La cueva de Altamira  

cuento de Miguel Gomes 

A Francisco Rivera, because when I sayfriend

I mean you.

Jacinto Carlos Gomes: cuando conocí al abuelo ni siquiera podía pronunciar correctamente su nombre, porque una de las primeras travesuras de mi niñez fue dejar de hablar la lengua de mis padres. En aquel entonces jamás pude decir Jacinto sino a la manera española. No obstante, aquella “j” aspirada constituía una delicia para él, la mayor diversión de todo el verano. Me pedía una y otra vez que la repitiera y cada una de mis actuaciones — eso eran — culminaba con sus carcajadas de buen viejo fascinado por el nieto.

Jacinto, dicho de una forma o de otra, era mi abuelo. Lo veía por vez primera a mis nueve años, por ser la única ocasión que había tenido de viajar a la isla. Papá regresaba religiosamente a su tierra cada verano, entre julio y septiembre, pero nunca se había armado del valor necesario para cargar conmigo. Los niños, ciertamente, pueden ser un estorbo. Yo era el mayor de mis primos; quizá la expectativa que se había creado en tomo a mi visita se debía a eso. Eran tiempos de mucha unión en la familia; los repartos de herencia, después, lo echarían todo a perder.

El abuelo, en efecto, había amasado una fortuna considerable a lo largo de su vida o, por lo menos, hasta antes del accidente. Entre sus méritos se contaba haber levantado un enorme taller automotriz con sus propias manos y sin recurrir a capital ajeno. Gomes y Herederos Lda. se extendió al ramo de los repuestos y ft e el mayor distribuidor del archipiélago madeirense, al punto de trasladar sus actividades a las mismísimas Azores y, en una que otra oportunidad, a las Canarias. Pero Africa no había sido jamás el objetivo del abuelo. Las cosas de españoles — impuestos, permisos, aduanas, etc. etc. — lo atormentaban y decidió cortar por lo sano. Llegaría, lo más lejos, a Lisboa.

Mencioné un accidente. A él debía el abuelo Jacinto la locura que todos, incluso sus hijos, le achacaban desde que tenía la edad de cuarenta y ocho. Le encantaba conducir motocicleta; como transporte resultaba sumamente práctico, sobre todo para las escarpadas afueras de Funchal. Un día, conductor y máquina se estrellaron contra un árbol. Cuando el maestre Gomes volvió en sí, se encontró de cabeza vendada y pierna enyesada. Decía haber tenido que desviarse súbitamente para evitar aplastar a un niño. Los testigos, en cambio, afirmaron no haber visto a nadie en medio de la carretera, y menos a alguien como lo describía el paciente: una criatura de siete años, desnuda, que orinaba sobre la calzada.

Una vez repuesto del golpe, la moral del abuelo se relajó un poco. O quizá demasiado. Se volvió cruz de su mujer y azote de las vecinas. He oído en más de una ocasión que el número de mis tíos es muy superior al que yo conozco.

Pero la vejez no perdona. En nuestro primer encuentro, la decadencia ya había hecho presa de él. En el aeropuerto, no tardó en reconocerme y estrecharme entre sus brazos. Su emoción era auténtica.

— Entáo vocí veio de barco!

Preguntaba si yo había venido en barco. A punto ya de darle una respuesta negativa, recordé uno de sus muchos obsequios enviados por intermedio de papá: la réplica de un galeón portugués del siglo XVI, no mayor que yo mismo, pero enorme y portentosa para mi curiosidad y excitación infantiles. No tuve más remedio que sonreír. Me tomó de la mano y no la soltó en todo el trayecto hacia la casa. Los mimos y el alboroto de mis tíos no fueron pocos, pero los abrazos que me propinaba el abuelo habrían bastado para molerme del cansancio, como en realidad sucedió. Aquella noche dormí como un tronco, hasta la tarde siguiente.

