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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz, las mujeres y el comunismo
Juan Carlos Gómez

“Debo hablar también un poco de las mujeres de esa época lejana... Mi madre y mi hermana eran virtuosas, creyentes, con principios, como se solía decir entonces, por lo tanto las representantes del bello sexo que frecuentaban nuestra casa se caracterizaban más por sus virtudes que por su coquetería. Las distintas amigas de mi hermana Rena, pertenecían a la Asociación de Mujeres Terratenientes o a la Acción Católica (...)” 

“Se dedicaban generalmente a actividades filantrópicas y no se mostraban para nada dispuestas al flirteo. Polonia era por aquel entonces un país de estilos agonizantes, de las formas que se remataban sin piedad como a un animal enfermo... ¿Pero acaso esos chirridos formales no eran para mí una verdadera ganga en el momento de escribir ‘Ferdydurke’? (...)”

Witold Gombrowicz


“No siempre el deseo de venganza de la generación que prosperaba tomaba una forma dramática. Uno de mis amigos se llevaba mal con una de sus tías. Esta tía, que actuaba como guardiana y protectora de los principios de la familia, había condenado públicamente sus esponsales con una señorita no lo suficientemente bien. Entonces mi amigo se buscó una mujer conocida como callejera (...)”

“No se presentaba nada mal, le enseñó en unas cuantas lecciones de las llamadas maneras de los salones y la introdujo con un nombre falso en el salón de la tía. La cortesana se comportó al parecer, perfectamente, bebía el té y comiscaba los bocaditos de una manera irreprochable, pero resultó que tenía demasiados conocidos entre los señores allí presentes (...)”

“Este encuentro provocó pavor, el pavor pánico, y el pánico escándalo, terminando de patitas en la calle no solamente la pobre prostituta sino también mi amigo”. La vieja generación de las mujeres de la intelligentsia cargaba con los lugares comunes que había heredado de la tradición y de la literatura de la época anterior. Estaban dispuestas a cumplir una misión y hablaban en nombre de principios superiores. 

Eran unas señoras un tanto exageradas, poco flexibles, ingenuas y casi infantiles frente al papel glorioso que habían elegido. Las hijas de estas señoras ya ejercían un mayor control sobre sí mismas. Una señorita normal, que no rehuía ni a la diversión ni al flirteo, que deseaba casarse, no se sentía cómoda en la armadura de su madre que no estaba hecha a su medida.

A menudo perdía el sentido de la proporción, comprendía mal lo que se le pedía y cuáles eran sus deberes. A todo esto se agregaba una contradicción más entre el ambiente de los establecimientos de enseñanza donde reinaba el liberalismo y el espíritu de austeridad que alimentaba su casa. Pero Gombrowicz no sólo remataba las formas de las mujeres de antes, también remataba las formas de las mujeres modernas. 

El protagonista de “Ferdydurke” se propone descubrir el talón de Aquiles de los Juventones y decide espiarlos. “Agucé los sentidos. ¡Bestializado espiritualmente, era como un salvaje animal civilizado en el Kulturkampf! Cantó el gallo. Primero apareció Juventona en una robe de chambre a medio peinar”. La Juventona entró al closet-water y salió de allí más orgullosa que al entrar. 

De este templo sacaban su poder las modernas esposas de los ingenieros y los abogados. 

Salían de ese lugar más perfectas y culturales, llevando en alto la bandera del progreso, de ahí provenían la inteligencia y la naturalidad con las que la Juventona atormentaba al protagonista. Enseguida apareció el Juventón trotando en pijama, carraspeando y escupiendo ruidosamente. 

Al ver la puerta del closet-water risoteó y entró jugueteando. Salió desmoralizado, con una cara lujuriosa y vil, parecía un tonto. A Pepe le extrañó que mientras el clost-water ejercía una influencia constructiva sobre la esposa, sobre el esposo actuaba en cambio destructivamente. Mientras tanto la doctora se había bañado, se secaba y hacía ejercicios. 

Hizo doce cuclillas hasta que los senos sonaron, al protagonista le empezaron a bailar las piernas en un bailoteo infernal y cultural. La intranquilidad de los perseguidos aumentaba porque se sentían mirados. La doctora trataba de organizar a ciegas una defensa y toda la tarde se dedicó a la lectura de Russell, mientras al esposo se le dio por leer a Wells. 

No conseguían ubicar su desasosiego, no podían permanecer sentados pero tampoco podían permanecer de pie, el Juventón buscaba la complicidad de Pepe guiñándole un ojo. Se acercaba la noche y con ella la hora decisiva. Los Juventones entraron al dormitorio y el protagonista corrió para escuchar detrás de la puerta y mirar por el ojo de la cerradura. 

