Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y Johannes Gutenberg
Juan Carlos Gómez

La Finada organizaba reuniones literarias en su casa de Hurlingham con temas elegidos con antelación. Había preparado en su quinta una mesa redonda a la que dio en llamar: “La influencia nefasta de Gutenberg en la literatura de nuestro tiempo”. Los invitados principales eran Gombrowicz y el Pterodáctilo, pero también estaban González Lanuza, Julio Payro, Guillermo de Torre y otros más. Gombrowicz, como no podía ser de otra manera, empezó a provocar a los asistentes de la peor manera posible.

“Ustedes hablan de literatura sin parar pero en realidad ninguno de ustedes ha leído a Shakespeare ni a Cervantes; –¿Pero qué barbaridades está diciendo usted?; –Bueno, está bien, los leyeron, pero aunque los hayan leído es seguro que no los han comprendido bien pues sólo un genio puede comprender a otro genio”

Johannes Gutenberg

Biblioteca Nacional

Los griegos leían bastante poco, había mucho menos gente de la que hay ahora, y a muy pocos de la poca gente que había se le ocurría escribir. Escribían sólo cuando le venían cosas importantes a la cabeza, no como ocurre ahora, además la influencia nefasta de Gutenberg aún no había desparramado por la tierra. En un principio los griegos tenían tan solo el problema de pensar, poco a poco se le fueron agregando además los de escribir y los de leer.

Por esta razón el mundo de ellos fue al comienzo más simple y originario, el nuestro en cambio se ha vuelto más complejo y mediado. Se puede escribir sin pensar, se puede leer sin pensar, pero no se puede pensar sin pensar, algo así observa el protagonista de una de las novelas de Gombrowicz cuando entra a una biblioteca llena de libros y de manuscritos amontonados en el suelo, una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho lectores  flaquísimos dedicados a leer todo.

Obras preciosas escritas por los máximos genios, se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas a todas debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen perros hasta darse muerte.

A medida que Gombrowicz fue adquiriendo seguridad para definir sus problemas formuló una ley de carácter universal: “cuanto más inteligencia, mayor estupidez”, una estupidez que va a la par de la inteligencia y que crece con ella. La estupidez del refinamiento del lenguaje que produce fatiga y distracción haciendo que la comprensión sea reemplazada por los malentendidos; y la estupidez que produce la erudición pues la gente no ha encontrado un lenguaje que le permita expresar su ignorancia; no nos está permitido no saber o saber más o menos.

La forma de transmitir el pensamiento no ha cambiado desde los tiempos de Gutenberg y una gran cantidad de palabras está llegando al sol, pero el sol es inalcanzable.

Gombrowicz pone de manifiesto que cuanto más tiende nuestro espíritu a través de los siglos a liberarse de la estupidez y a dominarla, más parece pegarse la estupidez a la condición humana. El esfuerzo del pensamiento por purificarse de la estupidez pareciera que está en contradicción con la organización interna del género humano.

Mis primeras peregrinaciones a los santuarios de los libros las hice a “Veladas de estudio después del trabajo”, una biblioteca anarquista de Avellaneda por la que habían pasado personajes tan ilustres como Alicia Moreau de Justo y el mismísimo Asiriobabilónico Metafísico.

En el año en que yo nacía el pintor Juan Carlos Castagnino había encontrado refugio en los altillos de esa biblioteca anarquista cuando era perseguido por su militancia política. El mural que pintó en una de sus paredes para agradecer ese gesto yo lo veía cada vez que iba a la biblioteca. El mural estaba un poco deteriorado, Castagnino había pintado a una mujer trabajadora cargando leña sobre un fondo de fábricas. Era un ambiente cargado de electricidad donde se corría cierto peligro, pues la policía consideraba a los socios de “Veladas de estudio después del trabajo” como potenciales enemigos del gobierno.

Mis siguientes peregrinaciones ya las hice a la catedral argentina de los descendientes de Gutenberg, la antigua Biblioteca Nacional de la calle México en el tiempo en que por sus claustros solemnes y oscuros se escuchaban los pasos vacilantes del Asiriobabilónico Metafísico.

La relación que tenía Gombrowicz con los libros, con los bibliotecarios y con las bibliotecas no era del todo clara. Mientras Sastre termina tratando a los libros como si fueran sólo productos, Gombrowicz comienza a relacionarse con ellos desde un principio en forma despectiva.
Sartre, que durante gran parte de su vida aspiraba al reconocimiento de la posteridad, llegando a los sesenta años nos dice que se había engañado hasta los huesos, que había dudado de todo, pero no había dudado de haber sido el elegido de la duda, por lo que se había convertido en un dogmático, y transformado en una máquina de hacer libros. Gombrowicz tenía la sospecha de que la gente en realidad leía mucho menos de lo que decía que leía.

