Gombrowicz, este hombre me causa problemas
Juan Carlos Gómez 

Dedicatoria

 

 

Yo no sé por qué o para qué escriben los escritores, yo no soy escritor.

Este libro lo escribí para transformar un poquito el mundo, para que los argentinos y los polacos que lo lean sean un poquito mejores después de haberlo leído.

A los polacos, a todos los polacos, a los polacos de Polonia y a los polacos de la Argentina, mi infinito reconocimiento: fueron ustedes los que alentaron y protegieron todos mis sueños del centenario, y es a ustedes a quienes dedico este libro.

 

Prólogo  

 

La acusación de poseur vuelve una y otra vez en Gombrowicz, en sus regresos sinuosos se hace proteica, omnipresente. Puede adoptar el disfraz de la desmentida, ya sea en boca de Gombrowicz (“soy auténtico”), ya en la de sus lectores (“es ficción”), pero la desmentida se anula en su propia enunciación, pues la única verdad del poseur es su mentira. O bien se la puede justificar por razones de estrategia: la pose es la verdad provisoria que sirve, así sea por un instante, en la guerra contra la esterilizadora autosatisfacción burguesa. Mejor aún: se la puede tematizar, de modo de volverla el motor que hace avanzar la acción de las novelas y el teatro o la reflexión de los ensayos. Como sea, la acusación de poseur enlaza la vida y obra de Gombrowicz. No hay testimonio biográfico que no la roce, ni página de sus libros que no esté magnetizada por ella.

 

De eso se trata la tematización, después de todo: de llevar la vida a la obra, o los contenidos a la forma, y viceversa. De darle un matiz ligeramente obsesivo a ciertos temas, no a todos, de modo de llamar la atención sobre ellos, y volverlos “ideas”. El poseur es un tema privilegiado en Gombrowicz porque funciona tanto en la forma como en el contenido, y hasta puede estar en las dos caras del discurso al mismo tiempo. La ambigüedad del poseur empieza en su propio concepto, que es tanto “idea” filosófica como formato literario.  

Esta simultaneidad produce un eco que suena a maniobra defensiva, a “la mejor defensa”: mientras lo están acusando, él está montando una desmesurada ofensiva acusatoria, en otro plano, un plano que engloba en su curvatura todos los planos. ¿Quién acusa a quién? Más que un proceso de unos contra otros, es una sospecha instalada en un proceso vital.

 

¿De qué se trata? De una cierta falta de naturalidad, un hueco inasible que se desplaza entre el sujeto y el objeto. Es una vigilancia, relacionada con la inteligencia, o condición de la inteligencia. Está diciendo que hay que ser muy tonto para seguir creyendo, a partir de cierta edad, en una naturalidad lisa y constante.  

Hay una visita, una conversación, una comida, un gesto, un crimen, un amor... ¿Son eso que parecen ser, o son su representación? ¿La vida está adherida a la vida en todos sus puntos, o hay una distancia? Y si es una representación, ¿qué representa? A esta pregunta debería responder, como a todas las demás preguntas, la inteligencia; pero la sospecha de las que nacieron las preguntas tiene que ver más bien con la locura, o con una cierta clase de locura tradicionalmente ligada a la creación artística.

 

Así nace un consorcio turbio de locura e inteligencia, de razón y sin razón confundidas y solapadas, sin fronteras claras, en el que prospera el poseur. La sospecha llega a su apoteosis. El artista crea despegando el mundo del mundo en ciertos puntos clave, creando representación donde sólo había, o debía haber, realidad.

 

Es un  sistema abierto y cerrado al mismo tiempo. La locura es autosuficiente; la inteligencia se abre a la confirmación ajena. El núcleo inestable de la contradicción es la singularidad histórica, encarnada en un escritor, el escritor polaco argentino Gombrowicz en el momento en que lleva a cabo su “jueguito” filosófico-literario en un café, a fines de los años cincuenta, con un joven interlocutor.

 

El “jueguito” fue un juego de ideas cuyo respaldo era una obra literaria hecha adrede para desprender las ideas del consenso común.

 

Entre los dos que lo jugaban, haciéndolos reales y distintos, se interponía la sospecha de inautenticidad, paradójica garantía de que no se trataba de una alucinación.

La obra literaria de Gombrowicz se hace necesaria por esa vía: es la invención, irremplazable, de las fábulas en las que se pone en escena la sospecha. La sospecha es sospecha de que la realidad es literatura, y, como en una farsesca versión del argumento de la existencia de Dios (“si puede existir, tiene que existir”), la literatura “tiene que existir”.

 

Pues bien, si la inteligencia es un epifenómeno de la falta de naturalidad, lo que desencadena la inteligencia es la mirada del otro. La necesidad de un interlocutor es una constante en Gombrowicz; en la vida, busca un interlocutor de la conversación, de una conversación inteligente; en la obra, inventa un espía de lucidez implacable, ligado a la locura por vínculos de engendramiento mutuo.

 

La mirada productora: Gombrowicz la sintió propiedad intelectual registrada de Sartre, pero mientras que Sartre reifica la mirada de modo de volverla objeto filosófico sobre el cual reflexionar, en Gombrowicz la mirada sigue siendo instrumental: creadora de inteligencia, no objeto de ésta. La ventaja incomparable de Gombrowicz sobre Sartre y sobre cualquier otro filósofo es que el filósofo no puede sino manejarse con “ejemplos”, mientras que el artista lo hace con las cosas mismas.

 

El combustible de esta máquina es la heterogeneidad. Las distancias entre sustancias y cualidades, por pequeñas que sean (y cuanto menores y más sutiles, mejor), son objeto de una gozosa contemplación estética. La distancia no se salva nunca. Por ejemplo la distancia social de los linajes (de ahí el snobismo gombrowicziano).

 

La distancia es necesaria para la mirada. La mirada de la que se ocupa el filósofo, en el intercambio trivial de ejemplos, constituye el sujeto auténtico. La mirada gombrowicziana, proveniente de la necesidad esencial de la literatura, constituye el sujeto sospechoso del poseur. De pronto, el sujeto se ha vuelto representación de un sujeto.

 

La forma privilegiada de la heterogeneidad en Gombrowicz es la que separa la acción de la imagen. En sus ficciones, las acciones se vuelven imágenes por efecto de la mirada, y en esa transformación pierden el sentido que tenía y quedan libradas a nuevas interpretaciones. La imagen (y ésta es la condición que la hace imagen) se independiza del sentido que la produjo.

 

Entre la acción y la imagen, está la situación. Antes e la emergencia de la imagen, la acción debe estructurarse en una situación.

 

Ésta es interpersonal, doblemente cargada de sentido. Es decir, no sólo el sentido por acumulación de lo sucesivo (de A sale B, de B sale C, de C sale D... por ejemplo: la Traición engendra la Venganza, la Venganza engendra el Crimen, el Crimen engendra el Castigo) sino una sobrecarga que detiene el curso de las cosas (el Traidor, el Vengador, el Criminal, el Verdugo, se contemplan desde los vértices de una figura geométrica torcida e inestable).

 

La situación se plantea como coincidencia. El tiempo coincide con el espacio, y se vuelve “tiempo real”. Está pasando al mismo tiempo que pasa. Justo cuando había llegado a convencernos de que todo es representación, nos revela que no hay representación.

 

Para que haya coincidencia tiene que haber elementos heterogéneos que coincidan. El horizonte de la heterogeneidad en el arte es la distancia vida-obra.

 

Pero distancia es también articulación; lo que establece la distancia es la mirada, y la distancia hace necesaria la mirada para aprehender los objetos heterogéneos.

 

Ahí aparece el poseur, él mismo heterogéneo respecto de la acción, y hasta de la situación. El poseur falsea la situación, le quita su condición de genuina expresión de un estado de cosas. Introduce las interpretaciones delirantes.

 

El “tiempo real” se constituye en la devolución de la mirada, en lo simultáneo: la imagen también mira, el poseur mira. El poseur es el hombre-imagen, el hombre que deliberadamente, por ansia de libertad, se hace imagen, crea mirada en los otros, y con ello produce libertad, al interrumpir el sentido social establecido y previsible.

 

Al renunciar a su autenticidad, el sujeto se hace otro sujeto; nunca será “objeto” de nadie porque no se somete al juicio, sino apenas a la sospecha.

 

En la comedia teórica del poseur, la representación se pone en el trance de representarse a sí misma, y en el vertiginoso juego de espejos aparece Goma. El “fiel” Goma. El adjetivo se refiere a la calidad del reflejo, pero en su origen histórico aludía a la puntualidad de Juan Carlos Gómez a la cita cotidiana con el Maestro. La puntualidad es una forma de la simultaneidad (para ser puntual se necesitan dos), y ésta es la que establece el “tiempo real” en el que se encuentran inteligencia y locura.

 

La figura de Goma es la más misteriosa del mito Gombrowicz. “Goma o la Inteligencia”. Así podría titularse este drama, como esas viejas piezas tipológicas francesas. En efecto, sus personajes juega a una exacerbación de la inteligencia, a una emulación en broma que no puede hacerse si no en serio.

 

Extraen del pozo de la locura el agua clara de las ideas, que salen en forma de temas. Y todos los temas se resumen en el tema del Eros de la creación, y de la vida. El interlocutor heterogéneo es de rigor, porque erotizar la inteligencia significa ponerla en dos cuerpos distintos: un viejo y un joven, un extranjero y un nativo, y la final un muerto y un vivo. Antes que todo eso: un escritor y un no escritor.

 

El argentino y el extranjero: el poseur asciende un escalón más en lo concreto de la realidad al desterrase. Si bien suele hablarse del exilio como de un universal del que se predican angustias y productividades, no se lo puede generalizar porque es un producto biográfico de la Historia. El desterrado hace una construcción imperfecta, arma un país con los fragmentos de otro.

 

Es un trabajo parecido al de construir la felicidad, que se arma con fragmento de otras vidas, fragmentos cuyos bordes nunca coinciden exactamente.

 

El viejo y el joven: Gombrowicz lo dijo: “El hombre no quiere ser Dios. El hombre quiere ser joven”. El deseo niega lo general abstracto a favor de lo particular concreto, que es un joven. Al joven le falta experiencia histórica, no ha tenido tiempo de desterrarse, sigue en el campo familiar del sobreentendido de la inteligencia. Es un inocente que no puede sino generalizar, de ahí que a veces parezca una versión de Dios.

 

El muerto y el vivo son la última y no definitiva pareja en el diálogo, la más específica de la literatura. La Vida-y-Obra de un escritor es una trinidad, porque la muerte es una de sus premisas. Gombrowicz se fue de la Argentina, envejeció y se murió.

 

Se esfumó de la vida de Goma, y su desaparición proyectó una larga sombra retrospectiva de sospecha sobre la puntualidad que había regido la conversación. El poseur se revelaba fantasma a priori. El “jueguito” entre Maestro y Discípulo no pudo prolongarse porque había sucedido en el “tiempo real”. Por ser real, el tiempo siguió pasando, pero el diálogo persistió, porque había estado antes del tiempo, creándolo. Aquí “diálogo” es sinónimo de “amistad”, esa hermana de la inteligencia. Si la filosofía nació, como suele decirse, de la amistad, este libro de la inteligencia que ahora escribe Goma es un libro de filósofo. Se me ocurre que, en el campo de la fábula, la diferencia entre literatura y filosofía es que en la primera mueren todos salvo uno, que es el que cuenta el cuento; en la segunda sobreviven todos menos uno, que es el tema de otra especie de cuento. Ese muerto, el fantasma en cuestión, es Gombrowicz el poseur, que usó su genio para hacerse sospechoso. Y la sospecha es irreversible, ella también hace real el tiempo: no se vuelve atrás a un mundo de sentido pleno y confiable. No hay más remedio que seguir adelante, y el impulso infinito hace de Goma, que era el no escritor por excelencia, un escritor.

 

 

                                                                                                                           César Aira

Presentación argentina

 

No es fácil presentar un libro propio, porque, ¿dónde se puede apoyar uno para tomar distancia? Además, Polonia se ha poblado de gombrowiczólogos, críticos, historiadores y profesores de literatura que destriparon a Gombrowicz y lo siguen destripando sistemáticamente, con una fijación enfermiza. Entonces, ¿qué se puede decir de nuevo?

 

Los profesores polacos profundizan la crítica de su obra, y la crítica de la crítica, yo presento su obra; son cosas distintas. Gombrowicz, este hombre me causa problemas lo deja tranquilo al Polaco, aunque tiene una característica personal que no puedo ocultar: como fondo, en cada uno de sus capítulos aparece nuestra relación, que después de medio siglo sigue siendo apasionada.

 

Con el transcurso de los años fui sacando en limpio que los análisis que se hacen sobre Gombrowicz producen confusiones a las que no poco han contribuido sus propias interpretaciones. Y si esto es así, no es porque todo el mundo sea crédulo, debe haber algo en su misma naturaleza que produce esta aberración.

 

Aunque no era un pensador en el sentido estricto de la palabra, él se calificaba a sí mismo como poeta, se ocupó toda su vida en lidiar con las ideas, y la forma más elegante que encontró para debilitarlas fue borrarles los contornos. Sus propios pensamientos están esfumados, sus ideas sobre la forma y la inmadurez son como anguilas a las que es muy difícil apresar.

 

Un rasgo muy característico de su personalidad queda expresado en este pensamiento: “Tengo que confesar, además, que yo era diferente con cada uno de ellos, al punto que nadie sabe cómo soy yo en realidad (...)”. Tenemos que preguntarnos entonces si Gombrowicz quería realmente ser comprendido, o si sólo quería ser un enigma.

 

Por otra parte, la actividad de interpretar es muy engañosa, no tanto cuando nos ocupamos de la naturaleza, de los objetos de la ciencia, como cuando tratamos de comprender un fenómeno tan vinculado a la vida como es el arte; entonces la barranca se hace cuesta arriba. Gombrowicz pensaba que la primera aproximación a un texto no debía ser demasiado profunda, que sólo de a poco se debe buscar la profundidad, si es necesario.

 

Hay que tener como principio que si se puede acceder a una obra mediante una interpretación simple, se debe prescindir de la difícil.

 

La cuestión que quedaría para resolver es cómo se puede acceder al mundo de Gombrowicz mediante una interpretación simple.

 

Algo que se me fue poniendo en claro cuando empecé a escribir Gombrowicz, este hombre me causa problemas es que cuando me alejaba de sus textos o lo interpretaba, como lo hice en “Gombrowicz está en nosotros”, me aparecía un Gombrowicz, pero pasado por mí, un GOMbrowicZ-GOMeZ, y yo quería que apareciera un Gombrowicz, pero pasado por él. Entonces empecé a hacer un trabajo de ida y vuelta.

 

Cuando la actividad de escribir me empujaba a la interpretación, me volvía para presentarlo con mis propias palabras, y cuando mis propias palabras tomaban el camino de la explicaciones, me pegaba al texto de Gombrowicz. Esta especie de péndulo aparece en los doce capítulos, y de este trabajo de composición, con todas estas idas y vueltas, espero que haya resultado un Gombrowicz más diáfano, más sincero y menos artificial que el que fabrican los gombrowiczólogos.

 

Este libro tiene doce capítulos. Los títulos de estos capítulos se me fueron imponiendo por sí mismos de una manera natural al seleccionar los fragmentos del Diario, y esto sin que yo supiera de antemano ni cuáles iban a ser sus contenidos ni cuál iba a ser su cantidad.

 

Los contenidos me fueron surgiendo de una manera espontánea, pues me eran dictados por la propia estructura de las ideas de Gombrowicz, pero, ¿y la cantidad?

 

Los títulos que se me aparecieron son doce, y las únicas cantidades de doce que recuerdo son: la de los Apóstoles, la de los signos del Zodíaco, la de las categorías de Kant, y la de los meses del año. Agrupé entonces los temas de los capítulos según el orden kantiano y los ordené alfabéticamente como el idioma español manda.

 

Gombrowicz, este hombre me causa problemas fue escrito con el amor que un amigo tiene por otro, pero sin ninguna actitud reverencial. Les abrí las puertas a sus luces y a sus sombras pues, al fin y al cabo, no era nada más que un hombre.

 

Y cuando a veces sentía que su “fiel Goma” lo estaba traicionado, Gombrowicz mismo venía en mi ayuda para recordarme que la lealtad tiene tan sólo una función limitada, mientras que el talento debe aspirar al infinito: “Si Colón hubiera sido demasiado leal con el huevo, no hubiera descubierto América”

 

Presentación polaca

 

El centenario de Gombrowicz me está dando bastante trabajo. Termino de escribir un texto en el que fui guiado por las cartas argentinas y europeas que nos escribió entre 1957 y 1969, y ya estoy metido otra vez en un nuevo lío, pues ahora es el Diario el que me está empujando la mano. La cartas europeas las dividí en doce temas, porque no quería que esta cantidad fuera mayor, pero tampoco menor, que el número de las categorías kantianas. Así que, siguiendo las leyes de la analogía y de la simetría, como diría Gombrowicz, el Diario también lo voy a dividir en doce temas.

 

El problema que me presenta el Diario es más peliagudo que el de las cartas, por tres razones principales: la primera, que las cartas están dirigidas a nosotros, y el Diario al mundo; la segunda, que las cartas, si bien literarias, son más concretas y privadas que el Diario, aunque el Diario también aspira a la mano de las diosas de la concreción y la privacidad; la tercera, quizás la más importante, que en el ensayo sobre las cartas estaba transcribiendo fragmentos enteros de esos textos inéditos (sólo fragmentos glosados, pues la viuda no autoriza la publicación de las cartas completas), que me ayudaron a llenar el espacio en blanco. Lamentablemente para mí, no puedo ahora darme el lujo de ponerme a transcribir muchos párrafos del Diario, como hicieron ustedes en Autobiografía póstuma. En primer lugar, porque ya están publicados, y en segundo lugar, por un anatema que lancé hace mucho tiempo, anatema según el cual jamás leeré el ensayo de un autor en el que más del treinta por ciento de sus palabras esté constituido por la transcripción textual de la obra editada que el autor analiza o glosa.

 

Lejos de guiarme por la inspiración, como hacía Gombrowicz cuando se ponía en trance de crear, los temas en este caso me fueron apareciendo como una parte de la estructura del Diario, y aunque más variados que los doce títulos que les puse, están agrupados de una forma más o menos lógica y ordenados alfabéticamente como el idioma español manda: del Aburrimiento, de la Argentina, de las Bellas artes, de la Ciencia, del Dolor, de la Historia, de la Literatura, de las Obras, de Polonia, del Snobismo, del Tiempo y del Yo.

 

Los títulos, lo reconozco, puede que sean un poco caprichosos.  

Gombrowicz, este hombre me causa problemas

del Aburrimiento

 

El aburrimiento en Gombrowicz es un sentimiento que tiene mucha im­portancia, pues aburrimiento y diversión formaban un par dialéctico siempre presente en su vida y en su obra. Recuerden ustedes que no se can­saba de decir que nunca había terminado de leer un libro porque se a­burría, que la relación sexual con la mujer le resultaba tediosa, que el peor género literario era el aburrido. ¿Por qué le tenía tanto temor al aburrimiento? El aburrimiento para Pascal, de igual modo que la na­da para Sartre, es un sentimiento fundamental que nos remite al Ser, pues ese talante del ánimo no tiene un objeto singular y preciso; cuando estamos aburridos, no lo estamos de esto o de aquello, sino de todo.

 

Pero el aburrimiento de Gombrowicz era más un acontecimiento social que metafísico, acontecimiento que él combatía con el humor, la diversión y la risa. Los personajes de sus novelas se hacían cargo del aburrimiento cuando se presentaba, amasando bolitas de pan o mirándose los zapatos, por ejemplo, y él mismo, en la vida real, se las arreglaba como podía. A veces en el Rex, especialmente cuando estaba a solas con el Alemán, la conversación se les agotaba y empezaban a aburrirse de lo lindo. En una situación normal y entre personas normales, este problema se hubiera podido resolver fácilmente dándose las buenas noches y despidiéndose hasta el día siguiente. Pero Gombrowicz no se retiraba, porque todavía no había llegado la medianoche y, además, porque esperaba que la llegada de algún otro contertulio rompiera el maleficio. El Alemán se quedaba porque era fiel y muy vergonzoso, le parecía inmoral dejar al amigo solo. En más de una ocasión Gombrowicz me llamó por teléfono a casa para que lo auxiliara, urgiéndome para que fuera al Rex y lo ayu­dara a resolver esa situación incómoda.  

El aburrimiento en la literatura era indigerible para Gombrowicz. Hacía esfuerzos, pongamos por caso, para leer debidamente El proceso de Kafka, y a pesar de que reconocía el valor de sus metáforas geniales atravesando las nubes del Talmud, no había caso, le resultaba terriblemente aburrido, superaba sus fuerzas. Como todos sabemos, Gombrowicz tenía presentimientos proféticos y auguraba que iba  a llegar un día en que la historia nos explicaría por qué esos libros tan aburridos y no leídos han pesado tanto en la literatura del siglo XX. Confesaba a menudo que por seguir los santos dictados del principio de jerarquía había tenido que leer e interrumpir la lectura de libros que le producían un tedio mortal, obras que nacían carentes del sex appeal artístico. Las inspiraciones que, a su juicio, podían romper este círculo vicioso en el que el valor tomaba su savia vital del aburrimiento había que buscarlas en la inmadurez, el infantilismo, y el desclasamiento, es decir, en la mezcla de las clases sociales. En este punto señalaba al marxismo, que proponía modificar la condición del escritor, sometiéndolo al proletariado; claro que por la vía de una teoría seca y burocrática de la que finalmente surgió la literatura más aburrida de la historia. Ese plan de batalla para apartar el aburrimiento de las bellas artes, una alocución mediante la cual convoca a los artistas a enamorarse de la inferioridad, es, ni más ni menos, el programa de acción del héroe de Ferdydurke.  

El aburrimiento en la vida pública y la evolución psíquica de la historia polaca seguían un rumbo totalmente distinto del que él había elegido. La seriedad y pesantez de una generación que aspiraba a cubrir necesidades elementales se contraponían dramáticamente con su physique du rol, un exponente del lujo y la diversión, y otra vez su elan profético lo hacía sentir puesto ya en un futuro en el que la diversión se iba a convertir en una necesidad elemental. Gombrowicz pensaba que tanto en el arte como en la vida, el humor y la risa eran las armas con las que había que combatir las circunstancias dolorosas (entre las cuales se encontraba también el aburrimiento): energías capaces de liberar al hombre de sí mismo y de salvarlo. Para los polacos la receta era más concentrada aún, pues tenía que atender a una situación catastrófica: la risa no podía ser espontánea, tenía que ser premeditada, el humor tenía que aplicarse con toda seriedad y fríamente a la naturaleza de la tragedia polaca, y tanto el humor como la risa debían dar cuenta del mundo hostil, de lo más querido, y de uno mismo.  

Como todos sabemos, Gombrowicz consideraba la escuela (colegios y universidades) y sus productos (los profesionales y sus mujeres) como una fuente inagotable de aburrimiento. Hombres autosuficientes, de un nivel desastroso, especialmente los ingenieros: jóvenes convertidos en cretinos por una fabricación seriada, tediosos a más no poder después de que les llenaban la cabeza con pseudo conocimientos, operación mediante la cual perdían irremediablemente el carácter, la razón, la poesía y la gracia. Cuando se ponía él mismo en tren de educador (las clases de filosofía para las damas polacas) les advertía a sus alumnas que no se fiaran demasiado de él, podía mentir o burlarse de los estu­diantes, de sus enseñanzas y de sí mismo.  