Al parecer, las conversaciones del anciano—tendría sesenta y cinco años

— eran totalmente incoherentes, aunque a mi edad no fuese yo el más indicado para percibirlo. Apenas me sentaba en sus rodillas, empezaba él a discurrir vertiginosamente sobre las más variadas materias. De sus soliloquios, uno en especial persiste en mi memoria. Por aquellos días una tragedia había conmovido a los isleños: el naufragio, no muy lejos de allí, de un bote ballenero. Un inmenso cachalote había sido el causante. El abuelo conservaba el diente de uno de aquellos animales debajo de su colchón, lo sacó de allí y me lo dio, según sus palabras, porque a estas alturas de su vida ya no podía usarlo. Era un grueso colmillo, tubular y romo, de unos quince o dieciséis centímetros, que hoy aún conservo.

Mi estadía en Funchal fue grata y lamenté que agosto llegara a su fin. Como despedida, el abuelo me entregó otro de sus regalos. Todos intentaron disuadirlo por lo extraño de su elección, pero mi entusiasmo bastó para acallar la polémica. Se trataba de una tortuga marina del tamaño de mi bolso viajero. Disecada, por supuesto. Mientras escribo estas líneas puedo verla colgada, en una pared de mi habitación.

Ya en Caracas, no dejé de extrañar al abuelo Jacinto, sus manías y sus historias. Pasaron cinco años y tuve la oportunidad de regresar a la isla, nuevamente con papá. Llegamos de noche. Esta vez o paizinho, como le decían mis tíos, no fue a esperarme al aeropuerto. Sólo lo vi al día siguiente. Nos dijeron que había empeorado muchísimo desde hacía unos meses y que ya su conducta en público era intolerable. La semana anterior, por ejemplo, en plena misa, le había dado por toquetear a la señora del banco de enfrente, que en medio de su impotencia e incredulidad rompió a llorar desconsoladamente.

— Nao culpo ao paizinho; o cu daquela velha era assim...

Y el hermano mayor de papá abría los brazos de par en par. Ni siquiera mi imaginación abarcaba nalgas semejantes. Los hombres de la familia solían comentar con regocijo furtivo este tipo de anécdotas; las mujeres, en cambio, se santiguaban.

El problema más reciente, sin embargo, había sido con la enfermera que lo atendía. La mujer, como sus antecesoras, dos o tres, salió de la casa echando pestes. Desde entonces había estado propagando por todo el vecindario que el maestre Gomes era un depravado y que había que encerrarlo de una buena vez en el psiquiátrico. Pero mis parientes no consentirían cosa semejante: aborrecían cuanto tuviese que ver con médicos, ancianatos o asilos.

Pese a ellos, la alegría de ver llegar una vez más a su nieto mayor fue demasiada para él y dos días después lo llevaron de emergencia a una clínica. Conato de infarto. Regresó la tarde siguiente, con órdenes estrictas de reposo. Durante mis vacaciones, pasó todo el tiempo en cama; o casi todo... A veces, la puerta entreabierta me permitía espiar su sueño apacible. También sus lavatorios: de vez en cuando, la esposa de uno de mis tíos se encargaba de colocar al suegro al borde del lecho; una ayudante pasaba la esponja húmeda por todo su cuerpo, subía el ruedo del pantalón y le lavaba los pies. Aún recuerdo la impresión — ¿fue miedo o sorpresa? — que me causó ver sus piernas, extremadamente velludas. Por momentos, llegué a pensar que no eran humanas. Ni aun papá las tenía así.

Debo ahora relatar un episodio que difícilmente podré olvidar. Tenía yo catorce años. Mis tías isleñas, con las que muy poco había convivido, se tomaban todavía la libertad de reprenderme cuantas veces quisieran. Solían hacerlo, con especial saña, al sorprenderme manoseándome la bragueta. Alguna llegó a palmotear la mano culpable. Una de estas escaramuzas, precisamente, fue presenciada por el abuelo desde su cuarto y advertí en él un gesto que contradecía toda la somnolencia y pesadumbre de su convalecencia: una sonrisa solidaria, quizá algo burlona.

