Frida Kahlo - Diseminación y amplificación

por Margo Glantz

Frida Kahlo pintando un retrato de su padre, foto de Gisèle Freund, 1951

El fetichismo en la obra de Frida Kahlo es el tema con el que Margo Glantz explora diversos aspectos de la obra pictórica de la gran artista mexicana. Los trajes de tehuana, el pelo, los zapatos, la sangre, el cuerpo lacerado aparecen en este texto en toda su dimensión simbólica y expresiva.

I

Durante su vida Frida Kahlo fue construyéndose poco a poco como personaje mítico. Después de su muerte, su fama se fue perfeccionando cada vez más hasta sobrepasar con creces la de su marido, el pintor Diego Rivera. Indudablemente es una de las más mexicanas y la más internacional de nuestros artistas, aunque sea casi imposible definirla pues sobre ella recae la maldición de la fridomanía. Monsiváis la explica: “La fridomanía es una moda, y el concepto Frida Kahlo incluye y trasciende la fridomanía...”[1]

Este dato, reconocido y apoyado en múltiples ejemplos, se ha diseminado y amplificado con rapidez exponencial. Recordemos por ejemplo que en los billetes de quinientos pesos mexicanos (equivalentes a veinticinco euros) el retrato de Frida ha substituido a uno de nuestros más grandes héroes patrios, Ignacio Zaragoza, vencedor de la batalla de Puebla contra los franceses en el siglo XIX; además, ¿cómo podía ser de otro modo?, en la parte de atrás del billete aparece la efigie de su adorado y famoso esposo, decorando ambos el anverso y el reverso de la misma moneda o más precisamente del mismo billete, en verdad muy manoseado, para unir a los amantes de manera indisoluble como a Francesca y a Paolo en el infierno de Dante.

El nombre de Frida ha sido patentado por su familia y hace unas semanas la cervecería Cuauhtémoc-Moctezuma lanzó al mercado su prestigiosa cerveza Bohemia con la imagen y la firma de la artista mexicana; por otra parte, uno de los modelos que los fabricantes de tenis Converse presentan orgullosamente en el mercado son unos botines con el retrato de Frida en los costados, y recientemente le han atribuido, quizá falsamente, cartas de amor dirigidas a Chavela Vargas.

Sí, no cabe duda, Frida es una reliquia; volví a comprobarlo cuando hace unas semanas, precisamente un lunes, acudí a una cita que amablemente me había concedido la directora del museo que lleva su nombre, situado a unas cuantas calles de mi casa en la calle de Londres en Coyoacán; pensaba que siendo día de asueto podría recorrerlo con tranquilidad y visitar por fin el legendario baño que había permanecido clausurado durante cincuenta años a partir de su muerte en 1954, siguiendo las disposiciones de Rivera, y que cuando se abrió al público en 2008 no quise ver por la enorme cantidad de gente que morbosamente acudió para admirarlo; en esa habitación se encontraban almacenados, junto al retrato de Stalin, numerosos papeles, cartas, fotografías, vestidos regionales, uno de los cuales está lleno de manchas de pintura, rebozos, lavativas, frascos de Demerol y diversos instrumentos médicos, como sus corsés, sus botas, sus prótesis, sus muletas, además de sus adornos y sus joyas, cuidadosamente clasificados y fotografiados en especial por Graciela Iturbide, fotógrafa mexicana de fama mundial.

Para mi sorpresa, los patios, el jardín, las salas principales y hasta la cocina y el vestíbulo estaban repletos de gente vestida a la manera del personal de un hospital, con sus batas blancas y sus guantes de plástico desechables. La directora me esperaba ataviada igualmente con su uniforme médico, como si Frida estuviese a punto de sufrir una nueva intervención de urgencia, una más de las treinta y tantas que había soportado durante su vida.

En el patio, una japonesa, de edad mediana y escasa estatura, vestida con pantalones y blusa de seda y el pelo pintado de rubio, se dedicaba a fotografiar con enorme paciencia y concentración sus aretes, collares, anillos, botines chinos de seda bordados y algunas páginas de su Diario. Cada vez que la fotógrafa concluía de fotografiar algo específico desde todos sus ángulos, un equipo de empleados del museo, provisto de pinzas y de los infaltables guantes transparentes, iba extrayendo con parsimonia y solemnidad nuevos objetos. De inmediato recordé mis interminables sesiones con el dentista, cuando las enfermeras van colocando sobre la bandeja situada al lado del sillón de tortura cada uno de los instrumentos punzocortantes con los que mi boca será en breve colonizada. Al lado, un grupo de jóvenes y delgados japoneses fotografiaba a su vez a la fotógrafa que resultó ser la famosa Ishiushi Miyaki, autora de fotos excepcionales: destacan algunas donde se ostentan objetos cotidianos que sobrevivieron a la bomba atómica en Hiroshima: me impresionaron sobre todo los restos de un kimono de tela floreada y desgarrada, los cristales de unas gafas —o quevedos— totalmente calcificados, y un pedazo de dentadura con un resto de encía aún intacta. En un periódico capitalino leí al día siguiente: “Con más de veinte exposiciones individuales en el mundo y por primera vez en México, llega la fotógrafa Ishiushi Miyaki para captar la esencia que dejó Frida Kahlo en sus prendas y objetos personales”.

II

En realidad ¿quién fue Frida Kahlo, pintora a la que se considera surrealista, por más que ella no estuviera totalmente de acuerdo con esa designación?

