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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y la cantidad
Juan Carlos Gómez

“Llegué aquí ayer a las cinco de la tarde llevando en la maleta varias decenas de páginas del bastante avanzado ‘Cosmos’. El viaje fue un desastre. Últimamente no tengo suerte con los viajes. En el tren, que ya estaba esperando en la estación Once, no hay asientos libres. Lo dejé partir y esperé el siguiente, de pie, porque los bancos estaban ocupados, y mientras esperaba iba observando con inquietud la cada vez más densa afluencia de gente (...)” 

“Media hora más tarde llega el tren, completamente vacío, como nuevo, la multitud se anima, empuja, se introduce en los vagones; quedo atrapado en el medio del gentío, un asiento, ni soñarlo, ni siquiera voy de pie, sino suspendido. Arrancamos. Voy a la casa de Alicia y de Silvio Giangrande, un tren hasta Morón y desde allí un autobús hasta Hurlingham (...)”

Witold Gombrowicz

“¿Por qué toda esa gente no es capaz de percatarse del hecho fundamental: que mientras duran las miradas y las discusiones sobre el imperialismo, la cantidad de gente no para de aumentar? ¿Qué diablo cargado de mala intención les impide a todos ellos darse cuenta de la cantidad? Decid, ¿de que os servirían unos sistemas más justos y un reparto de los recursos más equitativo si mientras tanto la vecina se multiplica por doce? (...)”

“También el cretino le hace seis hijos a la parienta, y en el primer piso dos se convierten en ocho. Sin contar los negros, los asiáticos, los malayos, los árabes, los turcos y los chinos. Y los indios. ¿Qué son todas las discusiones vuestras sobre el imperialismo si no la palabrería de un idiota que ignora la dinámica de sus propios genitales? ¿Qué son si no el cacareo de una gallina sentada sobre la más terrible de las bombas, sus huevos? (...)”

“El tren se adentra poco a poco en la estación de Morón y, extraído de esa prensa humana, me alejo en el espacio. Me dirijo a la plaza de Morón. Cada vez que vuelvo aquí, voy en peregrinación a la plaza para echar una mirada a mi pasado del año mil novecientos cuarenta y dos. Pero ya no existe la pizzería donde solía tener conversaciones con los contertulios (...)”

“Tampoco existe el café donde jugué una memorable partida de ajedrez bailando boogie-woogie con el campeón de Morón; los dos bailábamos y bailando nos acercábamos al tablero de ajedrez para cada nuevo movimiento. En la estación de autobuses me pongo en la cola. ¡Qué abundancia! Me siento millonario otra vez, todo se me multiplica por miles y por millones. El autobús se detiene (...)” 

“Es aquí donde tengo que apearme. Me apeo. Estoy en la carretera con mi pequeña maleta... ¿Quién no conoce esto? La carretera es larga, los coches pasan con un silbido, me alejo por un camino de tierra, vientecillo, árboles, distancia, silencio... El aburrimiento de la naturaleza que enseña los dientes tontamente como un perro. La vaca de mi destino rumia. Los espacios están escaqueados”

Este viaje Gombrowicz lo hace en 1961, el año de la ciencia: su lectuta del ‘Panorama de las ideas contemporáneas’ de Gaëtan Picon, la diatriba contra los científicos, Ernest Mach... Es también el año en que Gombrowicz empieza a escribir “Cosmos”, una obra nacida de sus especiales con la ciencia. La ciencia ordena el caos reduciendo las grandes cantidades a pequeñas fórmulas.

Gombrowicz intenta ordenar el caos de otra manera, aunque también para él la cantidad es la representante del caos. Entre los recuerdos de sus miserias argentinas, incluidos los días que pasó entre rejas, el que permanecía en Gombrowicz como un símbolo misterioso era el de Morón. A Morón lo convirtió también en un enigma en las noches del café Rex con una oración que recitaba en forma maniática. 

“Existe un cura en Buenos Aires que nunca ha estado en Morón”. Algunos pensaban que era una extravagancia de Gombrowicz y otros que esa frase encerraba un misterio. Gombrowicz fue a parar a Morón cuando el dueño del hotel de la calle Tacuarí donde vivía lo empezó a zamarrear para que le pagase los seis meses de alquiler que le debía. Una noche, mientras su vecino le pasaba las valijas por la ventana, se largó sigilosamente. 

