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Gombrowiczidas

Witold Gombrowicz y Ágata Podemska
Juan Carlos Gómez

Los enigmas han despertado siempre la curiosidad del hombre. La Esfinge, que en su tiempo devoraba a quienes no adivinaban sus enigmas, le propuso uno a Edipo, un personaje que se volvió famoso con el transcurso del tiempo. 

Edipo lo resolvió y mató a la Esfinge. Sin que yo pretenda convertir a los gombrowiczidas en Edipo ni a mí en Esfinge debo confesar que hay un enigma que hasta ahora no he podido resolver: saber hasta qué punto Gombrowicz estaba loco.

Gombrowicz escribió que hubiera mordido la mano del psiquiatra que pretendiera destriparlo privándolo de su vida interior. Él sabía que tenía complejos pero también sabía que los transformaba en un valor cultural. No era lector de Freud, pero ésta es justamente la definición que hace el austriaco sobre la sublimación.

Uno de los rangos en los que se mueve la locura es entre el exceso de responsabilidad y el defecto de responsabilidad, ubicándose el caso de Gombrowicz en este último extremo.

No vamos a mandar a Gombrowicz al psiquiatra pero lo interceptaremos antes de que sublime en sus obras, a mitad de camino. Gombrowicz reconocía en el origen de su locura la sangre de su familia y la vida artificial de su clase social.

“El mundo se me hacía insoportable. Todo se me presentaba como una maliciosa caricatura. Mi familia y mi esfera social: ampulosas, mimadas y blandengues. La sociedad, la nación y el estado: enemigos. El ejército un mal sueño. Los ideales y las ideologías: lugares comunes (...)”

“(...) Pero el peor, el más artificial, el más pretencioso, era yo mismo: cada palabra me salía diferente a como deseaba, cada gesto estaba contaminado (...) Sólo aquel que me hubiera seguido paso a paso y espiado en todos mis contactos con la gente, podría haberse dado cuenta de hasta qué punto era yo un camaleón. Según el lugar, los individuos, las circunstancias, me mostraba prudente, estúpido, primitivo, refinado, taciturno, locuaz, inferior, superior, anodino o profundo, era ágil, pesado, importante, una nulidad, vergonzoso, descarado, audaz o tímido, cínico o noble, ¡qué no llegaba a ser! Lo era todo”

El psicoanálisis existencial no puede ser considerado como una terapia mental pues le ofrece al hombre la angustia, a diferencia del psicoanálisis empírico que en muchos casos se propone deliberadamente, y en algunos casos lo consigue, liberar al hombre de la angustia. 

Podría pensarse en el psicoanálisis existencial como una terapia moral, que se propone curar al hombre de la enfermedad infantil de la inautenticidad y que lo conduce a la edad de la razón donde podrá quedarse solo, apto para asumir su libertad, su autonomía y las responsabilidades derivadas de ella.

“No me hacía ilusiones respecto a mi propia persona, sabía que era una especie de minusválido psíquico, para quien una existencia normal era inaccesible y me veía obligado a buscar mi propio camino. Mi sensibilidad, mi imaginación, mis complejos, mis temores, mis obsesiones, cuanto más disimulados, con más fuerza me perseguían, y si estaba tan mal, era precisamente porque parecía un ser bastante sano y contento de mí mismo. Pero lo cierto es que no existía para mí un camino recto y sabía que si no me justificaba ante mí mismo y los demás con alguna obra de orden superior, no me quedaría otra cosa que hundirme y convertirme en un loco y en un simple degenerado”

En el extremo del exceso de responsabilidad está ubicado el existencialismo. En un estudio realizado por una psiquiatra ginebrina se cuenta como la doctora escuchó de la boca de una de sus pacientes relatos en los que sus experiencias mentales coincidían en muchos aspectos con las que describen los existencialistas y, especialmente, con las vividas por ciertos héroes de las novelas de Sartre.

“El menor gesto se extiende a todo el universo. La piedra que arrojé al agua hace un momento en este río rebotó en la superficie y dejó atrás una estela de ondas; siento que puede ser la causa remota de un naufragio en el océano. En consecuencia, yo seré la causa de ese naufragio, y tendré que asumir la responsabilidad total... ¡Soy culpable de todo, absolutamente de todo! (...)”

“Por mi mera existencia soy culpable y complico al mundo entero en mi ignominia. ¡Qué terrible es esta carga eterna sobre nuestros hombros humanos! No estar segura de nada, no poder confiar en nada, y no obstante verse obligada a comprometerse siempre de manera total...”

La paciente, que verdadera y sinceramente intentó vivir según los rigurosos principios existencialistas del compromiso y la responsabilidad, finalmente perdió por completo la razón. Imaginemos por un momento que en el mismo instituto psiquiátrico en el que se encontraba internada la paciente, hubiera estado internado Gombrowicz, asunto nada improbable pues durante buena parte de su vida le anduvo dando vueltas por la cabeza la idea de que estaba loco. 

¿Qué hubiera estado haciendo Gombrowicz mientras la paciente temblaba tirando piedras al agua? Hubiera estado tirando piedras al agua, seguramente, y sin ningún remordimiento. Gombrowicz no soportaba el compromiso y la responsabilidad existencialistas, los consideraba una enfermedad que producía una deformación en el hombre, era una carga muy pesada para la naturaleza humana. 