“No sabía que fuera surrealista hasta que André Breton llegó a México y me lo dijo. Lo único que sé es que pinto porque necesito hacerlo, y siempre pinto todo lo que pasa por mi cabeza sin más consideraciones”. Y agrega maliciosa: “El problema con el señor Breton es que se toma demasiado en serio”. Irónica, juguetona, continúa: “El surrealismo es la sorpresa mágica al encontrar un león en un ropero, cuando uno estaba ‘seguro’ de hallar camisas”. Y luego, añade: “Utilizo el surrealismo como una manera de burlarme de los demás sin que se den cuenta, y de trabar amistad con los que sí se percatan de ello”.[2]

Como introducción a sus pinturas, Breton escribió un texto para la exposición individual celebrada en Nueva York en la galería de Julian Levy en 1938:

Mi asombro y regocijo no conocían límites cuando descubrí, al llegar a México, que su obra había florecido, produciendo en los últimos cuadros un surrealismo puro, y eso a pesar del hecho de que todo fue concebido sin tener conocimientos anteriores de las ideas que motivaron las actividades de mis amigos y las mías... Este arte aún contiene esa gota de crueldad y de buen humor singularmente capaz de mezclar los raros poderes eficaces que en conjunto forman la poción secreta de México... Lejos de considerar que estos sentimientos componen terrenos vedados de la mente, así como sucede en las zonas de clima más frío, ella (Frida) los expone orgullosamente, con una mezcla de franqueza e insolencia a la vez...[3]

El tono me suena a paternalismo, subraya sin decirlo el tópico favorito de entonces: civilización contra barbarie. En realidad, ella consideraba que la experiencia de 1939 en París había sido un fracaso, en esa ciudad a la que había sido invitada por Breton después de que éste la había “descubierto” al visitar a Trotski en México y quien le había prometido una exposición individual en la capital francesa que no se concretó como se había planeado. Leemos lo siguiente en una carta dirigida al fotógrafo húngaro Nickolas Muray, con quien tuvo Frida un romance intermitente de casi diez años y quien tomó algunas de sus fotos más hermosas:

Cuando llegué los cuadros todavía estaban en la aduana, porque ese hijo de... Breton no se tomó la molestia de sacarlos. Jamás recibió las fotografías que enviaste hace muchísimo tiempo, o por lo menos eso dice, no hizo nada, en cuanto a los preparativos para la exposición, y hace mucho que ya no tiene una galería propia. Por todo eso fui obligada a pasar días y días esperando como una idiota, hasta que conocí a Marcel Duchamp, pintor maravilloso, y el único que tiene los pies en la tierra entre este montón de hijos de perra lunáticos y trastornados que son los surrealistas. De inmediato sacó mis cuadros y trató de encontrar una galería. Por fin una, llamada “Pierre Colle”, aceptó la maldita exposición. Ahora Breton quiere exhibir, junto con mis cuadros, catorce retratos del siglo XIX (mexicanos), así como 32 fotografías de Álvarez Bravo y muchos objetos populares que compró en los mercados de México, pura basura; ¡es el colmo! Se supone que la galería va a estar lista el 15 de marzo. Sin embargo... hay que restaurar los catorce óleos del siglo XIX, y este maldito proceso tarda un mes entero. Tuve que prestarle 200 lanas (dólares) a Breton para la restauración porque no tiene ni un céntimo... Bueno cuando hace unos días, todo, más o menos estaba arreglado, como ya te platiqué, Breton de repente me informó que el socio de Pierre Colle, un anciano bastardo e hijo de perra, vio mis cuadros y consideró que sólo será posible exponer dos, ¡porque los demás son demasiado “escandalosos” para el público! Hubiera podido matar al tipo y comérmelo después, pero estoy tan harta del asunto que he decidido mandar todo al diablo y largarme de esta ciudad corrompida antes de que yo también me vuelva loca[4].

Asombra que en una ciudad donde se había producido y exhibido el arte más vanguardista del mundo, un director de galería considerase que la obra de Kahlo era demasiado extrema para ser exhibida allí, a pesar de que ella y su pintura hubiesen sido apreciadas y admiradas por Marcel Duchamp, Joseph Cornell, Kandinsky, Joan Miró, Pablo Picasso, Max Ernst y algunos otros importantes pintores que se consideraban surrealistas.

¿Podremos concluir entonces que Frida Kahlo era surrealista? ¿O simplemente que fue una surrealista involuntaria?

III

Algunos críticos piensan que el cuadro intitulado Lo que el agua me dio de 1938 es el más surrealista de los que Kahlo pintó. Se dice también que es en realidad uno de sus numerosos autorretratos, aunque sólo se representen en él los dedos de sus pies, con las uñas pintadas de rojo escarlata, apoyados y perfectamente secos en el marco de una tina, para reproducirse después sumergidos en el agua de ese artefacto convertido de repente en un lago, dentro del cual flotan distintas imágenes relacionadas con su vida y varios de sus cuadros. Una curiosa manera de esbozar una autobiografía, soslayando casi por completo un cuerpo para privilegiar los pies, los cua -les aparecen por lo demás mutilados y por partida doble. Una verdadera sinécdoque, se toma la parte por el todo. Es más, despiadada consigo misma como siempre, uno de los pies aparece deformado y con una herida que atraviesa el dedo gordo del pie derecho: asocio de inmediato, recuerdo un texto memorable de Georges Bataille, disidente del surrealismo, publicado entre 1929 y 1930 en la revista Documents, con el título de “El dedo gordo del pie”, para él la parte más humana del cuerpo, “en el sentido de que ningún otro elemento de la corporeidad está tan diferenciado del mono antropoide”[5]. Curiosa asociación pues también para Frida los monos eran esenciales y la acompañan como estos pies en muchos de sus autorretratos, donde suele representarse de cuerpo entero o privilegiando su rostro.