El ingeniero Juventón brincando en calzoncillos y sumamente risueño le contaba a la doctora Juventona anécdotas del cabaret: –¡Basta, cállate!; –Espera, chinita, enseguida terminaré; –No soy ninguna chinita, me llamo Juana, sácate los calzoncillos o ponte los pantalones; –¡Calzoncillitos!; –¡Cállate!; –Enciende la luz, vieja; –No soy ninguna vieja.

Juana se preguntaba qué les estaría pasando, le pedía al esposo que volviera en sí, que juntos iban hacia los tiempos nuevos como luchadores y constructores del mañana: –Así es, una gorda, gorda langosta conmigo se acuesta. A pesar de su gordura es muy soñadura. Pero a él no se le antoja porque ya es muy floja. La doctora lo convoca a que piense en la abolición de la pena de muerte, en la época, en la cultura, en el progreso. 

Victorcito trotando pega brincos; –¡Víctor! ¿Qué dices? ¿Qué te picó? ¡Hay algo malo! ¡Algo fatal en el aire! La traición; –La traicioncita; –¡Víctor! ¡No uses diminutivos!; –La traicionzuelita. Empezaron a manotearse, uno prendía y otro apagaba la luz, la Juventona jadeaba y el ingeniero jadeaba y chillaba de risa: –¡Espera que te dé una palmadita en el cuellito!; –¡Jamás, suelta o morderé! 

Víctor echó de sí todos los diminutivos amorosos de alcoba. El infernal diminutivo que tan decisivamente había pesado en el destino del protagonista ahora le hacía sentir sus garras a los Juventones. El paso de Pepe para descalabrar a la modernidad estaba dado, había preparado todo para el derrumbe final. Schopenhauer fue el pensador que le dio a Gombrowicz la noción más acabada para organizar el mundo en una visión. 

La contemplación es un juego superior a la vida, el artista contempla el mundo y se maravilla como un niño, en forma desinteresada. Schopenhauer construye una teoría artística que deslumbra a Gombrowicz. Deduce la primacía de la belleza del cuerpo del hombre sobre el cuerpo de la mujer. Este golpe artero que le da Schopenhauer a la condición femenina es rematado por Gombrowicz de una manera aún más cruel.

“Mujeres ajamonadas con grupas a punto de estallar, pantorrillas y muslos que rebosan por todas partes, clavadas en medio de la playa como una cuña imbécil, bobina y cretina, cederán las costuras, estallarán, ¡explotarán con todas esas carnes! ¿Dónde está el carnicero que pueda con ellas? Mujeres mayores, obesas. Mujeres mayores, flacas. Paseante, mira esas montañas de grasa o esos huesos, mira, por favor, ¿lo ves? (...)” 

“En el vaquismo vacuno de esta asquerosidad descarada y desvergonzada sólo se ha conservado una cosa de los viejos tiempos, a modo de recuerdo. Un piececito... ni gordo, ni flaco, y... mira... ¿no se parece al piececito de tu novia? ¿Has entendido joven? ¿Ya sabes qué potencial de cinismo carnal y qué indiferencia hacia la fealdad se ocultan en tu preciosidad? (...)”

“Señoritas encantadoras, graciosas esposas, aconsejad a vuestras mamás que se queden en casa, ¡que no os desenmascaren demasiado!”. Gombrowicz estaba de malas con las mujeres y también estaba de malas con el comunismo. “Contrariamente a lo que se ha dicho y escrito sobre mí durante muchos años, nunca fui indiferente al siniestro problema de la vida fácil de los ricos y la vida difícil de los pobres (...)”

“Fue un asunto que siempre me ha atormentado dolorosamente desde mi más temprana juventud. Sobre este asunto tuve un diálogo con Adam Wazyk, uno de los escritores comunistas que acababa de conocer: –¿De qué hablar con usted?, si usted no conoce la vida, vive en un invernadero, alejado de la lucha por la existencia? ¿Qué puede usted saber de estos problemas sociales? (...)”

“Era mi talón de Aquiles, pero sabía cómo defenderme. Me propuse demostrarle, con el tono contenido y apropiado, que no era extraño a esa realidad: –Pensé que usted era hijo de mamá y, sin embargo, veo que usted penetra en esa problemática; –Conozco la vida y sé mejor lo que es que vosotros, los comunistas, aunque nunca haya experimentado directamente la miseria (...)”

“Sonaba presuntuoso, pero tal vez mi juicio no estuviera tan distante de la verdad como pudiera parecer pues la experiencia personal no siempre aumenta la sensibilidad, sino que a menudo la disminuye: –Si usted lo siente con tanta fuerza, ¿por qué no se hace comunista?; –No porque no me gusten vuestros objetivos. Sino porque no creo que podáis realizarlos. No haréis más que aumentar la confusión”

En la misma época en la que Gombrowicz mantuvo ese diálogo con Adam Wazyk sobre el comunismo, había escrito “El diario de Stefan Czarniecki”, un cuento en el que liquida el problema del comunismo de una manera curiosa. La idea de la bastardía rondaba en la cabeza de Gombrowicz, y no podía ser de otra manera, el bastardo tiene menos derechos en la familia. 

