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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y las obsesiones
Juan Carlos Gómez

Por esa inclinación que tiene el hombre de encontrar una idea única que explique a todas las demás, yo también en mi juventud la quería encontrar, pero mientras crecía, en vez de tener cada vez menos ideas, cada día tenía más. La combinación de estos asuntos me iba creando una confusión creciente en la cabeza que sólo me alivió un poco la pérdida de la idea de Dios.

El único pensamiento que me acercaba a la idea única era la matemática, pero a medida que avanzaba en su conocimiento esta ciencia se me hacía un tanto indigesta, un poco por la dificultad de comprenderla, otro por pereza, y otro más por su dureza inhumana. Si yo hubiera conocido la historia de la mano que mucho tiempo después leí en los diarios de Gombrowicz, hubiera resuelto mi problema. 

Con una idea insignificante y sin mucho entusiasmo nos lleva a pasear por el carácter de la obsesiones. En cuanto a la actividad de escribir se refiere mis obsesiones más conspicuas se me presentaron con los editores, una obsesión que no se le presentaba a Gombrowicz. En el año 1960 Jacobo Muchnik, por una sugerencia del Pterodáctilo, le propuso a Gombrowicz la reedición de “Ferdydurke” en Fabril Editora. 

Witold Gombrowicz, rey de los filósofos

Le ofreció un tercio de los derechos de autor potenciales en carácter de anticipo: “Eso es lo de menos, yo estoy dispuesto a autorizar la publicación de “Ferdydurke” si ustedes se comprometen a editar otro libro, muy importante, que estoy escribiendo. Sacó un par de hojas de los diarios en los que se refería a la Argentina y le pidió que las leyera en ese mismo momento (...)”


“Sí, como muestra es ciertamente bien elocuente, pero, honestamente, ¿cómo quiere usted que me comprometa a priori y por mi cuenta a editar en nombre de una gran empresa un libro polémico dedicado aparentemente a meterse belicosamente con lo más distinguido de la intelectualidad argentina?” Gombrowicz no respondió, se puso de pie y por encima del escritorio le quitó de las manos las dos hojas, murmuró algo y se fue.

Al conocimiento se le levantan unas barreras infranqueables que le impiden desarrollar su actividad principal que es la de conocer. Son unos velos pesados que caen delante del entendimiento y nos impiden el acceso al ser y a las cosas. El que le puso el punto final al impedimento de acceder al noúmeno con la razón fue Kant al que le siguieron todos los filósofos que fueron apareciendo después.

Fue Sartre el más connotado de todos por haber andado de malas desde el principio con el ser-en-sí. Acorralados de esta manera tan señalada, el conocimiento, el entendimiento y la razón se dirigieron a las cosas a ver si por ahí tenían algo de comer pero resultó ser que tampoco podían acceder a las leyes de la naturaleza, sólo podían acceder a su apariencia. 

Cuando Einstein declaró que el cosmos es como un reloj del que sólo conocemos el movimiento de las agujas pero no su mecanismo, se le cerró el camino al entendimiento. De tal modo todo lo que existe se ha convertido en una gigantesca caja negra cuyas entrañas desconocemos en la que por una puerta entran cosas y por otra salen transformadas pero no sabemos el porqué. 

Puesto que las editoriales están en el mundo también deben ser pequeñas cajas negras para las que he construido un modelo binario con el propósito de restringir la incertidumbre. Dediqué horas enteras a estudiar las relaciones que me vinculan a los editores, comparé a las editoriales con cajas negras, y analicé el comportamiento de los editores y de sus auxiliares llamados lectores a los que motejé de Pulgones. 

Asocié los extremos de la conducta de los Protoseres al comportamiento de los asesinos seriales y de los rufianes melancólicos y determiné que su naturaleza sólo alcanza un desarrollo que no pasa del nivel de los seres en estado de formación y por eso los llamé Protoseres. Dividí en cinco grupos las técnicas que utilizan los editores para contrariar a los autores.

Y al fin, estos personajes vinculados a la actividad de escribir desde hace tantos siglos terminaron por hacerme perder la paciencia y el humor. El verdadero orgasmo de los Protoseres se les produce cuando los libros se venden, sin importarles en absoluto si los libros son buenos o son si malos, ésa es una cuestión que dejó de interesarles hace mucho tiempo. 