Para Bataille, los dedos de los pies, pero sobre todo el dedo gordo, definen un comienzo, el que resuelve la cuestión que quizá todos, aunque sea de manera inconsciente, nos planteamos: ¿dónde se inicia la corporeidad? Pregunta medular en general pero en este caso especial, en el de la artista de la que ahora hablamos, cuestión de vida o de muerte. La vida circunscrita a la posibilidad de movilidad y de desplazamiento que todo cuerpo humano tiene, o debería tener, y que para Frida fue siempre uno de los obstáculos esenciales. Cuando el contenido de su baño se hizo público, la misma tina o bañera representada en el cuadro que analizo se convirtió de pronto en pieza de museo, objeto de devoción, otra reliquia más, semejante a las espinas de la cruz de Cristo para los creyentes o fridomaniacos.

Me detengo en una foto especial de la serie que tomó, como dije arriba, Graciela Iturbide, quien en un acto de mimetismo especular se colocó dentro de la bañera, junto a la coladera y las llaves o grifos del agua, para retratar solamente sus propios pies en diálogo abierto, paródico y cariñoso con la pintora. Es una foto-espejo, refleja los otros pies, los que Frida pintara en el cuadro que analizo, cuadro entregado a su antiguo amante y querido amigo Nickolas Muray, en pago de una deuda de cuatrocientos dolares que con él había contraído: acto de justicia poética, Muray, reconocido artista en los Estados Unidos, resalta otro de los aspectos de la vida de Kahlo, da cuenta de su efigie tal y como es contemplada por los otros, en realidad, una de las posibles verificaciones de la alteridad, ejercicio muy difícil para ella, reiterado una y otra vez al mirarse en el espejo cuando trataba de descubrir su identidad en su propio autorretrato. Muray, gran fotógrafo húngaro y esgrimista con-suetidunario, dejó una enorme cantidad de fotos, entre las cuales destacan casi cerca de cincuenta en donde Frida es el modelo primordial, su musa...

IV

Si se compara a Frida Kahlo con Anai's Nin complace o repugna el narcisismo de esta última aunque el de ambas esté sustentado en su propia imagen y en los fetiches. En Nin es quizás el perfume y el papel con que escribe sus diarios —la exorcisan—; en el de Frida serán los trajes de tehuana, los pies, casi siempre ocultos, pero ar-chipresentes en su vida, como lo acabo de mostrar, y el pelo, al que volveré después. Obviamente, también los vestidos: los vestidos le rehicieron el cuerpo. En el cuadro al que me acabo de referir, Lo que el agua me dio, un vestido de tehuana flota solitario en el agua, cerca del retrato de sus padres, colocados sobre un islote, lugar menos inestable que el agua. Pienso, derivo, me gustaría creer que el fetiche más escondido de Frida fueron los zapatos, no los zapatos comunes y corrientes hechos para caminar —these boots are made for walking—, no, el de los zapatos finos y delicados con altos tacones de quince centímetros que levantan el cuerpo, las nalgas y la moral, no, ésos, aunque le encantaban, no los podía usar y, si no se usan dejan simplemente de ser fetiches o, a lo mejor me equivoco, vuelvo a hacer una pausa, reflexiono: la definición corriente del fetichismo pretende ser la devoción hacia los objetos materiales. El fetichismo como una forma de creencia o práctica religiosa en la cual se considera que ciertos objetos poseen poderes mágicos o sobrenaturales, protegen al portador o a las personas de las fuerzas naturales; en este sentido son muy importantes los exvotos, práctica popular que fascinaba a Frida y que imitó a profusión y a los que muy pronto me referiré con mayor atención. Los amuletos también son considerados fetiches. Repito la pregunta: ¿serán los zapatos el fetiche al que más profundamente estaba atada Frida Kahlo? En el famoso museo que antes fuera su casa, la de sus padres, donde se alojó Trotsky y también albergó a la pareja Frida y Diego, pude ver exhibidos entre muchos otros objetos personales un par de zapatos que a mí me parecieron semejantes a los que diseñaba Ferragamo, zapatos de vestir, elegantes y sensuales que probablemente Frida apenas pudo disfrutar, colocados al lado de unos botines chinos, rojos, de seda bordada. Eran zapatos semejantes a los numerosos pares exhibidos en otro museo dedicado a una contemporánea suya: Evita Perón, cuyos trajes y calzado eran refinadísimos, útiles para crear una imagen favorable y propiciar el culto popular; los atuendos y zapatos de Evita se traían principalmente de Europa, confeccionados tal vez especialmente para ella y quizá por Ferra-gamo. Por eso me llamaron la atención esos zapatos elegantes, totalmente distintos de los que Frida usaba habitualmente para acompañar el tipo de vestimenta que había elegido para representarse en la vida real y en sus autorretratos. Hay un zapato aún más extraordinario, casi obsceno, una prótesis en forma de bota que le cubría hasta la mitad de la pantorrilla, fotografiada por Graciela Iturbide y que Frida debió utilizar cuando a consecuencia de una gangrena le fue amputado el pie derecho, dañado desde la infancia como secuela de una poliomielitis dejándoselo deformado y más delgado que el otro, pie casi siempre oculto debajo de las amplias faldas de sus vestidos regionales ostentados por ella or-gullosamente en algunos de sus cuadros, esos mismos vestidos que en perfecto estado de conservación hoy día se guardan en su museo.

V

De Anai's Nin decía Henry Miller que era muy singular porque carecía totalmente de conciencia de culpa y porque podía vivir cualquier situación por más inmoral o impropia que pareciese con la más perfecta naturalidad. Creo que puede decirse lo mismo de Frida Kahlo. En Anais Nin, sin embargo, el yo revela un narcisismo mucho más exagerado, más vanidoso y menos recatado. Anais Nin exhibe un deseo permanente de teatralidad, defecto que podría aplicarse también a la pintora mexicana, baste recordar sus paseos por Nueva York vestida de tehuana, seguida por una gran cantidad de gente, sobre todo niños, que la miraban como si fuese una extraterreste: probablemente lo era: venía de México. Imposible imaginar que Nin visitara alguna vez el consultorio de un dentista ¿por qué imposible?, ¿de dónde saco esta idea? Cuando tuve ocasión de verla, ya muy enferma de cáncer, vestida con un traje indio, largo, de terciopelo azul turquesa y una peluca color castaño, sus dientes seguían siendo perfectos, pero en la cintura llevaba, colocado después de la operación de un cáncer en el colon, un ano extranatura.