En medio de cierta angustia producida por los días finales antes de su partida, cuando apresuradamente se despedía de las personas y de las cosas, también trataba de divertirse. Desde que lo conocí, en el año 1956, hasta que se fue, en el año 1963, la fama y la gloria de Gombrowicz fueron creciendo en forma paulatina, a punto tal que se podría decir que cuando dejó la Argentina tenía más de la mitad del camino hecho, pero en Europa. Mientras que en París, Roma, Berlín y Londres, el cuadrilátero de la cultura, publicaban sus obras y empezaban a considerarlo como uno de los fenómenos más singulares e importantes de la literatura moderna, la intelligentsia de Buenos Aires no sólo no reconocía sus méritos sino que ni siquiera estaba enterada de lo que pasaba en el cuadrilátero, y cuando Gombrowicz hacía algún intento desganado para que se supiera algo de lo que estaba ocurriendo con él, pensaba que mentía. Sin embargo, hacia el final del periplo argentino algo se había filtrado y empezaban a aparecer algunas notas en las que se hablaba del deslumbramiento europeo.  

Yo creo que Gombrowicz hacía mucho tiempo que esperaba ese momento, una venganza;  sabía que llegaría a ser alguien para la Argentina, tenía la seguridad de que esos veinticuatro años empezarían a volverse interesantes para un conjunto de intelectuales nacidos y por nacer de este lado del océano, y que su vida y su obra, con el tiempo, crecerían finalmente en el corazón de estos argentinos esquivos. Mientras ese momento llegaba, Gombrowicz se divertía y estimulaba a algún periodista amigo para que publicara alguna nota destacando su situación estrafalaria y situándolo, por ejemplo, en algún balneario brasileño de mo­da, seduciendo a famosas estrellas de cine como Zsa Zsa Gabor. Por aquel entonces llegó a escribir en el Diario: "Me olvidé del asunto de Berlín. Todo anunciaba una diversión formidable, tal como a mí me gus­ta, desconcertante, desequilibradora, a medio hacer".  

¿Y por qué se va de la Argentina con la idea de no volver? Yo creo que por aburrimiento. Frente a la perspectiva europea que le abría la invitación de la Fundación Ford, quizás presintió algo parecido a lo que le escribió a Quilombo unos años más tarde: "Si vos vieses el esplendor de los Alpes Marítimos, de la vegetación, bosques, prados, sol, brillo, aire, mar, rutas magníficas, castillos, burgadas medievales, torres, palacios, Nice, Cannes, Antibes, lujo, hoteles, salones, comi­da, vino, cultura y civilización... Viejo, no hay nada que decir. ¡Es el salón del mundo!" Y la Argentina, frente a esta visión utópica aunque peligrosa, asunto del que tenía plena conciencia, de un día para otro le pareció aburrida. De un solo golpe la posibilidad del tiempo futuro en la Argentina se le agotó, y sus recuerdos se le asociaron de repente con el taedium vitae. Cuando después de algunas idas y vueltas tomó finalmente la decisión de quedarse en Europa, me escribió: "¿Acaso era posible prolongar indefinidamente ese jueguito nuestro en la Fragata?”; no hay forma más clara de expresar una perspectiva de aburrimiento que ésta.  

Claro, a mí Gombrowicz se me aparece un poco como ese pasaje de Transatlántico donde le aconsejan que se presente a la legación, y que no se presente, que vaya a la guerra, y que no vaya. Se fue de Buenos Ai­res habiendo tomado la decisión de no volver a la Argentina. En Berlín cambió de decisión y empezó a prepararse para volver a la Argentina. Pero en Vence otra vez tomó la decisión de no volver a la Argentina. Algunas personas piensan que Gombrowicz era un hombre que tomaba decisiones firmes y muy bien meditadas. Sí, puede ser que sea así, ma non troppo.  

de la Argentina

 

A partir del amor que le tenía, o más bien, del que quería tenerle, se podría decir que la Argentina fue para Gombrowicz un gran campo de maniobras. Polonia, a la que no quería pero quería querer, siempre es­tuvo demasiado cerca, y Europa, al final de su vida, se le vino encima como una especie de ropero demasiado pesado. A mí me parece que la Ar­gentina, en cambio, fue el único lugar respecto al cual Gombrowicz siem­pre pudo tomar distancia.  

En este lugar neutral, como si fuera la mesa de un café, Gombrowicz intentó establecer los límites y darles forma a tres problemas fundamentales, a saber: el problema de descifrar qué fuerzas y qué circunstancias generales y particulares caracterizaban la vida y, muy especialmente, la cultura de un país periférico y subdesarrollado como la Argentina, cuyo centro de atención estaba fuera de ella, situación a la que le encontraba un gran parentesco con su Polonia; el problema de poner en claro si el par dialéctico inmadurez-forma, una intuición que planea sobre toda la obra de Gombrowicz, era una verdadera reducción ontológica del hombre o tan sólo una perogrullada, o una tautología; el problema de encontrarle límites a su homosexualidad, y de ver hasta qué punto esa homosexualidad tenía un derecho más amplio y un valor más general que el de una simple manifestación privada de su vida.

 

No estoy seguro de esto, porque era una persona culta, pero yo creo que en un principio Gombrowicz se imaginó a la Argentina como un país tropical lleno de palmeras, de pájaros multicolores, de papagayos. Un país sin miras de guerras, rico, enorme, despoblado, en contraste con una Polonia que había sido independiente durante veinte años antes de la guerra y que había estallado en llamas junto con toda Europa.  

 

¡Qué alivio! Sin productos acabados como Notre-Dame o el Louvre; pero qué dulce esa sonrisa que no expresa demasiado. Un país que res­piraba la tranquilidad propia de los seres que no tienen nada de qué avergonzarse.

Gombrowicz empezó a escribir sobre la Argentina recién después de haber vivido quince años en ella (un conocimiento que tiene mucho que ver con ese camino de Sísifo que emprendió hacia la madurez cuando sa­lió de Polonia): una Argentina ya perturbada por su mirada y en gran parte creada por él. Siguiendo el trayecto de sus propias revelaciones personales, abre un cuestionario cuyas preguntas, si se responden afirmativamente, coinciden con su programa de ideales: “¿Qué es la Argentina? ¿Es una masa que todavía no ha llegado a ser pastel, es sencillamente algo que no tiene forma definitiva, o bien es una protesta contra la mecanización del espíritu, un gesto de desgana e indiferencia frente a un hombre que se aleja de sí mismo, o frente a una acumulación demasiado automática, o frente a una inteligencia demasiado inteligente, o a una belleza demasiado bella, o a una moralidad demasiado moral?"  

En trance de indagar sobre cuál era el papel que desempeñaba la juventud en su vida y en su obra, algunos de sus pensamientos sobre la juventud argentina no aparecen del todo claros. Es cierto lo que escribe sobre la mediocridad de los salones literarios plutocráticos y su carencia de estilo, pero cuando afirma que en la Argentina sólo la juventud es infalible en cada una de sus manifestaciones, y que sólo el vulgo es distinguido, ¿qué quiere decir? (Porque la juventud es un concepto biológico mientras que el vulgo es más bien una clasificación social.) ¿Nos quiere decir que la juventud de las clases más altas no es infalible, o que la madurez del vulgo es distinguida, o que sólo la juventud del vulgo es infalible y distinguida? Aquí me parece que nos quiere hacer pasar gato por liebre, mientras empieza a preparar de a poco el terreno de la fraternización con el peón.

Es muy cierto lo que afirma de que aquí la forma y la belleza maduran con precocidad y sin dificultades gracias a lo cual en este país no se ha creado una jerarquía de valores a la medida europea, carencia que a Gombrowicz le encantaba; esta lasitud y esta flojedad le permitieron descansar y preservar su genio, un genio que desplegó sus alas en toda la esfera de la creación. Pero los argentinos también sabemos descansar: frente al agotamiento que nos produce el lenguaje público que sirve al espíritu-ritual, retórico y grandilocuente-, nos defendemos con un lenguaje privado con el que nos comunicamos a espaldas del otro y que nos devuelve a la cotidianidad.  

Una característica argentina que le venía muy bien a Gombrowicz, no tanto a nosotros, es una facilidad que proviene del hecho de que no queremos, y por lo tanto no sabemos, sacar provecho de nuestras ventajas. El argentino deja que sus virtudes se queden en su estado natural, no quiere destacarse, y en consecuencia no sabe destacarse, no quiere luchar contra la gente e imponerse, no tiene voluntad de poder; un país poco poblado y carente de dramatismo. Gombrowicz, en lo que a la literatura se refiere, se revolvió especialmente contra sus inspiraciones marxistas y parisinas, dos grandes caracterizaciones de la Argentina de aquellos tiempos. Borges, cosmopolita y refinado, era un ornamento que no podía expresar ni a la juventud ni a la inferioridad. Pero lo que Gombrowicz en verdad le reprochaba era que no había sabido elaborar una actitud personal frente a la cultura de acuerdo a su propia realidad y a la realidad argentina. La docilidad del arte argentino, su corrección, su aire de buen alumno, eran para él un testimonio de la impotencia ante el propio destino. Gombrowicz confrontaba es­ta buena educación con el origen de su propia inspiración-objetos a menudo poco importantes, ridículos y mediocres pero sagrados por la vehemencia con la que los consagraba su alma-, y tomaba partido a favor de su catedral. ¿Qué podía conseguir Ferdydurke en este medio? Un libro que no podía complacer ni al grupo que estaba bajo el signo de Marx y del proletariado ni al que se alimentaba de los refinamientos europeos.  

Gombrowicz, guiado por su inspiración inicial ("Piñera, ¿sabe por qué no retorné a la lejana Polonia? Se ha debido a mis intensos estudios, comenzados el día anterior a la partida del Chrobry, del alma sudamericana...?"), seguía buceando en el corazón de los argentinos, un pueblo simpático, charlatán y quejumbroso, un oligarca orgullosamente asentado en sus maravillosos territorios. La Argentina, igual que Polonia, es un país centrífugo, es decir, con su centro fuera de sí, que ajusta su conducta colectiva a la ley de los soles que la iluminan. De modo que Gombrowicz usó para comprender este país el mismo cedazo del que se valía para dar cuenta de la deformación de los polacos.  

Contrapuso la forma que se expresa en la primera persona del singular, el "yo", a la que se manifiesta en la primera del plural, el "nosotros". A pesar de que la vida fácil lo ablanda, el argentino en la primera persona del singular es humano, elástico y real, con menos lastre histórico que un europeo y, por lo tanto, con una mayor libertad de movimientos. Pero el nivel de este "yo" sólo funciona en los escalones inferiores de la existencia y no en el nivel superior, es decir, en la cultura, la religión, la moral, la filosofía, en esto pasamos al "nosotros". En esta fragua del nosotros consumimos cantidades inmensas de tiempo, fabricándonos nuestra historia. Tiempo perdido, aquí nace una ruina argentina: la sofisticación. Si uno quiere saber quién es, no debe preguntar, tiene que actuar, lo sabrá por sus acciones, o también confesando su impotencia, su dependencia de otras culturas.

Sacando a la superficie esta falta de originalidad, igual que un tímido cuando confiesa su timidez, se puede tomar distancia y liberarse de la debilidad, un método que Gombrowicz utilizaba con frecuencia para convertir su debilidad en fuerza.  

Mientras tanto, nuestros artistas no pueden dar un paso sin bastón, sea el marxismo o París. Así como Borges: un estilista literario que practica la literatura sobre la literatura, no sobre la vida, y cuando a veces se abandona a la imaginación, ésta lo lleva a la región de una metafísica retorcida. Claro, pasó mucho tiempo, medio siglo más o menos, muchas cosas se murieron, el marxismo y París, por ejemplo. Lamentablemente yo no puedo tomar la palabra por Gombrowicz, pero es casi seguro que algo debe seguir oliendo a podrido en la Argentina. Y bien, ¿cuál fue finalmente el resultado del estudio sobre la Argentina que Gombrowicz emprendió en la víspera de su deserción?: "El noventa por ciento de la Argentina se puede explicar con el tipo de vida que lleva, vida que, a pesar de las quejas de sus habitantes, es por lo general fácil en comparación con otros continentes".  

¿Y Ferdydurke?, ¿y su homosexualidad? Asuntos de vital importancia para Gombrowicz, mucho más que la Argentina. En primer lugar debemos recordar que cuando Gombrowicz llegó a la Argentina, se encontraba en un estado de confusión lamentable y todavía no había digerido bien ese Ferdydurke, no sabía si quería ser joven o maduro. Estaba tan trastornado que se enamoró de su propia catástrofe personal como si fuera una ocasión para unirse a la inferioridad en las tinieblas, una liberación. "El tiempo pasaba. Me aproximaba a la treintena, y mi situación en el continente europeo se hacía cada día más penosa". Pero ¿por qué tanta sofocación, por qué esos vapores de la juventud lo mareaban tan intensamente? Yo creo que por la culpa y la vergüenza.  

¿Cuánto tiempo más podía seguir en Polonia ocultándoles a su familia y a sus amigos que era homosexual, si ya su misma obra no lo sabía ocul­tar? La cuestión es que el joven Gombrowicz sintió su homosexualidad como un pecado, un escarnio del que los otros se podían burlar, una debilidad que todavía no había aprendido a convertir en fuerza, una situación penosa. ¿Unirse a la inferioridad en las tinieblas acaso no quería decir unirse a su homosexualidad en una Argentina en la que no lo miraba nadie? Desde que pisó la Argentina hasta que se murió, Gombrowicz estuvo buscándole un derecho de ciudadanía a su homosexualidad, sin mucho éxito. "Ernesto, lo más importante que yo podía hacer, y que ya no haré jamás, sería la narración de mi experiencia poética durante mis primeros años de Buenos Aires", le cuenta a Sábato en Vence, el 26 de noviembre de 1967.  

Si bien la juventud se le había aparecido como un refugio para protegerse de la cultura, buscaba en este estadio de la vida algo más radical. Escribe: "Podría decir que buscaba al mismo tiempo la juventud propia y la ajena. La ajena, porque aquella juventud en uniforme de marinero o de soldado, la juventud de aquellos corrientísimos muchachos de Retiro, era inaccesible para mí; la identidad del sexo y la falta de atracción sexual excluían cualquier posibilidad de unión y posesión".  

¿Detrás de qué andaba Gombrowicz? ¿Qué era eso de la falta de atracción sexual?, ¿por qué mentía? Gombrowicz nos dice que estaba repitiendo la historia de Polilla, que trataba de fraternizar con el peón. La fraternización con el peón tenía un carácter erótico más que poético, y su relación con los muchachos de Retiro era erótica y sexual; pagaba por esas relaciones y a veces era maltratado, como el Gonzalo de Transatlántico.

Una relación erótica, amorosa más que erótica, no sexual, la tuvo con Flor de Quilombo: una relación en la que, según él mismo lo manifestó, tuvo que controlar su instinto. Gombrowicz sabía perfectamente bien que las explicaciones que daba para disfrazar su homosexualidad no convencían a nadie, pero seguía buscando caminos para ennoblecerla y convertir esa debilidad en fuerza.  

Fue con Mastronardi, también homosexual, con quien mantuvo los diá­logos más escabrosos sobre la sodomía, cada uno disfrazándose como podía en este juego prohibido. El factor atenuante en este diálogo era el infantilismo. A mi juicio Gombrowicz se manejaba mejor con la forma infantil que con la inmadura, porque la infancia, con las pulsiones sexuales en estado de nacimiento, es menos drástica que la juventud. Se volvía infantil frente al demonio de la inmadurez, es decir, el de su homosexualidad, al que no sabía dominar. Si había un terreno confuso era éste, y era en estos casos que el gran mago sacaba de la galera el principio de contradicción, la doble naturaleza, él es lo que no es y no es lo que es, embarraba la cancha, como dicen los futbolistas: "Pero ¿hasta qué punto yo sólo quería ser infantil y hasta qué punto era realmente infantil? ¿Hasta qué punto quería ser joven y has­ta qué punto encarnaba de verdad una especie de juventud tardía? ¿Has­ta qué punto todo esto era mío y hasta qué punto sólo era algo de lo que estaba enamorado?"  

En La Falda, una localidad de la provincia de Córdoba, en el año 1944, a los cuarenta años, sintió que su permanencia ilícita en la juventud llegaba a su fin: unas arrugas furtivas empezaban a delatarlo, se sintió contaminado, repulsivo, adulto, comenzó a tratarse de una manera cruel. Y otra vez un birlibirloque para abrirle la puerta a su homosexualidad: "La mujer no podía salvarme, la mujer podía salvarme en tanto que hombre, pero yo era también simplemente un ser vivo, sin más". Ferdydurke era para Gombrowicz la imagen de alguien que, enamora­do de su inmadurez, lucha por su propia madurez. Su naturaleza encadenada a la inferioridad se revolvía contra la forma, contra esa litera­tura que estaba irrumpiendo otra vez en su vida y que de a poco termi­naría por domesticarlo.  

¿Su relación con la juventud era un acontecimiento trivial? Y si no lo era, ¿cómo introducir este vínculo vergonzoso en la cultura? El Joven está al servicio del Adulto, el Adulto adora al Joven, el Adulto maltrata al Joven para no caer de rodillas ante él. Con este simple programa erótico, y con sus cuatro tesis tardías -la Juventud es Inferioridad, la Juventud es Belleza, la Belleza es Inferioridad, el hombre está suspendido entre Dios y la Juventud-, Gombrowicz intenta dar un paso más en el camino hacia la madurez, pero el hombre no puede ser más fuerte de lo que es, y la piedra, como a Sísifo, se le siguió viniendo encima. "Para evitarlo tenía que encontrar una posición diferente, fuera del hombre y la mujer, una posición extrasexual desde la cual pudiera ventilar esas regiones sofocantes y contaminadas por el sexo. No ser hombre por encima de todo, ser un ser humano que sólo en segundo lugar es hombre; no identificarse con la virilidad, no quererla... Sólo cuando con decisión y abiertamente me liberara de la virilidad, su juicio sobre mí perdería virulencia y podría entonces decir muchas cosas que de otra manera no se pueden decir."... ¡Chapeau!  

Pero ese canto a la homosexualidad no lo escribió nunca, no lo po­día escribir; la edad que en verdad tenía y su idea de la belleza se lo impidieron. Gombrowicz era terriblemente impiadoso con la fealdad del cuerpo, con la del suyo y con la de los demás también. Cuando algún joven despistado se le presentaba como admirador de Neruda y de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Gombrowicz se retorcía en la silla, no podía soportar la presencia del cuerpo viejo y corrompido de Neruda al lado de ese canto al amor. En la carta sobre la homosexualidad que me mandó desde Berlín el 21 de julio de 1963, me dice: "Todavía quiero hacerle observar desde el punto de vista estético que la belleza del amor depende ÚNICAMENTE de las personas que lo hacen. Imagínese al maestro Frydman encamado con Frau Schultze y observe si esto no es INMUNDICIA, aunque fuera santificado aún por el Santo Matrimonio. Ud. Goma no sabe nada de nada". Y en Piriápolis jamás se puso un traje de baño para ir a la playa, porque no quería exhibir a la luz del día la corrupción de las várices de sus piernas.  

Así que, por lo menos después del episodio de La Falda, Gombrowicz quedó forfait: episodios homosexuales entre jóvenes, no más de veinticinco, y si no son feos, bueno, se les puede cantar, pero entre un maduro y un joven, ¡jamás!, sólo saldría un graznido. Todo esto, claro está, siguiendo la dura lógica gombrowicziana. Tal como nosotros perdemos el tiempo hablando de nuestra historia, Gombrowicz perdió mucho tiempo ocupándose de su homosexualidad. Ahora bien, la utilizó de una manera magistral en toda su obra, menos en el Diario.  

 

de las Bellas artes

 

"Por consiguiente, la música no es en modo alguno la copia de las Ideas, sino de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las Ideas; por esto mismo, el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el del resto de las bellas artes, pues éstas solo nos reproducen sombras, mientras que ella, esencias."

Arthur Schopenhauer

 

Durante muchos años había perdido el contacto con la música, confesaba el propio Gombrowicz. Con anterioridad a la compra del Ken Brown, un reproductor de discos, mis conversaciones con él poco tenían que ver con la música; algunas anécdotas tan sólo (el concierto para piano que dio en Salsipuedes, en el que aporreó las teclas a gran velocidad, a pesar de que no sabía distinguir una negra de una corchea; los auxilios financieros del inolvidable Karol Szymanowski, el príncipe de los homosexuales, según declaraba con entonación), y poca cosa más. Pero Gombrowicz andaba a la búsqueda de algo más duradero, nuevos temas para su Diario, ya que lo que había escrito sobre la música hasta ese entonces se refería más bien a sus manifestaciones sociales, a la mistificación y a la falsedad que rodean a las representaciones en los teatros de ópera y de conciertos, al valor derivado e inauténtico de los ejecutantes y directores, y no a la música misma.

Pero con la compra del Ken Brown se produjo el estallido de Terpsícore. La pieza de Venezuela era muy antigua y tenía suministro de corriente continua, así que cuando Gombrowicz enchufó el aparato de corriente alternada, la pick-up le explotó en las manos. De ahí en más el crecimiento de Gombrowicz en la música fue continuo y obsesivo; las controversias, apasionadas. Llegó a adquirir una gran facilidad para referirse a los aspectos técnicos de la música, un conocimiento apócrifo que utilizaba para lucirse e incomodar a los demás. Una polémica con Madame Orel terminó mal; discutían sobre si la cromática era la gama o la escala, la cosa es que la Madame se enojó y le dio una cachetada en la cara.  

Más allá de las anécdotas, Gombrowicz tenía una actitud casi religiosa con la música, era enormemente sensible a este lenguaje, una manifestación esencial del arte. Se abocó rápidamente a organizar una pelea radical entre Bach y Beethoven. Bach y su género abstracto, con una línea melódica que le recordaba el sonido de una máquina de coser, condujo el desarrollo de la música al fracaso. La admiración que despierta y el placer que produce son equivalentes a los que se obtienen de la resolución de un problema matemático. Bach instruye con sus Brandenburgueses a los asesinos del canto. De Beethoven, en cambio, emana un placer inmenso, la sensualidad de la forma y la violencia ejercida contra ella lo ponen de inmediato en la esfera metafísica. Hay una facilidad en la aproximación a Beethoven que le llamaba la atención. En el arte nada es tan difícil como la facilidad, pues su desarrollo es contrario a esta facilidad, el esfuerzo por mantenerla viva es contrario a la evolución natural del arte, y sólo es posible si detrás de la música se oculta un trabajo gigantesco de composición con la forma. Beethoven parece fácil y, sin embargo, es el más difícil de todos: encontró un lenguaje musical ya hecho, lo unió a la naturaleza e inven­tó un idioma nuevo que durará por muchos siglos.

Después de Beethoven la música comenzó a deslizarse hacia la abstracción, y los modernos descendientes de Bach, a juicio de Gombrowicz, se convierten en uno de los más claros ejemplos en la historia de la cultura de cómo el desarrollo de la forma deforma y se vuelve contra el hombre. Debussy, con su música esotérica para elegidos, es un caso clínico de un proceso de asfixia. A Gombrowicz le resultan muy extraños los juicios de Nietzsche y de Ortega sobre Beethoven. El alemán lo compara con Goethe y el español con Bach, en ambos casos la música del genio de Bonn aparece como un producto de sentimientos rústicos e indomados. Y aquí Gombrowicz abre una cuestión y la responde de una manera conmovedora: "Ya es hora de responder a la pregunta: ¿por qué se quiere destruir a Beethoven, por qué se permite cualquier tontería siempre que sea antibeethoveniana, por qué se ha urdido una red de a­labanzas ingenuas y acusaciones igualmente ingenuas con la intención de ahogarlo? ¿Tal vez porque Beethoven no gusta? Es justamente por lo contrario: porque es la única música que realmente le ha salido bien a la humanidad, la única encantadora".  

