Gombrowiczidas 

Witold Gombrowicz y George Berkeley
Juan Carlos Gómez

Una noche, en la Fragata, el Alemán y Gombrowicz discutían acerca de si la reducción eidética de Husserl era la condición que hacía posible la reducción trascendental, es decir, la fenomenológica. De repente, Gombrowicz nos propone que miremos la puerta y que tratemos de presentir lo que ocurrirá en el instante siguiente, que de esta manera nos convertiríamos en el ente que transforma lo desconocido en conocido: –¿Eh, Gombrowicz, qué tiene que ver esto con la reducción eidética?; –No, nada, es una idea de Berkeley.

George Berkeley

Witold Gombrowicz

Después de aquella noche en muchas otras ocasiones nos propuso que entráramos en este trance metafísico temporal, un trance que está muy relacionado con sus concepciones del tiempo y del yo.

“Desde hace algún tiempo (y quizá a causa de la monotonía de mi existencia en Salsipuedes) me invade una curiosidad que jamás había experimentado con una intensidad tan acusada, la curiosidad por lo que va a ocurrir dentro de un momento. Ante mis narices hay un muro de tinieblas del que surge el más inmediato 'en seguida' como una amenazadora revelación. A la vuelta de esta esquina...¿qué habrá? ¿Un hombre? ¿Un perro? Y si es un perro, ¿con qué forma, de qué raza? Estoy sentado a una mesa y dentro de un instante aparecerá una sopa, pero...¿qué sopa? Esta sensación tan fundamental hasta ahora no ha sido debidamente tratada por el arte: el hombre como un instrumento que transforma lo Desconocido en lo Conocido no figura entre sus protagonistas principales”

Este paso de lo desconocido a lo conocido es una idea recurrente de Gombrowicz que se encuentra presente en toda su obra creativa, pareciera que su mundo funcionara efectivamente como el de Berkeley. El obispo irlandés, con una audacia extraordinaria, plantea el problema de la existencia de una manera increíble.

“Existo yo y lo que yo percibo, pero más allá de lo que yo percibo no existe nada de nada”

Visiblemente, hay aquí un terrible juego de palabras, porque la mente humana espontánea y naturalmente es realista, es decir, pone primero la existencia en sí y por sí de las cosas, y luego su percepción por nosotros. Pero Berkeley afirma sin embargo que la tesis natural es la suya, porque ser es precisamente ser tocado con las manos, ser visto con los ojos y ser oído con los oídos.

El idealismo subjetivo de Berkeley tiene un parentesco con la actitud fundamental de Gombrowicz: el agrandamiento del yo, tanto es así que Gombrowicz se puso más allá de la muerte. Él siente que su rasgo más distintivo respecto a los demás es la importancia que le ha dado a su persona.

“Me agiganto, ¿hasta qué límite? (...) ¿Podré morir como los demás?, ¿y cuál será después mi suerte?”

Esta función de agrandamiento del yo no le puede ser indiferente a la naturaleza, así que supone que su suerte después de la muerte deberá ser distinta a la de los otros. La importancia que le da a su yo en el “Diario” es continua y no tiene altibajos, su yo no podía crecer ni siquiera un milímetro más por la forma que le da a este género literario desde la primera página: lunes. Yo; martes. Yo; miércoles. Yo; jueves. Yo.

Una actitud tan drástica sólo la podemos encontrar en Fichte que concibe el yo como la realidad anterior a la división entre sujeto y objeto, como la realidad que se pone a sí misma y, con ello, pone a su opuesto, es decir a lo que no es yo, al no-yo

“La elección que haré está vinculada con el lugar que ocupo en el mapa literario mundial. Estoy en el punto donde se desencadena la lucha por defender el Yo, donde ese Yo tiende a afirmarse y a intensificarse, en busca de la Inmortalidad”

Milosz dice que Gombrowicz se consideraba tan gran escritor que los demás no podían llegarle ni a la suela de sus zapatos. Si el mundo existe como yo lo percibo o como una realidad anterior a la división entre sujeto y objeto, no son asuntos que le hayan quitado el sueño a Gombrowicz, pero sí se lo quitó la consecuencia que se desprende de ellos: el carácter originario de su yo.

El yo es una idea poderosa porque es el origen de todas las cosas, y también por la grandeza que puede alcanzar ese yo en la forma de una personalidad. Que el yo sea el origen de todas las cosas es una cuestión a la que le sale al paso Martín Buber cuando lee “El casamiento”.
“Si, no obstante, lo que ocurre, sucede no entre M y N, sino entre M y un mundo cuya existencia está en el poder de su imaginación, el resultado puede ser irónico o paradójico, satírico o burlesco, todo menos dramático. No existe drama donde la resistencia del otro no es real; el psicodrama no es un drama porque el otro que se encuentra en el fondo del alma, como espejismo o imagen, no es y no puede ser una persona”

Ninguno de los protagonistas de la obra de Gombrowicz tiene grandeza, el autor no permite que la tengan, la grandeza la reserva para su obra, es decir, justamente para el autor, es decir, justamente para su yo.

Una crítica frecuente que suele hacérsele a Gombrowicz es la importancia que le ha dado a su yo en los diarios, pues el yo de Gombrowicz y Gombrowicz son una y la misma cosa aunque a veces no lo parezca.

En los diarios su egotismo se vuelve consciente, metódico, disciplinado, altamente desarrollado y distante, es decir, objetivo. En esta cuestión del ego, yo me pongo del lado de Gombrowicz y de Berkeley, sólo podemos ver el mundo con nuestros propios ojos y pensar con nuestra propia razón, siendo ésta una condición que no pueden sortear ni los grandes ni los pequeños.

Si alguien reconoce la superioridad de otro lo hace sólo con su propio juicio. El hecho de que cada uno de nosotros quiera ser el centro del mundo y su propio juez choca de manera evidente con el objetivismo que nos obliga a reconocer mundos y puntos de vista ajenos. Pero el punto de partida de Gombrowicz, como también del existencialismo, no es el objeto sino el sujeto. Gombrowicz le da un lugar especial a las transacciones entre el ego y el alter ego en “Yo y mi doble”, un relato fascinante.

“Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río”

Cuando Gombrowicz miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.

O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia.

Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás,  sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos.

Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón.

Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, la de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino.

Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando.

El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado.

Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato el protagonista se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente al ectoplasma, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró.

Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él.

Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.

Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma.

Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas  ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo.

Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual.

Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino.

La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero la palabra 'ser' sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.

“No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir”

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Juan Carlos Gómez

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