Tyrmand, esa novela es para mí como una especie de poema con gorra visera, apestando a vodka y a desastre, con una luna romántica por encima de las ruinas de una Varsovia inexplicablemente erguida. ¿Fácil? ¿Policiaca? ¿Popular? ¿Casi arrabalera? ¡Pues sí! Y justamente porque este canto surgido de una cara desfigurada, sin dientes, no repara en nada (...)” 

“No quiere ser ni alta literatura, ni literatura popular, ni proletaria, sino que nace de un gusto vulgar, callejero, del aspecto característico del lugar, de la imaginación que se pasea por las casas en ruinas como un gato, por eso digo que es una obra a su manera creativa y digna de admiración. Es probable, por lo tanto, que Jelenski y otros exageren, en relación con este poeta sin dientes, el tono desdeñoso con que ya lo habían tratado en Polonia (...)” 

“¿Será porque Tyrmand, al lograr la libertad, aprovecha la ocasión para ajustar sus cuentas personales? Incluso si fuera así, ¿acaso cada juicio promovido en contra del régimen polaco actual no es, sobre todo, un ajuste de cuentas personal? Además, una característica de Tyrmand, igual que la de todos aquellos formados en la Polonia de la posguerra, es la falta de cristalización, son como un líquido turbio que no ha conseguido sedimentarse (...)” 

“Sus mejores valores son de alguna manera fáciles, están demasiado alterados por la vida. Tal vez no sea del todo malo en tiempos en que hemos aprendido demasiado bien a separar los valores, a utilizarlos y a manipularlos. Tyrmand pertenece a esa corriente de nuestra literatura que es probablemente la más original en la actualidad y la más erizada de dificultades personales (...)”

“Yo le permitiría a Tyrmand luchar con las armas que quiera y como quiera, y observaría lo que se revelase en medio del fuego de esta batalla porque en ‘La vida social y sentimental’, aunque sea en cierto modo una sátira y un análisis de un desdentado tenor lírico, nos introduce en la realidad..., en cierta realidad particular, la polaca..., que se vuelve insólita y extraordinariamente característica (...)” 

“¿Por qué? ¿A causa de qué hasta ciertas debilidades se convierten aquí en fuerza? Pues se convierten en fuerza porque aquí se lee al mismo tiempo el libro y a su autor, el autor es de allí, está creado por lo que describe, unido a su descripción por un cordón umbilical invisible, sigue siendo hijo de aquello de lo que reniega, aunque se haya desprendido, aunque lo combata (...)”

“Esto marca la obra con un sello de una autenticidad particular, lo cual se aprecia mejor en las frases más inocentes, las menos comprometidas políticamente, las pronunciadas de paso, como sin querer”. Ese poema con gorra visera, apestando a vodka y a desastre, con una luna romántica por encima de las ruinas de Varsovia inexplicable erguida que escribió Tyrmand golpeaba en el corazón de los polacos. 

A Gombrowicz le echaban en cara que por no haber estado presente apenas tenía una débil noción de cómo había sido la transición en Polonia del capitalismo al comunismo. A Jerzy Andrzejewski, en cambio, lo conocemos sobre todo por “Cenizas y diamantes”, un estremecedor fresco sobre los últimos días de la ocupación nazi en Polonia y la inmediata llegada del comunismo al poder. 

La novela tiene lugar durante los últimos tres días antes de la capitulación alemana. La Polonia nacionalista y la socialista pugnan por ocupar el poder del nuevo Estado. La grandeza de “Cenizas y diamantes” reside, sobre todo, en la autenticidad histórica que destila: la desorientación de los protagonistas, la desmoralización unida a la esperanza, el pasado que se intenta borrar a toda costa. 

La lucha cotidiana por sobrevivir, las camarillas de jóvenes que se juntan para defender unos ideales, los oportunistas de todo pelaje, la ausencia de cordura. Incluso el bien y el mal, el idealismo y el cinismo, se reparten en partes casi iguales entre los distintos bandos. Como trasfondo aparecen las cenizas en las calles hechas de las ruinas de la segunda guerra mundial.

También aparecen los diamantes y el lujo del Hotel Monopol, donde la decadente aristocracia polaca vive sus últimos días entre matones y facciones políticas. Pero esas gorras viseras, esas maneras de andar por las calles varsovianas de Tyrmand y de Andrzejewski estaban también dentro de Gombrowicz. “Estuvimos discutiendo sobre este tema con grupo humano de varias lenguas (...)”

“Discutíamos al volver de la proyección de una película cuyo título en polaco debe ser Zamach (El atentado). A aquellos argentinos, ingleses e italianos la película le había parecido bastante exótica, pero cuando los acosé a preguntas, resultó que no era por el tema, ni por la forma artística ni por la acción. No, todo eso es más que conocido, ese patriotismo, la lucha contra el invasor, el heroísmo de la juventud (...)” 

“Sí, es un tema bastante sobado..., pero aquellas gorras..., y aquella manera de andar...Precisamente esos detalles de tercer orden, que no se sabe cómo llegan a la pantalla, eran los que más les habían interesado”. A pesar de su mal alcohol incurable Gombrowicz tenía compañeros atorrantes y borrachos en Polonia, era una amistad con algunas reservas y un poco forzada. 