¿Y el divino Mozart y su enigma permanente? El drama de Don Giovanni, iluminado por su inteligencia, deja de ser dramático. El primer allegro de la sinfonía "Júpiter" también sucumbe a la coronación de esta actividad interior de la inteligencia. ¿Será para tanto? Aquí Gombrowicz, como si fuera un gato, anda detrás de algo oculto, algo así como una farsa. Y en esto encuentra una analogía entre Mozart y Da Vinci, algo que degenera de su origen, que desea zafarse ilícitamente de la vida. La sonrisa de Leonardo y de Mozart se divierte y se deleita con un juego prohibido, con lo que duele, una sensibilidad archiinteligente, un pecado: "La gama ascendente y descendente en Don Giovanni, ¿no es una extraña broma, una burla del infierno? Los altos registros de Mozart me huelen a veces a algo prohibido, a algo así como el pecado". Parece que el maestro de la teatralidad y el artificio nos estuviera diciendo: ¡ojo, con el dolor no se juega! Mozart calificó a Don Giovanni de "dramma giocoso", una tragedia con comedia, el dolor con el desenfado, lo patético con el buen humor, lo profundo con lo ligero, lo señorial con lo rústico. Una pregunta, ¿Gombrowicz hubiera encontrado este pecado sin el libreto de Lorenzo da Ponte, en el que el único personaje inmoral es Don Juan? Lo dudo. ¿Y en las obras de Gombrowicz no encontraremos también, poniendo un poco de atención, ese alto registro de lo prohibido, el pecado, la diversión y el deleite junto al dolor?  

Sea como fuere, tengo que reconocer que Gombrowicz tenía una cierta reacción alérgica en este punto. Una noche de mucho calor, en el Rex, el Alemán, Gombrowicz y yo decidimos ir al cine para aliviarnos con la refrigeración. Caímos en una sala donde estaban pasando La Gran Guerra, una película que venía precedida de una crítica muy buena, con Gassman y Sordi. Pasados quince minutos, más o menos, Gombrowicz no aguantó más, nos tuvimos que ir del cine. Un "dramma giocoso", donde la risa, la guerra, el  dolor y la burla se sientan a la misma mesa.  

Gombrowicz desacreditaba cuanto podía su presencia en los conciertos. Una tarde, mientras escuchábamos un concierto para piano de Weber en la Facultad de Derecho -dirigía la orquesta un polaco cuyo nombre no recuerdo-, sacó un gotero del bolsillo, lo ascendió cuanto pudo con el brazo bien extendido y empezó a descolgarse gotas en la nariz desde lo alto, haciendo todos los aspavientos posibles para llamar la atención. Cuando terminó el concierto fuimos a ver al director, habló un rato con él, acordaron un encuentro para el día siguiente y nos fuimos. Después de un tiempo le pregunté qué le había parecido nuestra orquesta al maestro polaco:  

-Vea, no quiero desanimarlo, me dijo que tiene el nivel, más o menos, de las bandas de música que tocan en las plazas de Varsovia.  

Teníamos absolutamente prohibido tararear, canturrear o silbar mientras escuchábamos música. Él, en cambio, se permitía algunas cosas: hacía unas muecas espantosas con la boca, levantaba los codos con los brazos flexionados y las manos crispadas, siguiendo los compases de la música, aleteando como un pájaro enfermo que no puede levantar vuelo. A veces dejaba escapar unos chirridos desagradabilísimos entre los dientes. Había muchas protestas.  

-Vean, yo sigo la línea fundamental, como los grandes directores; los detalles no me preocupan. Cuenta Sábato: "Después de aquel primer encuentro nos vimos varias veces, en alguna ocasión en casa de nuestra común amiga Yadwiga, polaca inteligentísima a quien sin duda Witold respetaba y quería (a su manera, claro, con sequedad), pero que echaba de su presencia cuando escuchaba música, porque las mujeres no estaban hechas para escuchar Beethoven. Esto, en la propia casa de Yadwiga, con los propios discos de Yadwiga y en la misma pick-up de Yadwiga".  

Su grito de batalla contra la pintura: "¡No creo en la pintura, descreo de toda la pintura!", una exclamación, según decía él, que le daba mucho prestigio entre los pintores, que recibían con un sincero respeto, y que despertaba entre ellos una amistad espontánea. Pero la protesta de Gombrowicz tenía mucho más que ver, como en la música, con las manifestaciones sociales de la pintura, con las supercherías y el dinero que caminaban de la mano en los museos y en los salones de exposición. La pintura siempre será menos bella que la naturaleza a la que imita, pero en esto se oculta el secreto de su atracción. El cuadro nos transmite una belleza sentida y percibida por el pintor. La contemplación de un objeto cualquiera nos pone frente a la soledad, porque se produce un encuentro cara a cara con la cosa, y la cosa nos aplasta. Un tronco pintado, en cambio, es un tronco pasado por el hombre, de donde surge el fenómeno paradójico de que un tronco pintado e imperfecto nos parece más próximo que el tronco natural con toda su perfección. Su guerra contra la pintura era una guerra contra el medio, igual que la que les había declarado a los poetas. Las condiciones de producción de la pintura determinan la conciencia de los pintores, un pensamiento marxista. Los pintores, los poetas, sus partidarios y sus acólitos representan la típica conciencia adaptada, son unos obsesos que aprovechan para su pasión artificial cierto estado de cosas artificial que tiene un origen histórico. Más adelante volveremos sobre la pintura y sus medios limitados de expresión. Mientras tanto bástenos saber que entraba a las exposiciones cojeando, algunas veces con la excusa de que la gente aristocrática cojea y otras para compensar algún desnivel de la propia exposición. Ponía los cuadros boca abajo para estudiar las líneas de fuga, las diagonales, las masas cromáticas. A artificio, artificio y medio.  

Un absurdo está desacreditando la actividad de escribir, un absurdo que a veces se presenta con la desvergüenza de una mujerzuela despatarrada: "En una pequeña mesa, unos diez poetas gritan enzarzados en una discusión acalorada. Pero este café tiene una acústica fatal y además a esta hora está lleno de gente, no se oye nada. Así que dije: '¿No sería mejor cambiar de café?', pero mis palabras se perdieron en el tumulto general. De modo que les grité otra vez, y otra más, y seguí gritándoles a los oídos de mis vecinos, hasta que por fin me di cuenta de que ellos probablemente estaban gritando lo mismo que yo, pero nadie oía a nadie. Gente extraña los poetas. Se reúnen cada semana en un local pero no llegan a ponerse de acuerdo para cambiar de sitio". Fue quizás este absurdo el que le tomó la mano para escribir el ensayo "Contra los poetas", en el que les propone un cambio de actitud, de tono y de forma, so pena de quedarse sin salvación.

Antes de seguir adelante con esta paliza y para que tomemos concien­cia de que las cosas no son ni muy muy ni tan tan, voy a transcribir un par de textos:  

Halina Nowinska: "Yo tenía varios libros rusos, algunos ya publicados en Moscú. No eran obras subversivas, sino especialmente buenas novelas. Además tenía escritores del siglo XIX [a Gombrowicz le gustaba mucho esa literatura; una tarde me recitó las primeras estrofas de Eugenio Oneguin en ruso], y algunos libros científicos."

Roger Pla­: "Vuelvo a vernos sentados a las dos de la mañana en un banco de la plaza Congreso:

"-Recíteme algún poema en polaco.

 

"Se puso a declamar. Para mí era música. Aunque se burlaba de los poetas, él mismo no era menos poeta."

Los poetas polacos no le habían proporcionado a Polonia nada excitante, nada personal, ninguna transformación expresiva y definida como puede serlo una cara. El grupo de Skamander estaba constituido por chicos simpáticos que se defendían más o menos en la vida, sin ningún peso, y la vanguardia pergeñaba panfletos, versos revolucionarios, teorías grandiosas; la vanguardia polaca era una criatura mal hecha, con la cabeza de un rabino y los pies descalzos de un chico de campo: una provincia perdida en el mundo que, desesperada por su provincianismo, soñaba con ponerse a la altura de París o de Londres. ¿Qué aportó la vanguardia? Miseria. Entonces Gombrowicz rompió todas las relaciones con la gente de Polonia y con lo que creaban, se dispuso a vivir su propia vida, la que fuese, y a ver con sus propios ojos. Se le ocurrió que la única manera que tenía para convertirse en un fenómeno de pleno derecho en la cultura consistía en no ocultar su inmadurez, al contra­rio, tenía que confesarla, y con esta confesión podría tomar distancia de ella. Y poco más. No creía en ningún programa, lo movía una necesidad interior: "El artista no está hecho para razonar ni para clasificar silogismos, sino para crear una imagen del mundo (...) Me bastaba, pues, con que de este lado me llegara un soplo de vida auténtica (...) Lo demás no me preocupaba demasiado. Lo demás, tarde o temprano, llegaría por sí solo". Arrillaga, un comunista español, me presentó a Gombrowicz en el Rex:

-Aquí tiene usted a un gran jugador de ajedrez y a un escritor polaco.

-Escritor no, poeta...  

No podemos despedir a estas Bellas artes sin hablar de los sueños. Dice Gombrowicz que nada en el arte, ni siquiera los más inspirados misterios de la música, puede igualar al sueño. El sueño nos parte en trozos la vigilia y la vuelve a armar de otra manera, y esta sombra de la vigilia está cargada de un sentido terrible e inescrutable. El artista tiene que penetrar la vida nocturna de la humanidad y buscar en ella sus mitos y sus símbolos. El arte debe imitar al sueño, tiene que destruir la realidad, partirla en trozos y construir un mundo nue­vo y absurdo. Cuando destruimos el sentido exterior de la realidad nos internamos en nuestro sentido interior: una obscuridad con la claridad de la noche.  

de la Ciencia

 

¡De qué me libré yo, Jesús, María y José! Cuando lo conocí a Gombrowicz iba en camino de convertirme en un físico-matemático, pero no me convertí. Yo había adquirido un cierto prestigio en la barra del Rex: le explicaba a Gombrowicz lo que era un logaritmo, a Acevedo le calculaba la velocidad que debía tener una pelota para que girara alrededor de la tierra a un metro de altura sin caerse, al Alemán le demostraba por qué la raíz de dos no es un número racional; todo esto lo hacía por pedido expreso, no para lucirme. Estas cuestiones tan elementales entre los alumnos de mi facultad me ayudaron a mantenerme en pie en los primeros tiempos de mis aventuras gombrowiczianas. Más tarde, cuando la ciencia ya me había abandonado, me sirvió también para profundizar en nuestras discusiones, con toda la seriedad que nos era posible, sobre sus relaciones con la filosofía, con la música y con cualquier otra cosa que se nos atravesara por el camino. Muchas palabras grandilocuentes que leo en el Diario tenían un sentido muy diferente para nosotros, pues ninguno podía ir mucho más allá de lo que en verdad sa­bía; me refiero por supuesto a las palabras del vocabulario científico. A pesar de su muy evidente antitalento científico, Gombrowicz se manejaba muy bien con las concepciones generales de la física. La lectura del Panorama de las ideas contemporáneas de Gaëtan Picon le había sido de mucha utilidad en este sentido. El resto lo hizo su propia inteligencia. A veces nos tomábamos venganza de alguna discusión en la que habíamos quedado mal parados, nos preparábamos para esto. Una noche en la que me tocaba la venganza a mí, le pregunté ni bien llegué:

-Dígame, Gombrowicz, ¿por qué el concepto de probabilidad introduce una relación irreversible entre la observación y la expresión del conocimiento correspondiente?

-Porque se apareció un pájaro alado con cola de contingente.  

Más que sobre la ciencia, Gombrowicz escribe sobre los hombres de ciencia y protesta porque el saber de ellos no es personal, ellos son tan sólo instrumentos de un conocimiento general que nos desnaturaliza. Su tesis: La ciencia atonta. La ciencia achica. La ciencia desfigura. La ciencia deforma. El arte debería aprender a defenderse de la ciencia si es que no quiere ser absorbido por las relaciones de oferta, demanda, producción, lectores. El arte no fabrica novelas para lectores, es una comunión espiritual intensa y completamente diferente de la ciencia. Mientras exista sobre la tierra un hombre superior como Bach (noten ustedes cómo lo está rehabilitando), como Rembrandt (aquí empiezan las maniobras de resucitación de la pintura), ese hombre conquistará a otros hombres y los seducirá. Y observen lo que escribe: "Cuando a mi mesa, en un café, se sienta un estudiante de ciencias exactas para observarme con lástima (porque hablo sin decir nada), para despreciarme (porque es una tomadura de pelo), para bostezar (porque eso no se puede comprobar experimentalmente), no trato en absoluto de convencerle. Espero que lo invada una ola de lasitud y saturación". ¿Lo diría por mi? No puede ser, lo escribe en 1961, yo ya había abandonado mis ciencias exactas, era mi amigo; aunque con Gombrowicz nunca se sabe.  

Si bien es cierto que la ciencia ofrece más garantías que el arte, también es cierto que actúa en un terreno más limitado. Las certezas que ofrece atentan contra la fantasía, el orgullo, la confesión, la lucha. En las últimas décadas, el arte se ha comportado indignamente, se ha dejado impresionar por la ciencia y ha aceptado todo de la mano del enemigo. ¿Resultados? La pintura ha sido invadida por la abstracción, con la inspiración científica actual pierde la individualidad y su trabajo es cada vez más democrático y objetivo. La música, corrompida por la teoría y la técnica, fabrica compositores sin personalidad. Las bellas artes se han vuelto analíticas, sociológicas, fenomenológicas, aburridas y desacertadas pero, el individuo es un hueso muy duro de roer, ningún diente teórico podrá con él, si no es con su consentimiento. ¿Por qué nadie se atreve a poner de manifiesto la falsa erudición de los literatos que, depravados por la ciencia, trabajan con enciclopedias? Porque se descubriría que fingen ser más cultos de lo que son. Sobre esta mistificación, debemos decirlo con letras mayúsculas, Gombrowicz no se ha cansado de dejar señales de su falsa erudición. La batalla entre la ciencia y el arte se tendrá que volver abierta, y cada parte tendrá plena conciencia de su propia razón.  

Mientras tanto, la ciencia se vale del camuflaje y hasta de la quinta columna, utilizando al existencialismo y a la fenomenología. Podría parecer que el existencialismo acude en ayuda del arte, podría parecer que hay en él una aspiración intensa por lo concreto y por la personalidad, pero cae inevitablemente en un esquema conceptual. El existencialismo es entonces una trampa. Esta característica de ladrón que tiene el existencialismo (actúa como un corsario enarbolando las banderas del enemigo) le producía una irritación especial a Gombrowicz, así que se las tomó con Sartre. En Europa, haciendo uso de sus famosas composiciones instrumentales, escribió primero que el existencialismo de Sartre era el pensamiento más categórico desde Descartes, que Francia tenía que elegir entre Sartre y Proust. Pero poco después se le echó encima como un perro rabioso y lo mandó al infierno por haberse relacionado con el dolor de una manera doctoral y por no haber comprendido el cuerpo; una estupidez típica de todo el cartesianismo. Pero esto ocurría en Europa. Unos años antes desde la Argentina, para darle calabazas al existencialismo, había amagado con echarse en los brazos de la fenomenología, porque es más pura como forma, pero enseguida se echó atrás. Sí, la fenomenología quiere poner entre paréntesis la creencia en la realidad del mundo natural y las proposiciones a que dé lugar esa creencia. No presupone nada: ni el mundo natural ni el sentido común ni las proposiciones de la ciencia ni las experiencias psico1ógicas. Se coloca antes de toda creencia y de todo juicio para explorar simplemente lo dado. Es un positivismo absoluto. ¡Atrás! ¡Otra estratagema!: la fenomenología es más cartesiana que el existencialismo, nacida del espíritu científico, fría como el hielo.  

Y entonces, ¿cómo habría que hacer para movilizarse contra la ciencia, cómo se la podría despreciar? Si nos entregamos a la razón debemos despedirnos de nosotros mismos para toda la eternidad, porque de allí no se retorna, piensa Gombrowicz. Y el arte, ¿qué dice a todo esto? El arte está abrazado a nuestra persona: "Nada más personal, privado, propio y único que él: los conciertos Brandenburgueses (siguen los ejercicios de reparación), el retrato de Carlos V (siguen los masajes cardíacos), Las flores del mal (no podía faltar la poesía), si se han convertido en patrimonio universal, es sólo porque en obras así ha quedado impreso el carácter único e irrepetible del creador (...)". Después de algunas idas y vueltas, Gombrowicz nos incita a darle una patada a la ciencia, no para que el profesor sienta haberla recibido, sino para que el artista sienta haberla dado.

Gombrowicz anda a la búsqueda de algún método para agredir a los científicos, para que sientan la hostilidad, para que comprendan que no los queremos, que la utilidad de su función y de la mercadería que reparten no nos pondrá de rodillas: "Os contaré lo que pasó con un repartidor mío. Estaba muy contento de sí mismo, su función, la de repartidor de pan, era socialmente positiva, todos lo apreciaban; creía, pues, que se podía permitir cierto retorcimiento de la silueta, una facha plana, una mirada aburrida, y en conjunto un aspecto mediocre y gris, un tanto confuso y fragmentario. Tuve que herirle de veras una y otra vez, hasta llegar a la carne viva, para que sintiera que es más importante lo que se es que lo que se hace".  

La ciencia y el comunismo están emparentados, razón por la cual la ciencia tiene características comunistoides, y si la juventud universitaria se desplaza hacia el rojo no es tanto por la obra de los agitadores sino por la adoración que le tiene al saber. En cambio, el comportamiento del arte en esta guerra fría resulta extraño. Con la cantidad de anticomunismo que lleva en la sangre, parece que se hubiera puesto del lado de Marx. Un artista sólo podría ser comunista si renunciara a la parte de su humanidad que se expresa en el arte. Ese artista perdió el instinto, se volvió muy sensible a las razones, ahogó su temperamento en el intelecto y se puso a oler las flores, no con la nariz, sino con el alma. Al hombre de ciencia le es ajena la rebeldía, está dispuesto a diluirse en su objetividad, no está llamado a vivir la disonancia entre el hombre y su forma. El artista, en cambio, quiere ser él mismo, y aunque una fuerza lo aplaste seguirá sufriendo y luchando contra ella.  

¿Y el existencialismo? Gombrowicz descubre el fracaso y la muerte de la teoría existencialista hablando de ella en un cursillo de filosofía. Gombrowicz, que no era filósofo ni tampoco profesor de filosofía, se impone la tarea de caricaturizar a estos señores para sacárselos de encima. Como no quiere, y por eso no puede, seguir todas las intricadas operaciones mentales que requiere la comprensión de estas teorías, corta por lo sano, empieza por el final. En otras disciplinas teóricas, como la matemática y la física por ejemplo, no se puede empezar por el final, porque no existe un final, pero el existencialismo tiene un final: el hombre que propone y el género de vida que se deriva de sus conclusiones fundamentales. La carga que estos muchachos le quieren poner sobre los hombros sólo puede convertirlo en un ser trágico, como le ocurría al burro de Nietzsche, y esa perspectiva le resulta inaguantable. Gombrowicz empieza a serruchar el árbol muy cerca de las raíces y recuerda una de las proposiciones del existencialismo: cuanto más profunda es la conciencia, tanto más auténtica es la existencia. Esto es así para los dos extremos, es decir, para Kierkegaard ("lo más difícil en Kierkegaard es pronunciar bien su nombre") y para Heidegger, y para los del medio también. ¿Pero acaso nuestra humanidad está construida sobre nuestra conciencia? Gombrowicz dibuja una representación mental para probar que la vida auténtica del existencialismo es una gigantesca falsedad. Confronta las responsabilidades derivadas del Dasein y de la conciencia con las banalidades de la vida corriente y concluye que en la base de esta confrontación hay una ridiculez elemental que resulta insoportable como, por ejemplo, una conciencia en pantalones que habla por teléfono. Acto seguido explica el por qué de esta rebelión: en tanto que productos exclusivos de la razón, los sistemas de Cartesius y de Kant eran tolerables, se los podía apropiar como productos para alimentar un poder del hombre, la facultad de razonar, como una expansión de una función vital; venían por una parte del hombre.

Pero el existencialismo no viene por una parte, viene por todo el hombre, por la razón, por la conciencia, por la vida. Esto ya no es una teoría sino un intento de anexión que no se puede responder con argumentos sino viviendo de una manera radicalmente diferente a la que ellos proponen, de un modo suficientemente categórico como para que nuestra vida se les vuelva impenetrable. Gombrowicz abre un gran interrogante acerca de la facultad de pensar: ¿cómo es posible que los pensadores más intensos caigan en semejantes tonterías? El Dasein como único ente que se pregunta por el sentido del ser, tomando café con facturas: "(...) la razón es una máquina que dialécticamente se limpia a sí misma, sí, pero esto quiere decir que la suciedad le es propia (...)". Interroga a la seriedad: Sócrates o Kant, ¿eran hombres totalmente serios? Seguro que no, pero el acceso a su inmadurez, a sus infantilismos, a su suciedad, es imposible, les está vedado a ellos mismos. Es un misterio cómo Kant niño devino en Kant filósofo, pero no estaría de más recordar que el desarrollo de la cultura y de la ciencia tiene mucho de ligero y caprichoso, a pesar de que el imperialismo de la razón es terrible, de que se extiende como una serpiente y devora todo lo que puede. Gombrowicz piensa que la razón no sabe controlarse a sí misma, que debe ser controlada desde afuera.  

Durante mucho tiempo Dios se las arregló para que la razón funcionara libremente, sin causar muchos contratiempos. Podríamos decir que desde Aristóteles hasta Heidegger, la razón se comportó como un animal extraño. Primero se comió todo lo que encontraba sobre la mesa, hasta que vino Kant, con algunas instrucciones derivadas del conocimiento científico, y le puso límites al animal: por acá se puede comer, más allá, hic sunt leones. Algún día la historia nos explicará si este paso decisivo del pensamiento fue dado en la buena dirección o en la mala. La cosa es que a partir de Kant la razón se escindió, y con la evolución de esta anomalía fueron apareciendo unos monstruos cuya más reciente mutación está representada por los científicos y los existencialistas, siendo esta última especie un producto híbrido: mitad científico y mitad artista. Y puesto en trance de elegir, Gombrowicz exclama: ¡me quedo con el híbrido, utilizo su conocimiento, es el mejor conocimiento del que dispongo, pero quién va a creer en él! Los artistas por sí mismos no pueden resolver los problemas que se derivaron de la razón escindida, esto lo sabe muy bien Gombrowicz. Mientras tanto, les propone a los artistas que confíen en su instinto, que golpeen a los científicos y a los existencialistas. Él creía que algo bueno podía salir de todo esto pues, al fin y al cabo, el hombre es uno solo.  

 

del Dolor

 

"Iba tranquilo... Porque hacía ya bastante tiempo que había abandonado aquellos paseos por Retiro y Leandro Alem, y ahora, en Santiago, de nuevo volvía inesperadamente a esa situación, la más profunda, la más esencial y la más dolorosa de todas las mías: yo siguiendo a un chico de pueblo." Interrogué esta frase de Gombrowicz, busqué en su obra la aparición de ese archidolor nacido de su archivergüenza, pero no encontré este dolor. Lo encontré en un perro y en una pequeña mujer. Las agonías de Step, el perro de Dus, y de la hijita pequeña de Simón son para mí las más altas cumbres que ha alcanzado Gombrowicz en su aproximación literaria al dolor. No quiero repetir ninguna de sus frases porque me acongojan, es muy difícil encontrar unas páginas escri­tas donde se hable con tanta hondura, honradez y respeto del propio dolor y del dolor ajeno.  