Esa era la sensación que tenía Gombrowicz respecto a sus hermanos. No se sentía reconocido por su padre como adulto y como adaptado a la vida. El giro indigno de una conducta que degenera de su origen está presente en toda la obra de Gombrowicz, y es también el que alienta en “El diario de Stefan Czarniecki”. En este cuento no queda títere con cabeza. 

La familia, la polonidad, la política, la guerra, el amor, todo vuela por los aires, pero son más bien caricaturas las que vuelan por los aires, unas marionetas que Gombrowicz zarandea como una verdadera parodia de la realidad. Stefan Czarniecki había nacido en una casa muy respetable. El padre, un hombre fascinante y orgulloso, poseía unos rasgos que personificaban una estirpe perfecta y una raza noble. 

La madre andaba siempre vestida de negro con unos pendientes antiguos como único adorno. Stefan se veía a sí mismo como un muchacho serio y pensativo. Había en su vida familiar un solo punto oscuro, su padre odiaba a su madre, no la soportaba, un enigma que lo condujo finalmente a la catástrofe interior. Se convirtió en un inútil inmoral, besaba la mano de una dama babeándola, sacaba el pañuelo y se secaba la saliva mientras le pedía perdón.

El padre evitaba el contacto con la madre, a veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. Stefan, en cambio, no manifestaba aversión hacia su madre a pesar de que había engordado muchísimo al punto de tropezarse con todas las cosas. Stefan se imaginaba que había sido concebido realmente bajo coacción violentando los instintos, y que él era el fruto del heroísmo del padre. 

Un día la repugnancia del padre estalló: –Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuán horrible es tu aspecto. Stefan no comprendía el porqué debía considerar a la calvicie de la madre peor que la del padre, además, los dientes de la madre eran mejores y, sin embargo, ella no sentía repugnancia por él. 

Era una mujer realmente majestuosa y muy religiosa, rodeada de una furia de ayunos y acciones piadosas. A veces, los convocaba a Stefan, al cocinero, al mayordomo y a la camarera: –¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al mismísimo diablo! 

A la madre le producían horror las acciones del padre, la forma desconsiderada en que la trataba, y al padre lo que le producía horror era ella misma. No podía dejar de manifestar su asco: –Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente un poco a disgusto. 

A pesar de estas contrariedades, del conflicto permanente entre los padres, Stefan fue un buen alumno, aplicado y puntual, pero nunca gozó de la simpatía de los demás. En el recreo los alumnos cantaban: –Uno, dos y tres, dos pan pan/ no hay judío que no sea un can/ Los polacos en cambio son águilas de oro/ Uno, dos, tres, ahora le toca al loro. Stefan estaba fascinado con estos versos pero debía apartarse de los otros chicos cuando cantaban. 

A pesar de los esfuerzos que hacía por resultarles agradable a ellos y a los profesores con sus buenas maneras, lo único que conseguía era una actitud hostil. Una tarde, un profesor de historia y literatura, un vejete tranquilo y bastante inofensivo les estaba dando una clase sobre los polacos: –Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos, sin embargo, la pereza es siempre compañera del genio. 

Los polacos han sido siempre valientes y perezosos ¡Magnífico pueblo, el polaco! A partir de ese momento el interés de Stefan por el estudio disminuyó. Sin embargo con este cambio no consiguió la simpatía del profesor y de nada le sirvió su incipiente preferencia por los desaplicados y los perezosos. La observaciones del profesor tenían mucha influencia en la clase, especialmente cuando hablaba de los polacos.

Los polacos han sido siempre holgazanes, pero las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, sin embargo, nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa la belleza de la mujer polaca? El resultado de esas insinuaciones fue que Stefan se enamoró de una joven pero ella no se daba por enterada. Una mañana, después de haberle pedido consejo a sus compañeros, venció su timidez y le dio un pellizco. 

Ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Se lo contó a sus compañeros y fue la primera vez que lo escucharon con interés, acto seguido se precipitaron sobre una rana y la mataron a golpes. Stefan estaba emocionado y orgulloso de haber sido admitido por los jóvenes y presintió que empezaba una nueva etapa de su vida. Para congraciarse aún más atrapó una golondrina y le rompió un ala.

Cuando se disponía a golpearla con un palo un alumno le dio una bofetada muy sonora en la cara. Como no se defendió todos se lanzaron sobre él y lo aporrearon sin ahorrar escarnios ni insultos. En el amor tampoco le iba nada bien, la joven pellizcada le hacía recriminaciones porque era un consentido, un pequeño nene de mamá. Stefan había comprendido finalmente que, si bien el padre era de raza pura, su madre también lo era.

