Gombrowiczidas 

Witold Gombrowicz, Milita Molina y Nicolás Rosa
Juan Carlos Gómez

Los hombres de letras argentinos tienen una deriva que los reúne en un punto en el que se encuentran inevitablemente utilizando palabras más o menos análogas para analizar al escurridizo Gombrowicz. De acuerdo a las ideas que tienen el Asiriobabilónico Metafísico, el Pato Criollo y el Buey Corneta, para poner sólo unos ejemplos, Gombrowicz vendría a ser más que ninguna otra cosa algo así como un poseur.

Yo no estoy de acuerdo con la idea de estos ilustres gombrowiczidas, sin embargo, debo reconocer que las actividades de mentir, de desmentir y de desmentirse fueron convirtiéndose en las páginas de sus diarios en un hábito permanente de Gombrowicz. Sus mentiras están asociadas frecuentemente a maniobras defensivas: cuando se defiende de su homosexualidad, miente, cuando se defiende de sus deserciones, miente, cuando se defiende de sus destierros, miente, cuando se declara conde, miente...

Nicolás Rosa (muy joven)

Utiliza la mentira para defenderse de la vergüenza que le producen el miedo y la culpa, la utiliza como un instrumento a veces doloroso, otras veces humorístico, otras más sarcástico, pero siempre deja alguna rastro para que los demás sepan que está mintiendo y, por si eso no fuera suficiente, él mismo se desmiente; es un mentiroso al que le complace decir la verdad.

Aunque éste es un rasgo complejo de la personalidad de Gombrowicz podríamos decir como primera aproximación que él se somete al recurso de la confesión con el propósito deliberado de aliviarse de le culpa que le sobreviene cuando miente. Ni por un momento debemos olvidar que aunque Gombrowicz había perdido a Dios seguía siendo un hombre religioso, si bien que muy lejos de las actitudes sagradas y de la obediencia ciega características de los religiosos. No es por el lado de la pose, de la impostura o de la mentira que podemos acercarnos a Gombrowicz.

Ese hombre, con un punto de vista moderno y ateo, que tanto desconfiaba de las ideologías y de la cultura, que nunca se valió de Dios ni siquiera por cinco minutos, debe ser interpretado en otra dimensión. La mala fe de la que se lo acusa va más allá de la simple mentira cínica, es como si se lo estuviera acusando de negar la propia verdad, de engañarse a sí mismo, como si su mala fe fuera una fe.

Si bien es cierto que las concepciones de Gombrowicz son divergentes en muchos de sus puntos con las del existencialismo, no lo son tanto en su pretensión de llegar a ser una descripción moral del mundo, porque esta descripción nos revela el sentido ético de los distintos proyectos humanos. Ambas concepciones intentan llevar al hombre a la renuncia del espíritu que le concede al mundo más realidad que al hombre, y que considera al hombre como un resultado del mundo, un espíritu que los existencialistas llaman “espíritu de seriedad”.

Es tan tentadora la actitud reduccionista de los hombres de letras argentinos que nos permite entender a Gombrowicz con una sola idea, que a mí hace tiempo se me está ocurriendo también escribir sobre otra de sus características más sobresalientes a la que podríamos denominar el complejo de Eróstrato; con la utilización de este complejo llegaríamos a comprender no sólo la obra sino también la mismísima vida de Gombrowicz.
Eróstrato era un pastor del Éfeso que, queriendo hacerse célebre, incendió el templo de la diosa Diana, una de las siete maravillas de la antigüedad. Gombrowicz tenía una intención parecida a la del pastor griego, pero en vez de incendiar templos se dedicó a desmontar todas las posiciones de la cultura para alcanzar la grandeza.

Cuando había terminado de poner en orden estos pensamientos en un gombrowiczidas que inmediatamente hice conocer a los miembros del club, la Flauta Traversa me informó que un doctor en semiótica de marca registrada estaba escribiendo un libro al que había dado en llamar “El Impostor”, un nuevo intento de los hombres de letras hispanohablantes de poner a Gombrowicz en la caja del poseur.