Horas más tarde, sea por la alta temperatura, sea por la ociosidad suma, sea por lo que haya sido, mis manipulaciones clandestinas se hicieron más y más prolongadas y ansiosas. No se me ocurrió algo mejor para ocultarlas que entrar al desván de la casa. ¿Quién me descubriría en un sitio como aquél? En la penumbra, rodeado de viejos muebles inservibles, polvo, aparatos domésticos de todo tipo y hasta una gaita que había pertenecido a algún ancestro de la familia, me dejé caer en un rincón. El silencio era sólo interrumpido por mi respiración entrecortada. Mis ojos cerrados me transportaban a la noche y me aislaban. Estaba ya muy excitado cuando, de pronto, algo se dejó oír a pocos metros de ahí. Ratas, pensé. Me erguí de un salto para verlas, pero no había ningún roedor. Lo primero que distinguí fue una poltrona. Después, un bastón. Y, por último, al abuelo. Se encontraba sentado; todavía sonreía. En pocos segundos, poseído por el pánico, abandoné el desván y corrí por el jardín. No me detuve sino al perder de vista la casa. Vagué hasta el anochecer.

De vuelta, no hallé a nadie a mi paso. Estaban todos congregados en el comedor y el sonido de la vajilla me confirmó una plenaria de los Gomes. Entré y me senté a la mesa, preparado para lo peor. Pero nadie dijo nada. Sólo les había extrañado mi tardanza.

En la madrugada, aferrado a las sábanas, escuché pasos en el corredor. El crujir de la madera era lento y pausado. Supe que se trataba del abuelo. Sin que yo lo advirtiera, en todo este tiempo había estado realizando sus incursiones misteriosas porlas habitaciones y las escaleras, a pesar de su supuesta debilidad. Ignoro si los demás se habrían enterado también. No obstante, comenzaba a sentirme aliviado: intuí de repente que no hablaría de lo ocurrido por la tarde; si lo hacía, todos atribuirían sus acusaciones a la progresiva demencia senil de la que había hecho gala hasta el momento. Unicamente estas cavilaciones me devolvieron el sueño.

Al cabo de dos semanas empezamos a prepararlas maletas para el retomo. Papá, como siempre, buscaba alguna excusa para demorar la partida. Pero mis clases se reanudarían muy pronto. Resignados, concluíamos de empacar, cuando oímos un gran escándalo. Provenía del baño. Nos dirigimos allá más intrigados que temerosos. Dos de mis tías tenían poco menos que un ataque de histeria. Contemplaban las cuatro paredes, pintarrajeadas con betún negro... Un desastre, según repetían las mujeres. Yo, en cambio, sólo tuve la sensación de entrar a la Cueva de Altamira. Aquella noche el abuelo había querido lustrar sus zapatos y ése era el resultado: paisajes campestres en las baldosas, una vasta fauna en el piso, huellas dactilares en el bidé. Una figura dibujada con pocos trazos llamó en particular la atención de todos: un niño de pie, sosteniendo con las manos su diminuto pene del que salían unos rayones irregulares. La trayectoria de éstos se curvaba paulatinamente hasta caer al suelo. A un lado, también en betún, estaba escrito mi nombre. Papá, bromeando, me preguntó si quería orinar. Yo nada respondí, porque sabía que no se trataba de eso.

La noticia de la muerte del abuelo llegó tres años después a Caracas. Ese mismo día, por la mañana, papá había despegado de Maiquetía en un vuelo tomado a última hora. Lo despedimos lloroso, afligido. El telegrama donde le anunciaban la enfermedad repentina lo llevaba aún en el bolsillo. Yo ardía en fiebre y no pude ira despedirlo. Desde mi cama, varias horas después, oí sonar el teléfono. Luego de dos o tres minutos de murmullos, vinieron a darme la noticia, pero ya yo me había levantado y lo sabía todo.

El abuelo, a veces, regresa en algún sueño. Sólo entonces puedo contemplarlo como lo hago ahora: en el galeón, en el colmillo, en la tortuga, en mi recuerdo de la Cueva.

 

Cuento de Miguel Gomes
 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica Numéro 34-35 (Otoño 1991)

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Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss34/

 

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