Me resulta difícil hablar del dolor de Gombrowicz. En algún momento se va a acercar, en otro se va a alejar enmascarado con los disfraces de la fealdad y de la vergüenza. El alma es sólo un atributo del hombre, el dolor le es ajeno a la naturaleza. El abismo que abre la iglesia entre el hombre y la naturaleza no se ha mantenido en pie, el dolor se ha vuelto cósmico y la confrontación entre el dolor de ambos, inevitable. Por el hombre y el animal circula, entonces, la misma sangre: emparentados por el dolor lo convocan a Gombrowicz para establecer un diálogo, y él, obedeciendo a sus impulsos inferiores cuasi dialoga con la vaca, y no tan sólo con la vaca sino también con el escarabajo. Y aquí, cuando empieza a personalizar a la naturaleza, a tratarla de tú, se le produce una vacuidad absoluta que él no explica, lo invaden la pereza y la aversión, y se escapa. Hay un corrimiento desde la importancia de la muerte hacia la intensidad del dolor, que Gombrowicz constata en sí mismo y en la historia humana, a punto tal que el dolor se le convierte en el origen de la existencia. La vida para la muerte del existencialismo es un anacronismo que no reconoce la mengua del valor de la muerte y la irrupción del dolor. Este desplazamiento histórico amplía el círculo del dolor y destruye sus jerarquías: "el dolor es el dolor, donde sea que aparezca, tan terrible en un hombre como en una mosca". Las transacciones entre la muerte y el dolor cambiaron la actitud del hombre con la naturaleza, ahora está más inseguro y confuso que antes y se le acentuó su contradicción con ella.  

Como todos sabemos, cuando a Gombrowicz se le agranda demasiado una cosa, la rompe. Este dolor crecido debe ser interrogado: si yo soy el dueño de mi dolor, ¿qué es lo que puede ser tan terrible para mí? Y también, ¿dolor?, sí, ¿pero de cuántos? La cantidad le pone límites al dolor, lo fragmenta y lo disuelve: "A  medida que reflexiono sobre ello se me impone la curiosa impresión de que sólo dispongo de una moral limitada..., fragmentaria..., arbitraria..., e injusta, una moral que por su naturaleza no es continua, sino granulada". La tierra está llena de dolor, el dolor la cubre en el espacio y en el tiempo, y la perspectiva de la muerte no nos libera de él. Pero, el dolor es el mal, y el hombre, por su naturaleza, no es capaz de comprender el mal, así que Gombrowicz vuelve a la cuestión inicial, pero presentada de otra manera. El interrogante doble es: si puedo convocar a mi dolor o si no puedo comprenderlo, ¿qué es lo que puede ser tan terrible para mí? Esta elusión forma parte de un rasgo sistemático del estilo de Gombrowicz que se puede resumir así: si una cosa se pone demasiado pesada, hay que huir, razón por la que una moral elástica y granulada resulta indispensable. El contraste entre la pesantez y la ligereza le produce risa; no otra cosa son las metáforas con las que derrumba la seriedad existencialista: una conciencia en pantalones que habla por teléfono, o un Dasein como único ente que se pregunta por el sentido del ser tomando café con facturas. Si cambiamos conciencia y Dasein por dolor, el teorema queda demostrado.  

El lirismo erótico de Gombrowicz es un terreno escabroso, difícil de manejar. Es un campo fértil para el psicologismo, pero el psicologismo tiene una pequeña dificultad: si bien es cierto que ordena los objetos psíquicos y los subsume en el marco de una teoría, perturba lo que observa, y funciona como el principio de indeterminación de Heisenberg. Puesto en este trance, me parece mejor presentar a Gombrowicz en crudo. La repugnancia que sentía Gombrowicz por la fealdad corporal es un rasgo suyo que me resulta incomprensible, a menos que se lo analice exclusivamente bajo la óptica de su homosexualidad y se lo entienda como una consecuencia. En la vida corriente Gombrowicz tenía una actitud benevolente con las miserias humanas, especialmente con aquellas por las que una persona sufre, pero aquí, ¡mi Dios!, no queda títere con cabeza.  

La enjuta, mísera, nerviosa, contrahecha, legañosa fealdad de Cortés en Tandil; la gordinflona, repugnante, lúbrica, mugrienta, vulgar, grasosa, rancia fealdad de Balzac; la monstruosidad de Sócrates; y el bruto, arrepollado, nalgón, mofletudo, dedón, tripudo, corpachón, sanguíneo y revolcado; los bañistas desvestidos pero no desnudos con su asquerosidad corporal. Hay más ejemplos, pero detengámonos aquí. No queda claro, ni ahora ni después, si es el asco que le produce la fealdad o el amor por la belleza lo que divide las aguas, pero las aguas quedan divididas, ¡y de qué manera!  

"¡Oh! ¡Estoy mortalmente enamorado de la carne! La carne es para mí casi decisiva. Ningún espíritu podrá resarcir a nadie de la fealdad corporal, y el hombre no atractivo físicamente siempre pertenecerá para mí a la raza de los monstruos (...) ¡Ah, cómo necesito esta consagración a través del cuerpo! La humanidad se divide para mí en dos partes: una, corpóreamente atractiva, y la otra, repugnante, y la frontera entre ellas es tan clara que no dejo de asombrarme (...) y me vanaglorio más de ser sensual que de ser un entendido en los asuntos del Espíritu; y mi pasión, mis pecados, mi lado tenebroso son para mí más preciosos que mis luces (...)

¡Porque ser artista significa estar mortal, incurable, apasionadamente enamorado, pero también salvaje e ilegítimamente...!" Estos son pasajes violentos donde su erotismo y su sexualidad están en estado de ebullición, no admiten ninguna réplica, así que, vamos a mantener nuestra actitud inicial, vamos a dejar que Gombrowicz se controle a sí mismo, abriéndoles paso a sus accesos de vergüenza y a su sentido moral. "Mis fuentes brotan en un jardín en cuya puerta hay un ángel con una espada flamígera. No puedo entrar allí. Nunca penetraré en su interior. Estoy condenado a dar vueltas eternamente alrededor del lugar donde se celebra mi más verdadero embelesamiento. No me está permitido, porque... de esas fuentes brota la vergüenza como de un surtidor. Sin embargo, una voz interior me ordena: ¡acércate lo más posible a la fuente de tu vergüenza! Tengo que apelar a toda mi razón, mi conciencia, mi disciplina, a todos los elementos de la forma y del estilo, a toda la técnica de la que soy capaz, para conseguir aproximarme a la misteriosa puerta de ese jardín donde florece mi vergüenza. ¿Qué es, entonces, mi madurez, si no un medio auxiliar, una cuestión secundaria? ¡Siempre lo mismo! ¡Vestir un abrigo suntuoso para poder bajar a un tabernucho portuario! ¡Utilizar la sabiduría, la madurez y la virtud, para acercarse a algo totalmente opuesto!" Vamos a observar ahora cómo Gombrowicz realiza una gran maniobra con su vida para transformar su sexualidad en erotismo y atenuar su vergüenza. Esta mutación es real, se refiere a las relaciones que tuvo con Flor de Quilombo.  

“Y, por otra parte, para sopesar toda la generosa magnificencia de semejante disposición de la naturaleza, hay que comprender que nadie decide sobre su propio atractivo, que esto es exclusivamente una cuestión del paladar ajeno. De modo que si yo era atractivo para él, pues lo era y basta... lo era porque poseía la técnica, un estilo, un nivel, unos horizontes, un género en los que él, con sus años, no podía ni soñar, porque había escrito obras que lo habían deslumbrado, porque con cada acento, mueca, broma, juego, lo introducía en una superioridad hasta entonces jamás vista ni oída por él. (...) yo adoraba en él la frescura y la naturalidad, y é1 en mí lo que yo había hecho de mí, lo que había llegado a ser en el camino de mi desarrollo; y, cuanto más cerca estaba yo de la muerte, tanto más él me adoraba (...)" Y aquí Gombrowicz, como tantas otras veces, echa mano a sus inagotables dotes de alquimista: le vende el alma al diablo para volverse joven, organiza un trueque entre la existencia del adulto y la vida del joven y encuentra el elixir de la juventud, transmuta un adulto en joven, transmuta un joven en adulto, de lo que saca la siguiente conclusión: existen dos clases distintas de existencia humana, y ambas se desean mutuamente. Reemplacé joven por Flor, y adulto por Gombrowicz, y para no ser menos que él yo también saqué mi propia conclusión: todos los trueques y mutaciones entre ellos tuvieron lugar en la región del erotismo poético, sin sexo.  

“Me apenaría mucho que se radicara definitivamente en Europa, sin embargo encuentro muy acertada su idea de compartir el destino con Flor, porque es la persona más indicada. Lo veo claramente a la luz del ‘Diario de Tandil’, de los monjes medievales..., especialmente en lo que concierne a su enfermedad. Aunque yo no puedo sentir por Quilombo lo que usted siente, conozco la fuerza legendaria y mitológica de esa relación entre Gombrowicz y Flor de Quilombo, tanto más razonable cuanto más infundada, tanto más intensa cuanto más superficial, tanto más rica cuanto más pobre, artística hasta la médula y radicalmente extraña, porque si la pareja del viejo con el joven es ilegítima en general, la de ustedes es doblemente enigmática, pues ni siquiera se formaliza bajo el signo de la lujuria o del apetito sino más bien bajo el de un ascetismo casi religioso.”  

¿Y el vulgo?, ¿no estamos sintiendo algo raro respecto al vulgo? Cómo, ¿un señor con un abrigo suntuoso baja a una taberna portuaria para rendirle un homenaje? ¿Y qué?, ¿el vulgo argentino es distinguido e infalible y tiene más clase que sus salones plutocráticos? ¿No nos parece que el vulgo ha crecido demasiado? El olfato de Gombrowicz es infalible, hay que bajarle el copete, lo vamos a romper.  

"Estaba tomando un desayuno en el puerto. Se produjo una acumulación de escenas que expresaban una única idea. En la mesa vecina a la mía, unos obreros discutían de política; uno de ellos se hacía el sabio, peroraba, cacareaba, los demás también cacareaban haciéndose los sabio; y, al mismo tiempo, al fondo, detrás de la barra, el resignado patrón trataba de persuadir de algo a un camarero, hombre ya de cierta edad, pero astuto, imbécil y bocazas, que tronaba contra él excitándose y embriagándose con sus propias palabras, con sus sandeces, aturdiéndose a sí mismo con su propio desbarrar; y, un poco más lejos, unos estibadores bromeaban soltando risotadas en relación con el tema de cierta parte del cuerpo... ¿Qué idea expresaba todo eso? ¡Una idea horrible! Una de esas ideas que probablemente quitan toda esperanza... A nosotros, a la intelligentsia, nos ilumina la idea salvadora de que los de abajo no están locos... Nosotros, sí, nosotros estamos condenados a todos los males, manías, locuras, pero allí abajo, pese a todo, hay salud..., y la base en la que se apoya la humanidad, pese a todo, está bien... ¿Y mientras? ¡El pueblo está más enfermo y más loco que nosotros! Los campesinos son unos dementes. ¡Los obreros, pura patología! ¿Oís lo que dicen? Son unos diálogos oscuros y maniáticos, limitados, no con la sana limitación de un analfabeto, sino con un balbuceo de loco que clama por el hospital y por el médico... ¿Es que pueden ser sanas esas imprecaciones y obscenidades inacabables, sin más, esa mecánica ebria y demencial de su convivencia? Shakespeare tenía razón al presentar a la gente simple como seres exóticos, es decir, de hecho, sin parentesco con el hombre."  

¿Y el sentido moral? A decir verdad, a Gombrowicz se le debería haber presentado un problema muy serio cuando indagaba en su sentido mo­ral, sin embargo, no se le presentó. La primera pregunta que nos podríamos hacer es si no se aparecería ante sí mismo de una manera tergiversada. No, no podía ser, se había pasado la vida persiguiendo la falsedad. ¿O es que Gombrowicz se consideraba a sí mismo como un ser privado de sentido moral? No, con toda seguridad, no, se veía a sí mismo como una naturaleza noble aunque débil, rebelde, con un reflejo moral simple pero fuerte. ¿Qué hizo entonces? Redujo sus pretensiones, se empezó a manejar con una moral granulada y preparó sus defensas para enfrentar a la moral construida. El catolicismo formó su naturaleza. La crítica a esa religión iba más dirigida contra el dogmatismo del pensamiento religioso que contra su sentido moral que, por ser ciertamente elástico, no le impedía la frescura y la libertad de movimientos.  

Gombrowicz apreciaba mucho la sabiduría de la iglesia que, a los tumbos y después de muchos siglos, había aprendido a conocer las miserias del hombre. El existencialismo y el comunismo tenían, en cambio, morales construidas recientemente, y debían ser golpeados. Sartre es un buzo que después de haberse hundido en el abismo más profundo del océano, sometido a presiones inhumanas y a la asfixia, emerge con la escafandra aplastada contra la cara, y predica. A pesar de que el comunismo hizo interminable su desastre, está mas cerca de Marx que de Sartre, y aquí está claro que Dios no tiene nada que ver en todo esto, Gombrowicz era ateo. Pero el comunismo es un sistema que puso a la  historia patas para arriba; había arruinado a su familia y le había cerrado la puerta. Es sobre esta cuestión que desarrolla un cuestionario de argumentos y contra argumentos que se parecen mucho a los que armaban los teólogos para discutir problemas importantes como, por ejemplo, si Cristo tenía o no tenía erecciones. Una noche Gombrowicz llegó al Rex con veintisiete argumentos a favor y veintiséis contra argumentos debajo del brazo, para dar cuenta de este asunto, una cuestión fundamental para los padres de la iglesia.  

Pero regresemos a la ética del comunismo. Está de acuerdo con el sentido moral de su pedido de justicia distributiva y con esa conciencia que se tortura frente a la injusticia social, que le devora el hígado como a Prometeo. Y aquí abre un interrogante crucial: "¿Por qué yo, teniendo a mi derecha el capitalismo, cuyo cinismo latente conozco, y a mi izquierda la revolución, la protesta y la rebelión surgidas del más humano de los sentimientos, por qué no me uno a estos últimos?” ¿Por la compasión que le produce la inmensidad de los sufrimientos y la montaña de cadáveres? No, ha pasado por la escuela de Schopenhauer y de Nietzsche, sabe que la vida es trágica por naturaleza. ¿Por los bienes y la situación social que perdió? No, esa pérdida lo liberó de los condicionamientos sociales. Si hay alguien que carece de prejuicios en este punto, ése es Gombrowicz. Pero el objetivo, el sentido moral de la vida, no se puede alcanzar si uno no es uno mismo, y aunque no haya nada más ilusorio, todo el honor y el valor de la vida penden de ese hilo, de la incesante defensa del yo. Entonces, ¿por las paradojas de su proceso dialéctico que se detiene justo en el momento en que la revolución alcanza su plena realización? No, por ninguna razón que tenga que ver con su desenvolvimiento político. ¿Por el terror que mata la libertad de pensamiento? No, es más grave, nos encontramos ante una de las grandes mistificaciones de la historia, de esas que desenmas­cararon Nietzsche, Marx y Freud. ¿Por su falta de sinceridad, entonces? No, el comunismo es una doctrina de la acción y no un pensamiento sobre la realidad; son sinceros respecto al mundo ajeno e insinceros con el de ellos porque lo necesitan. Aquí Gombrowicz suspende su inquisición y concluye: entonces es necesario que se reconozca esa insinceridad. "Debéis decir: nosotros nos cegamos a propósito. Mientras no lo digáis, ¿cómo se puede hablar con alguien deshonesto consigo mismo? Unirse a alguien así es perder el último apoyo bajo los pies -el yo propio y el ajeno- y precipitarse en el abismo". Parecieran más importantes las razones anteriores que esta última, pero no, Gombrowicz desconfía de las teorías y se guía por su instinto. Si hubiera podido pensar que lo más importante para ellos era la conciencia, es decir, el alma, es decir, la ética, se hubiera unido al comunismo; pero lo más importante para ellos era el triunfo de la revolución.  

Y poco más. El Gombrowicz que se me fue apareciendo en este Dolor no es el mismo que yo conocí. El dolor de Gombrowicz no lo vi, aunque sabía que sufría. Me pasó lo mismo que le pasaba a él con su familia: sabía que su hermano y su sobrino estaban en un campo de concentración, que su madre y su hermana, huyendo de una Varsovia destruida, vagaban por las provincias profundas de Polonia, sabía que sufrían pero no los veía. ¿Y la homosexualidad?, de la misma manera, sabía que la tenía pero no la veía. ¿Y La Moral? La vi. Gombrowicz fue un ser extremadamente moral, inmensamente respetuoso y atento con el dolor de sus amigos. Él sí que vio el dolor en nosotros y, de paso, nos enseño a ser libres.  

 

Como todos sabemos, la historia fue el objeto del último combate artístico que libró Gombrowicz. En Opereta se subleva contra el drama patético de la humanidad, la historia, un baile de máscaras esclerótico al que consigue arrancarle en el final un grito humano de esperanza.  

Pero ya mucho antes el demonólogo de la forma seguía los pasos de este mastodonte que llevaba de las narices a los hombres y, como un león, le daba zarpazos. Si había algo que Gombrowicz sabía hacer, era tratar de desembarazarse rápidamente de cualquier cosa que resultara pesada, tomando distancia, si es que se podía desarrollar alguna estrategia defensiva, o, en caso contrario, simplemente huyendo. El ascenso desde el individuo hasta la historia, que pasa por la familia, el pueblo, la nación, es también el ascenso de una forma cada vez más pesada que termina por aplastar al hombre, dictándole su destino.  

No hay nada de lo que Gombrowicz hable que no haya pasado antes por su persona: el catolicismo, el comunismo y el fascismo son pues las referencias principales que aparecen en el Diario sobre este asunto. La primera cuestión sería la de establecer la relación entre el artista y la historia. Son meditaciones que aparecen al comienzo del Diario y que dan vueltas alrededor del marxismo y de Milosz. El artista es lujo, libertad, diversión, sueño y fuerza, no debe, pues, rebajar su actitud al nivel de la pobreza que describe. La creación marxista debe ser contestada con una creación diferente, y ninguna lealtad debe limitar el talento que se ponga al servicio de esta confrontación; la lealtad tiene una función limitada mientras que el talento debe aspirar al infinito: "Si Colón hubiera sido demasiado leal con el huevo, no hubiera descubierto América".  

De las cuestiones históricas y de una confrontación con el marxismo nació mi amistad con Gombrowicz. Una noche, en el Rex, el comunista español que me lo había presentado una semana atrás, peroraba y cacareaba de cómo el mapamundi se estaba tiñendo de rojo. Eran disertaciones con las que desde hacía años cansaba a la mayoría de los contertulios; a él le importaba poco: soñador, violento, convencido, desparramaba la buena nueva. Se excitaba con ese ser social que condicionaba la conciencia social y con otras fórmulas que recitaba de memoria. La discusión terminó muy mal, Gombrowicz estaba harto, el comunista le quería pegar, tuvimos que disuadirlo de que fuera al baño, quería agarrar un poco de mierda y desparramársela en la cara. No se volvieron a hablar. El Polaco era un busca pleitos y un provocador. Más de una vez se vio en situaciones complicadas por ejercer esta actividad innoble. Estoy seguro de que el joven de "El bailarín del abogado Kraykowski", que en vez de hacer la cola se colocó directamente frente a la taquilla, era él.  

El pensamiento polaco sobre el catolicismo se había empantanado y Dios era una pistola con la que querían matar a Marx. El deseo de un mundo más elástico, de perspectivas más profundas, lo empujaba a buscar una nueva alianza con la iglesia. El progresismo desembocó en un hombre que se estaba volviendo un lobo para el hombre. Gombrowicz desconfiaba de esta criatura peligrosa que lo quería morder, que amenazaba con torturarlo, una alianza con la iglesia no le hubiera venido nada mal, conocía el infierno contenido en nuestra naturaleza e, igual que él, le tenía temor a la excesiva movilidad del hombre. La iglesia desconfía del hombre, Gombrowicz también. La iglesia le teme al hombre, Gombrowicz también. La oposición entre tierra y cielo le asegura al hombre una distancia, justamente, respecto a su propia naturaleza. La iglesia le teme a la belleza, Gombrowicz también. Le temen a su excesivo encantamiento; hay que desarmar a la belleza. De un hombre integral, homogéneo y concreto ha devenido dialécticamente otro, inaprensible, contradictorio, antinómico, ¡peligroso! El artista puede entenderse muy bien con esta filosofía del pensamiento que observa el desenfreno del mundo y le teme. Cristo nos ayudará a huir, nadie como él conoció el secreto de la retirada; las enseñanzas que derribaron el imperio romano nos ayudarán a conseguir la sencillez, la desnudez y la simple virtud elemental. La iglesia le teme a la desnudez, Gombrowicz tampoco. La iglesia es enemiga de la desnudez, ni por el pecado ni por la vergüenza, sino porque la desnudez amengua el deseo sexual y atenta contra el mandato divino: creced y multiplicaos.  

La simpleza y la virtud elemental hacen posible el encuentro entre el filósofo y el analfabeto, entre lo superior y lo inferior, un encuentro que Gombrowicz buscaba y que el cristianismo, con una sabiduría calculada para todas las mentes, le podía procurar. Subsiste una dificultad, ¿cómo entenderse con un creyente? Y aquí Gombrowicz encuentra una puerta abierta: el énfasis que se pone actualmente en la creación de la fe demuestra que la fe ya no existe. El desmoronamiento de la fe le abre una posibilidad a las transacciones entre el mundo revelado, ya terminado, y el mundo que se está creando. "Me lo digo a mí mismo: debo tener en cuenta este hecho, no perderlo nunca de vista, buscar un punto donde lo divino confluya con lo humano, ya que de ello depende todo el futuro de mi pensamiento." El Dios elaborado por la razón desde Aristóteles hasta Kant es para nosotros, los nietos de Kierkegaard, indigerible. Nuestra relación con la abstracción se ha malogrado, le tenemos una desconfianza propia de campesinos. La fe, entonces, ya no es una fe en Dios, es tan sólo un estado del alma que nos pone en contacto con el otro, luego ese estado nos debe ser accesible aunque Dios no exista.  

Los polacos se han descargado de sus responsabilidades superiores y se las han transferido a Dios, de modo que el catolicismo de Polonia le asegura a un creyente la misma relación que tiene el hijo con el padre. El polaco puede quedarse en estado de infante porque todo lo que la vida tiene de extremo se lo ha traspasado a Dios-Padre y a su embajador en la tierra, la iglesia. El polaco se quedó con el mundo verde e inmaduro en el seno limitado de la naturaleza, y el universo negro se quedó para Dios: "Yo, que soy terriblemente polaco y terriblemente rebelde contra Polonia, siempre me he sentido irritado ante ese mundillo polaco, infantil, falso, ordenadito y pío (...) Mi deseo es arruinarle su infancia". ¡Atrás!, ¿arruinar la infancia en nombre de una madurez que Gombrowicz no había sabido digerir? Es una operación más bien complicada: un infante adulto que ha llevado su madurez a la bancarrota y que alcanzó todas las posibilidades de una seriedad adulta se dispone a destruirle la infancia a un niño falso.  