La madre lo era pero en el sentido contrario, el padre era un aristócrata arruinado casado con la hija de un rico banquero. Se imaginaba que las dos razas hostiles de los padres, ambas poderosas, se habían neutralizado. De ese modo habían parido un ratón sin pigmentación, un ratón completamente neutro, por eso Stefan no tomaba parte de nada a pesar de haber participado en todo, ése era su misterio. 

La joven Jawdiga le pedía que fuera valiente, le ordenaba que saltara zanjas, que sostuviera pesos, que golpeara abedules bajo la observación del vigilante, que arrojara agua sobre el sombrero de los transeúntes. Cuando Stefan le preguntaba a Jawdiga cuál era la razón de esos caprichos ella le decía que no lo sabía, que era un enigma, una esfinge, un misterio para sí misma. 

Si la joven fracasaba en algo se entristecía, si triunfaba se ponía feliz y le permitía besar sus deliciosas orejas, como premio, sin embargo, nunca se permitió responder a su apremiante: –¡Te deseo! Le decía que había algo en él de repulsivo y no sabía bien qué era. Pero Stefan sabía muy bien lo que querían decir esas palabras. Leía mucho y trataba de comprender el significado de su secreto.

Se daba ánimos con el recuerdo de uno de los temas escolares, la superioridad de los polacos: los alemanes son pesados, brutales y tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos; los italianos... bel canto. Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión. 

El horizonte político se volvía cada vez más amenazador y la joven cada vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban hacia el frente. La movilización, los adioses, las banderas, los discursos. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación y odio. La amada de Stefan ni lo miraba, no tenía ojos más que para los militares. 

Stefan afirmaba su patriotismo, participaba en juicios sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos. Atravesaban la cuidad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos corazones latían también por él.

Y no entendía el porqué pues no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki que era antes ni el hijo de una Goldwasser, el único cambio era que ahora usaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa. La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara, quemara y matara, para que destruyera a los malvados. El padre, un gran patriota, lloraba en un rincón.

Le decía a Stefan que con la sangre podría borrar la mancha de su origen; le rogaba que pensara siempre en él y ahuyentara como la peste el recuerdo de la madre porque ese recuerdo podía serle fatal, que no perdonara y que exterminara hasta el último de esos canallas. La amada le entregó por primera vez su boca, una verdadera delicia. La guerra era hermosa. 

Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos. 

Sin embargo, ocurrió un incidente que lo lanzó al abismo de la depravación moral de la que no pudo apartarse hasta el día de hoy. La guerra se había desencadenado en todo el mundo. La esperanza, consuelo de los imbéciles, lo hacía vislumbrar la dichosa perspectiva del porvenir: el regreso a casa y la liberación de su situación de ratón neutro, pero las cosas no ocurrieron de esa manera. 

El regimiento de Stefan estaba defendiendo con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la orden de resistir hasta la muerte. Fue entonces cuando cayó un obús que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar. 

Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que volverse comunista. Stefan entendía el comunismo como un programa en el que los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, y todo, sería nacionalizado y distribuido mediante cupones en porciones iguales. 

Un programa en el que su madre debía ser cortada en pequeños trozos y repartida entre quienes no fueran suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo debería hacerse con su padre entre aquellos cuya raza fuera poco satisfactoria. Un programa en el que todas las sonrisas, las gracias y los encantos fueran suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado fuera causal del castigo con la cárcel. 

Stefan elegía el término comunismo porque constituía para los intelectuales que le eran adversos un enigma tan incomprensible como lo eran para él las sonrisas sarcásticas y los rostros brutales de esos intelectuales. Las conversaciones más irónicas y afectuosas las tuvo con su adorada Jadwiga que lo había recibido con efusiones extraordinarias al regreso de la guerra. 

Stefan le preguntaba que si acaso la mujer no era algo misterioso, y cuando ella le respondía que sí, que lo era, y que ella misma era misteriosa y desencadenaba pasiones, que era una mujer esfinge, entonces Stefan exclamaba que también él era un misterio, que tenía un lenguaje personal secreto y que le gustaría que ella lo adoptara, que le encantaría compartirlo con ella.

Le advirtió que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella tenía que repetir con él unas palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a llorar. Stefan no le hizo caso, tomó un sapo grande y gordo y cumplió con su palabra. Se puso como loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó sólo podría compararse con el del soldado destripado. 

¿Pero es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo único que le quedó de agradable en esa historia fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa. Es posible que Stefan Czarniecki no fuera comunista sino tan solo un pacifista militante. “Navegaba por el mundo en medio de opiniones totalmente incomprensibles (...)”

“Cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, a una madre con un niño o a un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!”

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Juan Carlos Gómez

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