Otro ensayo más sobre Gombrowicz que, según me parecía a mí aún sin conocerlo, debía seguir la misma línea standard del Asiriobabilónico Metafísico, del Pato Criollo y del Buey Corneta . El afamado doctor en semiótica de marca registrada le estaba preguntando a la Flauta Traversa si yo podía colaborar con él en la realización de este proyecto, una colaboración que le presté en forma inmediata.

El Rosado se estaba convirtiendo de esta manera en un gombrowiczidas de última generación, por lo menos en cuanto miembro de la logia infusa y esotérica de nuestro club. Pero unos días después de esta aproximación al mundo de los gombrowiczidas el Mafioso me anuncia la muerte del Rosado.

“Ha desaparecido, o sea, ha muerto. Ha muerto de repente y ha desaparecido tan completamente como si una mano se le hubiese llevado de entre nosotros (....)”

“Y, sin embargo, en una aplastante mayoría, todos nosotros (...) nos estamos muriendo. Gente que ya ha traspasado la barrera de los cuarenta, que se está acabando poco a poco, cada año un año más viejos”

La Flauta Traversa admiró y quiso al Rosado con un afecto intensísimo, una admiración sólo comparable a la que tenía por Lamborghini.
“(...) Nicolás Rosa, la única persona –después de mi padre– que me reta y logra que me ruborice, ‘Seguí con tus bodrios perdularios’ o su maravilloso ‘Podés callarte, Milita’, aunque yo no esté hablando (...) me parece todavía increíble que Nicolás no esté, que no vaya a estar, que no estemos. Me despierto todas las mañanas con la vida entera que me pasa por la garganta y Nicolás ahí dando vueltas desde temprano (...)”

“¡Es terrible su presencia! (...) alguien que me hacía bajar la cabeza con pudor al tiempo que lo trataba como un igual (...) Hace treinta años yo quería estudiar lingüística y me hablaron de Nicolás. De entrada supe que no iba a ‘aprender’ lingüística, que ahí había algo más, algo que ninguno de los dos abandonaría y que se había intensificado en los últimos años: la excentricidad en sentido estricto, como ‘fenómeno moral’, como piensan los ingleses... (...)”

“(...) Nicolás Rosa se preguntaba en los últimos tiempos si era un escritor, y se respondía que sí, al tiempo que quería esa corroboración de alguno de nosotros.. Nunca le dije que era un escritor porque Nicolás no escribía en sus escritos sino que su obra literaria era histriónica (su voz subía, se estrangulaba, se perdía, llamaba a la sospecha, etc., sus miradas eran impagables, también) y era en la oralidad donde para mí se expresaba (...)”

“Claro que eso se puede ‘anotar’, registrar, escribir, pero Nicolás no lo hizo. Cuando escribía su obra pensaba pensando, cuando se manifestaba en sus clases, en su conversaciones, dejaba caer las hilachas de su pensamiento, los restos del naufragio y más bien importaban sus reacciones, sus movimientos, la deriva de su pensamiento entrecortado, encubierto, poco claro pero rotundo, iluminador, inconexo si se quiere incluso. Era ahí cuando toda su eficacia de escritor salía a relucir y dejaba patitieso con su originalidad a los que podían soportar esa deriva esperando una cosita para llevarnos a casa, que siempre llegaba y era genial (...)”

En las vísperas de la muerte el Rosado le pidió a la Flauta Traversa que me hiciera conocer su reconocimiento por la ayuda que le había dado para escribir “El Impostor”, un libro que algún día leeremos.

“Nos gusta reposar en la compañía de nuestros semejantes... Siendo miserables como nosotros, impotentes como nosotros, no nos ayudarán... Moriremos solos. Por consiguiente, deberíamos obrar como si estuviéramos solos. Deberíamos buscar la verdad sin vacilación...”

ver La identificación de los apodos y de la actividad

Juan Carlos Gómez

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