Fernando Vallejo: piensa mal y acertarás

ensayo de Luz Mery Giraldo [1]

l-giraldo@javerina.edu.co

Pontificia Universidad Javeriana

Resumen

Femando Vallejo es uno de las autores colombianos más controvertidos de los últimos lustros: su fluida prosa mordaz e irreverente participa de la oralidad de la cultura antioqueña y su espíritu contestatario está filiado a la tradición de Tomás Carrasquilla, José María Vargas Vila y los Nadaístas. Sus ensayos sobre ciencia relativizan la existencia y respaldan su visión del país y de su historia cuestionada en su literatura. Es desde su apuesta por la ficción autobiográfica, apoyada en un yo narrativo, que logra penetrar en la realidad y en los personajes, para proyectar la voz de un malpensante en el mundo contemporáneo.

Palabras clave: Narrativa colombiana, Autores contemporáneos, Literatura contestataria, Después de Macondo

Abstract

Fernando Vallejo: thinks bad and you will guess right

Femando Vallejo is one of the most controversial colombian authors nowadays. His fluid, pungent, irreverent prose is affíliated with the oral tradition from Antioquia culture and his spirit can be related to the tradition of Tomás Carrasquilla, José María Vargas Vila and the Nadaístas. His essays about science pose existence as relative and support his visión of the country and its history, also questioned in his literature. With his autobiographical fíction, supported in a narrative Self, he can penetrate reality and his characters in order to project the voice of an evil-minded in the contemporary world.

 

Key words: Colombian narrative, contemporary Authors, polemic Literature, after Macondo

Jorge Luís Borges recordó que ser y literatura son como el río de Heráclito: distintos siempre. Así mismo, ha concebido Fernando Vallejo su producción literaria que rozando tradición y ruptura se va lanza en ristre contra lo establecido: de la cultura antioqueña le viene la palabra oral que fluye como voz de culebrero[2], persuadiendo y cuestionando; del demoledor Tomás Carrasquilla y el nihilista Femando González, lo irreverente y contestatario. Como Porfirio Barba Jacob, José María Vargas Vila y los Nadaistas, pertenece a esa línea de autores “malpensantes” de la sociedad que con gusto escandalizan contrariando la historia oficial, al revelar verdades “inconvenientes” o eventos no registrados por la memoria colectiva. Nada está bien, dice visceralmente Vallejo, sobre todo a quienes prefieren no ver, no oír, no decir, como en su momento lo hiciera el austríaco Thomas Berhard en sus inclementes y sombrías ficciones.

En cada uno de sus textos la escritura cáustica y vertiginosa va de autobiografía a historia nacional, latinoamericana u occidental, suscitando controversia ante la verdad histórica y la de la ficción. Nadie se salva de sus acusaciones: desdoblado en un narrador a quien da muerte en su novela Rambla paralela, se permite juicios, recriminaciones y pronunciamientos contra intelectuales y políticos, sobre todo aquellos que considera “tendrán que pagar en carne propia lo que han hecho”. No hay fábulas maravillosas ni mundos míticos o sagrados: escéptico y a tono con el presente, se sitúa frente a la miseria con la superioridad del intelectual que ama el escándalo y aprovecha “como último gramático” la espontaneidad del idioma, sacudiendo “bienpensantes” y proponiendo una escritura crítica y autoconfesional. Del cine pasa a la literatura, ingresa a la ciencia, afirma frecuentemente que ha concluido su literatura de ficción y reincide en la escritura y la reedición de sus obras, para demostrar que “nadie se baña dos veces en el mismo río” y que su actitud visceral y contestataria le ha devuelto reconocimientos y premios.

“Es privilegio de los poetas trasponer los hechos personales a verdades o mentiras eternas, encerrar en los pocos versos de un poema la vida”, se dice en El mensajero. Es esto lo que se propone, recordando como Borges y Heráclito que nadie de baña dos veces en el mismo río, como se afirma en su pentalogía El río del tiempo[3], la biografía novelesca sobre la vida económica y emocional de José Asunción Silva, cuatro aproximaciones a la vida y la obra de Porfirio Barba Jacob, entre las que se destacan dos biografías novelescas o novelas biográficas, y tres novelas cortas, una de ellas llevada al cine, La Virgen de los Sicarios, además de un importante estudio sobre la escritura, en el que el autor muestra su conocimiento y defensa de la gramática (tal como exigiría la tradición literaria colombiana), conocimiento del cual se ufana el narrador de La virgen... al identificarse como “el último gramático”. En cada uno de sus textos la palabra se desliza cáustica frente a la historia nacional, la autobiografía o la biografía de sus personajes, suscitando controversia ante los referentes, la realidad histórica y la realidad de la ficción. Unos y otros se entrelazan en un discurso de intensidad realista y naturalista donde impera la oralidad, igual al un río salido de su cauce en todas direcciones, tanto como para pensar en ríos de lenguaje, vértigos de la palabra y laberintos de la memoria. Incesante como la vida, en Vallejo la escritura es memoria y torrente verbal, espacio para la reflexión, la afirmación y la teorización sobre el lenguaje.