Si miro los autorretratos de Frida Kahlo creo descubrir una íntima necesidad de reconocerse desde fuera, mucho más genuina que la de Nin o la de aquellos que sólo buscan la fama por sí misma; en Frida advierto más bien la perplejidad de no saber cómo enfrentar su alteridad, cómo salir de sí misma, de ese ensimismamiento, de ese estar encima de sí misma sin interrupción, constantemente, mirándose, retratándose y regalando luego su efigie como lo más preciado de sí misma —como lo único valioso que le pertenece— a quienes ama, a Alejandro Gómez Arias, a Diego, a su doctorcito Leo Schlosser, a Trotsky, a Muray... para luego arrepentirse o no quedar satisfecha y volver a autorretrarse. ¿Fue más genuina Frida, de verdad, más genuina? Vuelvo a hacer una pausa: un diario —y ambas lo escribían— es siempre una indagación, un intento por salir de sí, y no necesariamente un signo absoluto de egotismo, cosa que podría corroborarse aunque pareciera desmentirlo la cantidad innumerable de los autorretratos que Kahlo pintó como en la religión católica se pinta a Cristo. Otras mujeres son y fueron aún más narcisistas que ella, y aquí vuelvo a mencionar a Nin que me ha servido de contraste: cuando era niña, sus tíos le regalaban como a otra amiga mía unas sandalias semejantes a las que calzaba el Niño Dios el día de la Candelaria. Nin materializaba sus deseos pretendiendo eternizar sus memorias, y en ellas es el centro. Escribía diarios, los firmaba con un pseudónimo y los guardaba herméticamente en cajas de seguridad en el banco. Más tarde, esos diarios que, por su misma naturaleza y su intención primera hubiesen debido mantenerse secretos, fueron publicados en vida de la autora, por decisión propia. Luego se convirtieron en best-sellers y fueron vendidos como las novelas del marqués de Sade en cualquier supermercado (aunque debo interrumpirme, hacer una digresión y decir que prefiero infinitamente más al marqués de Sade); sus diarios fueron comprados a pesar de haber sido proscritos —ambos, los de Nin y los del divino marqués— hasta mediados del siglo XX. Conocemos la vida íntima de Nin, quien conoció la fama durante las últimas décadas de su vida en forma de libro —novelas eró -ticas un poco sosas o diarios demasiado azucarados— o embotellada como genio de Las mil y una noches en un aroma patentado que lleva su nombre y se agazapa detrás de la oreja de alguna neoyorquina o parisina y sobresalta —empalaga, hostiga— por su fuerte fragrancia floral.

Frida fue reiterativa y su acción pictórica literal. Luis Cardoza y Aragón, el poeta guatemalteco, amigo de Kahlo, quien vivió casi toda su vida exiliado en México, dice memorablemente: “Frida, la diosa de sí misma, fue monoteísta”. Su caballete estaba situado frente a un espejo y es así como ella pintaba; cuando tuvo el primer accidente, su madre mandó construir un artefacto especial para que pudiera entretenerse pintando, pues su convalescencia duró más de dos años, durante los cuales apenas podía moverse. ¿Frida se autorretrata para admirarse o para intentar reconocerse? “Pinto autorretratos —afirmó—, porque estoy sola con mucha frecuencia y soy la persona que mejor conozco”. Con su lucidez habitual, Monsiváis comenta:

Ella apunta [en su Diario]: “Tú me llueves-yo te cielo” y la metáfora inesperada podría trasladarse a los cuadros, en donde con supremo ímpetu se llueve y se ciela. Como Icelti, “Frida es la que parió a sí misma”, aquella que engendró al personaje único y diverso, la de los autorretratos en donde el narcisismo se anula de tanto hacer sufrir al deleite, en donde la que padece, ama y se rodea de animales, agradece al arte la continuidad radical de su existencia y grita para obtener la suprema armonía de los restos: “yo soy la desintegración”.[6]

VI

Y ahora el pelo, sobre todo el de sus trenzas, su bigote y sus cejas, ¿el pelo puede ser un fetiche? Repito, ¿puede serlo?, ¿o sólo lo es cuando se coloca en un guardapelo?, ¿usaría guardapelos Frida? Quizá sólo los trajes de te-huana, las joyas y los exvotos populares que, según Carlos Monsiváis, ella convirtió en objetos laicos, le servirían contra el mal de ojo que la persiguió toda la vida.

La luminosidad del ambiente en las pinturas de Frida se revierte en el cristal de la mirada y la mirada se fija, curiosa, extenuada, en ese espejo que le devuelve un rostro. Rostro particular, enmarcado por una masa capilar, capilaridad extendida y ramificada para decorar las zonas que hubiesen debido permanecer desnudas. El bigote, inusitado en una mujer, o por lo menos depilado en las que lo tienen, brota perfecto, más perfecto aún por la complacencia con que Frida lo reitera en sus retratos, pelo a pelo, sobre el labio superior en convivencia estética y armónica con el cabello que le crece sobre los ojos y se desliza hasta formar una línea continua sobre la nariz. Así, trenzas, bozo y cejas forman un todo: animaliza y embellece y la prueba de ello es la cercanía de Frida, embelesada, con esos changuitos que como su rostro pululan en torno a ella, repitiéndola, espejándola. La proliferación de vegetación tropical en el fondo de sus cuadros, aun en aquellos que pudieran ser más sobrios, es la consecuencia directa de esta exageración que la amplifica. En sus obras hay una gestación y una fertilidad constantes, se diseminan, prolife-ran los frutos tropicales: sandías, guayabas, pitahayas, cocos, melones, guayabas; los animales domésticos abundan: un venado, los escuintles o perros prehispánicos, un águila, varios monos, muchos pericos; se amplifican el cabello, el color, los tocados, los rebozos, los encajes, los listones, las flores y se producen a granel los autorretratos. La pintura se convierte en fetiche, y ella, la pintora, se vuelve el fetiche de sí misma: Madonna la idolatra, su familia le otorga la categoría de marca registrada y México existe muchas veces en la geografía mental del mundo gracias a Frida.