Después de haber meditado hondamente en la verdadera naturaleza de los Protoseres, de los Pulgones y de la caja negra tuve el convencimiento de que había agotado el tema, sin embargo, algunos acontecimientos recientes me han demostrado que no, que a todo hay quien gane. Hace aproximadamente un mes el Orate Empobrecido me propuso editar un libro sobre la base de los gombrowiczidas. 

Esta proposición la acepté inmediatamente, sin embargo, después del entusiasmo inicial, me asaltaron algunas dudas sobre las reales condiciones de equilibrio de este Protoser, de modo que le pedí opinión a un psiquiatra amigo. En cierto momento en que mi relación con el Orate Empobrecido se había puesto un tanto confusa me manifestó sus temores de que le pasara a él lo mismo que le había pasado a Huston con Sartre. 

Huston le había pedido a Sartre que escribiera un guión para hacer una película sobre Sigmund Freud. Le propuso a Sartre una cifra astronómica en concepto de honorarios y el contrato se concertó. Pero Huston quería hacer una intriga policiaca al estilo Hollywood, presentar a un Freud en el momento en que comienza a experimentar con la hipnosis. 

Sartre se leyó la biografía sobre Freud de Ernest Jones y algunas de las obras del propio Freud y presentó un largo guión que evaluado por Huston arrojó que daría para un filme de cinco horas de duración. Huston le devolvió el libreto con la recomendación de que lo hiciera más breve y práctico a los fines de la producción. Sartre trabajó arduamente durante varios meses y cuando le entregó el nuevo guión a Huston.

El filme ahora duraba ocho horas con el nuevo guión. Huston entregó el libreto a dos profesionales para reducirlo a dimensiones más realizables. Cuando Sartre lo supo se enojó y exigió que su nombre fuese retirado de los créditos. Nunca vio el filme de Huston. Para hacer desaparecer el temor que lo había asaltado al Orate Empobrecido le pedí que le pusiera límites al trabajo. 

Quería evitarle al Orate Empobrecido el problema que se había suscitado entre Huston y Sartre. Llegados a este punto le di mi acuerdo, le pedí una fecha para la firma del contrato y la percepción de un anticipo, siguiendo la línea Huston-Sartre. Me estaba preparando para suspender la preparación de gombrowiczidas, una suspensión necesaria para poder cerrar el libro. 

Cuando se lo comuniqué al Orate Empobrecido me respondió que por el momento no tenía dinero disponible. En uno de los tantos gombrowiczidas que escribo frecuentemente le abrí las puertas a ciertas tendencias tanáticas que a veces se apoderan de mí y declaré que ya que no podía doblegar a los editores entonces iba a tratar de destruirlos.

En medio de la penumbra y de una horrible tensión que me zumbaba en los oídos, y sin saber a qué santo encomendarme para salir de las entrañas de los Protoseres, una tarde caí en uno de esos estados hipomaniacales en los que de vez en cuando caen los genios, y en cierto momento, el destello de una luz intensísima que me venía desde la inteligencia me hizo ver con claridad meridiana que tenía que dirigirme al Guitarrón.

Esto lo hice a pesar de un mal entendido que ya había surgido entre nosotros siempre a propósito de Gombrowicz. No es tan fácil ubicar al Guitarrón en el rango que cubren los Protoseres y que va desde los asesinos seriales a los rufianes melancólicos y desde la dulzura a la aspereza. La característica más sobresaliente de este distinguido gombrowiczida es la de que, en la mayor parte del tiempo aparece emboscado.

Su aspecto es parecido al que tenían los anarquistas eslavos prerevolucionarios de las historietas a los que presentan con trajes negros, sombrero y una bomba esférica en la mano con la mecha encendida. En la misma época en que los rusos se preparaban para dar el golpe final en los acontecimientos revolucionarios más importantes que registra la historia contemporánea, Iván Pavlov realizaba unos novedosos experimentos.

Estos experimentos se me asociaron sorpresivamente con el Guitarrón. Iván Pavlov, el fisiólogo ruso que realizó estudios sobre las glándulas digestivas, los reflejos condicionados, la actividad nerviosa superior y los grandes hemisferios cerebrales, les hacía mirar a los perros de su laboratorio unos círculos para asociar sus conductas primarias a elementos abstractos. 

Un día se le ocurrió ir estirando estos círculos que, poco a poco, fueron adquiriendo la forma de elipses hasta que los pobres pichichos, no pudiendo distinguir qué clase de figura estaban viendo, tuvieron trastornos de conducta. No sé qué asociaciones de la imaginación me indujeron a pensar que Pavlov podía venir en mi ayuda para provocar, como lo hizo el ruso con los perros, trastornos en la conducta del Guitarrón. 