Estos atorrantes estaban organizados en un club en el que había un cuarteto sobresaliente que se dedicaba a poner peceras en el ascensor para divertir a los peces, o a pedir limosna para una vodka en los colegios de señoritas. Esta cofradía de atorrantes fue una de las característica de Varsovia de antes de la guerra. “Hoy quizás los calificaría de precursores, puesto que esos sabios parecían leer claramente en el libro del destino (...)” 

“Ahogaban en vodka el absurdo de la situación polaca, su trágico callejón sin salida, que a cada esfuerzo honrado ponía un signo de interrogación”. Ese grupo de poetas beodos estaba unido bajo el signo de la broma y de la burla, y aparte de la vodka y las mujeres no tomaba nada en serio, ni siquiera el dinero. El verdadero Dios de ese gremio era el sentido del humor. 

Fue por eso que “Memorias del tiempo de la inmadurez” se ganó la aprobación de esos bromistas borrachines, y fue por eso también que después de “Ferdydurke” empezaron a admirar a Gombrowicz. Si bien es cierto que lo trataban con mucho afecto y ternura Gombrowicz no se dejaba comprar por sus alabanzas, tenía una reserva con ellos y se apartaba de su reconocimiento. 

Era un fenómeno social vergonzoso, ningún miembro de ese grupo era un artista de gran envergadura y su producción literaria no se caracterizaba por la decencia que distingue a un hombre con el gusto formado y la imaginación disciplinada. Su mundo era desordenado y anárquico, le faltaba el reflejo de las personas cultas que con la herencia, la educación y la tradición sustituyen con éxito la ausencia de ideología, de moralidad y de fe. 

Se fueron hundiendo en la lujuria y en las pequeñas porquerías unidas a ella, de año en año fueron más infelices, más borrachos, más atorrantes y más desesperados. Hasta que llegó la guerra. Gombrowicz tuvo experiencias muy variadas con los atorrantes aquí en la Argentina, unas experiencias que le despertaban la nostalgia de las que había tenido en Polonia, más precisamente en Varsovia.

En la tercera actualización de su inmadurez que hace en la Argentina conoce a los jóvenes de Tandil, por ese entonces el centro de la importancia era ocupado por la desfachatez y la ligereza de la adolescencia. “También soy colega de Cox, un chico largo y flaco de diecisiete años que tiene algo de botones de un hotel de gran ciudad...: familiaridad con todo y experiencia de todo (...)” 

“La más perfecta falta de respeto que jamás haya visto en Polonia, una tremenda mundología, como si hubiera llegado a Tandil directamente de Nueva York (sin embargo, nunca ha ido siquiera a Buenos Aires). A éste joven no lo va a impresionar nada..., posee una incapacidad total de sentir cualquier jerarquía y un cinismo que consiste en saber guardar una apariencia amable (...)” 

“Es una sabiduría proveniente de la esfera inferior, la sabiduría de un atorrante, de un vendedor de periódicos, de un ascensorista, de un mozo de recados, para quienes la esfera superior tiene valor en la medida en que se le puede sacar dinero. Churchill y Picasso, Rockefeller, Stalin, Einstein son para estos muchachos de Tandil caza mayor que desplumarían hasta la última propina si los pescaran en el hall del hotel (...)” 

“Semejante actitud hacia la Historia en este chico Cox me tranquiliza y hasta me alivia, me proporciona una igualdad más auténtica que aquella otra, hecha de consignas y teorías. Descanso”. Hay que decir también que Gombrowicz mismo tenía actitudes de atorrante. De las costas americanas Gombrowicz se despide con un tumulto que arma en Montevideo después de asistir a una conferencia en la Asociación de Escritores.

Durante la conferencia, en un momento desgraciado, lo presentan como el autor de “Fidefurca”. Termina el acto y Gombrowicz estampa en el libro de la Asociación de Escritores su firma, tras lo cual se lo pasa al Asno para que lo firme también. Esto vuelve a provocar inquietud porque el Asno está en la edad del servicio militar y todavía no tiene pinta de literato. 

De ahí se fueron con Paulina Medeiros y Dickman a un restaurancito que se daba aires, en el que los poetas habían preparado un banquete para homenajear a un profesor. Se levantan los poetas y las poetisas y sueltan poemas en honor del profesor. Cada uno de los cincuenta poetas presentes tenía que pronunciar su poema de homenaje. Gombrowicz llama al mozo, pide dos botellas de vino y empieza a tomar. 

Le llega el turno a una poetisa grasienta y barrigona, se levanta de un salto, mientras balancea el busto de un lado para otro y agita los brazos, emite manojos de rimas nobles. Gombrowicz no aguantó más y lanzó una carcajada tras la espalda del Asno, que también soltó una carcajada pero sin ninguna espalda que lo protegiera. En medio de miradas indignadas se levantó el laureado para soltar su discurso. 

Gombrowicz y el Asno aprovecharon la oportunidad y ahuecaron el ala. Al día siguiente, mientras cenaba con el Asno oyó que en la mesa vecina se hablaba del escándalo en la Asociación de Escritores y de la provocación en el banquete de poetas... Aconsejaban escribir a Ernesto Sabato para preguntarle si su carta dirigida a Julio Bayce en la que recomendaba calurosamente a Gombrowicz era auténtica. 

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Juan Carlos Gómez

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