Frida Kahlo se observa y de su mirada poblada surge el pincel (hecho de pelos de sus cejas) definiendo un yo que nunca acaba de asirse cabalmente, y por lo mismo recomienza sin cesar ante nuestros ojos (y los suyos). Este autorretrato de 1933, mucho más sobrio, una Frida reflexiva, cuyo busto está pintado al óleo sobre una lámina —consejo de Diego Rivera— casi desnuda de atavíos, un collar de cuentas prehispánicas de jade, redondas e irregulares, color gris burgués, sobre el cuello delicado, amarillento, dejando un espacio razonable entre el escote y el encaje blanco que lo adorna. La mirada plácida, la boca muy bien delineada y el bozo delga-dito, tenue, las mejillas muy coloradas, los ojos serenos y la ceja unida, cayendo inoportuna sobre la nariz de alas anchas. El pelo alisado, con raya en medio, trenzas muy discretas y un cordón de lana gris rodea su cabeza, rema -tando esa apariencia de niña buena, un poco triste. Sólo una oreja, de límpido trazo, coronada por una pelusilla sedosa y oscura, parece evocar la sensualidad reprimida.

En 1937 se pinta con el pelo suelto y sin ningún adorno, los cabellos le caen sobre los hombros y el torso se cubre con un huipil oaxaqueño de color rojo y bordado de amarillo; en la cartela cuidadosamente enrollada, como si fuese un pergamino de otros siglos, escribe: “Aquí me pinté yo, Frida Kahlo, con la imagen en el espejo. Tengo 37 años —ya tenía cuarenta— y es el mes de julio de mil novecientos cuarenta y siete. En Coyoacán, México”: Su mirada es melancólica, las cejas se montan sobre su frente como si dibujasen un murciélago.

En El abrazo de amor del universo, mi tierra (México), Diego y yo y el señor Xólotl, otro autorretrato, ella aparece cobijada por una estatua y a su vez Frida cobija a Diego bebé con cara de adulto, se repite el mismo huipil rojo bordado de amarillo y de nuevo el pelo le cae sobre los hombros en curioso desaliño, ella que anudaba cuidadosamente cada uno de los listones o cordones con que decoraba su cabello o se esmeraba con fruición a fin de que el objeto —las rosas u otras flores que coronaban su cabeza— combinara con las demás prendas de ropa elegida con delectación. Hayden Herrera, autora de la biografía más completa sobre Kahlo, explica:

Pese a encontrarse sostenida por este múltiple abrazo amoroso, Frida parece completamente sola. Como siempre, mira a los ojos del espectador... Además, la representación de la persona que veía en el espejo era una manera de confirmar su existencia. Pero la duplicación de su yo, ya sea en el espejo o en los autorretratos, no alivia su soledad.4

En 1945 se retrata en tonos grises y marrones acompañada de un mono, su perro zoloescuintle y un ídolo prehispánico de la colección armada por Diego Rivera para construir un museo especial llamado luego el Anahuacalli; su huipil es de lana color tabaco con un pespunte blanco muy sobrio; lleva un collar —más bien un yugo: mujer mortificada como las monjas mexicanas del siglo XVIII—, y numerosas cintas se anudan en torno de su cuello enlazándola con su perro, la figura prehispá-nica y la cartela donde ha inscrito su nombre y la fecha de ejecución del retrato: son cintas de adorno y a la vez cintas asesinas como si quisieran estrangularla. Su cabello es muy negro, adornado con la misma cinta, presagia quizás un intento de suicidio; como de costumbre, resalta el bigote y una pelusilla negra recorre su rostro devastado.

Mencionaré por último el Autorretrato de pelona de 1940, donde aparece sentada muy tiesa en una silla rígida —manera común de representación en el retrato popular o en la fotografía. En este retrato rompe con todas sus imágenes anteriores, se ha cortado el pelo que se desparrama por el suelo, ensuciándolo y dándole la apariencia de un campo donde crecen desordenadas raíces de plantas que nunca florecerán; en la cartela, más bien un grafito colocado en la pared o fondo del cuadro, anuncia: “Mira que si te quiero fue por el pelo. Ahora que estás pelona ya no te quiero”. Esta violencia contra sí misma se completa con un traje de hombre: el divorcio con Diego ha destruido la frágil identidad que con gran trabajo, tantos peinados y tantos trajes regionales había edificado, lo digo con toda intención, ha edificado su identidad como en las hagiografías las monjas aspirantes a la ascesis edificaban —flagelándose y cortándose el pelo— su imagen de santidad...