El procedimiento que se me ocurrió era benigno y podía ser interrumpido en cualquier momento, posibilidad que los perros de Pavlov no tenían. Le propuse la publicación de “Gombrowicz, y todo lo demás”, pero el libro no se lo mandé, y no se lo mandé con el pretexto de que tenía cuarenta mil palabras y que, quizás, para evitarse una lectura prolongada bastaba con que leyera sólo una parte.

Esa arte estaba constituida por el índice, la presentación y “Gombrowicz, la deserción y el destierro”, una conferencia que había dado en el Malba pues contenía una parte importante del libro que quería editar. Unos días después, y con la misma excusa anterior, le mandé “Gombrowicz y los argentinos”, mi ponencia en la mesa redonda del Malba.

Del mismo modo que la conferencia contenía, aunque en menor cantidad, algunos pasajes del libro, pero tampoco esta vez le mandé el libro. Y casi sin respiro realicé otro envío, el de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas”, con el pretexto de que, por si acaso no lo hubiera leído, le podría resultar de alguna utilidad para tomar un decisión más fundada, pero el libro no se lo mandé. 

El procedimiento me resultaba tan estimulante que acto seguido le mandé “Goma”, “Goma 2” y “Goma 3” del Viejo Vate, para que se informara de la repercusión que tenían mis escritos en Polonia, la patria de Gombrowicz, pero el libro no se lo mandé. De todo esto iba a resultar al final de la historia que el Guitarrón habría leído, si es que no interrumpía el procedimiento en algún momento, cincuenta mil palabras.

Esta cantidad de palabras superaba en diez mil las que tenía “Gombrowicz, y todo lo demás”, un libro que por su ausencia sistemática debería, pensaba yo, haber despertado en el Guitarrón un deseo incontenible de poseerlo y de publicarlo. Pero las cosas no ocurrieron así. La carta que me escribió el Guitarrón me puso sobre aviso de que al desempeñar su papel de Protoser se había emboscado.

Pero como yo estaba decidido a llevar hasta el final el experimento seguí haciendo maniobras de aproximación. El Guitarrón no es persona de ir directamente al grano, igual que las gallinas, cloquea mientras gira en círculos alrededor del maíz antes de comerlo. En vez de desestimar de entrada la publicación de mi libro o de poner la respuesta en un futuro incierto, puso la respuesta que me iba a dar en un futuro cierto. 

Sin embargo la respuesta, por supuesto, no me la dio. Así como en la presentación polaca de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas” enuncié el canon del treinta por ciento, canon con el que me manejo para leer, ha llegado el momento que enuncie los tres principios con los que me manejo para escribir, principios que no se pueden usar al mismo tiempo, o uno u otro, porque son excluyentes.

1º Nadie lee nada de nada; 2º algunos leen pero no entienden nada; 3º algunos entienden pero se olvidan enseguida Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales. “Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero ocurre algo diferente si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez (...)” 

“Entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras” 

En el segundo intento que hizo con un tipo de historias a las que podríamos considerar al margen de la literatura, valiéndose de un tema de tan poco interés como el de mi charla apasionada en el Rex, utilizó una mano. Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás con el entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las piedras.

A las diez de la mañana estaba tomando un café en el Querandí. El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa, secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren. La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio. 

Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al Querandí fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él. 

Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de la humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque él había vuelto a ella con Nietzsche.

Después estuvo con la mano del Embajador de Polonia con quien ahora estaba conversando. Miraba esa mano diplomática apoyada en el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo.

Pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo. Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia. Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches. 

¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo? Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué. ¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí. Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo.

Este mozo también se le acercó con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante para él porque no era aquélla. Gombrowicz está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él, de modo que el ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz. 

Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia. Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él. Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín. Discute con Gómez sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra. 

El juicio de Raskólnikov no es el juicio de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio reflejado, un juicio de espejo. Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir lo que nos pasa por la cabeza. Esta conciencia de espejo es como fijar la mano en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo. 

Así como se iba construyendo la conciencia de Raskólnikov, así es como se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite. Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura. ¿Dónde estará la mano en ese momento? 

¿Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir?

“Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia... , donde está mi límite”

ver La identificación de los apodos y de la actividad

Juan Carlos Gómez

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