Ya en un café, después de la huida del hotel y con las valijas a cuestas, meditaba en su triste destino: –¿Usted aquí? En forma providencial se le acercó Taworski, un periodista polaco: –Mire, ahora tengo unos socios capitalistas, y hemos alquilado un chalet en los alrededores de Buenos Aires, en Morón, para montar un taller de tejidos. Gombrowicz se fue entonces a vivir a Morón. 

El chalet era grande y lindo pero estaba casi vacío, Gombrowicz dormía en el suelo acostado sobre un montón de diarios, además de estas penurias, todos los días de noche recibían la visita de unos borrachos agresivos ex socios de Taworski con los que tenía algunas deudas importantes. Los borrachos se robaban las pocas cosas que quedaban en esa casa semivacía.

“Y aquellas visitas nocturnas, crueles y alcohólicas, así como nuestra impotencia para defendernos, tomaron para mí, una vez más, el aspecto de un símbolo tan patético como misterioso”. Gombrowicz pasaba miserias a lo grande, como si estuviera de vacaciones en un balneario de moda, siempre por encima de las circunstancias y poniéndole buena cara al mal tiempo.

“En Morón gocé de gran popularidad, tanto en la pizzería de la plaza como en el café, donde se podía jugar al billar y al ajedrez. Me bebía un litro de leche diario y me comía mi pan sentado en el suelo, sobre el pasto del chalet, mientras contemplaba la calle. En la pizzería, un mozo al que le caía simpático, me daba un sandwich por veinte centavos, pero con una feta de jamón cuatro veces más gruesa de lo normal, casi como un bistec (...)”

“Y, en eso, he aquí que el suplemento literario de ‘La Nación’, un periódico muy popular, aparece en primera plana un artículo mío. Desde ese momento mi posición social en Morón quedó liquidada. La gente empezó a darme muestras de consideración”. Gombrowicz escribe que era su propia catástrofe la que lo sostenía, así como la catástrofe de Polonia y la catástrofe de Europa. 

Sin embargo había algo más, él era capaz de reírse a pesar de todas las desgracias, tirando de las barbas de Dios y tocándole la cola al diablo. Cuando al final de su vida le preguntan si la holgura europea no le había llegado un poco tarde, Gombrowicz se acuerda de los polacos y de nosotros. “Evidentemente, para mí es un poco triste porque no sólo la edad, sino también la enfermedad, me impiden gozar de todas estas cosas (...)” 

“Pero yo he tenido siempre la sensación de que el arte no puede dar dividendos. Un artista que se siente, ante todo, creador de una forma profunda o personal, no puede pretender además unos ingresos; por algo así más bien hay que pagar. Hay un arte por el cual se es pagado, y otro arte por el cual hay que pagar. Y se paga con la salud, con las comodidades, con la posición social (...)” 

“Naturalmente, no sé si soy un artista importante o no, pero de todas formas, en ese sentido, mi vida ha sido más bien ascética”. Pasó seis meses en ese chalet que gradualmente era desvalijado pues Taworski, con una sentencia de prisión en suspenso, no se atrevía a protestar. Cuidaba a Gombrowicz como si fuera un hijo. Vivían casi exclusivamente a base de carne ahumada y de choclo, una comida que cocinaba Taworski una vez por semana. 

La vida de Gombrowicz en ese época no era nada fácil, pero al mismo tiempo que en las fronteras de la miseria también actuaba en otro plano, en un nivel más elevado. Yo pasé algunas tardes en la “Piedra amorosa”, así se llamaba la casa que tenían los Giangrande en una quinta de Hurlingham. Alicia y Silvio eran buenos, cordiales y lo querían a Gombrowicz. 

En esa quinta en vez de disfrutar tuve que padecer el primer encuentro con los Giangrande gracias una broma que me gastó Gombrowicz. Desde muy joven la admiración había constituido para Gombrowicz un problema muy especial. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia pero por aquí entraba a las exposiciones renqueando apoyado en alguno de nosotros. 

Si alguien le preguntaba por qué renqueaba a veces respondía que lo hacía para compensar algún desbalance de la propia exposición, y otras veces respondía que renqueaba porque le dolía mucho una pierna, y que era una verdadera lástima que la belleza de la pintura calmara mucho menos que una aspirina. Cuando Gombrowicz me presentó las esculturas metálicas de Silvio, el esposo de Alicia, me tendió una celada.