El desarrollo de un cuestionario de argumentos y contra argumentos  en el capítulo del Dolor nos puso sobre aviso de una cosa muy importante: si los comunistas hubieran reconocido que eran insinceros consigo mismos respecto al sentido moral de la vida, Gombrowicz se hubiera hecho comunista, una afirmación demasiado drástica que tiene que revisar en otra parte del Diario, según es su costumbre. A los comunistas les reprocha su dogmatismo, ellos poseen la verdad, ellos saben, ellos creen, más aún, ellos quieren creer: "Aunque lo convenzas, él no se dejará convencer, porque se ha entregado al Partido (...) El continente de la fe abarca iglesias tan discordes como el catolicismo, el comunismo, el nazismo, el fascismo".  

A los anticomunistas les hace cuatro reproches -se los hace a Milosz-, a saber: primer reproche: el comunismo debe ser juzgado desde una existencia profunda y severa, y no desde una vida fácil, superficial y burguesa; segundo reproche: la discusión con el comunismo se está realizando con conceptos de un mundo simplificado. El artista está obligado a desmontar el punto de partida esquemático y establecer la confrontación al nivel más alto. Tercer reproche: la polémica con el comunismo debe servir al individuo y no a la masa, una página de Montaigne es más anticomunista que cualquier ataque al comunismo concebido para servir a la masa. El cuarto reproche está dirigido a los artistas que miran hacia lo alto, pero que oponen conceptos actuales a otros igualmente actuales: el arte es una fuerza que destruye los conceptos actuales con otros que se aproximan desde el futuro. Gombrowicz se asegura de esta manera, con sus cuatro reproches, en primer lugar, de que el ataque al comunismo se realice desde la posición en la que él está, y, en segundo lugar, de que sus indagaciones tengan un carácter histórico y un espíritu profético.  

En forma reiterada Gombrowicz explica lo difícil que le resulta oponerse al comunismo, pues el talante de su pensamiento lo lleva hacia él. Como un gato, anda buscando ese punto de ruptura donde el comunismo se le vuelve extraño y hostil. Indaga otra vez al comunismo: ahora el rechazo tiene origen en un problema técnico. El dilema que plantea la doctrina no es filosófico sino productivo, es decir,  tiene como imperativo demostrar que es más eficiente para producir bienes y distribuirlos que el sistema capitalista; hasta que esta capacidad quede demostrada, todas las otras deliberaciones no son más que sueños. Gombrowicz no puede inmiscuirse en este asunto, a él le importa la personalidad y no las ideas; él, en tanto que artista, se especializa en constatar cómo las ideas influyen en las personas, pues una idea abstraída de su relación con el hombre no tiene valor. Las dos aporías que le plantea el comunismo, una, respecto al sentido moral, y la otra, respecto a su sistema productivo, sólo se pueden resolver escapándose de ellas: hay que retirarse de su exceso hacia una dimensión más humana. La capacidad que puede desarrollar un hombre para tomar distancia, para retirarse, escaparse, huir de una situación, de las ideas, de los sentimientos, de sí mismo o de lo que sea, es la única y verdadera libertad. No es que tenga que huir, pero tiene que tener la posibilidad de hacerlo.  

Una cuestión que hostiga permanentemente a Gombrowicz es la de establecer cuáles son las relaciones que existen entre lo inferior y lo superior. El comunismo le brinda un punto de apoyo excelente para reflexionar sobre este asunto: "(...) ninguna literatura burguesa ha falsificado tanto la imagen del campesino y del obrero, este triste honor ha recaído en los escritores comunistoides que divinizan el proletariado (...)". Interroga esta consecuencia: ¿la supeditación del superior al inferior produce entonces la falsificación de la realidad, como si la inferioridad ejerciera un acto de violencia sobre la superioridad? Pero, ¿esta supeditación será verdadera?: "Yo, hombre maduro, renuncio a mi superioridad intelectual para servir voluntariamente al proletariado y construir con él el mundo racional del futuro (...) Estas fórmulas suyas no nos han acercado ni una pulgada siquiera al proletariado; gracias a esto, el gigantesco problema de unir la superioridad con la inferioridad sólo se ha vuelto más falso". Gombrowicz anda detrás de otras formas de aproximación, la fraternización con el peón, pongamos por caso.  

Las ideas de superioridad y de inferioridad deben ser confrontadas con la idea de igualdad. En esta cuestión Gombrowicz es drástico: la idea de igualdad es contraria a toda la estructura del género humano: "Lo que hay de más maravilloso en la humanidad, lo que constituye su genialidad respecto de otras especies, es justamente el hecho de que un hombre no es jamás igual a otro hombre, mientras que una hormiga es siempre igual a otra hormiga". Aunque este pensamiento no es del todo verdadero, debemos seguir adelante con la línea de su pensamiento fundamental. Si un hombre es distinto de otro, entonces, la idea de la iglesia sobre la igualdad del alma y la idea democrática de la igualdad del derecho al desarrollo son falsas. ¿De dónde proviene esta idea de igualdad, entonces?: del cuerpo. Esta es otra idea comme si comme ça, recordemos si no el abismo que él mismo abre entre el cuerpo feo y el cuerpo bello: “¡Oh! ¡Estoy mortalmente enamorado de la carne. La carne es para mí casi decisiva. Ningún espíritu podrá resarcir a nadie de la fealdad corporal, y el hombre no atractivo físicamente siempre pertenecerá para mí a la raza de los monstruos". Pero avancemos, muchas veces con razonamientos flojos se puede llegar a una conclusión verdadera.  

Esta desigualdad abismal es la condición necesaria para la existencia de la esclavitud, la sumisión y el aniquilamiento de la propia identidad en favor de otro hombre, y hace posible la entrega en una dirección de ida y vuelta: del inferior al superior y del superior al in­ferior. Y aquí sí, aquí ya vamos bien. De esta posibilidad de entrega, o de adoración, Gombrowicz saca la conclusión de que la angustia metafísica de nuestro tiempo, a falta de Dios, puede expresarse perfectamente mediante la entrega de un hombre a otro. Ahora Gombrowicz entra en uno de esos famosos estados hipomaniacales en los que, muy de vez en cuando, cae el genio, y como un águila real va directo hacia su presa: "Para que esto suceda sólo deberíais reparar en cierta característica de la humanidad que consiste en que ésta tiene que estar formándose constantemente. Es como una ola compuesta por mil millones de partículas caóticas, pero que a cada momento adoptan una forma determinada. Incluso en un pequeño grupo de personas conversando libremente advertiréis esta necesidad de armonizarse en una u otra forma que se crea por casualidad e independientemente de su voluntad, por la mera fuerza de una adaptación mutua…; es como si todos juntos asignasen a cada uno por separado su lugar, su voz en la orquesta. La gente es algo que tiene que organizarse a cada instante; sin embargo, esta organización, esta forma colectiva, se crea como resultado de mil impulsos, y es por lo tanto imprevisible e imposible de dominar para los que la componen". De una manera cumplida Gombrowicz nos explica con un gran trazo las características de su idea sobre la forma. ¿Hay aquí algo más sobre la forma? Sí, hay algo más. Una teoría que concibe cualquier objeto de estudio como un todo cuyos miembros se determinan entre sí, tanto en su naturaleza como en sus funciones, es el estructuralismo. Sí, claro, muy parecido, pero Gombrowicz escribió estas palabras en el año 1958, siguiendo el repiqueteo de una inspiración que le venía desde Ferdydurke. Gombrowicz remata este pasaje brillante con una conclusión que no demuestra: donde hay forma tiene que haber superior e inferior. Sobre las relaciones de adoración entre dos señores, el inferior y el superior, hay verdaderos cultos en El casamiento y en Pornografía.  

Gombrowicz utiliza la idea del desenvolvimiento y crecimiento de la forma para explicar el advenimiento del nazismo, que viene a ser algo así como una acumulación de forma, como el ascenso de la forma desde un individuo, pasando por la familia, el pueblo, la nación, hasta llegar a la historia. Encontró una relación entre un bruto que estaba merodeando en sus cercanías en una mañana de Tandil, y Hitler. Las señas de este bruto ya aparecieron en el capítulo del Dolor: "arrepollado, nalgón, mofletudo, dedón, tripudo, corpachón, sanguíneo y revolcado con la parienta". Se puede decir que, en general, Gombrowicz tenía recursos para afrontar los aspectos más variados del infortunio, pero no los tenía para afrontar al bruto, y no por la violencia latente que yace en cada bruto. Gombrowicz sabía enfrentar la violencia, baste recordar cómo manejó a su tío loco cuando arriba de un tren, pistola en mano, hizo desalojar todo un compartimento. Pero, con el bruto, no podía. Una noche regresábamos de Hurlingham a Buenos Aires. El tren estaba repleto, los coches de pasajeros estaban completos, viajábamos en un coche de cargas. Un grupo de brutos fumaba e imprecaba cerca nuestro, y como Gombrowicz los miraba con una mirada intensa de desprecio, ellos también nos empezaron a mirar. Mientras crecía la tensión Gombrowicz empezó a hablar en francés, un poco para mí pero, más bien, para la ciudad y para el mundo. Yo no tenía ganas de meterme en líos con esos brutos, así que lo miraba y sonreía beatíficamente. A Gombrowicz, sin ningún punto de apoyo, se le fue transformando la mirada; del desprecio pasó al disgusto, del disgusto a la neutralidad, y de la neutralidad al miedo. Estas situaciones se le debieron presentar con alguna frecuencia, ya hemos dicho que era un busca pleitos y un provocador.  

La idea de Gombrowicz es que la historia ha  reducido a Hitler a polvo y escombros, por miedo. Pero el miedo puede ser también un homenaje al monstruo satánico engendrado por el infierno. Mientras su confrontación con el catolicismo y el comunismo sólo la pudo llevar a cabo después de salvar un sistema de ideas, en el caso del nazismo pasa las ideas por alto, son muy primitivas como para tomarlas en cuenta. La tesis de Gombrowicz es que Hitler se armó de una enorme audacia para alcanzar el límite del terror, y creció con el miedo ajeno. Aplicó el principio de que ganaría el que tuviera menos miedo, y que el secreto del poder consiste en dar un paso más, en aterrorizar al otro y aplastarlo, tanto que el otro sea una persona o una nación; ese paso más frente al que los demás exclaman: no lo doy. Quiso que una vida extremadamente cruel fuera la prueba definitiva de su capacidad de vivir, y quiso también alcanzar la heroicidad luchando contra su propio miedo. Se prohibió la debilidad y se cortó la retirada, una estrategia antigombrowicziana. Es muy útil descomponer el ascenso de la forma desde  la persona hasta la historia, siguiendo el camino de Hitler. Primero se unió a un conjunto pequeño de individuos y se hizo líder de ese grupo reducido a partir de sus cualidades personales, y en esta primera fase del proceso la idea era el instrumento para conseguir el sometimiento del otro. Hasta aquí, tanto el líder como sus subalternos estaban situados en un terreno humano, podían renunciar. Aquí empieza a aparecer un factor decisivo: el aumento de la cantidad cambia la dimensión, se hace inaccesible para un solo individuo. La forma demasiado pesada y maciza empezaba a vivir su propia vida. Un poco de fe en cada obediente se multiplicó por la cantidad y se convirtió en una carga de fe peligrosa, porque cada uno de ellos ya no podía saber cómo reaccionarían los demás, a los que no conocía, si se le ocurriera decir: renuncio. Hitler, reforzado por la cantidad y por la fe, había crecido, pero todavía no había nada en su naturaleza privada ni en la de los otros que les impidiera tomar la palabra, y decir: paso. La forma creció por su propia ley general y transfirió a una esfera superior la acción de la conciencia individual: Hitler fue dejando de actuar con su propia energía y utilizó la fuerza de la masa,  superior a la suya propia. El grado de excitación entre el líder y sus subordinados creció en audacia y alcanzó tal estado de ebullición que el conjunto se volvió terrible y superó la capacidad de cada uno de sus miembros. En este continuo ascenso de la forma, el terror se apoderó de todos, también del jefe, que entró en una dimensión extrahumana; ya nadie podía retroceder, porque sus conductas habían sido transferidas de la región humana a la interhumana. Gombrowicz introduce la idea teatral del artificio, una idea que denota todo su mundo. Hitler finge ser más valiente de lo que es para forzar a los demás en esta carrera enloquecida del crecimiento de la forma, pero de este artificio nació una realidad que produjo hechos. Las masas no pudieron sentir el carácter teatral de la actuación de su líder, y una nación de millones de habitantes retrocedió aterrorizada ante la aplastante voluntad de su jefe. El jefe se vuelve grande con una grandeza extraña cuyo rasgo característico es que se crea desde el exterior. Hitler se había partido en dos: un Hitler privado con pensamientos y sentimientos simples estaba en manos del Gran Hitler, que se le imponía desde afuera. Una vez que estas transformaciones entraron en la esfera inter­humana, la idea ya no funcionó, porque no era necesaria, era una apariencia detrás de la cual el hombre se posesionó del hombre. Una mano blanda que no hacía tanto tiempo tomaba un pincel para hacer trazos sobre una tela se convirtió en una maza con la que se golpeó a la historia.  

de la Literatura

 

“Porque la literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcársela en los rincones."

El punto de partida de Gombrowicz, su exigencia, es que el arte esté unido a la vida. ¿A qué vida?, a la de él. Es ante todo un desprecio por cualquier exceso. Si la existencia de otro hombre también está unida a la vida, entonces, puede haber un encuentro. Es paradójico pero, para Gombrowicz, la condición que hace posible el contacto con el otro es el egoísmo, el yo, el egoísmo de los dos. El conflicto más dramático e incurable de la cultura se produce en nosotros mismos entre dos aspiraciones fundamentales: la que quiere la forma y la que no la quiere. Por suerte o por desgracia, la forma encierra sólo una parte de la realidad. Cualquier pensamiento que intenta definir esta insuficiencia se transforma en forma; esta dificultad no tiene cura, no se la puede resolver dialécticamente. El drama gombrowicziano da vueltas alrededor de las condiciones que hacen posible el encuentro con el otro, pero choca con el muro de la forma, que le pone límites a su pretensión.  

El arte de la creación, o su técnica literaria, como la llama él, es un sueño con forma musical que destruye la realidad de la vigilia, la hace trizas, y de esos escombros se levanta un mundo nuevo que se interna en el sentido interior de su vida, que él no conoce. Gombrowicz descubre cómo funciona la forma y cómo, a través de ella, los miembros de un grupo, cualquiera sea su tamaño, se organizan y determinan entre sí, tanto en su naturaleza como en sus funciones. Un caso concreto que resuelve aplicando esta idea es el de Hitler. Ahora nos va a explicar cómo en el mismo acto de la creación literaria existe una ultraactividad de la forma, que se desarrolla por sí misma. De igual manera que en el caso de Hitler, hay aquí también un ascenso desde los primeros elementos individuales que crecen siguiendo la ley de la acumulación formal, hasta la visión general que cierra el conjunto. Una clase de esos elementos son frases sueltas y situaciones excitantes, de los que sobreviven unos pocos. Esta función de control que el autor ejerce, eliminando buena parte de los primeros miembros de un conjunto que se va formando, es muy importante y está presente en todo el proceso. Las frases y los elementos en estado caótico le impondrán al autor, por la propia necesidad interna de la forma, una representación más amplia: escenas y una trama en estado de nacimiento que sólo deben satisfacer las necesidades de la imaginación. En este segundo momento, el caos inicial se reduce y aparecen con alguna claridad las asociaciones y los elementos excitantes y misteriosos cuya acción se amplía; un repiqueteo que el autor debe buscar siempre. También aquí es necesaria la actividad de eliminación. Mediante este proceso de control, el autor debe contrastar siempre el resultado con el sentido interior de su vida que, sin embargo, no conoce. Los miembros de este conjunto, si es que la creación se realiza de esta manera, es decir, si el autor evita la intervención pesada de las líneas de realidad, adoptan un comportamiento que define su naturaleza y sus funciones. Es aquí donde aparecen las escenas claves, las metáforas y los símbolos que ya apuntan en una dirección determinada ante la que no se puede exclamar: ¡elimino! Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y lo ya creado dictará el resto: "Tu principio debe ser el siguiente: no sé dónde me llevará la obra pero, me lleve donde me lleve, tiene que expresarme y satisfacerme". El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra para confrontar constantemente la imaginación con la realidad y para mediar en la lucha entre la vida y la existencia: "(...) cuanto más loco, fantástico, intuitivo, imprevisible e irresponsable seas, tanto más sobrio, responsable y dueño de ti mismo debes ser".  

"Me gustaría saber hasta cuándo esos dos nombres malditos devorarán toda la substancia de las críticas dedicadas al teatro que escribo; hasta cuándo han de servir de pantalla a mi modesto teatro de aficionado". Se refería a Beckett y a Ionesco. Aunque las ideas, y son las ideas las que se comparan, no son más que uno de los elementos del arte, Gombrowicz prefería no parecerse a nadie. Las ideas por sí mismas no son nada, una obra de arte es el resultado de muchas inspiraciones organizadas según las leyes de la forma. Pero la cuestión es cómo defenderse de unos expertos polacos despistados que escriben sobre las concomitancias entre su obra y el pensamiento de Sartre, si no es con las ideas. Lo estaban acusando, poco más poco menos, de haber descubierto el paraguas. Gombrowicz realiza la crítica profunda al catolicismo y al comunismo después de haber cruzado la línea de sombra de las ideas, más allá de la cual organiza una defensa permanente: "Tendré que seguir defendiéndome hasta que por fin el más lerdo de los expertos se fije en mi presencia". El pensamiento de Sartre, agudo e incandescente, exige un combate drástico. ¡Nada más fácil! Hay que oponerle un pensamiento romo, un espíritu relajado y una actitud que huya del exceso.  

A Gombrowicz le gustaba verse como a un pequeño terrateniente polaco; ser campesino polaco, sí, pero no demasiado campesino ni polaco; ser libre, sí, pero sin excesos. Si hubiera entrado a la cultura como un campesino polaco libertario absoluto los expertos tendrían el problema resuelto: lo hubieran reconocido como un productor excelente del primitivismo en estado puro. “¿Acaso me sobrevaloro? De veras preferiría ceder a otra persona el ingrato y arriesgado papel de comentarista de mis propios y dudosos logros, pero el problema estriba en que en las condiciones en las cuales me encuentro, nadie lo hará por mí. Ni siquiera mi inapreciable partidario Jeleski. Afirmo que en mi campo he hecho lo suficiente para que este conflicto con la forma se vuelva perceptible".

Una rata a la que este gato le gustaba perseguir es la mistificación. Sobre esta cuestión hace una investigación memorable en la que se pone de manifiesto el arte del no leer y en la que cae como víctima Lechon. En dos momentos distintos y no muy lejanos en el tiempo, Lechon escribe que Gombrowicz es loco, sórdido y hediondo y, también, que su obra es excelente, que le gusta y que le produce placer. Gombrowicz interroga esta contradicción: ¿Por qué cambió de opinión? Y llega a la conclusión de que cambió de opinión porque nunca la tuvo. ¿Y por qué nunca la tuvo? Porque no lo leyó, o le echó un vistazo, o lo hojeó, o lo olfateó, como el mismo Gombrowicz hizo con los poemas de Lechon. Es ésta la razón por la que existe una mayor orientación en los estudiantes que practican el arte del leer, mientras muchos literatos profesionales dicen tonterías. ¿Pero es tan mala la mistificación? Y, habría que ver... La mistificación también es recomendable para el escritor. Hay que enturbiar un poco el agua para que no se sepa quién es, ¿un payaso, un genio?  

Tomar distancia es para Gombrowicz una actitud decisiva, mucho más aún en el terreno artístico. En el Club Polaco se había organizado un debate: "Pro o contra Gombrowicz". Hubo ponencias a favor y en contra, Gombrowicz esperó afuera. Cuando entró a la sala lo saludaron cordialmente, no le hubiera sido tan difícil echárseles al cuello y decir: "soy vuestro y siempre lo he sido. ¡Pero cuidado! ¡No te dejes vencer por la simpatía!" El sentimiento en crudo, no sirve:

–Usted, Gómez, no crea que yo a veces no tengo sentimientos normales como todo el mundo, claro que los tengo, pero me controlo, mucho más cuando estoy escribiendo. El artista debe ser extraño, desganado, desconfiado, lúcido, agudo y exótico entre la gente-: "¡No te dejes domesticar por los tuyos, no  te dejes  asimilar!” El artista es aristocrático, niega la igualdad y adora la superioridad, es cruel con la mediocridad y cultiva la personalidad. Es intransigente, hay que dejarlo en paz, que escriba lo que le dicte el corazón. Semejante aristocracia es pensable y aceptable en el sistema de Marx, pero los comunistas han preferido aplastar a los escritores. "Soy alérgico a los escritores en grupo en su aspecto gremial; cuando veo a colegas unos junto a otros, me mareo."  

La crítica a la actividad de la crítica literaria ocupa buena parte de las páginas de su Diario. La naturaleza de la facilidad con la que el periodismo literario le ajusta las cuentas a la literatura lo induce a oponerle resistencia. La obra de un escritor no puede ser inocente respecto de la crítica, pues corre el riesgo de ser destruida por el juicio de un idiota. El autor debe procurarse una ventaja de partida contra los críticos, pues un estilo que no sabe defenderse a sí mismo de un comentario humano no cumple con su cometido más importante. Esos juicios son decisivos para el escritor, incluso cuando procedan de un cretino; la actitud orgullosa de ponerse por encima de ellos es una ficción absurda que produce consecuencias prácticas y de importancia vital. El crítico es por lo general un literato de segunda clase con una relación frágil, casi siempre de carácter social, con el mundo del espíritu. ¿Cómo un hombre así, inferior, puede valorar el trabajo de otro superior? Los efectos que causan estos parásitos son catastróficos, pero Gombrowicz es un hombre de buen corazón y les arma un programa universal y expiatorio a los parásitos: les pide que no juzguen, que describan únicamente sus reacciones, que no escriban ni sobre el autor ni sobre su obra sino sobre ellos mismos en confrontación con la obra o con el autor, que no escriban como pseudo científicos sino como artistas: "La crítica debe ser tan intensa y vibrante como lo que toca, de lo contrario no será más que el escape del gas de un globo, el degollamiento con un cuchillo embotado, la descomposición, la anatomía, la tumba".  

Pero el autor también está obligado a desarrollar una política frente al arte, no puede dejarse subyugar, debe conservar su soberanía, y no tan sólo en atención a su yo. Hay una razón más artera, más furtiva: la atracción que produce la belleza en el arte no tiene lugar en una atmósfera de libertad; una voluntad colectiva que pertenece a la región interhumana de la que no tenemos conciencia nos obliga a admirar, de modo que somos puestos en el trance de tener que admirar. La relación que surge entonces entre el que admira y la belleza es falsa. Aquí Gombrowicz aplica una de sus fórmulas preferidas: "tú no admiras, tú quieres admirar". En esta escuela de tergiversaciones se ha formado un estilo, no sólo artístico sino también de pensar y de sentir, de una élite que se perfecciona y consigue la seguridad de su forma de una manera inauténtica.  

