“No porque no me gusten vuestros objetivos. Sino porque no creo que podáis realizarlos. No haréis más que aumentar la confusión”. Desde adolescente Gombrowicz se sintió en rebeldía contra las instituciones que utiliza la colectividad para presionar sobre el individuo y desde entonces estuvo convencido de que ninguna reforma violenta puede transformar el mundo en un paraíso.
Mientras, por un lado, Gombrowicz seguía perteneciendo a la vieja época de la buena educación política en la que la gente se expresaba con mayor moderación y seriedad, por otro lado, era un representante de los tiempos modernos poniéndose en contra de todo lo que facilitaba la existencia: el dinero, el origen, los estudios y las relaciones sociales.
Hubiese utilizado el comunismo como un instrumento para destruir el conjunto de condiciones que fatalmente lo determinaban si no fuera porque no creía que la teorías fueran capaces de transformar verdaderamente la vida. “No podía hacer nada para mejorar la suerte de las capas sociales inferiores, pero, ¿quién sabe?, quizás podría contribuir a mejorar el comportamiento de los superiores respecto a los inferiores (...)”
“Si la vida miserable deformaba al proletariado, si la ociosidad y las comodidades deformaban a los terratenientes, esa intelligentsia urbana también era deformada por su modo de vivir... ¿Acaso la vida nunca creaba hombres completos? ¿Tenían que ser siempre fragmentos humanos que se complementaban entre sí? Ése era, pues, un error de estilo, un error de forma de una importancia inconmensurable (...)”
“Ese error hacía del hombre únicamente un producto de su propia clase, de su grupo social, lo separaba de otras vidas, lo empequeñecía, limitaba, hacía imposible cualquier contacto creativo con gente de otra clase. Habría que destruir esa forma, imponer otra que permitiera a la superioridad acercarse a la inferioridad, establecer con ella una relación creativa “
“Mi vida no debería ser más fácil que esa otra vida, la inferior, incluso yo debería vivir para esa otra vida. No se trata de suprimir mi estado de posesión, todos esos valores a los que una educación más cuidadosa me dio acceso, sino que los demás puedan beneficiarse de él”. Sobre la ética del comunismo Gombrowicz abre un cuestionario realmente paradójico.
“¿Por qué yo, teniendo a mi derecha el capitalismo, cuyo cinismo latente conozco, y a mi izquierda la revolución, la protesta y la rebelión surgidas del más humano de los sentimientos, por qué no me uno a estos últimos?”. Por la compasión que le produce la inmensidad de los sufrimientos y la montaña de cadáveres. No, ha pasado por la escuela de Schopenhauer y de Nietzsche, sabe que la vida es trágica por naturaleza.
Por los bienes y la situación social que perdió. No, esa pérdida lo liberó de los condicionamientos sociales. Si hay alguien que carece de prejuicios en este punto, ése es Gombrowicz. Entonces, por las paradojas de su proceso dialéctico que se detiene justo en el momento en que la revolución alcanza su plena realización. No, por ninguna razón que tenga que ver con su desenvolvimiento político.
Por el terror que mata la libertad de pensamiento. No, es más grave aún que todo esto, nos encontramos ante una de las más grandes mistificaciones de la historia, de ésas que desenmascararon Nietzsche, Marx y Freud. Por su falta de sinceridad, entonces. No, el comunismo es una doctrina de la acción y, a pesar de su realismo, no es un pensamiento sobre la realidad;
Son sinceros respecto al mundo ajeno e insinceros con el de ellos porque necesitan ser insinceros. Aquí Gombrowicz suspende su cuestionario y concluye, es necesario que se reconozca entonces esa insinceridad. “Debéis decir: nosotros nos cegamos a propósito. Mientras no lo digáis, ¿cómo se puede hablar con alguien deshonesto consigo mismo? Unirse a alguien así es perder el último apoyo bajo los pies y precipitarse en el abismo”
Gombrowicz era un enemigo implacable de las quimeras y un defensor acérrimo de la realidad, aunque siempre tuvo las manos libres para ponerle distancia al realismo, el realismo es una manera pesada e ingenua de ver la realidad. En las vísperas de la primera guerra mundial, Europa estaba arrastrada por la vanguardia, el proletariado, el surrealismo, el social realismo, el ocaso de la burguesía y del feudalismo.