Hizo todo lo posible para que yo no me pusiera en pose de admirador: –Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. Yo no supe a qué atenerme pues las esculturas no se diferenciaban gran cosa de esos artefactos, pero tenía mis sospechas. “A veces venía a tomar el té con su amigo Gómez. Me acuerdo un día en el que quiso oír unos discos (...)” 

“Escuchaba religiosamente la música con Gómez. En un momento dado, salí al jardín. Todavía era invierno y encontré una gran flor de magnolia que acababa de abrirse. Entré para decirle que viniera a ver lo bella que era. Witold me respondió sin moverse: –Le creo, Alicia. Y siguió escuchando la música”. Antes del viaje que hice con Gombrowicz a Piriápolis pasa unas vacaciones en la quinta de Alicia y Silvio Giangrande. 

Llevaba en la valija varias decenas de páginas de “Cosmos”. Los intentos que hizo Alicia para ayudar a Gombrowicz, igual que tantos otros intentos, fueron vanos. A pesar de todos los infortunios que había padecido no ponía ninguna voluntad por aceptarlos. Lo zamarreaban en las pensiones cuando intentaba escaparse sin pagar, a veces llegaba desfallecido a la casa de algún polaco para que le dieran de comer.

Dormía sobre papeles de diario en una casa de Morón, recorría los suburbios para que los cadáveres le dieran de almorzar. El hambre, el frío y las chinches no le faltaron en los primeros años de vida en la Argentina. Grandes árboles, una casa blanca de una sola planta, y unos perros negros y greñudos que demostraban su afecto saltando sobre los invitados. Silvio había sido capitán de la marina de guerra italiana, y hablaba poco.

“Uno llega a un lugar, toma té, conversa, después abre la valija, dispone las cosas en la habitación de los invitados... ¿No es uno de los temas centrales de mi vida? Escuchar nuevos susurros, respirar aire extraño, penetrar en un sistema desconocido de sonidos, olores, luces”. Gombrowicz había ido a Hurlingham a descansar y a encontrarse consigo mismo para seguir con “Cosmos”. 

Alicia era pintora y Silvio escultor, se habían convertido poco a poco en una pareja de plásticos. “Al hablar con ellos, su dedicación al arte en esa quinta y ese proyecto suyo tan mimado, me ha parecido próximo a la bancarrota; en lo que decían no había alegría, sino más bien amargura, decepción, en fin, esas muestras de desencanto con que ahora me encuentro continuamente en el mundo de la pintura”

En las artes plásticas se ha impuesto una manera de ver y de recrear que hace que una persona del todo mediocre pueda llegar a crear una obra nada mala. Gombrowicz estaba complacido con la decadencia de ese arte impuro que siempre había estado ligado al instinto de posesión y al comercio, más que al placer estético. Poco a poco se fue dando cuenta que Helena, la sirvienta de la casa, no se comportaba de modo normal. 

Era aplicada y amable, pero... Alicia le cuenta que es paranoica, que el diagnóstico se lo había hecho el psiquiatra. “A veces tiene ataques, y me hace escenas, pero después se le pasa. Lo peor es que, como dice el médico, es peligrosa, en el momento menos pensado puede tener una crisis de verdad y agarrar un cuchillo... ¿Y no tenéis miedo de estar con ella? Cio pasa mucho tiempo fuera de casa y usted está sola (...)” 

“¿Y qué podemos hacer? ¿Despedirla? ¿Quién empleará a una loca? ¿Y su hija? ¿Qué hacer con la niña? ¿Enviar a Helena al hospital? No está lo bastante loca, sería inhumano encerrar en un manicomio a una persona como ella... Además los manicomios están repletos, son un verdadero infierno”. Había dos asuntos que Gombrowicz distinguía muy especialmente en sus rituales: el placer que le proporcionaba la comida y el miedo a ser asesinado. 

Comía con buen apetito, de una manera disciplinada y ceremoniosa y se negaba sistemáticamente a compartir su habitación con nadie por temor a que lo estrangularan. Esta aprensión la usó como argumento para escaparse de las casas de los Giangrande y de los Swieczewski después de haber pasado unos días de vacaciones en ellas. No existe manía de Gombrowicz de la vida de todos los días que no aparezca en sus creaciones. 