VII

Aunque reitere lo obvio, la maternidad fue uno de sus temas pictóricos fundamentales, tanto en su producción artística como en su vida: basta recorrer los numerosos cuadros donde aparecen embriones, mujeres embarazadas o imágenes de la fertilidad femenina. La maternidad falla porque el cuerpo está destrozado, perforado, dañado para siempre y sólo se produce un aborto (1932, Detroit). La sangre acompaña el acto de parir, producto necesario en cualquier maternidad; abunda sobre todo en los cuadros donde representa su incapacidad para engendrar. Mana de los agujeritos múltiples de la mujer asesinada por su pareja —muy macho—, cuya camisa está manchada de sangre: la vemos desnuda, tirada sobre una cama rústica y aún lleva puesto un zapato. En su cuerpo resaltan “esos cuantos piquetitos” encarnados; prolifera la sangre sobre todo en la pintura llamada El Hospital Henry Ford, donde en otro tipo de autorretrato aparece después de un aborto, acostada sobre una cama a la intemperie, tan desnuda e inerme como la mujer asesinada: las venas, las arterias se multiplican y pasan a formar parte del fondo como paisaje y como materia plástica perfecta, junto a los embriones, las prótesis, la matriz. De nuevo, la maternidad en otro autorretrato sangriento intitulado Mi nacimiento, donde con su rostro de adulta se ve a sí misma nacer en el cuerpo de su madre, cuya cara se cubre con un lienzo y donde, según Hayden Herrera, se reproduce en cierta forma la postura de una estatua prehispánica, la de la Coyolxauqui, dando a luz acuclillada, aunque en el cuadro la mujer se represente acostada.

La proliferación selvática, capilar, se relaciona con la maternidad, insisto, no resuelta en la vida real, pero sí en los cuadros, ramificándose en los árboles, en los frutos, en la cara, en forma de vellosidades múltiples, resaltados en numerosas de sus obras. En la otra mitad se acumulan los símbolos del progreso: los rascacielos, las máquinas. Veamos también el cuadro intitulado Mi nana y yo, que representa a una mujer indígena mitad estatua mitad humana de cuyos senos brota la leche derramada sobre el ropón de una niña con rostro de Frida adulta.

Su mismo traje, el encubridor de los defectos, un traje folclórico, un traje-corsé, quizá provocado y artificial, pero para mí la prenda necesaria y definitiva de esa proliferación, de esa diseminación, de la amplificación que se resuelve en mito. ¿Cómo enmarcar la abundancia y la diseminación? Sólo pueden ser su marco adecuado los encajes, los holanes, los listones enredados entre las trenzas y convertidos en cabellos a punto de ahorcarla, como los brazos juguetones de los monos que la abrazan; los bordados se multiplican a menudo con ingenuidad; las flores y los frutos determinan el entorno, un entorno pocas veces vacío, fuertemente barroco.

Y sobre los trajes de tehuana puedo adelantar una reflexión: reflexión coloreada y pulcra: la tehuana es quizá la mujer más definida de todas las mujeres mexicanas.

VIII

Lola Olmedo aparece pintada por Diego Rivera en un cuadro donde su rostro, sus pies y sus manos son frutos, y el trasfondo la duplica, la hace proliferar, el traje de tehuana le otorga una carnalidad perfumada y caliente, propia de esa tierra donde las mujeres visten un traje que las hace a la vez santas (por el halo que irradia el tocado) y lascivas (por la estentórea carnalidad con que el traje las realza). Un traje de tehuana me recuerda a una piña, recuerdo exacerbado cuando se admiran los cuadros de Frida, por ejemplo en su autorretrato cuyo rostro va aureolado por el tocado de las mujeres te-huanas. La pulpa, la carnosidad frutal son sus atributos, amplificados en todas las naturalezas muertas de Frida, siempre eróticas y amenazantes.

En esa carnosidad vegetal traspasada al cuadro no existe la sangre, aunque se anticipe en el color de las frutas y en sus volúmenes tajados como sexos femeninos: sandías, naranjas, melones, cocos con ojos y changos con los ojos llenos de lágrimas blancas, casi nunca transparentes, ¿lágrimas de leche? La sangre aparece de nuevo y de verdad cuando se registra un asesinato o un suicidio, por ejemplo el que representa a la actriz Dorothy Hale, vestida de gala antes de arrojarse del último piso de un rascacielos neoyorquino, cuadro encargado a Frida por Clara Booth Luce, directora del Vanity Fair en la década de los treinta, época en la que los Rivera vivieron en Nueva York, y que por supuesto cuando Frida cumplió con el encargo le produjo a la periodista un violento shock; como dije antes, cuando se documentan un aborto o un nacimiento, la sangre desborda de la tela, inunda el espacio, invade hasta el marco de la pintura de manera incontenible, y cuando la imagen se duplica y Frida se vuelve verdaderamente un ser doble en su cuadro más reproducido, Las dos Fridas, las vemos co -municarse entre sí por una transfusión de sangre. Transfusión a flor de cuerpo y de piel, ¿la sangre trasvasada de los numerosos agujeritos practicados en los cuerpos de las mujeres maltratadas y violadas que pinta Frida en sus exvotos, láminas populares, recuerdos de su infancia?

Quizá podría entenderse esa pulsión por representar la sangre si leemos lo que escribió Alejandro Gómez Arias, el primer gran amor de Frida, al rememorar el accidente sufrido por ambos en 1925:

El tren eléctrico, de dos vagones, se acercó lentamente al camión y le pegó a la mitad, empujándolo despacio. El camión poseía una extraña elasticidad. Se curvó más y más, pero por el momento no se deshizo. Era un camión con largas bancas a ambos lados. Recuerdo que por un instante mis rodillas tocaron las de la persona sentada enfrente de mí; yo estaba junto a Frida. Cuando el camión alcanzó su punto de máxima flexibilidad, reventó en miles de pedazos y el tranvía siguió adelante. Atropelló a mucha gente.

Yo me quedé debajo del tren. Frida no, sin embargo, una de las barras de hierro del tren, el pasamanos, se rompió y atravesó a Frida de un lado a otro a la altura de la pelvis. En cuanto fui capaz de levantarme, salí de abajo del tren. No sufrí lesión alguna, sólo contusiones. Naturalmente, lo primero que hice fue buscar a Frida.

Algo extraño pasó. Frida estaba completamente desnuda. El choque desató su ropa. Alguien del camión, probablemente un pintor, llevaba un paquete de oro en polvo que se rompió, cubriendo el cuerpo ensangrentado de Frida. En cuanto la vio la gente, gritó: “¡La bailarina, la bailarina!”. Por el oro sobre su cuerpo rojo y sangriento, pensaban que era una bailarina.