 

El exilio le impone al artista unas condiciones nuevas que deben ser examinadas. ¿Es una ventaja o una desventaja? El grupo, el ambiente, la patria, la política, el programa, la fe, desaparecen, se los traga el tiempo, y el artista es arrojado a un mundo ilimitado y muy difícil de dominar. Una cultura local no le puede hacer frente al mundo, la historia contemporánea es demasiado violenta para ser afrontada por culturas particulares, sólo una cultura universal se las puede ver con unas condiciones tan hostiles. El artista exiliado se enfrenta también de un modo directo con la esfera inferior, no dispone de elementos atenuantes, tiene que soportar personalmente la presión de una vida brutal e inmadura. Cuántas experiencias suyas agradables y desagradables le deben haber pasado por la cabeza a Gombrowicz cuando reflexionaba sobre este tema: un conde en bancarrota que observa cómo el estilo de los salones pierde su valor porque ya no hay salones. Gombrowicz se pone a la búsqueda de un método para ser aristócrata otra vez, trata con sangre fría y sin reparos sus sentimientos más queridos y espera que otros valores le salgan al encuentro. Esta lucha amenguará la infinitud y las aguas turbulentas del caos empezarán a bajar.  

La literatura, la frialdad y la tragedia, un tema interesante que Gombrowicz analiza en Camus cuando lee El hombre rebelde, con una línea argumental muy peculiar de su estilo: con una mano lo acaricia y con la otra le da sopapos. Primero somete la obra a una pregunta reiterada: ¿es o quiere ser? ¿De dónde nace su horror?, ¿del drama o de la voluntad de Camus de crear el drama? Cuando del drama se trata, no se puede dejar de pensar en Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. Sin embargo aparece una cuestión que Gombrowicz distingue: la actitud trágica de estos pensadores contiene el placer del descubrimiento, en cambio Camus es frío y su infierno más inquietante porque es intencionado. ¿Es justo este juicio sobre una obra que se pone de parte de la causa del hombre? Pero Gombrowicz sigue adelante. La renuncia al placer que produce la comprensión del mundo da como resultado un frío mortal, sólo dolor. ¿Por qué sólo tragedia? Porque para la época contemporánea la tragedia tiene tres sinónimos: grandeza, profundidad y verdad. No es el mundo el que se ha vuelto más trágico, sino el hombre. Llegados a este punto, Gombrowicz clama por un alivio y busca la falla: la obra de Camus oculta el hecho de que la intensidad del pecado es inversamente ­proporcional al número de personas que lo cometen. Camus separa al hombre de su relación con los demás, necesita realizar esta operación para llevar a buen fin su maniobra con la tragedia. Los moralistas no confrontan el alma individual con la existencia, sus proposiciones teóricas andan detrás del perfeccionamiento de la conciencia. Pero la cuestión para Gombrowicz es otra, es saber hasta qué punto su conciencia es de él. La conciencia es un producto colectivo, así que con ella no se lo puede tratar al hombre como si fuera un alma autónoma: "(...) el camino hacia mí es a través de los demás. Si queréis hablarme con eficacia, no me habléis nunca directamente".  

La historicidad le ha puesto a la literatura conflictos y dudas ignorados por completo en la literatura de antaño. Rabelais escribía para divertirse y para divertir a los demás, escribió lo que le dictaba el corazón y le salió un arte purísimo e imperecedero que expresó la esencia de la humanidad, la de sí mismo como hijo de su tiempo, y la de sí mismo como germen del tiempo por venir. La creación no puede tener un programa para ahogar el miedo de no ser aceptado; este miedo no nos conduce a ninguna a parte, el escritor no se libera de la soledad con unos tirajes más o menos grandes; sólo aquél que logra separarse de la gente y existe como un ser singular le puede poner algún límite a la soledad: "No, mi querido Milosz, ninguna historia te sustituirá la conciencia, la madurez, la profundidad personal, nada te absolverá de ti mismo. Si personalmente eres importante, aunque vivas en el lugar más conservador del planeta, tu testimonio sobre la vida será importante; pero ninguna presión histórica sacará palabras importantes a la gente inmadura".  

Recuerdo las introducciones a la literatura que nos hacía en el Rex:

-¿Sabe usted lo que es el amor? El amor es un puente verde sobre un precipicio azul. ¿Sabe usted lo que es la vida? La vida es un puente azul sobre un precipicio verde-; una iniciación en la declamación-. Una noche como para no sacar al perro-; una iniciación en la retórica.  

de la Obra

 

La lectura de la Crítica de la razón dialéctica de Sartre me estaba dando dolores de cabeza:

-Sabe, Gombrowicz, la comprensión de un texto es casi la misma cosa que el acostumbramiento a algunas de sus palabras fundamentales.

-Tiene razón, Gómez.

Hay doce palabras, ni una más ni una menos, y otra vez se me atraviesa la cantidad mágica de doce, con las que podemos comprender, si es que nos acostumbramos a ellas, toda la obra de Gombrowicz, a saber: forma-caos; dolor­encanto; fealdad-belleza; adulto-joven; madurez-inmadurez; superior-inferior. Claro, esto sería así para el caso de que lo que le dije a Gombrowicz fuera cierto. Vamos a ver si con estas doce palabras más el reconocimiento del hecho de que Gombrowicz era un rebelde, también un busca pleitos y un provocador, podemos seguir los pasos de lo que él mismo piensa de su creación. Algo más sobre los objetos de su rebeldía: son tantos como la cantidad de sus obras. En Ivonna se rebela contra las normas y la familia; en Ferdydurke, contra lo perfecto y la cultura; en Transatlántico, contra la nación y la patria; en El casamiento, contra Dios y el padre; en Pornografía, contra el viejo y la madurez; en Cosmos, contra la realidad; en Opereta, contra la historia.  

Cuando Gombrowicz empezó a escribir Ferdydurke estaba escaldado como un gato. La ocurrencia que había tenido de titular un conjunto de relatos como Memorias del tiempo de la inmadurez le dio una buena idea a la crítica: lo calificó de inmaduro. Así que lo primero que hizo fue reconocer antes que nada a sus dos enemigos: la crítica y su inmadurez. A la crítica la combatió con la burla y a la inmadurez con la exhibición de su debilidad. Ferdydurke fue escrito con el reconocimiento ostensible del temor y el odio a la crítica, y a su propia inmadurez.

 

La formación del hombre por los demás hombres era una cuestión crucial que Gombrowicz quería poner en evidencia. Pero esta relación, el germen de su idea de la forma, corría el peligro de ser entendida por la crítica como una dependencia del individuo con el medio, y así ocurrió nomás. Pero Gombrowicz soñaba con otra cosa, tenía que encontrar alguna carta de ciudadanía pera su manera de ser rebelde, pues se comportaba siempre al revés: si tenía que llorar, reía, si tenía que aceptar, rechazaba. Es inútil seguir poniendo ejemplos. La idea de la forma es muy natural para Gombrowicz pero, en verdad, de difícil comprensión; es muy natural por el rumbo artificial que tomó su conducta desde joven y por sus sentimientos de extrañamiento. La consecuencia que saca de esta anomalía es que en la conducta de los otros tenía que haber también, por lo menos en estado larval, una intervención de lo casual.  

En el encuentro de una persona con otra hay una zona determinada de la conducta, de la que se ocupan la psicología y la antropología, y una esfera en la que el comportamiento no está determinado de antemano, se va ajustando de a poco y pasa de un cierto caos a una estructura en la que cada participante del encuentro define en la otra una función. De esta idea saca algunas conclusiones: soy para el otro, el otro me define, y viceversa. El medio en el que se da este intercambio es la forma, un campo elástico que hace posible la mirada, el problema de Sartre. Gombrowicz entendió muy bien cómo funcionaba todo esto y qué alcances tenía, se puede decir que su obra es un gran laboratorio en el que hace experimentos con la conducta humana; pone el énfasis en la zona inasible para el psicologismo y observa con curiosidad y detenimiento a ver qué hombre le va saliendo. Le iba saliendo, ni más ni menos, que un Gombrowicz o algo parecido a Gombrowicz. Él más bien es creado por su obra que a la inversa; de paso le fue saliendo también un mundo que se correspondía con su sentido interior y con el de otros, por ejemplo, con el mío. A medida que fue teniendo seguridad de que su hombre no era el producto de un sueño, ni un pequeño monstruo fabricado por un alquimista, empezó a hablar de su hombre.  

Las funciones con las que unos se unen a los otros llegan a ser muy inelásticas; el medio denso en el que tienen lugar estas transacciones es la relación interhumana. De a poco va desarrollando estratos de comprensión como habían hecho Freud (yo, súper yo, ello) y Marx (infraestructura, superestructura). Para ampliar el campo de acción de su teoría, tiene que pasar de los grupos o nociones pequeños a otros más generales como, por ejemplo, de familia a nación. Una categoría omnipresente en la construcción de este mundo es la artificiosidad: ser hombre quiere decir ser actor. La imagen del espejo para esta categoría es su noción del yo; no puedo ser yo porque soy artificial, pero quiero ser yo; una contradicción irresoluble cuya consecuencia es la deformación. Estas son descripciones del campo de la forma, por ahora tan sólo un espacio en el que tienen lugar fenómenos tan distintos como la sonrisa de un niño y la tragedia de la humanidad. Así como el campo gravitacional necesita de masas gravitacionales, la forma humana necesita de elementos humanos; para seguir los pasos de Gombrowicz vamos a restringirlos a las doce palabras iniciales. La inmadurez es lo que queda afuera de la naturaleza y del campo de acción de la forma, y por eso es inexpresable.  

Nuestra inmadurez es humillada por la forma pues la forma degrada. La cultura crece a espaldas de la inmadurez y la oculta con vergüenza. El hombre está tironeado entonces por la forma y por la inmadurez, tiene dentro de sí dos naturalezas antinómicas: una apunta hacia arriba, lo superior, la madurez; la otra, hacia lo bajo, lo inferior, lo inmaduro. El hecho de que la luz tenga una doble naturaleza, corpuscular y ondulatoria, la deja de lo más tranquila, pero el hecho de que el hombre tenga una doble naturaleza es un drama, puede ser giocoso o trágico. Lo de arriba humilla a lo de abajo, que no se siente a la altura, recae una y otra vez en su inmadurez que, como existe, quiere ser, quiere ser lo que es: inmadurez. Esta tensión es endógena, el hombre la siente dentro de sí, está escindido, no puede ser ni piedra ni Dios, ambos idénticos a sí mismos. Esta condición es la que hace posible la tragedia. Pero hay aquí un infierno aún mayor, no es sólo la escisión, es peor aún: la madurez quiere ser inmadura y la inmadurez madura, es decir, la degradación, la humillación y el sometimiento son de ida y vuelta. Estas cuestiones las está sometiendo Gombrowicz a la consideración de los señores críticos. La tensión entre lo superior y lo inferior desenvuelve todas las posibilidades erótico metafísicas de su poesía en el encuentro entre el adulto y el joven.  

En Ferdydurke, las partes del cuerpo empiezan a constituirse en uno de esos elementos excitantes que repiquetean en la obra de Gombrowicz. Sería sobreabundante dar ejemplos, baste decir que actúan como soportes en los que se va fijando la telaraña de la forma, tan caótica y casual en los primeros bosquejos de su creación. Las partes del cuerpo sirven tanto para asociar (las bocas en Cosmos) como para disociar (la anatomía completa de Flora Gente en Ferdydurke), tienen funciones múltiples que van desde el orden erótico hasta el orden metafísico; la intervención imaginaria de las partes del cuerpo en la obra se corresponde muy bien con su participación subyacente en el mundo real.  

Ferdydurke es la lucha por la propia madurez de alguien enamorado de su inmadurez, y también la huida del hombre caído, del hombre humillado por la madurez y del hombre humillado por la inmadurez. La huida es una descarga de la tensión, es un escape hacia las zonas subculturales, rudimentarias e informes donde se desahoga la inmadurez. En este punto del camino ya tenemos fabricado casi todo un Gombrowicz. Algo falta todavía: la belleza y las condiciones del encanto. De los experimentos con Ferdydurke Gombrowicz saca un hombre que está siendo creado por la forma, que crea la forma, que es degradado por la forma, que está enamorado de la inmadurez, que es creado también por lo inferior y lo joven, que se subordina a lo interhumano, que desconoce una instancia superior al hombre, que está dinamizado por el hombre. De esta actitud deviene una moral que expresa su rebelión, y el convencimiento de que todo lo que nos permite descifrar mejor nuestra situación en el mundo constituye nuestro triunfo sobre la naturaleza: "El mundo es un absurdo y una monstruosidad para nuestra necesidad utópica de sentido, de justicia y de amor. He aquí una idea simple. Incuestionable. No hagáis de mí un demonio barato. Yo estaré siempre del lado del orden humano (e incluso del lado de Dios, aunque no creo en él) hasta el final de mis días; y aún después de muerto".

El casamiento es la teatralidad de la existencia, una realidad creada a través de la forma que se vuelve contra Henryk y lo destruye. En esta obra Gombrowicz les abre la puerta a sus percepciones proféticas. Es el sueño sobre una ceremonia religiosa y metafísica que se celebra en un futuro trágico en el que el hombre advierte con horror que se está formando a sí mismo de un modo imprevisible; un acorde disonante entre el individuo y la forma. Si no hay Dios, los valores nacen entre los hombres. Pero el reinado de Henryk sobre los hombres tiene que hacerse real, las necesidades formales de la acción para hacerlo rey terminan por derrumbarlo y toda la transmutación fracasa; ha recibido un zarpazo de Dios. Gombrowicz incorpora en El casamiento una teatralidad que aspira a la genialidad de Hamlet y Fausto, pero antes controla que este deseo de genialidad no tenga origen en la ingenuidad. No. Es que la adoración por la juventud le había destruido todo el valor de la grandeza y de todos los otros valores, menos el valor de la juventud misma; no le importaba la grandeza, así que la usó a su antojo. El casamiento produjo una gran confusión a la que no poco contribuyó el mismo Gombrowicz. De ahí sacó una enseñanza que vale para la interpretación de toda su obra: la primera aproximación a un texto no debe ser demasiado profunda, sólo de a poco se busca lo profundo, si es necesario. Hay que tener como principio que si se puede acceder a una obra mediante una interpretación simple, se debe prescindir de la difícil: "Metafísica, de acuerdo, pero hay que empezar con la física".  

"La historia de mi evolución es la historia de mi continua adaptación a mis obras literarias, que siempre me han sorprendido al nacer de un mundo imprevisto, como si no salieran de mí." Los elementos iniciales de Transatlático: los recuerdos de los primeros días en Buenos Aires, de un color esclerótico y prehistórico. Se le presentan algunos componentes que siguen la línea de la realidad, realiza el control mediante el cual elimina el primer bosquejo; la obra se le empieza a escapar y le aparecen asociaciones estrafalarias con los polacos en la Argentina, elementos excitantes: un puto, un duelo, hasta que le queda marcada una dirección de la que ya no puede regresar, una obra fantástica. Polonia se metió de paso, como un anacronismo que retuvo los recuerdos de la esclerosis prehistórica. La idea que resulta para el lector de esta chifladura formal con alguna imprecación blasfema es que Gombrowicz se está rebelando contra la patria. El Transatlántico estrafalario fue convertido por los lectores en un barco corsario, cargado de dinamita, que puso rumbo a Polonia. Es el caso singular de una obra que transformó al autor, un niño irresponsable y jovial, en un capitán pensador y experimentado. Polonia no era el tema, eran aventuras de Gombrowicz y no de Polonia, era una sátira de su vida en Buenos Aires; en Polonia pensó más tarde: "Sea como fuere, en este barco he regresado a Polonia. Se acabó el tiempo de mi exilio. He regresado, pero ya no como un bárbaro. Tiempo atrás, en la época de mi juventud, en mi país, me sentía completamente salvaje frente a Polonia, no sabía afrontarla, no tenía estilo, ni siquiera era capaz de hablar de ella; ella sólo me atormentaba. Después, en América, en América me hallé fuera de ella, separado. Hoy las cosas son distintas: regreso con unas exigencias concretas, sé qué es lo que debo pedir de la nación y sé lo que puedo darle a cambio. Me he convertido en un ciudadano".  

El 4 de febrero de 1958 terminó Pornografía, una novela en la que pasa al mundo por el cedazo de la juventud. Como en ninguna otra obra, anda en busca del encanto. Hay que hacer pasar la realidad por un ser que despierte encanto, es decir, que sea capaz de entregarse; una idea erótica y sexual. Gombrowicz empieza a coquetear con las fórmulas escabrosas: madurez para la juventud, juventud para la madurez. En El casamiento andaba detrás de la entronización del hijo por y contra el padre; en Pornografía busca la entronización del joven por y contra el maduro, empujándolo hacia el maduro, para embadurnar al maduro con el encanto de la juventud, otra idea erótica y sexual. Una cuestión decisiva era pasar el  pensamiento por el sexo y la metafísica por el cuerpo. Ya explicamos por qué el hombre quiere ser perfecto, adulto, e imperfecto, joven; un conflicto entre la conciencia y la vida: el drama fáustico. A pesar de su antitalento matemático, Gombrowicz era muy aficionado a las fórmulas y a las ecuaciones. En Pornografía le aparece el sistema tardío de las cuatro tesis: la juventud es inferioridad; la juventud es belleza; conclusión: la belleza es inferioridad; corolario: el hombre es el mediador entre Dios y la juventud. Y entre Dios y la juventud, Gombrowicz se quedó con la juventud, un valor por debajo de los otros valores, un valor cruel que destruye a los otros valores, un valor que se basta así mismo. Hay en todas estas explicaciones de Gombrowicz muchos fuegos artificiales. Pornografía es una obra libidinosa, oscura; la juventud y la belleza se sacan chispas con la madurez y juegan una partida memorable que yo entiendo muy bien cuando pienso en Flor de Quilombo:

"Ah, inolvidable Quilombo, yo también me recuerdo, y a menudo, de la casita, de las niñas, de Goyito y Nona, y de vos que supiste llevar esa prosa a la altura de la MITOLOGÍA y darle categoría de LEYENDA. Nada me conmueve como tu profundo deslumbramiento ante tanta gloria nacida de tanta insignificancia; y no te imaginás con qué vehemencia agradezco este párrafo de tu carta. Porque yo, saturado de alabanzas y podrido de famas, me maravillo ya solamente frente a este poder misterioso que tenemos en común por ser tan jóvenes, vos joven por joven y yo joven por artista, de darle frescura al mundo convirtiéndolo en una Revelación. Ah, Quilombo, ¡qué conmovedora es nuestra juventud!”  

de Polonia

 

Como ya sabemos, Gombrowicz construyó su personalidad diciendo no, más que diciendo sí; el elenco de los objetos de su rebeldía lo pone bien en claro. Pero a ese elenco le falta algo: el objeto principal contra el que se rebeló fue él mismo, y así cerró el círculo. Si hay algo que se decía sobre Gombrowicz es que era escritor y polaco, las dos formas que más lo definían, pero él no se podía negar a sí mismo, así que, maestro en el arte de la huida y el escape se la tomó con las ideas que lo definían: los polacos y los escritores.  

En los programas de acción que prepara para los polacos, vuelan los palos por el aire a diestra y siniestra. Sin embargo, hay que reconocerlo, si los polacos fueran como él piensa que son, tiene razón él, deberían cambiar un poco. Lo curioso del caso es que si en el Diario reemplazamos las palabras Polonia y polacos por Argentina y argentinos, tendríamos que modificar el texto, claro, pero muy poco. Un cierto tipo de sus exclamaciones, como por ejemplo, “yo no soy escritor sino una persona que de vez en cuando se le ocurre escribir” o “yo no quiero a Polonia pero quisiera quererla”, terminaron por convertirlo en un paradigma de escritor y de polaco.  

"¡Si pudiera oírse en ese reino de la ficción pasajera una voz real! Pero no, son o bien ecos de hace quince años, o bien cantinelas aprendidas de memoria. La prensa del país, al cantar del modo que la obligan a hacerlo, calla como un sepulcro, un abismo, un misterio, y la prensa de la emigración es... bonachona."  

Con este epígrafe Gombrowicz ubica el campo de batalla: la paliza la van a recibir los polacos que se quedaron en Polonia y los inmigrantes. La moderación de los inmigrantes y el dogmatismo de los residentes son conductas derivadas de la guerra, y vendrían a ser algo así como una segunda naturaleza polaca que Gombrowicz distingue de su naturaleza más profunda. La moderación de las costumbres y la virtud son una consecuencia del debilitamiento del que también se deriva una vida inauténtica que se queda en el pasado y que trata de justificarse ante los demás: "Sois como un pobre que presume de que su abuelita tenía una granja y viajaba a París" o "nada de lo que le es propio al hombre debe impresionarlo; de tal modo que si nos impresiona nuestra grande­za o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no lo llevamos en la sangre". Un palo para los inmigrantes.

Gombrowicz contrapone la naturaleza profunda del polaco con el mun­do occidental. El europeo piensa en el hombre como en un ser solitario y de valores absolutos, mientras que a los polacos se les iba haciendo palpable que el hombre no puede ser definido en soledad ni a partir de referencias invariables. Encuentra una analogía entre su pensamiento y el de Buber: la filosofía individualista ha muerto y la filosofía colectivista que considera al hombre como una función de la masa, también fracasará: "(...) el hombre en unión con otro hombre; yo en unión contigo y con él". Una vez que reconoce esta diferencia, Gombrowicz acusa a los pintores polacos de no sacar consecuencias del hecho de que los polacos nunca le han dado demasiada importancia al arte y de que el hombre está por encima de lo que crea. En vez de proponerse una actitud drástica, se postran, se ponen serios y de rodillas frente a la pintura y renuncian a su propia realidad, es decir, a la originalidad. No sé de qué manera habrá entendido estas enseñanzas Grocholski, la cosa es que en algunas ocasiones lo han visto pintando desnudo.

Un pedido general que les hace a los polacos es que no tiren al basurero todo lo que hay en ellos de teatro y de histrionismo, pues la condición del hombre es la artificiosidad; por un lado, es él mismo, y por otro, se imita a sí mismo, y debe ser conciente de su actuación. Este reconocimiento es indispensable para hacer una reflexión sobre la axiología. Los valores no se pueden deducir de ninguna noción gene­ral, nación o religión; no hay ningún camino para encontrarlos fuera de nosotros mismos, porque forman parte de nuestro sentido interior, esa obscuridad con la claridad de la noche. De aquí cae de su peso que lo más importante para Gombrowicz no era Polonia sino los polacos.  

Un programa que les armó a los exiliados consiste en recordarles que no deben renunciar a su actitud aristocrática en relación con la cultura, que deben seguir pensando en forma compleja y civilizada. El sentido aristocrático se había muerto en Polonia, pero él les proponía algo así como un suicidio colectivo: mantener su anacronismo y morir en su ley. "Debemos realizarnos hasta el final, expresarnos hasta el fondo, porque sólo los fenómenos capaces de vivir incondicionalmente tienen derecho a existir." Esta propuesta va más allá de la ideología. Si bien es cierto que el comunismo polaco exaltaba al proletariado, ergo, lo vulgar, Gombrowicz pensaba que la decadencia de la actitud aristocrática en la cultura era anterior. Según me parece a mí, a pesar de que hace cuarenta años le demostré a Sábato lo contrario, a Gombrowicz le había quedado un tic snob que nunca se le fue del todo: "El problema de Milosz se ve agravado por el hecho de que él mismo tiene sus orígenes un poco en la taberna. Uno de los aspectos más interesantes, más sutiles e incluso más conmovedores de su pose, es para mí ese vínculo personal suyo con la pacotilla polaca; se nota que él, con todo su europeísmo, también es uno de ellos..." Pero Gombrowicz no se puede conformar con un programa tan restringido, así que pasa a uno general para toda la cultura polaca.  