El asesinato toma las formas de la antropofagia en el cuerpo de un niño al que unos aristócratas se manducan en un almuerzo, de la estrangulación de animales y de personas y, en fin, de todo tipo de muertes como en las obras de Shakespeare. Mientras toma una decisión sobre qué hacer con la locura de la sirvienta sigue meditando en aquella casa; a su juicio el hombre nunca se ha planteado suficientemente el problema de la cantidad. 

No es lo mismo ser un hombre entre mil millones que entre doscientos mil. No es lo mismo ser un hombre de la época de Demócrito que un hombre de la época de Brahms. “Vive en nosotros la conciencia del hombre único del tiempo de Adán. Nuestra filosofía es la filosofía de los Adanes. El arte es el arte de los Adanes”. La expresión debería estar separada entre la fase ascendente de la juventud y la descendente de la vejez.

La expresión también debería identificar a qué cantidad de hombres expresa. La épica, la sociología y la psicología a veces expresan al rebaño humano, pero desde el exterior, como a cualquier otro rebaño. No es suficiente que Homero o Zola se ocupen de la masa ni que Marx la analice, esas voces deberían tener algo que nos permita saber si pertenecen a un mundo de miles o de millones, deberían estar saturadas de la cantidad hasta la médula.

Estas reflexiones sobre la cantidad las hace a propósito de la sirvienta Helena, si él no se apiada de ella quién se va a apiadar. Pero no es la piedad de una sola persona, también la piedad se ha multiplicado, sólo en Buenos Aires debe haber en ese momento una cien mil almas apiadándose de alguien. Y la piedad en grandes cantidades le produce risa, una risa tan particular y tan tremendamente humana. 

Quiere comprobar si este problema es real, pero no tiene tiempo, debe escaparse de Hurlingham, que otros centenares de miles de cabezas se ocupen de esto, él tenía miedo de ser asesinado. “Me levanto. Salgo. Anochece, y desde el camino se ve, levantándose en el horizonte, una niebla blanquecina, eléctrica, casi imperceptible, pero molesta, confusa, como venida de la irrealidad..., un hecho terrible que me agobia... y me aplasta...”

Después de ese viaje a Hurlingham en el que Gombrowicz es asaltado por la cantidad, “Cosmos” empieza a galopar. En agosto de 1963 Gombrowicz retoma “Cosmos”, una obra que había interrumpido en febrero de ese mismo año al enterarse que la Fundación Ford lo invitaba a pasar un año en Berlín. En mayo, recién llegado a Berlín, nos empieza a decir que tenía dificultades para terminarlo. 

En septiembre nos escribe que le faltaban aproximadamente cuarenta páginas que le resultaban muy difíciles y que no le aparecía claro el título, dudaba entre Cosmos, Figura y Constelación. En octubre nos confiesa que la obra lo había aburrido en tal forma que no tenía ganas de terminarla, que el final era bravísimo y que ensayaba nuevos métodos y concepciones. 

En diciembre nos cuenta que le faltaban tres páginas para terminar “Cosmos” pero que no sabía como hacerlo y que a lo mejor lo dejaba sin terminar. En junio de 1964 nos dice que le faltaban diez páginas y en agosto, que lo había terminado. A Gombrowicz no le gustaba dar datos sobre su obra y mucho menos cuando la estaba escribiendo, tampoco le gustaba dar detalles sobre su vida privada, 

Basta recordar la infinidad de versiones que nos dio acerca del origen de la palabra Ferdydurke y de las variantes incalculables que utilizó para explicarnos por qué se había bajado del barco y no había regresado a Polonia. Por esta razón es que no nos informaba qué parte de la historia no tenía resuelta cuando le faltaban cuarenta páginas para terminar la obra. 

Sin embargo por esa cantidad de páginas faltantes yo calculo que todavía no había decidido hacerlo masturbar a Leon en la montaña, ahorcar a Ludwik con su propio cinturón ni desencadenar el diluvio final que se parece bastante a dejar sin terminar la historia. Pero no hay que extrañarse de sus historias sin terminar, las cuatro novelas de Gombrowicz terminan en huidas. 

En “Ferdydurke”, huye con la prima; en “Transatlántico”, con el bumbam; en “Pornografía”, con la sonrisa de los jóvenes; y en “Cosmos”, con el diluvio y el pollo relleno. Si bien la masturbación de Leon, el ahorcamiento de Ludwik y el diluvio son elementos verdaderamente dramáticos del final de “Cosmos” todavía nos podemos imaginar que Gombrowicz podía haberlos cambiado por otros. 