La levanté, en ese entonces era un muchacho fuerte, y horrorizado me di cuenta de que tenía un pedazo de fierro en el cuerpo. Un hombre dijo: “¡Hay que sacarlo!”. Apoyó su rodilla en el cuerpo de Frida y anunció: “Vamos a sacarlo”. Cuando lo jaló, Frida gritó tan fuerte, que no se escuchó la sirena de la ambulancia de la Cruz Roja cuando ésta llegó. Antes de que apareciera, levanté a Frida y la acosté en el aparador de un billar. Me quité el saco y la tapé con él. Pensé que iba a morir.

Llegó la ambulancia y la llevó al hospital de la Cruz Roja, que en esa época se encontraba sobre la calle de San Jerónimo, a unas cuadras de donde ocurrió el accidente. La condición de Frida era tan grave, que los médicos no creyeron poder salvarla. Pensaban que iba a morir sobre la mesa de operaciones.

Ahí operaron a Frida por primera vez. Durante el primer mes no se supo con seguridad si iba a vivir[8].

Como dije antes, su convalescencia duró dos años, durante la mayor parte de los cuales Alejandro estuvo ausente y durante los cuales Frida empezó a pintar; quizá su primer cuadro importante sea justamente un autorretrato, el de traje de terciopelo, pintado en 1928 para Gómez Arias, cuadro que permaneció oculto en su casa junto con el retrato que de él también hizo Frida, apenas público hace relativamente poco tiempo.

IX

Los exvotos o retablos han sido siempre muy populares en México desde tiempo inmemorial, y durante la época colonial el acendrado catolicismo (y superstición) de la población los perfeccionó. Dan cuenta de la necesidad que se tiene de dar gracias a los santos, a Dios o a la Virgen por los actos milagrosos que han sido concedidos. Un milagro sería salvarse de un terremoto, de una caída, de una catástrofe, de una reyerta, de una guerra, de una enfermedad o de cualquier accidente que la vida cotidiana nos depare. También se hacen retablos para pedir un favor o misericordia de la divinidad. ¿Escogió Frida Kahlo esta tradición centenaria para agradecerle a la Virgen o a Cristo el haberla salvado del accidente que Gómez Arias acaba de relatarnos?

Los retablos mexicanos se confeccionaban en lámina y a veces en cartón y se ofrendaban en los altares de las figuras santas que habían concedido el milagro. Muchas veces los pintaban los propios interesados o eran encargados a pintores populares; las figuras toscas y primitivas ilustran el suceso con la mayor economía posible, al tiempo que se añaden las figuras de quienes han sido depositarios del milagro, arrodillados frente a la divinidad, dando las gracias por la misericordia recibida. Además de relatar con imágenes el suceso, se inscribe en la parte superior o inferior del retablo una cartela con una leyenda manuscrita que vuelve a relatar lo acontecido generalmente con mala ortografía y aun peor letra.

Es bien sabido que tanto Frida como Diego Rivera fueron propulsores del arte popular mexicano despreciado por la alta sociedad y por la clase media mexicanas antes de la Revolución. En sus murales Diego le dio un lugar preponderante a lo indio y a las manifestaciones de lo popular y fue él quien aconsejó a Frida utilizar en su pintura las técnicas y la tradición del retablo, por eso escribe:

Los de Frida son retablos que no se parecen a los retablos ni a nada más. Colectivo e individual es el arte de Frida, asegura Rivera. Realismo tan monumental que en su es -pacio todo posee N dimensiones, en consecuencia, pinta al mismo tiempo el exterior, el interior y el fondo de sí misma y del mundo[9].

Criada en una casa donde se ejercía con regularidad el catolicismo, con una madre practicante y una infancia activa en la religión, Frida estaba predispuesta a asimilar el legado y la devoción populares. Pero ella logró infundirle a su arte una dimensión extraordinaria que sobrepasó definitivamente su objeto. Monsiváis reitera:

Algo me queda claro: el personaje de Frida es de una actualidad deslumbrante porque, en lo esencial, ya no es sólo una referencia vivísima a la pintura... ni exalta el heroísmo de la condición femenina. En última instancia, Frida es el símbolo de sí misma, es el semblante en el que el espectador (el lector de la pintura) localiza la aparición que nada tiene que ver con los milagros, es el encuentro de los pinceles y es el amor a la vida en la sala de operaciones. Frida remite a Frida, y esta creación circular la vuelve irrepetible. Allí está la estatua de sí misma, la hija de sí misma, la propagación de los rasgos únicos en la era de la reproducción masiva[10].

X

En su riguroso ensayo sobre el cuerpo adolorido (The Body in Pain, theMakingand Unmakingofthe World), Elaine Scarry explica que:

aunque la capacidad de experimentar el dolor físico es un hecho tan fundamental como la capacidad de oír, tocar, desear, temer o sentir hambre, difiere en principio de cualquier otro estado corpóreo o psíquico por carecer de objeto en el mundo exterior; [y continúa], la pena física es excepcional, permite construir estados somáticos y psíquicos porque carece de objeto, de contexto referencial; tan anómala como el dolor es la imaginación[11].

Al leerla, me parece que entiendo un poco mejor a Frida y su necesidad de pintar autorretratos, ¿cómo entender el dolor si se carece de objeto perceptible fuera de uno mismo? ¿Lo comprenderá —el dolor— al replicar su imagen en el espejo y luego en el cuadro?