En ese entonces Gombrowicz maniobraba en una mesa del café Ziemianska con su abolengo manifestando que su abuela es prima de los Borbones españoles. Realizaba también actos de servidumbre, por ejemplo, le alcanzaba el azúcar a un poeta de clase social alta, y no al mejor poeta que era de familia pobre. Apoyaba la opinión de otro porque era de una familia de terratenientes.
“La poesía es muy importante pero ante todo te aconsejo que no seas provinciano. No, señores, el arte es un fenómeno esencialmente heráldico. Y así durante meses, años, con la imperturbable lógica del absurdo. Los otros chillaban y vociferaban pero, poco a poco, sucumbían; una ya decía que su abuelo era terrateniente, otro, que la hermana de su abuela era del campo, otro más empezaba a dibujar su blasón en la servilleta”
“¿Socialismo? ¿Surrealismo? ¿Vanguardia? ¿Proletariado? ¿Poesía? ¿Arte? No. Un bosque de árboles genealógicos y nosotros a su sombra. Una tarde me dijo el poeta Broniewski: –¿Qué está haciendo usted? ¿Qué sabotaje es éste? ¡Usted ha logrado contagiar de heráldica hasta a los mismísimos comunistas!”. La naturaleza y la formación de Gombrowicz el impedían ser pro o anti.
Ésta era una cuestión sobre la que el comunismo le tiraba de las orejas, especialmente en las discusiones de café. Una buena parte de la obra de Gombrowicz es un contrapeso que utilizaba con astucia para balancear el peso de las ideologías. El realismo y la sensatez de su postura frente a la vida le abren las puertas a la fantasía y al absurdo en su creación literaria.
En “La rata”, una historia escabrosa de extroversión e introversión, Gombrowicz saca a la superficie con ligereza e indiferencia el aspecto automático que tiene la muerte. “La rata” es uno de los relatos cortos que Gombrowicz escribió en 1937, el año de la publicación de “Ferdydurke”, su obra fundamental. “La rata” ilustra todos los fermentos del alma de Gombrowicz.
En este cuento se manifiesta su talante de demonólogo de la forma y su carácter de demiurgo de la inmadurez a los que apunta con tanta inteligencia y genio este magnífico integrante de los tres mosqueteros. Un malhechor llamado Huligan asolaba con sus fechorías una comarca de Polonia. Tenía un carácter exuberante y no admitía restricciones de ninguna especie.
Odiaba a los ladrones de carteras y de cosas pequeñas, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, lo liquidaba y seguía caminando y cantando a pleno pulmón. Nadie podía atribuirle un asesinato vil o hecho a traición, todos sus asesinatos tenían un aspecto noble y los realizaba al son de una tonada: –Ay, María, María, Mariíta mía.
Amaba a María más que a nadie, la amaba con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia. No concebía el silencio ni la falta de lenguaje tan común en los hombres de nuestro tiempo. A veces le pesaba la nostalgia, entonces toda la comarca escuchaba sus lamentos sonoros y lánguidos. Los perros aullaban dentro de los corrales y su aullido contagiaba a los hombres: –Ay, María, vida mía.
Poco a poco se convirtió en una leyenda y se compusieron canciones en su honor con el estribillo: –Ay, ay, ay, vida mía. En una villa solitaria vivía un soltero encallecido que había sido juez y detestaba la fantasía exuberante de la región. Se quejaba a las autoridades por la tolerancia que tenían con sus asesinatos y sus escándalos a pleno día, pero la policía se mostraba impotente porque la población lo protegía.
Además sólo mataba a unas pocas personas y a la gente le gustaba presenciar sus asesinatos. Mientras el comisario conversaba con el ex-juez volaba por los aires un cadáver y llegaba a sus oídos un grito magnífico, como si miles de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados. La conversación que mantuvo con el comisario no lo satisfizo.
Entonces el juez jubilado se propuso detenerlo con sus propias manos y encerrarlo en una jaula para limitar su naturaleza exuberante. Le ordenó a su mayordomo que se colocara debajo de un árbol en la colina y lo encadenó a su tronco. Excavó con sus manos un hoyo en el que puso una trampa de hierro y regresó a su casa. Llegó la noche y el juez miraba a la colina desde un balcón.