Sin embargo, hay un momento de las obras en el que ya han aparecido las escenas claves, las metáforas fundamentales y los símbolos que apuntan en una dirección determinada y no se pueden cambiar por otros. Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y de lo ya creado se creará el resto. 

Ese momento es para “Cosmos” la integración del sistema con las dos bocas y los tres elementos colgantes: el gorrión el palito y el gato. Los lectores están habituados a las formas literarias tradicionales que han sido probadas muchas veces a lo largo del tiempo. En “Ferdydurke” Gombrowicz utiliza el estilo del cuento filosófico a la manera volteriana. En “Transatlántico”, el del relato antiguo y estereotipado.

En “Pornografía”, el de la novela rural polaca; y en “Cosmos”, el de la novela policial. Parodia estos estilos, utiliza las formas antiguas y legibles para salirse de ellas y juntarlas con las concepciones modernas del mundo. El género policial es el que tiene más relaciones con la lógica, es decir, con la filosofía, y también con la ciencia. A pesar de la desconfianza que Gombrowicz le tenía a la razón y a las ideas es evidente que se sentía atraído por ellas.

La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos, a cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad.

A las peripecias de “Cosmos” en Hurlingham le siguieron las peripecias de Piriápolis. Mientras paseábamos por los bosques de Piriapolis con Madame du Plastique, Gombrowicz trataba de desentrañar cuáles eran los límites de la realidad, ¿por qué este árbol terminaba aquí y no allá? ¿Y por qué luego empezaba la tierra?, ¿por qué no era todo un continuo?, ¿cómo es que se establecen los límites de la realidad? 

A Gombrowicz le parecía que se formaban artificialmente o, mejor dicho, por una intervención violenta de la voluntad. De repente, Gombrowicz se detiene bruscamente delante de un arbusto, y pregunta: –¿Qué es esto?; –Un arbusto, dice Madame du Plastique; –No, no. Nos quedamos abstraídos mirando el arbusto. Cuando el silencio nos empezó a incomodar, dije: –Es el presentimiento de la forma. 

Gombrowicz se puso de rodillas, juntó las manos como si fuera a rezar y empezó a adorarme como si yo fuera el Dios mismo. Claro, el arbusto es una planta indefinida, una planta que no llega a ser un árbol, y la forma es una línea, es como el límite de la realidad. El arbusto tenía pues, para los propósitos manifiestos de Gombrowicz, una naturaleza esfumada, el arbusto tenía límites pero no tanto.

Pertenecía también a ese continuo donde las cosas están indiferenciadas. ¿Un arbusto no venía a ser entonces algo así como un presentimiento de la forma? Como yo conocía lo que andaba buscando Gombrowicz respecto a “Cosmos”, una obra que había empezado a escribir en ese año y que le costó mucho trabajo terminar, no me fue tan difícil hacerlo arrodillar.

También Gilles Deleuze encuentra en “Cosmos” las relaciones que existen entre la cantidad caótica y el orden de las series. Deleuze habla de Gombrowicz en un curso que da sobre la confrontación entre Whitehead y Leibniz como un ejemplo del escritor que sale del caos haciendo series. Para Deleuze, “Cosmos” es el desorden puro del que Gombrowicz sale organizando dos series diferentes, la de los ahorcados y la de las bocas. 

La filosofía es para Deleuze el arte de formar, de inventar y de fabricar conceptos, una idea realmente interesante. “Sólo hay una manera de salir del caos, haciendo series. La serie es la primera palabra después del caos, es el primer balbuceo. Gombrowicz hizo una novela muy interesante que se llama ‘Cosmos’, donde él se lanza, como novelista, en la misma tentativa. ‘Cosmos’ es el desorden puro, es el caos, ¿cómo salir del caos? (...)”

“La novela de Gombrowicz es muy bella, muestra cómo se organizan las series a partir del caos, sobre todo hay en ella dos series insólitas que se organizan. Una serie de animales ahorcados, el gorrión ahorcado y el pollo ahorcado, y una serie de bocas, series que se interfieren la una con la otra y poco a poco trazan un orden en el caos. Es una novela muy curiosa que uno no habría terminado de leer si no se hubiera metido de cabeza en ella”

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