Del laberinto de la memoria al vértigo de la palabra

“Uno no es lo que es, sino lo que los demás le permiten creer que es”, dice la voz narrativa de una de las novelas del El río del tiempo, reforzando afirmaciones formuladas en El fuego secreto, en las que compara vida y literatura al afirmar que “la literatura es así, e igual a la vida. Uno no es, ni vive, ni escribe lo que quiere, sino lo que puede” (Vallejo, 1986,187).

La tradicional idea de la vida como río, en Vallejo se funde a la literatura en un proceso laberíntico, vertiginoso (de vértigo) y abisal que fluye incesante desde esa escritura que atrapa recuerdos y anécdotas y recorre épocas y lugares de la historia, de la cultura y de la memoria pidiéndole cuentas a un pasado que juzga o exorciza en las evocaciones personales y biográficas. Al recorrer su novelística el lector reconoce que ‘no deja títere con cabeza’ en ese pasar vital y fluvial que la concentra. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, cantó Jorge Manrique al retomar la tradición medieval en sus coplas famosas. El narrador del antioqueño Femando Vallejo retoma la tradición al expresarlo en Los caminos a Roma y afirmar que “los ríos siendo no son. Pasan. Su ser es irse. Je m’en vais ou je m’en va” (1998, 42), apoyado en el epígrafe de Fleráclito que introduce Los días azules: “no volveremos a bañamos en las aguas del mismo río”.

El resultado está en un doble juego: río-tiempo y vida-literatura, sintonizados con el oficio de la escritura convertida en inagotable flujo de la memoria que ‘ensancha los recuerdos” y “consigna la posteridad”. Con esa perspectiva el autor ‘suelta’ su diatriba y catarata verbal con un inacabable encadenamiento anecdótico -indudablemente heredado de los imaginarios y del ser de la cultura antioqueña- que surge como conversación ininterrumpida que se dirige a un destinatario mudo diversificado en el lector, la abuela, el abuelo, la Braja, el doctor, tal cual nombre o segundas personas gramaticales: usted, tú. De esta manera la palabra se desdobla en la escritura y al contar fragmentos anecdóticos, se multiplica superpoblando los libros, transmitiendo las contradicciones vitales, la sobrevivencia existencial, social o laboral y la vida como un cruento aprendizaje al lado de errados procedimientos educativos, de diversas experiencias vividas en la infancia y en el ambiente familiar y de la historia de un país en proceso de desarrollo y signado por la violencia y la miseria. Cada una de las novelas del ciclo corresponde a una etapa en el proceso del mencionado aprendizaje vital y en el desarrollo de la historia del país, convirtiéndose en una seria crítica a las instituciones y una parodia del Bildungsroman[4].

Los días azules son los de la infancia y se son sistemáticamente evocados en las novelas posteriores al mencionar lugares, personas o instituciones que intervinieron grata o ingratamente en el proceso de aprendizaje y educación del personaje narrador: el abuelo, la abuela, Lía la madre, los tíos, los hermanos y aquellos que en Antioquia y sus pueblos, Medellín y sus barrios y colegios, constituyen los afectos y las raíces. Todo contribuye a la formación de este mal pensante: la religión se suma al sistema educativo con los padres salesianos a quienes acusa de sus traumas y perversiones; los partidos políticos tradicionales que marcaron las primeras etapas de su vida; la violencia partidista; la ley y sus incongruencias; la violación de la moral; el desprecio y los códigos. Mediante alusiones constantes a todos estos elementos y circunstancias Vallejo asevera que se aprende más a cuestionar la realidad a partir de lo aprendido que a tomar los modelos educativos como paradigmas. Son frecuentes frases blasfemas: “Dios es un cerdo y hoy me quiso atropellar” (117), atrevimientos agresivos: “en el alma de cada niño hay un suicida” (112), o “la niñez, dicen, es la época más hermosa de la vida. Quien lo dice no estudió con los salesianos” (120), o “en este mundo todos somos arrimados” (126).

La primera novela de El río del tiempo se inicia con una imagen de violencia que alude a los golpes de la vida que, sin temor a equivocaciones, el lector puede asociar con uno de los famosos poemas del poeta peruano César Vallejo: “¡Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé! /Golpes como del odio de Dios”. El hombre contra el mundo y el mundo contra el hombre en todas y cada una de las edades, se expresa en la novela mediante el juego entre el artículo y el pronombre posesivo que va de “la cabeza” a “mi cabeza”, “mi niñez”, “mi juventud”, precedido por el sonido onomatopéyico que golpea:

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza rebotaba contra el embaldosado patio duro y frío, contra la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia. ¿Tenía tres años? ¿Cuatro? No logro precisarlo. Lo que perdura en cambio, vivido en mi recuerdo, es el niño que era yo, mi vago yo, fugaz fantasma que cruza de mi niñez a mi juventud, a mi vejez, camino de la muerte, y la dura frialdad del patio. Ah, y algo más: la criadita infame que a unos pasos se convulsionaba de risa (9).

El comienzo preludia los acontecimientos que atropelladamente se imponen en la obra y serán motivo de cierre en Entre Fantasmas (1993), la última del ciclo. Desde ese instante de lectura se reconoce que en los términos tradicionales la obra no se ajusta a las características de la novela, pues no consta de un argumento, una trama o un tema central, no hay una construcción de personajes que evolucionen en el trayecto de historia o de vida narrada, no existe una unidad de tiempo o espacio, es decir, no obedece a las más rancias categorías novelescas. Aunque la voz narrativa nombra diversas personas, la novela carece de personajes caracterizados y el protagonismo se concentra esencialmente en esa voz de índole autobiográfica que se expresa según un idiolecto particular. Esto define determinada visión regional y una cercanía con la novela biográfica. Y aunque no hay trama argumental en la línea del relato, ni un transcurso vital definido por lo temporal y lo espacial, sino una procesión de tiempos quebrados que provienen del pasado, de nombres, lugares y situaciones enhebradas por una oralidad que simula un narrador hablando en voz alta (como mirándose en el espejo del tiempo, es decir ante su doble), a medida que la voz recuerda desde una memoria asociativa, trae sitios que ocupan un espacio de raigambre nacional y evidentemente regionalista-costumbrista: Antioquia, con su lenguaje propio en sus modismos y costumbres donde “llaman al arroyo quebrada” (11), hay leyendas de aparecidos, “un gótico antioqueño” con sus tangos, poetas, filósofos, músicos, deportistas y gran religiosidad popular; se celebran las Navidades con enormes pesebres y globos multicolores y los colores políticos van del rojo al azul y viceversa.

A su vez, la cadena de asociaciones compone un discurso satírico que parodia de la identidad nacional, hace una caricatura de su historia y su cultura y da una visión fragmentada de la realidad. Como hemos afirmado, cada anécdota se multiplica al abrirse camino igual a la vida o al río, arrastrando otras anécdotas, ingresando poco a poco a una otra que de la misma manera y sin abandonar del todo la anécdota anterior va a ser desplazada por otra, ya que será o habrá sido retomada por alusión o citación en un juego de “cajitas chinas que salen unas de otras” (63), semejante al ciclo narrativo de una novela que se origina en otra, o de una memoria que zigzaguea.

Los días azules, novela, antinovela, biografía novelada, autoconfesión, exorcismo o expurgación, inicia desmitificaciones y profanaciones y a la vez enaltece y rinde homenaje; la voz memoriosa señala de manera reiterada su devoción por Barba Jacob y en el caso de José Asunción Silva, asocia -como lo ha hecho con la biografía sobre el poeta antioqueño- sus filiaciones poéticas con un poema que relaciona a su propia infancia, al afirmar que Los maderos de San Juan “son unos versos suyos que hoy como siempre me duelen y me deslumbran, imbuidos de ternura, imbuidos de dolor: la abuela arrulla un niño: mi abuela me arrulla a mí” (142). Así señala la movilidad del pronombre posesivo que indica el desdoblamiento del poeta a narrador, de ella a él, de la poesía a la vida y de la vida a la poesía. La abuela, Raquel Pizano, nombrada en la mayoría de sus obras, se entroniza en la evocación: recordada, invocada, llamada en un grito de ubi sunt, es presencia ausente, orfandad que reclama compañía en su “dónde estás”, “dónde estarás”.

En “los múltiples giros de la vida” el poeta Porfirio Barba Jacob, lo hemos dicho a propósito de los textos biográficos, sintetiza su conciencia de tránsito en uno de sus versos: “yo no sabía que el azul mañana es vago espectro del brumoso ayer...” (143). Tal como se aclara en las biografías, y como una confirmación de un narrador que reitera sus citas y se autocita como si siguiera fantasmas, el pasado del poeta es motivo de búsqueda: será buscado igual que sí mismo. Así asevera la voz narrativa en la misma página: “en la celada de sus versos empecé a vislumbrar que otro antes que yo había vivido mis momentos y recorrido mis caminos, y desandando mis pasos lo empecé a buscar, me empecé a tras de su huella, volviendo sobre la mía” (143).

Otros nombres son homenajeados: E?a de Queiroz, Julio Verne, Emilio Salgari, Conan Doyle, Dostowieski, Epifanio Mejía, a la vez que el Talmud, la gramática de Nebrija (a la que elogia en más de una ocasión, incluso en su nouvelle La Virgen de los Sicarios la relaciona con su propia escritura de ‘Gramático Ilustre’), la novela francesa, americana y rusa, así como las pianistas Teresita Gómez y Blanca Uribe, el deportista Carlos Arturo Rueda “el campeón de la lengua” con su “chorro vertiginoso de maravillas” (138), en contraste con la devastación que se presenta en los territorios de Rojas Pinilla, los salesianos, el Catecismo Astete que llama la ley o “gran ramera”, el Himno Nacional “con sus versos ripiosos y disparatados”, la historia de la política nacional y la consiguiente violencia donde “el encono se había vuelto odio y el odio muerte” (67).

Con un narrador en primera o en tercera persona, a veces omnisciente y otras en proceso de conocimiento -según la autoconciencia estructurada en la revisión de la memoria dirigida siempre a un destinatario que se multiplica y varía de persona o de género-, sustenta lo anecdótico y el comentario oportuno enraizado en esa oralidad ‘paisa’. Vallejo afirma, y al hacerlo subraya el regreso a la verbosidad de la infancia recuperada con nostalgia y revivida por la escritura, que “este libro no tiene más objeto que el de narrar la historia del único globo que entre millares que palpitaban en el cielo agarre en mi vida, mi momento estelar, mi gran hazaña” (99). La hegemonía está en la palabra que se desliza grávida y recupera su espontaneidad. Por eso es asociativa, popular y populachera, inmediata, natural y fluida, pues de esa manera logra expresar la identidad cultural en todas sus gamas. La palabra se hace corriente y torrente verbal: corre sin detenerse. Los temas que inquietan al autor se refuerzan con el interés mayor de su propuesta: la de devolverle al lenguaje su fluidez y sencillez, dándole poderío a la palabra que ha perdido su sentido.

El camino de las otras novelas es el de la desilusión. El fuego secreto se inicia de manera agresiva y en un acto irreverente y contestatario con la misma palabra que da final a El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez: “‘¡Mierda!’ dijo la Marquesa poniendo las tetas sobre la mesa, “Con quien peleo si sólo maricas veo...”. Echó una mirada entorno, por el cafetín abyecto, y sus ojos se detuvieron en mí” (7). Muy lúcidamente lo ha demostrado en varias ocasiones el profesor Eduardo Jaramillo al referirse a los lenguajes de la marginalidad y observar que lo que “está enjuego no es el sentido existencial de un personaje, sino la corriente misma del lenguaje”[5]. La respuesta de la recepción ha confirmado la necesidad de otra literatura: otros temas y otras formas acordes con una época abrupta y ávida de emociones fuertes.

El comienzo determina el tono: arremete y desmitifica. Cierra un período (el del Nobel) y abre otro. Lanza en ristre contra todo, golpea lo que tiene a su alcance. Así desvirtúa y a la vez rinde homenaje a Don Tomás Carrasquilla con su célebre Marquesa de Yolombó y al resaltar el homosexualismo (tema iniciado en la novela anterior, destacado en las siguientes y llevado a su clímax en La Virgen...), acerca a lo marginal también vivenciado en escenarios suburbiales[6]. El doble adquiere en el homosexual otra representación: “de día contador público, de noche la Marquesa” (8). Esto se asocia con la necesidad de ir en contravía y hacia la ruptura, o con casos literarios, como el suicidio de Alfonsina Stomi en el mar, evocado por alguno de los personajes. Es claro en su personaje la afirmación de que su propuesta es ir en contra de lo establecido: “vamos a contracorriente del mundo: a dormir cuando los demás se despiertan” (11).

El itinerario trazado en cada novela señala una ruta de viaje: de Medellín se desplaza a Bogotá dejando atrás la niñez para dar paso al desarrollo de la adolescencia, al asumir la noche que permite esconderse y vivir al margen de lo aceptado: el sexo, la droga o el alcohol, de esta manera el narrador retoma temas y escenarios explorados en la novela naturalista, pero sin afanes moralizantes es enfático en la actitud transgresora antes que en los comportamientos de Ta bestia humana’. Ese trasgresor ve cómo “la dulce Muerte agitaba las alas de su negro abrigo, de su negra capa, llamándome compasiva a su regazo de sombras” (35) y en su conflicto demoníaco se expone a situaciones límites y extremas que son exaltadas por el narrador que impone nuevos parámetros o descubre (revela) los que estuvieron ocultos. La memoria en una Bogotá “fría y sucia que tiritaba en su mugre” (88) se vuelve recuerdo licencioso, estratégicamente aprovechado para escandalizar con su peculiar exhibicionismo y reafirmar que la vida sólo se hace de instantes fugaces y, como Funes el memorioso, el autor se desdobla en un narrador de tradición oral que dirige el discurso desde una concepción ‘aristocrática’ y a la vez burlesca[7] de la palabra “para la posteridad. O para la historia de la zarzuela” (122), fusionando realidades históricas y cotidianas con las ficciones, mostrando que a veces la realidad aventaja la fantasía. Así afirma:

en los ríos de Colombia no se baña impunemente nadie. Si le contara amigo Heráclito, cuántos de mis conocidos han terminado ahogados...

Paso de largo para que no vaya a pensar que son exageraciones, hipérboles, como diría usted. ¿Ríos plácidos? Jua, jua. Sepa no más que en cuestiones demográficas, en Colombia constituyen la tercera fuente de control. La primera son los asesinos, la segunda los choferes. Pero unos y otros y los tres juntos son asesinos por igual. Como quien dice la Santísima Trinidad de la Escolástica: tres en uno y uno en tres (143).

Ironía burlesca entrelazada a escepticismo y dolor. Humor negro, propio del imaginario colombiano ante la adversidad. La perversidad transgresora y agresiva sale del encadenamiento de la palabra-anécdota para reproducir vértigo ante lo abismal. Carpe diem y desesperanza, vacío, acusación y autoconfesión, se contienen con intensidad en la escritura sin complacencias de Femando Vallejo.

Un epígrafe de uno de los poemas más conocidos de Cavafis y difundidos en nuestro medio inicia la tercera novela, Los caminos a Roma (1988), con la que sintetiza la acumulación de la historia personal y define el desarrollo de la experiencia humana: “A donde vayas irá contigo tu ciudad” (...). “Tu ciudad te seguirá, no esperes otra. No hay barco ni camino para ti”, se relaciona con la frase que da comienzo al relato: “todos los caminos llevan a Roma” y coincide con la idea expresada por Moreno-Durán en el preámbulo de Metropolitanas cuando asevera que “se viaje como se viaje, al final todos los caminos conducen a Roma”. Siempre hay un sitio de llegada.

Igualmente tragicómica y menos acelerada en la relación de las anécdotas, la escritura se asocia a un “tren del recuerdo” que se desplaza de lo provinciano a lo metropolitano en una lograda sintonía entre la forma de lo que aquí llamaríamos relato literario y el fluir cinematográfico. Y es que memoria capta lo evocado en lo narrado como una cámara cinematográfica desde una focalización tal que la voz parece desprenderse de la cámara y del entorno para penetrar tanto en mundos interiores como en exteriores. Los narratarios a los que hemos aludido anteriormente reciben un mensaje múltiple del foco que reconstruye o evoca la historia en sus diversas fases culturales, filosóficas, literarias, políticas y cotidianas. El ritmo del “tren de los recuerdos” se fusiona a la cámara narrativa que se mueve en varias direcciones: en primer plano, en paneo, en flash back, en profundidad, acercándose o alejándose. Un sugestivo ejemplo recoge el paso del tren y su analogía con la memoria como un pasar, un transitar espacial: “¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Son postes, árboles pasando, bofetones del paisaje. Tras los postes, tras los árboles, precediéndome, siguiéndome, expandiéndose, la campiña ondulante [...]. ¿y esos ritos como de sangre?” (23).

El narrador pasa por los laberintos del idioma y del lenguaje recordando al gramático, los orígenes judaicos de la familia paisa, la potencialidad del cine que “dio al traste con la novela”, retoma su diatriba contra Colombia que reconoce como país de mentiras y de patrañas, y con mucha ironía afirma que “el mundo se pregunta, se contesta, y roto el velo pudoroso de la mentira que suavizaba las asperezas, nuestras vergüenzas, la verdad reluce en pelota, a la luz del día, sin taparrabos, sin pudor” (69).

Con la certeza de la desilusión y el desencanto, el narrador va de Roma a París, a Madrid, a Londres, a Hamburgo, hasta terminar su itinerario regresando a casa, como Ulises, pero no como héroe mítico, sino como hombre desarraigado que busca entender y recuperar la noción de lo raizal en un plácido aterrizaje en el que “de súbito, en pleno campo, sin suburbios, sin avisar, la ciudad” (120), cercana al lugar de infancia y formación, del “azul celeste, azul risueño, azul de antes”, fortalecida con la noción de paraíso perdido “del que fue una equivocación haberme ido” (123). Y regresa para quedarse en espera de final feliz. Idea que pone en crisis al finalizar la última novela del ciclo, Entre fantasmas, y recordar que los azules días de la infancia son los felices y que “la felicidad es una pompa de jabón que da visos, pero que no bien uno la mira se revienta” (177).

Años de indulgencia (1989) sería la novela de la redención, si nos ajustáramos al título, pero es también de autoexilio. El ingreso al abismo final en Nueva York, capital del mundo y de las razas, se vive como un infierno. De nuevo el objeto es el libro y el objetivo la palabra como representación final del “proyecto disparatado” en el que “la vida enciende las ilusiones y las apaga” (93). Ni risas ni sonrisas: ironía solemne y mueca amarga, y sin el placer lúdico de la paradoja expuesta en la primera novela, sino con la gravedad de quien ahonda en el caos, ésta se revela como una actividad de Mefistófeles en el vértigo apocalíptico o en el juego verbal que converge en la fáustica noche de Walpurgis. Un aquelarre de brujas y demonios entonan sus conjuros, enfocan figuras culturales, herejías y apostasías, desacralizando por enésima vez, como un anticristo sin sombra ni reflejo en los espejos que “va por el vasto mundo en busca de acción” (12). La parodia del Fausto le sirve al narrador como estrategia para ensañarse en lo creado y en las convicciones religiosas. Así dice: “Ves lo que hago con tu Eternidad, Padre Eterno? La hago añicos. La exploto en un milisegundo, microsegundo, nanosegundo” (98).

Se focaliza desde una palabra desdoblada en paradojas grotescas, recalcando con desgarramiento que el exiliado sale en la noche en pos del recuerdo “de aquel pasado contaminado de presente [...] a aquel espectáculo de su desolación, la mía, a enterrar mi esperanza” (64); desde el reino donde no queda sino la palabra “que se mete por donde quiere, va, viene, fluye, se escabulle, atraviesa paredes y ve sin que la vean, registra sin cambiar” (65). Así consigna como voz de una colectividad anónima que grita y recrimina que se va de su tierra “porque en Colombia no dejan vivir”.

Casi al final la voz característica de su prosa reconoce su “móvil imposibilidad de estar quieto en el aquí y ahora”, siempre con “el cuerpo en un lado y el alma en otro tiempo y otra parte” (125). El ir y venir girando en redondo vuelve a compenetrarse con la experiencia de desastre y constata el fin de los grandes relatos. Sociedades anómalas y sin búsqueda se intensifican en la imagen de la vejez “anecdotera” con que se inicia el texto, asociada a la de un terremoto: México, Colombia, el mundo, sacudidos por la ira divina se definen en un sino fatídico y por una fuerza fanática que obligan al narrador a gritar: “Dios mío, ya, por favor, ya basta” (11). También, como las anteriores, es novela de recapitulación', cierra el ciclo con la alusión a un niño que define como su “vago yo”, su “fugaz fantasma”, “sabiendo que debía terminar aquí como empezó, por mi más lejano recuerdo, con un niño tocado de irrealidad dándose de cabezazos rabiosos contra el piso porque el mundo no hacía su voluntad” (178).

En La Virgen de los Sicarios (1994) y “con un rencor cansado”, el narrador regresa como el río de Heráclito a su tierra natal, “siempre el mismo en su permanencia y siempre yéndose” (35), para verla devastada por la muerte, el vicariato, el resentimiento y el sin sentido. Este regreso a la contemporaneidad muestra los cambios vertiginosos operados: rigen una nueva moral y una nueva verdad. Lo marginal se presenta de forma extrema en un ambiente con unos personajes concretos y con una jerga específica que muestra “que al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma” (65): las comunas de Medellín con los principios y costumbres de sus bandas donde “los destinos de los vivos están en manos de los muertos” (68); las relaciones amorosas entre homosexuales y la comunicación no sólo con determinado lenguaje, sino con los gestos o las miradas.

El destinatario cambia: ha dejado de ser la Bruja, su perra ya muerta (en la novela anterior se alude a su ausencia eterna), los abuelos, los padres, para dirigirse a alguien extranjero (mejicano, tal vez, aunque al final, según la jerga, es un parcero) a quien la voz narrativa aclara ciertos datos que identifican la cultura regional y al país del Corazón de Jesús, el del “pecho abierto” y con “góticas de sangre rojo vivo, encendido, como la candileja del globo: es la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén” (8). Han cambiado también los valores y sus iconos: el anterior culto a la Virgen del Carmen se ha sustituido por el de María Auxiliadora; la iglesia no es refugio para encontrar la paz, sino para espiar y cumplir transitoriamente penitencia y purificación con la confesión de asesinatos; el escapulario no pertenece al creyente, sino al fetichista.

La ambientación es dolorosa: los globos de la infancia reaparecen como una metáfora del pasado que fue y se hizo humo o cruz, “rombos o cruces o esferas hechos de papel de china deleznable, y por dentro llevan una candileja encendida que los llena de humo para que suban” (7); la analogía del viaje se hace “de bache en bache”, representando las condiciones del país; el narrador que regresa no reconoce la ciudad de la infancia, pues el paraíso se ha perdido; las alusiones a los partidos políticos, a la educación, a la religión, a los presidentes y demás mandatarios -ya conocidos por el lector de sus anteriores novelas-, se reiteran para ratificar que los libros no se escriben, sino se viven y confirmar que la literatura es memoria, catarsis y testimonio de quien transcribe aprovechando la voz hablada y la experiencia de un narrador bufón.

Más cercana a las categorías de novela convencional, ésta se estructura desde una doble articulación en la que la evocación nostálgica y apasionada se cambia por la rememoración que sirve de radiografiar el presente: de una parte, el macrocosmos remite a una nueva forma de abordar lo regional dando idea de totalidad, al retomar todos los elementos que han alimentado el discurso de sus obras anteriores; y de otra, se narra una historia de amor marginal (homosexuales en las comunas de Medellín) entre el narrador y un niño sicario, “ángel exterminador” de nombre Alexis quien por el fatum terrible de su época y su medio, a su asesinato será sustituido por su propio victimario, igualmente víctima de su medio. El presente deforme -resultado del pasado acumulado- da lugar a un discurso agresivo que se toma fascista: la necesidad de acabar con todo lo que anuncie continuidad (niños, jóvenes, mujeres embarazadas) da a luz un nuevo Herodes en las figuras que llevan la muerte en sus ojos y en sus armas, de la misma manera que en la recriminatoria voz de todos concentrada en la palabra que narra.

Cabe afirmar que esta voz colectiva aprovechada por Vallejo en ésta y todas sus obras no obedece solamente a su perspectiva del país, sino también a la de quienes lo proyectan y lo viven únicamente con resentimiento e incomodidad, encontrando y viendo en él sólo el lado oscuro y vacío, la ausencia de cultura, de Dios y de ley. Como un “malpensante” y como Cristo en el templo dando látigo a los infieles, el narrador se queja, cuestiona, recrimina y atenta contra lo construido-destruido y desde él el autor transforma la idea preconcebida de Colombia como un paraíso.

Esa voz narrativa es la del gramático que afirma el cataclismo de un país cuando el idioma se ha desestructurado. Es el “último Nebrija” que reconoce el deterioro, la putrefacción del idioma cuando los gestos y las palabras nuevas no aparecen en los diccionarios, son básicamente escatológicas, sólo sugieren motivos excrementales, de horror y ruina y corresponden más a la muerte que a la vida. Ese gramático, descendiente de la sociedad hidalga y de la ciudad letrada, mira desde lo alto el universo que se le presenta: en su imaginario “cualquier tiempo pasado fue mejor”, aunque el siglo que cubre sus relatos siempre esté referido a un país que desde hace mucho ha entrado al “desbarrancadero”. El narrador descree de los principios autoritarios, pero cree en el gramático. Frente a la autoridad es combativo y selectivo ante la gramática culta. Existe allí una memoria común compartida por el emisor: lo primario, cifrado en la muerte, está anclado en los orígenes y explota en el presente narrativo, como eco de la historia. Menospreciar la palabra oral de su “inferior”, el lenguaje del habitante de las Comunas de Medellín, afirma el privilegio del letrado, el culto, el gramático, el feudal. Esto se expresa en una profunda tensión dramática entre lo bello y lo feo: los personajes bellos, los sicarios, viven en el infierno de las calles y las Comunas; los feos son lo tradicional reflejado en esos mismos lugares, las convenciones, lo que ha hecho historia deshaciendo al país. Los bellos arrastran el sentimiento de vacío sin pudor, mientras los otros no toman conciencia de ello: está la provocadora voz narrativa para expresar su rabia y resaltar esas formas de degradación en las que redundan el caos, la confusión, la violencia, el caos y el Apocalipsis sin Dios. En últimas: la desilusión y el desencanto.