Hulingan se encaminó hacia el sirviente a grandes zancadas para despedazarlo a la luz de la luna pero cayó en la trampa, el juez llega a la carrera y con mucho trabajo lo transporta al sótano de su vieja casa. En los días siguientes el jubilado se regocijaba de tener en el sótano al bandido amordazado para evitar que aullara y provocara escándalos. Durante meses enteros reinó en la comarca un gran silencio.
Huligan soportaba las vejaciones del juez en silencio, y su silencio crecía, crecía y se agigantaba en las tinieblas, digno de sus hazañas más gloriosas. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca el viejo buscaba el punto flaco del bandido para transformarlo en un ser de naturaleza estrecha, tan estrecha como la de él. Cuando le quitaba la mordaza para darle de comer Huligan estallaba en aullidos.
De esa manera la población de las aldeas se daba cuenta de que estaba vivo. El juez seguía buscando el punto de menor resistencia y finalmente lo encontró: la rata. En una ocasión una rata entró en la celda y en ese momento el malhechor se contrajo. El juez le quitó la mordaza pero Huligan permaneció en silencio, el asco y el miedo lo paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos al cepo, se rió nerviosamente.
Huligan no se había conmovido ante los tormentos a que lo sometía el juez pero le tenía mucho miedo a una rata, matar a una rata con sus propias manos se le aparecía como una acción realmente inaccesible. El viejo jubilado se convirtió finalmente en el amo de Huligan, y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinaba todos los días y a cada momento rata.
Pasaron los años y el mayordomo, hastiado de todas las tareas que tenía que realizar para maltratar a Huligan, empezó a maldecir a la rata, al amo, a la casa y al bandido. La tensión crecía y crecía. Una noche la rata rompió la cuerda que la tenía sujeta, el sirviente bajó la cabeza y la persiguió, el juez también la persiguió con la cabeza baja, ambos habían perdido los estribos y se envistieron.
Se oyó un estruendo enorme en el sótano y los cerebros volaron por el aire. Después de once años Huligan se halló libre. Lo obsesionaba el pensamiento de qué habría ocurrido con la rata, pero la rata no aparecía. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata al punto que su sola ausencia era más importante para él que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo.
El oído del bandido era empleado para captar el rumor más ligero semejante al que hace una rata, pero la rata no aparecía. Era increíble que el roedor, durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas y espantosamente profundas, hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él de buenas a primeras. No había caso, la rata no aparecía.
Un día la vio, la rata deslumbrada por la luz buscaba refugio, y las cavidades de la ropa y el cuerpo de Huligan eran los escondites más a mano que tenía la rata. Huligan empezó a correr seguro que detrás de él galopaba la rata, estaba confundido y sin darse cuenta se metió en la cabaña de María, la muchacha dormía con la boca abierta. De pronto apareció la rata y empezó a remolonear cerca de las faldas de María.
El bandido había descubierto la madriguera y hacía maniobras silenciosas para que el roedor se metiera en ella, pero, repentinamente, algo atrajo a la rata hacia la rodilla derecha de la joven, y Huligan se quedó paralizado. El terror que le produjo el contacto de la rata con María hizo que el bandido aullara. Aulló como en el pasado para despertar al mundo entero.
Se lanzó aullando contra la rata, ya no tenía miedo, la atacó de frente, tenía la convicción de que estaba acorralada, pero ocurrió algo terrible. La rata, ciega de terror, sintió la necesidad de meterse en un agujero, se dirigió rápidamente a la boca de María y saltó dentro de la cavidad abierta de la muchacha dormida. María, semidormida, se despertó sorprendida.
Cerró las mandíbulas mecánicamente pero de manera implacable y puso fin a la máquina del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata. La rata dejó de existir. Huligan tuvo que enfrentase a la espantosa muerte de la rata en la adorable cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.
“Da un paso y otro paso y otro paso, pero lo sigue aquella rata muerta. Paso tras paso, paso tras paso, y en la boca de María sigue la rata muerta”
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