Gombrowiczidas 

Witold Gombrowicz y Juan Forn
Juan Carlos Gómez

El camino hacia mi encuentro con los hombres de letras hispanohablantes empezó con Gombrowicz, siguió con el Pterodáctilo y de ahí en más los miembros del club de gombrowiczidas se me fueron viniendo como en cascada.
Cuando intenté ubicar este acercamiento en un terreno adecuado caí en la cuenta de que, aunque pueda parecer una perogrullada, el arte de escribir, entre muchas otras cosas, también tiene que ver con las palabras.

"¿Qué pensar de la categoría intelectual y demás cualidades de una persona que aún no se ha enterado de que las palabras cambian en función de su uso, de que incluso la palabra 'rosa' puede perder su perfume cuando aparece en labios de una pedante pretenciosa y en cambio la palabra 'm...' puede resultar correctísima cuando su uso está sometido a una disciplina consciente de sus objetivos?"

Juan Forn


Las palabras se desarrollan en el tiempo, son como un desfile de hormigas y cada una aporta algo nuevo e inesperado, a través del movimiento de las palabras se expresa el incesante juego de la existencia.
La materia prima del lenguaje es la palabra, las palabras tienen una importancia fundamental para Gombrowicz, tanto en el arte como en la vida.

"Las palabras se alían traicioneramente a espaldas nuestras. Y no somos nosotros quienes decimos las palabras, son las palabras las que nos dicen a nosotros, y traicionan nuestro pensamiento que, a su vez, nos traiciona (...) Las palabras liberan en nosotros ciertos estados psíquicos, nos moldean... crean los vínculos reales entre nosotros"

El escritor debe desarrollar una estrategia para subirse al caballo de las palabras y tratar de que ese animal no lo desmonte y lo tire al suelo.

"Mi lenguaje en este diario es demasiado correcto (...) La palabra humana tiene la consoladora particularidad de que se halla muy cerca de la sinceridad, no en lo que confiesa, sino en lo que pretende, en lo que persigue"
El comienzo promisorio de mis relaciones con personas vinculadas a la actividad de escribir me produce en un primer momento una alegría espontánea pero también una cierta intranquilidad pues tengo el presentimiento de que algo no va a terminar bien, momento que en general aparece cuando me quieren hacer leer un libro, es decir, cuando me quieren poner en contacto con la palabra.

Uno de los gombrowiczidas que ingresó al club como miembro pleno de un grupo distinguido al que di en llamar el de los nueve magníficos es el Alfajor.

Hace años, cuando había empezado a escribir sobre Gombrowicz el Niño Ruso utilizaba su elocuencia para alentarme desde México.

"Concíliate, en pro de Gombrowicz, con amigos a quienes detestas, incítalos a escribir, estoy seguro de que editorialmente sería perfecto que quien lo hiciera fuese joven: Juan Forn, por ejemplo, que hace crónicas muy buenas (...) Nuevamente mil gracias por tus cartas y por poner en mis manos las cartas de Gombrowicz a Quilombo. Y recuerda, eres el único que puedes poner los puntos sobre las íes en la estancia de Gombrowicz en la Argentina"

Este connotado hombre de letras que vive en Villa Gessel terminó motejado el Alfajor cuando la Hierática le preguntó qué le había parecido "Gombrowicz, este hombre me causa problemas", y le respondió: ¡Delicioso!

El Alfajor, que dispone de una técnica depurada para sacarse de encima el problema de opinar sobre los libros –hace críticas breves, apodícticas y de una sola palabra como, por ejemplo, delicioso o inenarrable– estaba preparando sigilosamente un camino que no llegó a un buen fin. Siguiendo la senda que me había señalado el Niño Ruso me puse en contacto con el promisorio Alfajor.

"Quería decirte que disiento con el Niño Ruso, a pesar del cariño y el respeto que le tengo. Cualquier crónica de lo que estás haciendo te rompería las pelotas por hache o por be, podría apostar la camisa. Y por supuesto pasaría a integrar la cadena, lo sé, y le veo la gracia, pero a mí me gusta más el papel de comparsa que tengo en esta historia" Nadie quería subirse al tren de Gombrowicz en mi compañía, el Pato Criollo y el Buey Corneta ya me habían dado con la puerta en las narices antes que el Alfajor.