Hay un alter ego polaco que estaba pidiendo a gritos el derecho a la palabra, para destacar el hecho de que el rasgo más característico del pueblo polaco, producido por la historia, es la exageración. La virilidad, la violencia psíquica, el amor a la patria, la fe, la honradez, el honor tienen en Polonia un quantum de exceso. El alter ego que existe dentro del polaco, ahogado por las costumbres, niega la exageración; una antinomia típicamente dialéctica. Gombrowicz concluye así que el rasgo más distintivo que debiera tener el desarrollo de la cultura polaca es el espíritu de contradicción: "ampliar y enriquecer nuestra belleza de manera que el polaco pueda gustarse a sí mismo en dos imágenes contradictorias: como el que es actualmente y como él que destruye en sí mismo al que es".  

¿Por qué esta transformación cultural no se constituyó en un programa durante los veinte años de independencia política entre las guerras? Por debilidad: "A la Polonia de aquel entonces la llevábamos en el pecho como a la armadura de Don Quijote a la que, por si acaso, preferíamos no probar (...) no fuera cosa que todo se nos viniera abajo”.  

Gombrowicz desarrolla un proyecto para determinar cuáles son las condiciones en las que se deben desenvolver tanto la literatura como el escritor, establece límites para el objeto y describe las características de la actitud. Condiciones para la literatura: que tome su alimento de la vida; que sea controlada por el sentido interior del escritor, el ángel de la guarda de la realidad; que exprese el espíritu colectivo. Condiciones para el escritor: que se encante con su objeto y que tome una distancia fría frente a él; que se sienta coautor de la cultura y que no la venere; que exprese su espíritu individual. De la inobservancia de estas condiciones devino una literatura que no expresó la realidad, sí en cambio las fantasías colectivas, las abstracciones estéticas e históricas, la misión social, el satanismo. Límites para el objeto: "en las cumbres no hay nada, nieve, hielo y rocas, en cambio hay mucho por ver en el propio jardín". Las montañas de sufrimiento, el horror, el vacío, son objetos que la literatura no debe abordar por la vía directa: "(...) sólo nos podemos aproximar a ellos  a través del mundo entero y de la naturaleza humana en sus aspectos más fundamentales". La inobservancia de estos límites llevaron al fracaso a los escritores, pues los objetos no fueron alcanzados. Al fracaso le sucedió un sentimiento de culpa, y cuando se sintieron ruines cayeron en la frivolidad. Características de la actitud: "Soy solo. Por eso soy más". El orgullo, la altanería y la ambición deben ser puestos en evidencia, pues son el motor de la literatura. El límite de la modestia no nos conduce a nada: sentirse anterior a la nación. Hay en estas condiciones que describimos una coherencia que se regenera a sí misma, pues la raíz de sus alcances está en la concepción de la forma que tiene Gombrowicz.  

"Polonia ha sido y sigue siendo para mí únicamente uno de mis múltiples problemas, ni por un momento me he olvidado del carácter secundario de esta cuestión." Cometidos históricos del arte y del pensamiento polacos en el exilio: nada complicado, vivir, vivir a cualquier precio, y revisar, revisar su cultura y a sí mismos. Este ajuste de cuentas no debió circunscribirse solamente a su guerra con el comunismo. Tenían que intentar un esfuerzo intelectual más amplio, proporcional en su intensidad a la sacudida que había conmovido a Polonia. ¿Cumplieron con este cometido? No, ni estudiaron el marxismo teórico ni se aproximaron al existencialismo; estas dos concepciones juntas constituyen la verdadera introducción a nuestra época. Gombrowicz se preguntaba cuántos polacos pasarían un examen sobre estos temas.  

"La ruptura sentimental entre ese grupo de conservadores consecuentes, con los botones abrochados, y la modernidad, es del tamaño de la catedral de Colonia (...) En cierto sentido, tanto Polonia como la emigración sufren la misma enfermedad. Porque si la emigración padece de artificiosidad, que es el resultado del aislamiento con respecto a la nación, en Polonia también les ha sido impuesta la artificiosidad, y en una dosis más brutal, por una teoría tan voraz como irreal."  

 

del Snobismo

 

No es lo mismo entrar a una reunión de psicólogos que a una de ingenieros, o a un salón plutocrático que a una taberna del puerto. Cada profesión y cada clase social tiene sus códigos y sus modales. Gombrowicz, nacido de terratenientes y educado en un colegio aristocrático, era el producto del refinamiento y del tipo de belleza que produce la riqueza. La casualidad lo puso en la Argentina y el exilio lo fue dejando desnudo. La cosa es que aquel joven bien educado de treinta y cinco años tuvo que afrontar a su manera, como cada cual lo hace, los infortunios de la vida. Él no ocultó su debilidad, la reveló, y también se burló de ella construyendo una especie de payaso clonado de aquel otro Gombrowicz que se había quedado en Polonia.  

Para entrar más rápidamente en materia, vamos a analizar un caso sobre lo que hacía Gombrowicz en Polonia en punto a cuestiones que, si no lo son, bordean el snobismo. Su actuación corrosiva en el café Ziemiska en Varsovia, que le arrancó una exclamación al poeta Broniewski: "¿Qué está haciendo? ¿Qué sabotaje es éste? ¡Usted ha logrado contagiar de heráldica hasta a los comunistas!" ¿No es éste acaso un ejemplo de snobismo? "¡Esa pasión, esa locura de darse aires y, además, de la manera más idiota posible! ¡Esa manía genealógica que me arruina y que pago con mi carrera social!"  

Aquí, en Buenos Aires, nos daba clases sobre los modales de la mesa. En el restaurante Sorrento, donde le gustaba comer a Borges, muchas veces recibí esas enseñanzas: el cuchillo sólo se utiliza si no se puede prescindir de él, nunca para una omelette, una tarta, con el tenedor alcanza; la cuchara debe ingresar de costado a la boca, nunca de punta; el caldo se debe absorber en silencio; no se deben tomar los alimentos con las manos; lo que ingresa a la boca no puede salir por la boca: –¿y los carozos y las espinas?;  –arréglese, hay que sacarlos antes; jamás usar mondadientes y mucho menos llevarse una mano a la boca para ocultar la maniobra. Bien, para qué seguir, basta decir que Gombrowicz violaba una por una todas estas prohibiciones:

-¿Qué hace, Gombrowicz?

-Vea, Gómez, una vez que se sabe, está permitido.  

Nos daba también clases de tenis. Como el Alemán y yo jugábamos al tenis, nos hablaba de sus torneos polacos, de cómo en una ocasión había vencido al campeón, pero lo más atrayente era cuando saltaba como un gato de la mesa y empezaba a enseñarnos las posiciones de la muñeca, la flexión de las piernas para los distintos golpes, los giros de la cintura, los movimientos del antebrazo. En estas ocasiones se nos hacía patente que tenía mucha agilidad corporal, no así cuando lo observábamos caminar: parecía más bien un barco navegando y avanzando río arriba.  

Pero su pasión predominante eran las clases de aristocracia: el sombrero, las pipas, los zapatos, el impermeable sucio, los tobillos, ah, los tobillos: "El día que decidí proclamar públicamente mi debilidad, se rompió la cadena que me ataba a aquel tobillo". Estaba atado al tobillo del príncipe Gaetano. Las condiciones que hacían posible esa sujeción a la aristocracia eran: su hermetismo, su magnanimidad, su amabilidad y su consiguiente superioridad: "Al cabo de algún tiempo ya me permitió divertirme con ellos abiertamente y Gaetano, sin ninguna incomodidad de su parte, me introducía en los secretos de su árbol genealógico con el único objetivo de impresionarme, o bien, levantando una pernera, permitía que su tobillo ennoblecido como el vino, me dejara anonadado". Gombrowicz fue aprendiendo de a poco, en medio de todos estos forcejeos con el estilo, en primer lugar, a revelarse a sí mismo el sentimiento de inferioridad que le sobrevenía cuando tenía que enfrentar estas situaciones, y en segundo lugar, a revelárselo a los demás también: "¿Podré algún día llegar a ser tan imponente y tan distinguido como usted, príncipe, y como usted, señora? ¡Ese es mi sueño!"  

Es evidente que los asuntos concernientes al nobiliario no se habían apagado en Gombrowicz; a pesar de las guerras, de la muerte de millones de personas, se seguía encantando con la mitología de los blasones: "No existe monstruosidad alrededor de la cual no pudiese enredarse esta hiedra (...) Las jerarquías, los mitos, las celebridades surgidas en vuestro antiguo mundillo de pacotilla y hoy ya muertos pues el fragmento de la existencia del que habían nacido ya ha perecido­, siguen ofuscándonos la existencia ya que a escondidas ofrecemos a estas deidades caducas nuestros ridículos sacrificios". Pero había algo más: el sueño de la aristocracia, de ser hasta tal punto agradable que le resultara posible ser inútil, andaba de acuerdo con el talante de Gombrowicz: "Bien, por lo que a mi se refiere, afirmo y anoto como uno de los cánones de mi conocimiento de los hombres que el que desee agradar a los hombres alcanzará con más facilidad la humanidad que el que desea sólo ser un siervo útil".  

Nos abrumaba con la superioridad y la elegancia de París y de Proust, mientras en el Diario escribía pestes de ambos. A París la quería pero no la quería. París representaba la superioridad, la madurez y lo viejo: "(...) es decir que en París tendré que ser enemigo de París (...) no podré existir a menos que me sientan como enemigo". A mí siempre me ha llamado la atención el carácter instrumental de las composiciones de Gombrowicz, esa falta de probidad manifiesta, el ser o hacer algo con el sólo propósito de alcanzar un objetivo que se conoce de antemano. Es, de acuerdo, un recurso para cuestionar todos los sentimientos y todas las ideas humanas, sus propios sentimientos y sus propias ideas, es una técnica que nos pone frente a un horizonte que se aleja de nosotros y ahonda nuestra conciencia, sí, claro, pero... yo creo que él atraviesa una línea moral más allá de la cual está lo prohibido. Él tiene otro punto de vista: "No, ni el menor escrúpulo ante la probidad de esta actitud ad hoc, adoptada con entera sangre fría; la probidad es una necedad, no se puede ni siquiera hablar de probidad cuando uno nada sabe de sí mismo, cuando no recuerda nada, cuando no tiene pasado, cuando se es sólo un presente que fluye continuamente... En una niebla como la mía, ¿es posible hablar de escrúpulos morales?"  

Y qué decir de Proust: "(...) los defectos de sus obras son enormes e inconmensurables, una mina de defectos"; su combate falso con el tiempo, su infinita postergación, su manía psicológica; complicado, artificial, amanerado, ahogó su sentido interior y lo redujo a fenómenos secundarios; explica la naturaleza por el cuadro y no el cuadro por la naturaleza: "Hay en esto una perversión y un falta expresa de lealtad para con la vida". Sin embargo, con París y con Proust me dio bastantes dolores de cabeza durante algún tiempo.  

Habiendo llegado a este punto, no sabría decir si Gombrowicz era o no era snob. Hay argumentos y contra argumentos. Prefiero transcribir una parte de una carta que le escribí hace cuarenta años, en aquel entonces sí que sabía:

"Sabato: Gombrowicz es un tanto snob, si estuviera aquí le diría que aun en Ferdydurke se nota su snobismo. Cuando llegan a la estancia, por ejemplo, el estilo de la obra pierde continuidad. Sí, yo se lo diría.

“JCG: ¡No, por Dios! Gombrowicz no es snob y todavía menos...

“Sabato: (interrumpiendo) Decí, Ada, ¿es o no es snob? ¿eh?

“Ada: Lo es y no lo es.

“Sabato: Ah, pero entonces lo es.

“JCG: ¡Por favor! permit…

“Sabato: Es snob.

“Ada: Escuchá lo que dice Gómez, él te va a explicar.

“Usted me pide que no intranquilice a las damas, ¿qué otra cosa puedo hacer? Dos meses de sanatorio y esos bacilos en la garganta, ¿qué son esos bacilos? Sabato, sospecho, sabe más que yo sobre su enfermedad, ¿por qué?

“Ejercían a esta altura una presión sobre la Northing, las cosas abandonaban su perfil y las voces seguían trepando. Ahora, la marea amenazaba al Sabato. Imprevisiblemente quedó convertido en un blanco perfecto.

“JCG: No es snob. Quizás usted lo diga porque acostumbraba a jugar al conde, pero él, no obstante, pertenecía a la clase bien de Polonia y ésa fue su realidad desde niño. Gombrowicz no está íntegramente en nada, ni en la clase, ni en la literatura, ni en el espíritu, sino en sus antesalas. El crecimiento de alguna de estas formas lo intranquiliza, como si necesitara que cada una de ellas ejerza un control compensatorio sobre las otras. Además, observe que en tal que literato, esta incomodidad cobra para él una fuerza más perversa y amenazante aún, pues como hombre es arrastrado por su disposición interior, su catedral íntima, y por el asedio gigantesco de los otros, hasta el Artista, y nada más que hasta el Artista. El snobismo de clase es una tentación universal, y si uno no se maneja bien en este asunto, sucumbe. Fíjese que este riesgo se multiplica en Gombrowicz, que es un producto bastardo entre una buena familia y el Artista al mismo tiempo; dentro de su clase se siente fuera, mientras que fuera de su clase se siente dentro y aquí, nuevamente, es llevado de las narices por una forma impuesta. Cabría decir que este hombre chaplinesco es ahogado por su obra, justamente, por aquello que lo convierte en valor. Gombrowicz resiste el asedio de estas energías demoníacas inflando cada una de sus máscaras hasta que, como globos ridículos, se desprenden e inician un viaje fantástico, ajeno y por fuera de él.

“Sabato: Usted se ha expresado con mucha propiedad pero, insisto, es snob (caprichosamente).”

Y bien, es posible que ahora, cuando no sé, tenga razón, pero, ¡cuánto más lindo era saber!

 

del Tiempo

 

"Horrores pasé con el Tiempo" Witold Gombrowicz, 28/04/63.

 

"Es un sentimiento de estar más allá del Tiempo, de haber cerrado el círculo regresando a Europa, encontrando a la vez su propia juventud y la muerte", Kot Jelenski, 20/09/64.  

Una noche, en la Fragata, el Alemán y Gombrowicz discutían, y dale que te dale, si la reducción eidética era la condición que hacía posible la reducción trascendental, es decir, la fenomenológica. De repente, Gombrowicz nos propone que miremos la puerta y que tratemos de presentir lo que ocurrirá en el instante siguiente, que de esta manera nos convertiríamos en el ente que transforma lo desconocido en conocido:

-¿Eh, qué tiene que ver esto con la reducción eidética?

-No, na­da, es una idea de Berkeley.  

Después de aquella noche en muchas otras nos propuso que entráramos en este trance metafísico temporal: "Ante mis narices hay un muro de tinieblas del que surge el más inmediato ‘en seguida’ como una amenazadora revelación".  

Todos los esfuerzos que hizo para recuperar su pasado le resultaron vanos, la memoria y la cronología se le vaciaban en un tonel de Danaides, pues el pasado no tiene forma: "Proust miente, no, no hay nada que hacer, nada absolutamente". Cuando se fue de la Argentina le dio un impulso al movimiento del tiempo que se le estaba quedando quieto; la presión terrible de los sucesos le borró los contornos: otra vez el tonel de las Danaides, todo era vacío: "(...) sentía entonces mi destino como si estuviera en un cuarto oscuro, donde no se tiene idea con qué uno va a romperse la nariz". Gombrowicz lo acusa a Milosz de estar especialmente interesado en borrarle los contornos a aquello que se podía definir. Yo no lo acuso a Gombrowicz, pero me parece que él también estaba personalmente interesado en borrarle los contornos a su pasado y al presentimiento que tenía de su futuro.  

Hay un pasado y un futuro que sí entiende muy bien: el pasado y el futuro que él mide respecto al momento en que se va del Banco Polaco, un destino siempre entrecruzado con la actividad de escribir. El pasado: "Todo se va al garete porque cada día durante siete horas cometo el asesinato de mi propio tiempo (...) no queda lugar para mí, soy forastero en todas partes, como si no habitara, en la tierra." El futuro: "¡Todos los días eran una fiesta! Domingo de la mañana a la noche (...) podía pues ponerme a escribir".  

No hay cosa que esté más vinculada al tiempo que nuestra propia vida. La belleza detiene el tiempo, el encantamiento que produce en el hombre suspende la actividad de la vida trivial, pero si algún detalle de la vida trivial llega a alcanzarla, la belleza desaparece: "Todo era verde y azul, agradable y ameno. En una parada sube una muchacha que... ¿cómo decirlo? La belleza tiene sus misterios. Hay muchas melodías bellas, pero sólo algunas son como una mano que oprime la garganta. Esta belleza era tan magnetizadora que todos se sintieron extraños y quizás, incluso, avergonzados; nadie se atrevía a admitir que la observaba, aunque no había ni un par de ojos que no contemplara a escondidas aquella espléndida aparición. De repente, la muchacha, con toda la tranquilidad del mundo, se puso a hurgarse la nariz".  

Ya hemos visto que la historia fue amenguando el valor de la muerte en favor del crecimiento del dolor, pero la muerte no ha perdido su voz por esto: "(...) todo el océano está hecho más bien de tiempo que de inmensas distancias, es un espacio infinito, se llama muerte". Hasta aquí vamos bien, pero en un momento Gombrowicz hace una pirueta que es muy difícil de entender. Le voy a dar forma de silogismo para que quede más clara la acrobacia; primera proposición: el hombre viejo y el hombre joven casi no tienen nada en común; segunda proposición: el lenguaje del hombre viejo es casi igual al del hombre joven; conclusión: el lenguaje no expresa la existencia individual del hombre, el lenguaje carece de expresividad. Este camino me parece que no nos conduce a ninguna parte, así que no lo vamos a seguir. Es uno de esos buscapiés que tira Gombrowicz y que no se sabe en qué lugares va a estallar. Empieza una cadena de argumentos y contra argumentos del siguiente estilo:

-¿Si el lenguaje no es expresivo, entonces, para qué escribe?

- Porque quiero que la expresión sea posible... y aquí se arma un baile parecido al del yo, que no existe pero que quiere existir...

La muerte es vieja, luego es fea, por acá vamos bien.. La muerte no solo es fea, al igual que el mal, no es comprensible para el hombre; si la pudiéramos asimilar, nos meteríamos debajo de la cama y no saldríamos nunca más. Pero el camino que nos lleva a la muerte, es decir, el envejecimiento, sí que es un problema; el envejecimiento aniquila la belleza y la posibilidad de acceso al encanto de la vida. Gombrowicz buscó hasta el final un pacto con la belleza para detener el envejecimiento, es decir, el tiempo, pero la belleza no es el diablo: le dio la espalda y Gombrowicz se murió viejo. La belleza es un valor que retiene al joven en la inmadurez, pero como él quiere ser maduro, se defiende de su propia belleza, la porta pero no la quiere. Gombrowicz saca la siguiente conclusión: este rechazo de la propia belleza es más hermoso que la belleza misma. Estamos de acuerdo, vamos bien.  

Gombrowicz se puso más allá de la muerte: "¿Podré morir como los demás?, ¿y cuál será después mi suerte?" Él siente que su rasgo más distintivo respecto a los demás es la importancia que le ha dado a su persona: "Me agiganto, ¿hasta qué límite?" Esta función de agrandamiento del yo no le puede ser indiferente a la naturaleza, así que supone que su suerte después de la muerte deberá ser la de los otros. Y más acá de la muerte: la vida del joven es elástica, la del viejo esclerosada, pero los sentimientos de Gombrowicz no acompañaron esta transformación. Casi sin cambios enfrenta con sentimientos jóvenes el horror del envejecimiento, un dolor que lo va apartando de los hombres y de la naturaleza: “Me he sentado a escribir este diario, no quiero que la soledad vague en mí sin sentido, necesito gente, necesito lectores... No para comunicarme con ellos. Sencillamente para dar señales de vida. Hoy acepto ya todas las mentiras, convencionalismos y estilizaciones de mi diario con tal de poder pasar de contrabando, aunque sea un eco lejano, un pálido sabor de mi yo aprisionado".  

El tiempo nace con el encanto de Eros y se muere de viejo como Cronos, devorándose a sus propios hijos. El dolor y Gombrowicz fueron contiguos, quizás no tanto con el Gombrowicz niño. Lo he visto comportarse en forma  extraña con un niño, cambió de color y de lenguaje, ordenó masas para obsequiarle al pequeño. No es que intentara comunicarse con él, pero estaba conmovido: "(...) esa alegría que es en realidad nuestra única victoria sobre la existencia y la única gloria del hombre ( ... ) Resulta muy sarcástico que nuestra insignia más alta, nuestro más orgulloso estandarte, sean los pequeños pantalones de un niño". El tiempo nos va definiendo camino hacia la muerte: cuando la vida se esclarece, cuando podemos descifrarnos, estamos llegando al fin: cerrados y sumados. "Qué extraño, por fin, por fin empiezo a ver mi propia cara que emerge del Tiempo. Lo cual va acompañado del presagio del fin inevitable. Patético."  

Gombrowicz era un conspirador, no quería ocupar su lugar en la sociedad, rechazaba a los mayores y se acercaba a los jóvenes para enaltecerlos y enaltecerse. Ah, el tiempo de la juventud, la colimba: "Todo el orden social, todos los regímenes, el poder, la ley, el estado y el gobierno, las instituciones, todo descansa sobre estos esclavos, apenas adolescentes, que han sido cogidos por el pescuezo, obligados a jurar obediencia ciega (...) y preparados para matar y dejarse matar”.  

Sobre esta función de la juventud, la de ser soldado, Gombrowicz abre un interrogante: ¿por qué la privación de los derechos fundamentales de los jóvenes no se convierte en un problema de conciencia? La edad es la culpable, esa diosa que reparte las cartas y nos asigna los papeles en la vida social. En el servicio militar se manifiestan las dos violencias que el superior ejerce sobre el inferior, la del instruido sobre el menos instruido y la del mayor sobre el menor: "Edad de plena forma física, pero todavía infantil, que facilita que posibilita ..., la acumulación de muchas vidas en el puño de un oficial, ¡como en el puño de un semidios!”. Pero la diosa le hacía trampas a Gombrowicz, no le daba una sola carta, le daba dos; una, con el papel de superior, adulto, maduro; otra, con el papel de inferior, joven, inmaduro: era oficial y soldado a la vez. "En lugar de entrar a la sala con soltura entré con timidez (...) Y fue suficiente para que enseguida irrumpiera aquel yo mío, oriundo de mi mísero café, emparentado con la morralla de poetas de tres por cuatro o, incluso, con simples vendedores de fruta, toda mi triste y gris inelegancia (...) Todo mi mundo se desmoronó. Todo lo que había conseguido con el esfuerzo de muchos años se convirtió en escombros (...) Dónde estaba mi orgullo, mi razón, mi madurez, mi desprecio?"  

"No pareciera que las cosas ocurren como si el hombre, siempre seducido por el joven y sometido a él, tratara de refugiarse en los brazos de una mujer, porque ella representa para él, al fin de cuentas, una cierta juventud." Y bien, si la mujer es una representación de la juventud, y la juventud es una modalidad del tiempo, vamos a ver qué dice Gombrowicz de la mujer. La relación de Gombrowicz con la mujer es un campo fértil para el psicologismo, así que, como los psicoanalistas, acostemos al paciente en el diván y veamos qué dice.