Él y sus hermanos bien sabían que los libros de un filósofo inglés, el pensador que había fundamentado el proceso social en la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto, permanecían en los estantes de la biblioteca con las páginas sin abrir. Sin embargo, a su madre, Marcelina Antonina Kotkowska, se le ocurría presentarse de otra manera: –Confieso que pueda parecer un poco extraño, pero tengo una gran debilidad por la filosofía, por el pensamiento riguroso y en ocasiones me deleito leyendo Spencer.

En algunas ocasiones Gombrowicz nos manifestaba que el contacto directo con los libros le producía eczema y que por esta razón le resultaba más placentero dedicarlos que acarrearlos o leerlos. Frecuentemente el estilo de las dedicatorias que ponía en los libros era gastronómico y se refería al contenido de la comida con la había sido invitado.

“Se acercaba el bachillerato. Mi situación era un tanto embarazosa porque desde hacía unos cuantos años casi no había abierto mis manuales, y me dedicaba durante las clases a practicar mi firma, cada vez más sofisticada, con rúbrica o sin ella, aprobando los cursos de pura chiripa (...)”

“En el cuarto curso el director me había retado porque yo no llevaba libros a la escuela, simplemente una pequeña agenda para tomar apuntes. En respuesta a esta amonestación contraté a un mensajero –se encontraban entonces en las esquinas de las calles– que entró detrás de mí en el edificio de la escuela cargando con mi mochila llena de libros (...)”

En las ocasiones en las que yo le preguntaba si había leído tal o cual libro siempre me respondía que yo debía suponer que él había leído todo.

Al llegar a la Argentina ya tenía asimilados a Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Dostoievski, Mann..., yo nunca lo vi comprar un libro, no tenía plata para adquirirlos.

A veces se lamentaba de no disponer de los más actuales para escribir sobre ellos en sus diarios, y como no era un hombre de ir a las bibliotecas leía sólo lo que le prestaban.

La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar y de darle una estructura lo más simple posible al desorden. Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la naturaleza de Gombrowicz.

En un pasaje memorable de “Trasatlántico”, que el Vate Marxista comenta con fruición, Gombrowicz se burla de los libros y de los hombres de letras en la cabeza de un personaje que al Vate Marxista le recuerda a Mallea, al Filósofo Payador le recuerda al Asiriobabilónico Metafísico, y a otros más les recuerda a Mujica Láinez.

En un pasaje de esa novela hace su aparición un hombre vestido de negro, una persona muy importante, un gran escritor, un maestro. Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles que perdía a cada momento, y debajo del brazo algunos libros, se volvía a cada rato inteligentemente más inteligente. Los compatriotas de Gombrowicz lo empezaron a azuzar para que mordiera al hombre de negro, que si no lo hacía lo iban a tratar de comemierda y lo iban a morder.

Entonces Gombrowicz se dirige a la persona más cercana en voz bastante alta para que lo oiga el hombre de negro.
“No me gusta la mantequilla demasiado mantecosa, ni los fideos demasiado fideosos, ni la sémola demasiado semolosa, ni los cereales demasiado cerealientos”

El hombre de negro le responde entonces que la idea era interesante pero no nueva, que ya Sartorio la había expresado en sus “Eglogas”, y cuando Gombrowicz le manifiesta que no le importaba un comino lo que decía Sartorio sino lo que decía él, el que hablaba, el gran escritor le contestó que la idea no era mala pero que existía un problema, ya había dicho algo parecido Madame de Lespinnase en sus “Cartas”. Gombrowicz perdió el aliento, aquel canalla lo había dejado sin palabras, entonces empezó a caminar y a caminar, y cada vez caminaba con más furia, sus compatriotas estaban rojos de vergüenza y los demás de ira.

Pero alguien comenzó a caminar con él, era un hombre alto, moreno, de rostro noble. Sin embargo, sus labios eran rojos, estaban pintados de rojo. Huyó como si lo persiguiera el diablo. El moreno lo siguió, era muy rico, vivía en un palacio, se levantaba al mediodía para tomar café y luego salía a la calle y caminaba en busca de muchachos; aunque vivía en una mansión simulaba ser su propio lacayo, tenía miedo que le pegaran o que lo asesinaran para sacarle la plata.

Y llega el momento en el que Gombrowicz les da el golpe final a los libros, a los bibliotecarios y a las bibliotecas. Al bibliotecario de Royaumont le pregunta si el gobierno estaba tomando las medidas preventivas adecuadas para controlar un fenómeno catastrófico.

El gobierno debía afrontar la llegada inminente del desbordamiento total, cuando las bibliotecas hicieran estallar las ciudades, cuando hubiera que entregarles no sólo los edificios, sino barrios enteros, cuando los libros y las obras de arte acumulados inundaran los campos y los bosques desbordándose de las ciudades llenas hasta reventar. La cantidad se iba convirtiendo rápidamente en calidad al mismo tiempo que la calidad se transformaba con la misma rapidez en cantidad, un fenómeno de velocidad creciente que anunciaba el Apocalipsis final..

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Juan Carlos Gómez

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