XI

En 1932 pinta Autorretrato en la frontera entre México y los Estados Unidos, donde literalmente ella /o es, es frontera, vestida con su amplio traje largo de gasa, de color rosa porfiriano y con holanes, el vestido que usaban las niñas bien antes de la Revolución mexicana, su peinado es sobrio a la usanza decimonónica, se ve muy joven, seria, respetable, en el cuello el infaltable collar de corales y jade; los brazos cubiertos con guantes transparentes que le llegan hasta los dedos enrojecidos o ensangrentados como el collar y sus mejillas; en la mano derecha, un cigarro encendido, desafiante, rompe con su aparente tranquilidad burguesa; se ha concebido a sí misma como límite, representa dos momentos de la historia contrastada de los dos países, dos tipos de feminidad, el progreso y la civilización frente al pasado indígena; desparramados en el cuadro, como en los frescos de Rivera, numerosas figuras; en la mitad derecha fábricas, máquinas, radiadores, transformadores; en la mano izquierda de Frida una banderita mexicana de juguete —16 de septiembre, mes de la Patria— resalta la naturaleza feraz de México, flores y biznagas, un paisaje en ruinas, pirámides, piedras sueltas, el sol y la luna, un relámpago, un ídolo femenino con el sexo tajado (¿y qué otra cosa puede ser un sexo femenino, sino un sexo tajado?, basta leer El laberinto de la soledad de Octavio Paz para comprobarlo). La eterna dicotomía que había de constuituirse como paradigma en la primera mitad del siglo XX: barbarie o civilización.

Mi vestido cuelga aquí de 1933 reitera los mismos motivos, pero ha desaparecido México y también Frida. Su vestido habitual de tehuana cuelga de un tendedero típico en los patios de las casas y vecindades de su país, está sostenido por dos columnas curiosamente coronadas, orgullosa, heroica, una con una taza de escusado, en la otra, un trofeo de concurso; el océano y al fondo la Isla Ellis, donde tantos emigrantes encontraron su destino, también se dibujan barcos, la orilla de una isla habitada, templos, emblemas, un cartel con el retrato de la actriz de cine Mae West, una iglesia protestante, fábricas y en la columna del lado izquierdo se apoya un niño tocando una trompeta, motivo humorístico sacado quizá de los cómics. Es un cuadro poblado escasamente de seres humanos, desolado aunque soberbio. Frida sufría allí de coyoacanitis, en una carta escribe que como las criadas mexicanas en las casas de algunas de sus patronas no se halla en los Estados Unidos. Me parece significativo que en esta proliferación de figuras simbólicas mediante las que representa al país vecino, lo mexicano provenga de ella misma, despojada de su cuerpo, ese cuerpo que parece haber existido solamente cuan -do lo vestía con sus trajes regionales.

Aunque dentro de otro tipo de representividad, donde lo político y lo histórico parecieran estar ausentes, está su famoso autorretrato Las dos Fridas, ya mencionado; fue pintado en gran formato, poco habitual en ella, para la exposición Internacional de Surrealismo organizada por la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor en 1940: el cuadro está dividido en dos mitades, las dos Fridas sentadas, tomadas de la mano, los trajes representan dos épocas de la historia del país, un vestido blanco bordado con gorguera, típico de las mujeres victo-rianas del porfiriato mexicano, la otra reviste, ahora sí, el traje sin cuerpo del otro cuadro recién descrito. El fondo es tormentoso, la sangre se desborda aunque está contenida por una tijera quirúrgica en la mano de la Frida blanca, decimonónica, mientras la otra, la Frida típica o folclórica, nos muestra un camafeo con el retrato de su esposo Diego cuando niño; en ambas figuras el corazón es a la vez el órgano del sentimiento, el corazón herido de los boleros o las canciones rancheras, o el corazón fisiológico, el que regula la circulación sanguínea y por último, el corazón expuesto, el de las víctimas de los sacrificios humanos antes de la llegada de los españoles. Vestida o despojada de sus ropas, en sus pinturas Frida se nos ofrece casi desnuda a la mirada, pero cirquera y lúdica logra exhibir al mismo tiempo y en mágico malabarismo su historia personal, su obsesión con la fisiología del cuerpo humano donde ella es su propio conejillo de indias y asimismo un ejemplo viviente de la historia indirecta de su patria.

Permítaseme terminar con una nota cursi, hoy que hemos casi olvidado lo que eso significa: Frida amaba y recitaba los poemas de Ramón López Velarde, el autor de La suave patria, el poema más bello que se haya escrito sobre la Patria, esa patria que paulatinamente se nos desmorona y se difumina ante nuestros ojos.

Notas

[1] Carlos Monsiváis, “De todas las Fridas posibles” en Gabriela Olmos (coordinadora), Frida Kahlo. Un homenaje, Artes de México-Fi -deicomiso Museo Dolores Olmedo, México, 2004, p. 29.

 

[2]  Hayden Herrera, Frida: Una biografía de Frida Kahlo, Diana, México, 1985, p. 221.

 

[3] Ibidem, p. 195.

 

[4] Ibidem, pp. 205-206.

 

[5] Georges Bataille, Documents, introducción de Bernard Noel, Mercure de France, Paris, 1968, p. 75.

 

[6] Carlos Monsiváis, art. cit., p. 29.

 

[7] Hayden Herrera, “Elabrazo de amor del universo, mi tierra (México), Diego y yo y el señor Xólolt” en Varios autores, Frida Kahlo 19072007, INBA-Editorial RM, México, 2007, pp. 312-314.

 

[8] Hayden Herrera, Frida: Una biografía de Frida Kahlo, p. 52.

 

[9] Raquel Tibol, Frida Kahlo. Una vida abierta, UNAM (Coordinación de Humanidades), México, 2002, p. 99.

 

[10] Carlos Monsiváis, art. cit., p. 29.

[11] Elaine Scarry, The Body in Pain, the Making and Unmaking ofthe World, Oxford University Press, New York-London, 1985, pp. 161-162.

 

por Margo Glantz


Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  104 / artículos / Octubre de 2012

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/83b4caa9-3009-42eb-ab65-352031666ca8/frida-kahlo-diseminacion-y-amplificacion

 

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