¿Las despreciaba? No, pero no sabía muy bien lo que significaban para él. Se le aparecen con faldas, pelo largo y una voz un poco más aguda, y como un ser que aparenta cultivar la juventud, pero que en realidad la liquida con el hijo. Una perfidia de la naturaleza convierte a la mujer en un verdugo de la belleza. Esta es una afirmación muy drástica, vamos a ver cómo Gombrowicz la compensa. Algunas características de la mujer: la belleza es discreta, la mujer, en cambio, exhibe el deseo de gustar, es esclava; la belleza no nace de un engaño, la mujer engaña, se presenta como si fuera inmaculada. Luego, la belleza es opresiva para la mujer. Ella es la inspiración del hombre, es deseada por el sexo y admirada por su belleza, en cambio, la belleza es soberana y no busca que la deseen: "La primitiva belleza de la mujer, aquella con la que la ha adornado la naturaleza, no tiene igual, no hay nada más maravilloso, excitante y embriagador que el hecho de que el hombre haya conseguido una compañera más joven que él, que es a la vez sierva y patrona; y no hay nada más bello que la tonalidad que aporta la mujer, ese canto reflejo que es un complemento secreto de la virilidad, una percepción del mundo a otra escala, una interpretación particular e inaccesible para nosotros". ¿Quién se ha vuelto horrible, entonces? La femineidad, no la mujer. El programa para atacar este problema es siempre el mismo: tomar distancia frente a la forma, la femineidad en este caso, descargar a la mujer de su femineidad.

Un programa para la mujer polaca. La mujer es la clave del hombre. Cuestiones: ¿la mujer puede transformarse?, ¿la mujer puede transformar al hombre? El modelo polaco de la femineidad: el amor en bata, en bragas, perfumado, es el modelo francés que ha incorporado en el amor la fealdad de la civilización, un amor vestido o desvestido, pero no desnudo. "El francés adora las bellezas artificiales (...) bellezas con las que se enmascara la decadencia biológica y la edad avanzada; la belleza francesa es, pues, cuarentona. Y si esta belleza ha conquistado el mundo es precisamente porque representa la resignación." ¿Por qué el ideal de femineidad polaca no venció al parisino? Porque, hasta ahora, el parisino representaba la realidad. Pero la realidad de Polonia cambió, la guerra y el comunismo la hicieron añicos. La mujer cayó del cielo a la tierra y fue alcanzada por el proletariado: "No te exijo nada más, sólo esa chispa de rebelión liberadora de tu propia realidad. Sé una mujer de otro mundo, no del mundo de la burguesía occidental. ¿De qué mundo? ¿Del proletariado? ¡Qué va, ése tampoco es tu elemento! Intenta estar fuera de uno y del otro, o más bien, entre uno y otro, deja que la situación te dicte tu propio estilo. No se trata en absoluto de que sepas qué es lo que quieres. Basta con que sepas qué es lo que no quieres. Lo demás vendrá por sí solo."  

Yo subrayo estas dos últimas frases porque en ellas está encerrada buena parte de la sabiduría de Gombrowicz. Él escribía siguiendo estrictamente este principio: es la voz de su ángel de la guarda, es la forma de su sentido interior, es un amigo insobornable que lo lleva de la mano a su realidad.  

del Yo

 

El yo de Gombrowicz y Gombrowicz son una y la misma cosa aunque a veces no lo parezca. Menudo problema tendríamos si no fuera así. Si bien es cierto que el pensar no era una especialidad de Gombrowicz, es difícil encontrar un pensamiento que haya paseado tanto por los temas de la cultura de una manera tan original y profunda. El diario fue para Gombrowicz un acontecimiento decisivo, tuvo que abandonar el lenguaje grotesco de sus obras anteriores e inventarse un lenguaje simple; lo más simple fue para él, durante un tiempo, lo más difícil, porque tuvo que aprender a comentarse a sí mismo. Con el Diario le quitó el poder a la crítica de pronunciar veredictos, y fue entonces cuando consiguió su independencia y se apoderó de la pluma.

Gombrowicz es creado por su obra, pero ahora es ese Gombrowicz el que al fin de cuentas le dicta su ley al diario, ahora es él el que escribe, el que  crea  su  propia obra. Es un sentimiento nuevo y maravilloso que se contrapone al sentimiento de que su obra se había escrito sola, por fuera de él; a partir del diario la pluma se puso a su servicio. Su egotismo se volvió consciente, metódico, disciplinado, altamente desarrollado y distante, es decir, objetivo. Con el Diario enjauló a la crítica y la irritó cuanto se le vino en gana: "La irrito para que no se me eche encima (...) la Estupidez es una bestia excepcional, que no puede morder cuando se le tira de la cola".  

El diario lo ayudó a convertirse en ese demonólogo de la forma sin par que fue, y cuando la pluma ya era en su mano como la batuta de Arturo Toscanini, se animó a comparar la forma con el crepúsculo, y lo hizo de una manera tan hermosa que no puedo dejar de transcribir, aunque se me venga encima el anatema del porcentaje: "La hora del crepúsculo es inverosímil..., esa imperceptible y a la vez inminente volatilización de la forma... La precede un momento de enorme nitidez, como si la forma se obstinara, no quisiera ceder, y esa precisión de todo es trágica, insistente y hasta apasionada. Después de este momento en que el objeto es él mismo al máximo, concreto, aislado y condenado a su propia identidad, en la ausencia del juego de claroscuros que hasta ahora lo envolvía, empieza un debilitamiento y una vaporización de la materia que crecen imperceptiblemente; las líneas y las manchas se unen originando una borrosidad cansina, el contorno no opone resistencia, el dibujo al morir se vuelve difícil, incomprensible, es una des­bandada general, una retirada, la caída en una complejidad creciente...  

 

“Justo antes de que llegue la oscuridad, una vez más la forma se vuelve más fuerte, pero ya no por lo que vemos, sino por lo que sabemos de ella; ese grito suyo que proclama su presencia, ya no es más que teórico... Después, todo se mezcla, la negrura brota de cada agujero, se espesa el espacio, y la materia se convierte en oscuridad. Nada. Noche”.  

El diario es un gimnasio en el que un Gombrowicz a medio hacer, construido por su obra, hace movimientos para saber hasta qué punto su conciencia es suya: falso e insincero lucha con sinceridad para conseguir su propia celebridad. Su propósito predominante es diferenciarse del pensamiento actual, es decir, diferenciarse de sí mismo, pues él mismo está formado en ese pensamiento, y al desarrollar esta diferencia los lectores con­firman en él que esa diferencia existe. De paso revela su intención de construirse un talento para dejar de ser un enigma demasiado fácil de descifrar, y obliga a los lectores a que se interesen por lo que le interesa a él: "Cuanto más sepan de ti, tanto más te necesitarán. El yo no es un obstáculo en las relaciones con los demás, el yo es lo que los otros desean". ¿Puede haber un propósito más artificial?: "(...) la sinceridad no conduce a nada; cuanto más artificiales somos más posibilidades tenemos de llegar a la franqueza".  

Un programa para la renovación de la cultura: esclarecimiento de la relación del hombre con la forma, su deseo, y su aversión a la forma; explicación del corrimiento histórico del hombre solitario y de valores absolutos a un hombre interhumano y de valores relativos; análisis de por qué la índole del hombre no es la naturaleza sino los otros hombres; incorporación de la inmadurez como categoría en la formación del hombre; estudio de las relaciones violentas de ida y vuelta entre lo inferior y lo superior; revelación de que nuestra cultura, desarrollo y madurez son incompletos, y de cómo esta revelación convierte la debilidad en fuerza; consecuencias derivadas del reconocimiento de que el hombre es superior a sus obras.  

Un programa para la renovación de la cultura polaca: que tome como punto de partida el yo; que pase directamente del pasado al futuro, con soberbia y desprecio por las ideas, sólo después de haberlas digerido; que cambie la actitud hacia la forma; que se europeíce y que se contraponga a Europa.  

Un programa para su yo: "En cuanto a mí, nunca más, yo soy (...) yo soy mí problema más importante y posiblemente el único: el único de todos mis héroes que realmente me interesa. Comenzar a crearse a sí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje como Hamlet o Don Quijote".  

Y ya está, tocó la tierra con las manos como Anteo, está en condiciones de desarrollar un programa para sí mismo: "(...) yo no idolatro la poesía, yo no soy excesivamente progresista ni moderno, yo no soy un intelectual típico, yo no soy ni nacionalista ni católico, ni comunista ni hombre de derecha, yo no venero ni a la ciencia ni al arte ni a Marx, ¿qué soy yo entonces?, la mayoría de las veces soy simplemente la negación de todo lo que afirma mi interlocutor". Como sabemos, la dialéctica en el sistema de Hegel, es el momento negativo de toda la realidad. Pues bien, no hay un caso más claro de cómo funciona el no en el mundo que Gombrowicz. Siempre se definió por la contradicción: con la familia, con sus condiscípulos, con sus colegas escritores, con cada uno de los temas de la cultura y, como si esto fuera poco, como acabamos de ver, consigo mismo. Igual que Hegel, Gombrowicz utiliza la contradicción como base del movimiento interno de la realidad. El “no” le producía una fascinación: es lo que no es y no es lo que es, o, lo que es, es, y lo que no es, no es... y otras fórmulas de la filo­sofía en las que reina el “no”.  

Sin embargo, hay que decirlo, el “no” de Gombrowicz tiene un origen desconocido, por lo menos para mí. No es una actitud filosófica consciente sino más bien una característica de su comportamiento social. ¿De dónde proviene, entonces, ese no dialéctico de Gombrowicz? ¿De la pereza, de la vergüenza, de la crueldad? Es un misterio. Hay una pista que él nos da cuando nos dice, por ejemplo, que Kant no buscaba la verdad en su Crítica a la razón pura sino la superioridad sobre Berkeley y Hume, su negación. La conciencia, el conocimiento y la razón no provendrían luego de una relación tranquila con la naturaleza sino de una voluntad de poder, de una lucha a brazo partido con el otro que, de paso, debe ser aniquilado. Un campo fértil para el psicologismo, pero Gombrowicz, con su idea de la forma, se ha puesto más allá. Gombrowicz explica una característica de su negatividad: '"Mi soberanía, mi independencia, o hasta mi desfachatez frívola, mi displicencia hacia todos, mi provocación incesante y mi confianza sólo en mí mismo; todo ello es el resultado de una situación social y geográfica. Me he visto obligado a no tener miramientos con nadie, porque nadie los tenía conmigo; me he formado en un aislamiento casi completo (...) En la Polonia de antes de la guerra era menospreciado, apenas tenido en cuenta, luego fui aplastado por la guerra para, a continuación, ser puesto en el índex por el régimen comunista, y aquí, en la Argentina, estoy privado hasta de un café literario, de un grupito de amigos-artistas en cuyo seno puede acogerse en las ciudades de Europa cualquier bohemio, innovador o vanguardista. He llegado a ser audaz porque no tenía absolutamente nada que perder: ni honores, ni beneficios, ni amigos. He tenido que buscarme a mí mismo y apoyarme en mi propia persona, porque no tenía en quién apoyarme. Mi forma es la soledad". Esta queja no está en la línea de Gombrowicz, es un tanto exagerada, la vamos a pasar por alto.  

Dicho todo esto, es natural que uno de los propósitos deliberados de Gombrowicz haya sido aguarles la fiesta a los demás: "Y aquí, como siempre en todo lo que escribo, mi objetivo -uno de mis objetivos- consiste en estropear el juego; porque sólo cuando deja de sonar la música y se separan las parejas es posible la irrupción de la realidad, sólo entonces se hace patente que el juego no es realidad, sino solo juego". En la vida corriente no era tan extravagante ni tan loco como en la literatura, pero él quería experimentar en su gran laboratorio, sacar consecuencias formales extremas de las ligeras alteraciones que sufría su imaginación. Con una actitud semejante había temas que le quedaban forfait ipso facto, verbi gratia: la descripción normal de un crepúsculo, de un amor corriente: "(...) por eso este amor y este encanto en mis libros son arrojados a unos sótanos, están ahogados y sofocados, por eso en esta materia no soy normal sino demoníaco (¡de un demonio grotesco!) Mostrándoos los peligrosos cortocircuitos de esas fascinaciones censurables, sacando a la luz un lirismo vergonzoso quiero descarriaros: es una piedra que pongo en vuestro camino. Sacaros del sistema en el que os encontráis, para que de nuevo podáis experimentar la juventud y la belleza, pero experimentándolas de una manera diferente". El propósito de Gombrowicz parece muy honorable, pero yo creo que el doctor Frankestein y el doctor Jekyll no hacían experimentos para que los demás controlaran sus demonios, sino para controlar los suyos propios: "De nuevo, la misma llamada en medio del incesante oleaje: sé normal, sé como los demás, te está permitido, no hay nadie, éste es el momento apropiado para que experimentes lo que aquí se ha experimentado desde hace siglos... Pero tengo que ser original (...) ¿Qué importa que en la ciudad no haya gente? Es una ausencia falsa, porque ellos están en mí, y detrás de mí (...)". El Diario era para Gombrowicz una creación de sí mismo a los ojos del público, una actividad mediante la cual él moldeaba su ser público para sí y para los demás: "En este saco meto muchas cosas distintas: meto un mundo al que sólo os acostumbraréis en la medida que adquiera superioridad sobre vosotros; mientras tanto, muchas cosas de este diario os parecerán innecesarias e incluso os quedaréis sorprendidos de que se aceptara su publicación". Objetos: historias con alguna importancia, ¿pero para quién? En primer lugar, para Gombrowicz; les andaba buscando lugar a sus relatos sobre los zapatos y los menúes de sus comidas. Naturaleza: forma de escribir privada sobre uno mismo; este punto de partida diferencia al diario de los otros géneros literarios, y es de suma importancia. Doble raíz de la literatura: por un lado, una contemplación pura, artística, desinteresada; por otro, una batalla privada entre el autor y los hombres, un instrumento de su lucha por una existencia espiritual. Propósitos: son contradictorios; la belleza, el bien, la verdad, por un lado; la fama, la importancia, la popularidad, el triunfo, por otro... Una vez que Gombrowicz ha salido triunfante en su lucha con los hombres y les ha conseguido carta de ciudadanía a los zapatos y a los menúes, se pone nostálgico: "Mi creciente fama me ha confundido la perspectiva: he perdido aquella claridad con la que antes reconocía lo que en mi escritura resultaba aburrido o interesante, puesto que ahora algo aburrido puede interesar por el solo hecho de que me concierne a mí; es así como este creciente yo me pro­duce confusión”.  

Las ideas: Platón usó el término idea para designar la forma de una realidad, su imagen o perfil eternos e inmutables. Bien, para Gombrowicz es justamente al revés, la idea no designa la realidad, más bien la oculta: "La idea es y siempre será un biombo detrás del cual ocurren cosas más importantes". Platón, frente al lío que se le armó, pues en principio a cada cosa le correspondía una idea, redujo la cantidad de ideas y solo fueron ideas las de los objetos matemáticos y las de los valores generales: bondad, belleza, etc. Aquí Gombrowicz tampoco se queda quieto: cuanto más abstracta y general es una idea, más atenta contra el hombre; es necesario formar un mundo y un Dios más limitados: "Vivo en un mundo que todavía se nutre de sistemas, de ideas, doctrinas, pero los síntomas de indigestión son cada vez más evidentes, el paciente ya tiene hipo". Una idea que le pone los pelos de punta es la idea más abisal de Nietzsche: la del eterno retorno, que libera al espíritu de las venganzas, que supera el tiempo que pasa y el tiempo que se aproxima, y que confiere al devenir el carácter del ser: "Yo no me dejo embaucar por ellos; conozco este infantilismo que juguetea con el Infinito, sé demasiado bien cuánta despreocupación e irresponsabilidad hacen falta para entrar con orgullo en los terrenos de esos pensamientos impensables y de esa severidad inaguantable, conozco este tipo de genialidad. Y ese Heidegger, en su conferencia sobre Nietzsche, suspendido sobre esos abismos... ¡payasos! Despreciar el abismo y no digerir los pensamientos excesivos: hace tiempo que lo decidí así. Me río de la metafísica... que me devora".  

Gombrowicz ya nos había explicado cómo funciona la forma en los casos de Hitler y de la creación literaria. Otro caso más: Raskólnikov. ¿Raskólnikov se entrega a la policía porque tiene remordimientos de conciencia? Gombrowicz piensa que no. Él se sentía culpable de que el crimen no le hubiera salido bien y no del crimen mismo, ¿por qué? Si no fue por la conciencia, ¿qué fuerza lo obligó a. entregarse a la policía?  Raskólnikov no está solo, se encuentra en medio de un grupo de gente: Sonia, el juez de instrucción, la hermana, el amigo, la madre, un pequeño mundo. Y aquí empieza el baile. La conciencia de los otros se le aparece como una representación cuyo contenido es la condena. Su propia conciencia, en cambio, es una nebulosa, de ella no nace ninguna culpa. Pero, por el movimiento de la forma, los otros empiezan a actuar sobre esa nebulosa, de a poco le van definiendo una naturaleza y una función a su conciencia caótica. La naturaleza que le ponen los otros: la de criminal; y la función: la de culpa. Se ve con los ojos de los otros. Cuando su conciencia caótica se le va transformando por la intervención del grupo en una conciencia culpable, recién entonces se empieza a comportar como culpable. Raskólnikov siente que esa conciencia no es suya, pero la modificación de su comportamiento es para los otros miembros una representación cuyo contenido es la criminalidad. En este juego de espejos, en este ida y vuelta, las imágenes de las representaciones son cada vez más intensas y la función de culpabilidad se le hace irresistible: "Pero, repito, no es el juicio de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio de espejo. En cuanto a mí, me inclinaría a considerar que la conciencia de Raskólnikov se manifiesta sólo en una cosa: cuando se somete a esa conciencia artificial, interhumana, de espejo, como si fuera su propia conciencia legítima. Y en ello se encierra toda la moraleja: porque el que ha matado a un hombre ahora cumple una orden nacida de la convivencia humana. Y sin preguntar si es justa".  

Y bien, vamos llegando al final, un final que por casualidad tiene un argumento complementario al del final del ensayo que escribí sobre las cartas de Gombrowicz; ahora es la grandeza, en el otro fue la fama. ¿Por casualidad? Para decirlo en pocas palabras, su grandeza vendría a ser algo así como el resultado de dos funciones: el crecimiento de su yo y la divulgación de ese conocimiento. "Cuán depravante ha resultado el peso de ese yo creciente; y ese yo en aumento le perturba cada vez más su relación con el mundo." La grandeza es el más infalible atractivo del arte, ¿por qué entonces se siente depravado? Hay distintos estilos de grandeza, el que le resulta más próximo es el de Thomas Mann, porque consiguió unir la grandeza a la enfermedad, el genio a la decadencia, la superioridad a la humillación, el honor a la vergüenza, de lo que resultó un producto apasionante y digno de amor: el gran artista es abominable y ridículo, pero también maravilloso y atractivo. Pero en la raíz de la franqueza de Thomas Mann hay una coquetería que, con la apariencia de la humildad, fuerza sus títulos de gloria. Gombrowicz examina su arsenal, quiere saber de qué armas dispone para construirse su propia grandeza: “(...) tenía a su disposición una sinceridad nueva e incluso un nuevo impudor que resultaban de sus lemas proclamadores de una eterna ruptura entre el hombre y su forma y que, en consecuencia, permitían abordar estas cuestiones tan drásticas con una libertad jamás vista hasta entonces". 

 

La argucia de la que se podía servir para salvarse de la coquetería era la de tratar su grandeza como un producto no premeditado que le imponía la actividad de la forma. Recordemos una vez más que la grandeza es un atractivo muy eficaz y constituye el sex-appeal de la gente madura que ciñe laureles en su frente. Gombrowicz podía entonces, por un lado, desacreditar su propia grandeza y, por otro, entregársele impúdicamente sin necesidad de recurrir a los virtuosismos de Mann. Gombrowicz ya estaba en condiciones de experimentar en su laboratorio, es decir, en el diario, y empezó a hacer menciones pequeñas y discretas a su gloria. Algo salió mal. El convencionalismo que le impide al autor este tipo de jactancias funcionó, y los lectores se empezaron a aburrir; ¡qué pecado para Gombrowicz! Gombrowicz mismo se sintió extraño haciendo esta experiencia, y no por las mismas razones que el lector, claro. Si no podía pasar por buena su propia grandeza, entonces se le destruía el sueño que había acariciado desde la juventud; un fracaso que Gombrowicz sentía dolorosamente. No era un problema intelectual sino de carácter religioso o amoroso. Y aquí ya tiene todo preparado  para  un  gran final inesperado a toda orquesta. La grandeza, un complejo de ancianos, es una fuerza muy atractiva, pero, cómo es esto, ¿un encanto que se manifiesta como fuerza y no como debilidad?: "(...) sólo la debilidad y la insuficiencia son encantadoras, nunca la fuerza y la plenitud". Pero la insuficiencia no es algo que acompañe a la grandeza, es mucho más que eso, es su quid, y ya está. Gombrowicz saca el conejo de la galera: ergo, la grandeza es insuficiencia. El experimento había fracasado, tenía que dejar pasar el tiempo para saber qué tipo de grandeza le estaba destinada a su complejo de anciano: "De modo que este salto del yo a Gombrowicz podía conducir (paulatinamente, a medida que la práctica se perfeccionara y profundizara) a unos resultados interesantes. ¡Y le permitía presumir y desenmascararse al mismo tiempo!" Ahora bien, yo empecé este capítulo de la siguiente manera: "El yo de Gombrowicz y Gombrowicz son una y la misma cosa aunque a veces no lo parezca”. Si tengo razón yo, Gombrowicz no puede dar el salto, pero si tiene razón Gombrowicz, no tengo razón yo. Por suerte no hace falta saber quién tiene razón, Gombrowicz resolvió el problema de otra manera; las explicaciones las doy en mi ensayo sobre las cartas:  

"Una prueba más del valor que Gombrowicz le daba a la fama se me hizo evidente cuando terminé de juntar los fragmentos de cartas en los que se refiere a ella. El tema de la fama duplica en espacio a cualquiera de los otros, y aunque él nunca fue un hombre modesto, esta exhibición desfachatada de su ascenso al Parnaso aparece como un poco enfermiza. Gombrowicz se toma como un objeto digno de gloria, y no sólo para los demás sino también para sí mismo, un Gombrowicz argentino que se empieza a arrodillar en la puerta de ese otro Gombrowicz europeo que le muestra sus riquezas. Y no afloja, pierde el carácter privado que lo acompañó siempre durante toda su estada en la Argentina, que a juicio de Kot Jelenski lo había protegido de las garras de Polonia y le había preservado el genio, y se entrega a las orgías del éxito que hasta entonces le había sido esquivo. Mientras no lo tuvo, o lo tuvo poco, el éxito había sido para él una búsqueda de pequeños burgueses, de hombres mediocres y superficiales, pero en las cartas se nos muestra de una manera muy diferente".  

En vez de un salto del yo a Gombrowicz, decidió escribirnos muchas cartas en las que consiguió su propósito: presumir y desenmascararse. Nosotros no nos aburríamos con estas exhibiciones impúdicas de Gombrowicz, al contrario, nos moríamos de risa, era casi igual al tiempo cuando estaba con nosotros en las mesas de los cafés. El conocimiento de sus cartas y el tiempo ampliaron el círculo de las personas que empezaron a leer un diario nuevo y desconocido, un diario que finalmente consiguió un bill de indemnidad para ese viejo sueño de Gombrowicz.  

Va siendo hora de terminar, pero antes quisiera saber si he cumplido con la promesa que hice al comienzo, de no pasarme de un límite con la cantidad de palabras transcriptas del Diario de Gombrowicz. No me pasé: el porcentaje que me resulta es del veintitrés por ciento.  

No creo que nadie se vaya a tomar el trabajo de controlar si mi cálculo es correcto, así que me voy a dormir tranquilo.

Juan Carlos Gómez
Gombrowicz, este hombre me causa problemas

Ir a índice de América

Ir a índice de Gómez, Juan Carlos

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio