Gombrowiczidas 

Witold Gombrowicz y Sergio Rússovich
Juan Carlos Gómez

Gombrowicz tenía una verdadera obsesión con los cocodrilos, tanta obsesión que algunas veces utiliza a estos reptiles para explicar su extraña naturaleza.

“(...) Es verdad que mi doble personalidad se prestaba a la mixtificación, mi apariencia era más bien la de un terrateniente que la de un asiduo a los cafés y la de un escritor vanguardista. Sin embargo, yo, por mi parte, no podía ser diferente, ya que hubiera sido más fácil, por ejemplo, comprender la naturaleza de un cocodrilo que la mía, formada por influencias y factores que eran para los demás completamente desconocidos”

También utiliza a estos reptiles para abrirle paso a sus potencias creativas cuando se refiere a unas aventuras que corre con Serio Rússovich, hermano del Esperpento, unas aventuras que pasaron a formar parte de las historias de los gombrowiczidas por razones parecidas a las que utilizó con los jóvenes de Tandil en el año que los incluyó en las páginas del “Diario”.

“De todos modos para fin de año (no creo que aparezca antes) pasarán a la Historia de la Literatura. Lo hago porque me gusta operar con lo insignificante, llevar lo insignificante a la altura, desconcertar... Lo hice una vez con un par de zapatos y otra con seis camisas de verano, metiéndolos en el ‘Diario’, así que no se imaginen demasiado (...)” 

Sergio Rússovich



A caballo de los años 1954 y 1955 Gombrowicz cae en uno de esos estados hipomaniacales característicos de los genios de los que resultan variaciones vivísimas que aparecen en los diarios.

En efecto, en noviembre de 1954 relata un paseo campestre que hace por la estancia que los padres del Esperpento tienen en Goya, un viaje que da nacimiento a uno de los relatos más logrados en una de sus navegaciones por le Río Paraná.

Después de tres días de viaje en coche y setenta kilómetros de vuelo en el último tramo del viaje, baja del aeroplano bastante confundido, sudando a mares, cuando de repente ve una mansión entre los eucaliptos mientras escucha el griterío de los papagayos.

Le aburría que Sergio Rússovich hiciera siempre lo que se esperaba de él, así que le pide que deje de aburrirlo y que se comporte de un modo menos previsible. 

Al día siguiente pasean por la estancia y Sergio, de repente, se trepa a un árbol: –Sergio, ¿no puedes inventar algo más original?

El muchacho no le responde, sin embargo, según le parece a Gombrowicz, sigue ascendiendo ya sin árbol: –Sergio, ¿no puedes dejar de ser convencional? Otra vez, silencio, pero el joven parece levantarse del suelo y caminar a quince centímetros de altura. 

Durante la cena, Sergio, en vez de encender un cigarrillo le prende fuego a una cortina, pero no del todo, a medias, lo que causa el asombro de sus padres, pero también a medias: –¡Vaya, vaya, Sergio, qué cosas haces! 

Sergio le da una escopeta a Gombrowicz y le pide de una manera apremiante que le dispare a algo que tiene la forma de una triángulo y un color verdoso-amarillento-azulado. Gombrowicz dispara y algo se agita, desaparece... es un cocodrilo.

“Sergio no decía nada, pero yo sabía que todo eso que no decía llevaba agua para su molino..., y no me sorprendió en absoluto cuando, de una manera incompleta pero ya abiertamente, voló hacia una rama y gorjeó un poco (...) De alguna manera me preparo para huir. Hasta cierto punto hago las maletas. ¡El cocodrilo, no total, el cocodrilo incompleto! (...)” 

“Los padres de Sergio ya casi han subido al coche tirado por cuatro caballos y en cierto modo se alejan..., casi sin prisa... Calor. Bochorno. Ardor”

Cuando regresa a Buenos Aires se queda una noche en la ciudad de Goya; conversa con unos parroquianos en una mesa de café: –¿Cuántos muertos hubo en el bombardeo a la Casa Rosada del 16 de junio?; –Más o menos quince mil; –¡Pero ni siquiera trescientos!

¿Estupidez? No, a pesar de todo Gombrowicz pensaba que no eran estúpidos. Sólo que el mundo que sobrepasaba los límites concretos de la familia, de la casa, de los amigos o del salario era para ellos arbitrario. 

El relato de su navegación por el Río Paraná cuando viaja a la estancia de los Rússovich alcanza una belleza que sólo igualó dos años después describiendo un crepúsculo. 

Utiliza un idioma poético, lógico y musical sobre un clima de irrealidad que va creciendo a medida que avanza por el río al que sólo puede anclar con la palabra navegamos.

Los movimientos, los cambios que sufría el río, las variaciones del clima y de la luz, siguen las peripecias del alma atormentada de Gombrowicz, acosada por la oscuridad y la distancia. Alguien le da una oportunidad para que pueda distinguir con claridad lo que el barco va dejando atrás y le ofrece unos prismáticos: la orilla, los arbustos, las maderas que flotan el agua: –¿Quiere usted echar una ojeada?

Le borra los contornos a la realidad a la que sólo vuelve en una especie de basso continuo utilizando la palabra navegamos.

“Pero... lo mismo me dijo ayer. Sólo que hoy me ha sonado diferente. Me ha sonado... como si en realidad no quisiera decir eso o bien como si lo que ha dicho no estuviera dicho hasta el final... sino dolorosamente interrumpido”

No puede soportar la idea de que el barco navegue solo, cuando no está con el barco y no sabe si navega, y tampoco puede soportar el espacio imponente y el aire inmóvil. 

“Ese industrial de San Nicolás dijo: –Mal tiempo..., pero de nuevo me sonó como si no fuera eso..., como si en el fondo él quisiera, sí, eso es, quisiera otra cosa..., y tuve la misma sensación que la que había tenido en el desayuno con un médico de Asunción, exiliado político, cuando me hablaba de las mujeres de su país. Hablaba. Pero hablaba precisamente (esta idea me persigue) para no decir..., sí, para no decir lo que de veras tenía que decir”

El río que tenía por delante y por detrás, con su blancura intermitente, por veces se le confundía con los sueños sobre el pasado y el futuro, desconocidos e indefinidos, pero después todo descendía y se posaba nuevamente sobre el río, que otra vez volvía a ser el río por el que navegaba. 

Una noche se despertó aterrado con la preocupación de que algo extraordinario estaba pasando. De repente, un grito rompió el sello del silencio. Y, una vez más, vuelve a borrarle los contornos a lo que ocurre, o a lo que no ocurre:

“Sabía con toda seguridad que nadie había gritado, y al mismo tiempo sabía que había existido un grito... Pero, como no había ningún grito, consideré a mi terror como inexistente, regresé al camarote e incluso me dormí”

El barco era trivial y corriente, precisamente por eso se sentía totalmente indefenso, no podía emprender nada porque no había fundamentos para la más ligera inquietud, todo estaba absolutamente en orden, pero esa tensión irresistible podía romper la cuerda.

Un médico se burlaba de él porque había perdido al ajedrez: –Ha perdido usted por miedo: –Podría darle una torre de ventaja y ganarle. Navegaban hacia la nada, las conversaciones y los movimientos estaban paralizados y fulminados. La locura y la desesperación eran inalcanzables porque no existían, pero como no existían, existían de una manera imposible de rechazar:

“Nuestra normalidad, la más normal, explota como una bomba, como un trueno, pero fuera de nosotros (...)”

“La explosión nos es inaccesible, a nosotros hechizados en la normalidad. Hace un momento he encontrado al paraguayo en la proa y he dicho, sí, he dicho, eso es, he dicho: -¡Buenos días! Él a su vez ha contestado, eso es, ha contestado, sí, ha contestado. Dios misericordioso, ha contestado (sin dejar de navegar): –¡Hermoso tiempo! (...) Navegamos” 

Subyugado por esta navegación en el Río Paraná viaja otra vez por sus aguas cuando se toma unas vacaciones en las Cataratas del Iguazú.

Cinco cosas de la Argentina lo impresionaron vivamente a Gombrowicz por sus dimensiones descomunales: el Río Paraná, el Aconcagua, las Cataratas del Iguazú, el monstruo de Rosario y Mar del Plata, e intentaba que los polacos de la distante Polonia que no conocían el país se formaran una idea más o menos aproximada sobre estas cosas.

“Es posible que cada uno de vosotros sonría compasivamente, ya que para vosotros, en Polonia, el Iguazú, si lo miráis en el mapa, está de hecho muy cerca de Buenos Aires, y el alto Paraná no es ni mucho menos el salvaje Amazonas. Pero ya hace tiempo me di cuenta de que las proporciones cambian cuando uno se encuentra en la Argentina (...)”

“Desde la Argentina, Europa parece estar mucho más próxima, como al alcance de la mano. Pero al mismo tiempo las distancias interiores de este enorme país se hacen más grandes por el simple hecho de que nos enfrentamos con ellas personalmente”

El alto Paraná no era para Gombrowicz una zona segura, los hombres, los reptiles, los ríos, los insectos, la tierra y el cielo, son primitivos y están impregnados de la soledad del mundo salvaje.

Después de las aventuras del viaje en barco, Gombrowicz finalmente baja en el puerto de Iguazú. Ya había notado que los nervios de los argentinos estaban en mejor estado que los de los polacos, pero el polaco es más resistente.

Diversas histerias roen a la Argentina, histerias nacidas del clima, de la historia y de la mezcla de razas y de herencias. Pero cuanto más conocía el norte, más notaba que la gente era más nerviosa, más menuda y más inclinada a toda clase de perversiones.

Las cataratas del Iguazú son como un arco iris de cataratas que se precipitan con un ruido atronador en un semicírculo envuelto en niebla y vapores imposible de abarcar con la mirada. Y de la misma manera que le había ocurrido con el Aconcagua nota la unión sorprendente de la inmovilidad con el movimiento, las cataratas parecen estar inmóviles a pesar de que todo en ellas se mueve en medio del estruendo.

“Lo más curioso en el Iguazú es precisamente la insólita y hasta indecente perdurabilidad de las cataratas que debieran cortarse, agotarse, acabarse a causa de un desgaste de energía tan terrible..., y, sin embargo, el agua sigue cayendo de arriba abajo, y las espumas, los arcos iris, las luces y los temblores están ahí casi por la eternidad”

El argentino, habitante de ciudades, en medio de sus calles llenas de tiendas iluminadas, de buen grado se olvida del desierto salvaje, de la pampa y de la jungla que acecha en lo hondo del país, prefiere ignorar la existencia de lo primitivo en su propia casa.

Al delicado burgués argentino se le pone la carne de gallina cuando toma contacto con lo salvaje que aún no ha sido domesticado. Pero también se la ponía la carne de gallina a Gombrowicz, a él le gustaba lo salvaje y lo primitivo sólo si el camino que lo conducía a ellos era confortable.

El clima de las cataratas termina por destrozarle los nervios, al cabo de unos días dice basta y se embarca rumbo a Buenos Aires.

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Juan Carlos Gómez

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