"(...) Es cierto, ha logrado que seamos una familia. No sé los demás pero yo leo así sus envíos: como partes diarios, enviados por un empecinado viejo pariente que sólo así puede mantener a la familia, si no unida, al menos al tanto de sí misma (con ese espíritu leo yo sus textos gombrowiczidas). Le pedí a Mercedes Güiraldes que le mandara un ejemplar de mi María Domecq, entre otras razones porque hay en el libro una cita de Gombrowicz (cuando en el Diario argentino habla de Simone Weil) y, nobleza obliga, fue usted el que me hizo pensar de nuevo en Gombrowicz, y volver a leerlo (le aclaro, porque creo conocerlo bastante ya, que incluí la cita en mi novela bastante antes de que llegara el texto suyo en que habla de Gombrowicz y la Weil) (...)"
Después del comentario que le hice sobre "María Domecq" las cosas fueron de mal en peor.

El Alfajor empezó a encontrarme parecidos físicos con Manu Ginobili –el Pato Criollo ya me los había encontrado con Pepe Arias y con Orgambide– y finalmente dio un paso más.

"(...) igual ésas son las cosas que me gustan de vos, Gómez: cuando demostrás que, además de inteligente, sos medio necio también, cosa que nos pasa a todos (...)"

No sabiendo a qué santo encomendarme, pues la ira me había subido a la cabeza, con la vista nublada le abrí las puertas a mis tendencia tanáticas y me dispuse a ponerlo en su lugar. Pero en ese momento me acordé de un cuento de Gombrowicz sobre la importancia que le había dado un autor a la responsabilidad que hay que tener por la palabra escrita y en cambio de ponerlo en su lugar me dispuse a meditar sobre ese relato.

En el año 1946 Gombrowicz publicó una revista subcultural a la que dio en llamar Aurora, un vocablo que él detestaba, y en la que debutó con una costumbre que luego prolongó en los diarios de hacer anuncios publicitarios sobre perros. En uno de sus pasajes cuenta cuánto de peligrosa puede ser la responsabilidad por la palabra.

El escritor Hipólito Alonso Pereiro estaba escribiendo a máquina la primera página de su novela en la que un mucamo le pregunta a la señora si había ordenado llamar el coche. Cuando Matilde le estaba diciendo que sí, pero que no había ningún apuro, en vez de pero, y por error, a Pereiro le salió perro.

Un escritor con menos fuerza de carácter hubiera corregido el error, pero Pereiro era consciente de su misión y aceptó con responsabilidad la palabra que había escrito: –¡Perro, insolente perro!

Y esta respuesta de Matilde obligó al pobre Pereiro a modificar la respuesta del mucamo: –Si yo soy un perro, entonces usted, señora, es una pera.

Este nuevo error que se le deslizó en el teclado de la máquina, pues en vez de perra escribió pera, lo obligó a cambiar otra vez : –Si yo soy un perro, entonces usted es una pera perra, una perra pera para mí, señora, porque sepa que a mí me gusta la bruta.

Quiso decir fruta pero ya era tarde: –¡Ah, soy bruta, que me muerda si yo soy bruta! Había querido decir muera: –¿Morderte? ¡Con pusto!; –¡Infame, sos coco!; –¡La Coca-cola es usted!; –¡Lococo!; –¡Co-coco, cocococo!

"El escritor debe cuidar no solamente el lenguaje, sino encontrar en primer lugar una actitud apropiada ante el leguaje. Una actitud apropiada quiere decir que, si es posible, no sea vinculante. Quien deja que le echen en cara sus propias palabras es un estilista de poca monta, como lo es quien, al igual que algunas mujeres, se fabrica la fama de no pecador, puesto que entonces el mínimo pecadillo se convierte en un escándalo (...)"

"El estilista contemporáneo debe tener un concepto del lenguaje como algo infinito y en continuo movimiento, algo que no se deja dominar. Tratará a la palabra con desconfianza, como algo que se le escapa. Esta relajación de la unión del escritor con la palabra supone una mayor desenvoltura en el uso de las palabras (....) Con las palabras hay que intentar alcanzar a la gente y no a las teorías, a la gente y no al arte (...)"

ver La identificación de los apodos y de la actividad

Juan Carlos Gómez

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