La idea de una conciencia cada vez más profunda para alcanzar la existencia auténtica debía conducir a la locura. El existencialismo no venía por una parte del hombre, venía por todo el hombre, por la razón, por la conciencia y por la vida. Esta ya no era una teoría sino un intento de anexión que no se podía responder con argumentos sino viviendo de una manera radicalmente diferente a la que ellos proponían, de un modo suficientemente antagónico como para que nuestra vida les resultara impenetrable.

El compromiso y la responsabilidad tientan al hombre a resolver con su propia cabeza los problemas del mundo, una tentación que, por lo general, produce resultados catastróficos. Gombrowicz comienza entonces a tirar piedras en el agua, se presenta como un paseante pequeño burgués que sólo por azar y jugueteando se pone en contacto con causas supremas y poderosas. 

Gombrowicz es un representante ejemplar de una vida que huye del compromiso y de la responsabilidad, esas categorías que condujeron a la paciente a la locura. Su metafísica intenta soportar a todos los hombres, en cualquier escala, en cualquier nivel, una metafísica que abarque todos los tipos de existencia, tanto a las que se encuentran en nivel superior como en el inferior.

De este rechazo que hace Gombrowicz del compromiso y la responsabilidad excesivos nacen algunos reproches que se le hacen a su falta de sinceridad y a su histrionismo, pero hay que recordarles a los que le hacen esos reproches que la literatura es escurridiza y lo obliga al escritor a rebotar con las paredes del lenguaje y del objeto. El bufón que todos llevamos dentro nos habla muy claramente de las ganas que tenemos de divertirnos y del deseo de una mayor flexibilidad y de una forma menos definida. 

Si alguna cosa en el mundo, sea la cosa fuere, no le permite al hombre pensar y sentir libremente, puede que no alcance para volverlo loco, pero lo pone en el camino de la locura. Gombrowicz estaba lejos de este tipo de locura pues no era un hombre que se dejara tentar por los compromisos y la responsabilidad, pero la sangre familiar y otros asuntos agregados de su propia cosecha lo fueron poniendo en camino de convertirse en un orate. 

La entrega a la locura y al absurdo la empezó a practicar desde la juventud y era un asunto que realmente lo preocupaba. La sangre enfermiza de los Kotkowski que había heredado de su madre pesaba sobre él como una amenaza de posibles perturbaciones psíquicas. Ese temor fue más intenso en los años en que su imaginación estaba desbocada y oscilaba entre la neurosis y la psicosis. 

La neurosis estaba radicada en la zona consciente de sus complejos a los que transformaba en un valor cultural escribiendo. La esfera de la psicosis le ocultaba, en cambio, sus trastornos psíquicos y el control era menor, como bien puede notarse en ese cuento magistral que escribe sobre la virginidad en el cual pasa de una actitud absolutamente pura a la más oscura obscenidad.

Uno de los recursos a los que Gombrowicz echaba mano para caer en la falta de responsabilidad era la onomatopeya. En el “Diario de Stefan Czarniecki”, Stefan le advierte a Jawdiga que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella tenía que repetir con él algunas palabras. 

“Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a llorar (...)”

En “Transatlántico” estalla en el final un bramido de risa general en todo el salón que aleja a los protagonistas del asesinato. 

“Junto a las paredes habían quienes se pedorreaban y quienes se meaban de risa. Bambeabam. Y, entonces, de risa en risa, riendo, bum; riendo; bam, bum, bumbambeaban” (...)”

Y en “Cosmos” León, sentado sobre un tronco, le cuenta que había trabajado treinta y dos años y que las historias del gorrión y el palito eran fruslerías para él, que lo importante era la fiesta, que en la fiesta iba a bergar con el berg.

A veces trato de imaginarme cómo son los miembros del club de gombrowiczidas utilizando las categorías de la responsabilidad y de la onomatopeya para deducir qué parecido pueden tener con Gombrowicz.

La Reina de la Onomatopeya es una joven cineasta talentosa que a cada rato me sorprende con sus historias, con las ideas que tiene sobre la responsabilidad y con sus onomatopeyas. Esta joven ha emprendido una empresa que merece ser difundida tanto en Polonia como en la Argentina.

“Soy licenciada en Artes Visuales y en Informática. Nací en Remedios de Escalada Pcia. de Buenos Aires, nuestro juego de niños con mis hermanos varones era ir a dar vueltas en bici a la Laguna de Petróleo de los talleres del ferrocarril. Grande como dos manzanas del barrio, y todos los meses le prendían fuego, y era normal ver a cuadras de casa la columna de humo negro oscuro, aunque esos días de humo no dábamos vueltas por ahí, sino por los trenes abandonados. O entrábamos en la biblioteca de casa, hacíamos lecturas en voz alta, haciendo que teníamos un programa de radio. ¡Oh, qué épocas, basta! (...) Quiero hacer una convocatoria para un festival internacional de cortos Gombrowiczidas (...) Se llamará witoldfest, fijate que armé un blog con las bases, aunque debo poner todo más lindo y hacer la traducción al inglés y al polaco, pero está bien. Pediré ayuda a los señores embajadores de la real Polonia (...)”

Pongan atención a los adjuntos, ellos nos llevarán de la mano a la celebración del festival gombrowiczida.

ver La identificación de los apodos y de la actividad

Juan Carlos Gómez

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