Si El río del tiempo muestra la crisis del país, La Virgen...la revela en Medellín, y la siguiente novela El desbarrancadero mostrará la decadencia y la crisis en el núcleo familiar. Unas y otras se interrelacionan hasta el final. El desbarrancadero (2001), La Rambla paralela (2002) y Mi hermano el alcalde (2004), continúan en la vertiente de la desolación, desencanto, desesperanza, desilusión, orfandad y agonía. La reiteración se abre como un espejo deformante y exhibe en la oralidad la cultura popular y en la escritura irreverente el conocimiento y la visión cáustica de nuestra historia e identidad. Refiriéndose a El desbarrancadero, R. H. Moreno-Durán destaca el carácter subversivo y humorista de Vallejo y lo relaciona con los más agudos escritores antioqueños que “han enfilado sus baterías contra la mojigatería de una capa social que, no obstante su espíritu emprendedor y su capacidad para forjar riqueza, ha tejido un lienzo de imposturas ridicula” (2001). Y reconociendo que el autor gira sobre sí mismo, Moreno-Durán sugiere en esta novela una especie de Hamlet sin Ofelia, a quien Vallejo cambiaría por Darío para dejarlo morir delante de su madre “La loca”, y mostrar así, que algo podrido se vive en la familia, siendo ésta microcosmos de un cosmos mayor: “a la burla abierta se añade el humor negro, pues la presencia mayor de este libro es la muerte, con todos sus fúnebres arreos: primero, la de ese padre amado a quien su primogénito ayuda a pasar al otro lado gracias a una dosis de Eutanal mezclado con suero. Luego, la lenta muerte del hermano, a la que se suma, en los territorios de la ficción, la de esa persistente primera persona que incluso traslada más allá del Aqueronte esa salmodia de imprecaciones que más que un insulto es un estilo”.

Vargas Vila se pasea por la novela en la que “ese país rico en odio” poblado por una “plaga de poetas” y por una experiencia de “equis lastimera” que abunda entre el ser, el no ser y el parecer, como se afirma reiteradamente, resalta decadencia y crisis, así como la mala memoria, confirmando con ello la necesidad de obligar a recordar a través de la literatura.

El tema de la memoria retoma en La rambla paralela, en la que como en un desfile de la muerte o una fiesta de carnaval, un viejo y muerto escritor colombiano asiste a una feria del libro en Barcelona. Allí se afirma que a Colombia le entra “el mal (¿o el bien?) de la desmemoria”, mientras el escritor carga con todo, pues “los recuerdos son los pilotes de un edificio, los que apuntalan el yo” (123), recuerdos que se dan con “una simultaneidad rabiosa que abarca pasado, presente y futuro” (145) que el escritor almacena “en sus archivos neuronales”, en los que pueden estar “medio centenar de presidentes que se dicen rápido, pero que había que sacar de tanto en tanto religiosamente a orearse, a desempolvarse de la Muerte” (118). En el recorrido de la memoria están Medellín, México D.F., Tegucigalpa, es decir, lugares determinantes en su narrativa y sus biografías, reconociendo cambios constantes en el fluir de Barcelona, esa ciudad que no duerme y que se renueva en la soledad de sus individuos: “capital de la cópula”, española, pero ajena a España, diferente de su Medellín de infancia donde todo era vida y frescura. De toda esa memoria el gramático concluye que “la lengua va y viene, cambia, según los caprichos del viento y la altura de las montañas (126-127), mientras los verbos se deshacen, se mueren sustituidos por otros, a tenor del presente que devora el pasado. Con su escritura rabiosa y fatigada el narrador se va lanza en su diatriba en ristre contra Colombia, para afirmar que es un “país vencido, fracasado, podrido. Podrido de envidia y odio y con el alma rota” (128).

Heredero de la mordacidad de Miguel Ángel Osorio, Tomás Carrasquilla, José María Vargas Vila y Femando González, Vallejo cultiva en su narrativa el gusto por el escándalo y la diatriba para mostrar el mundo invadido por la miseria: el vértigo de la palabra entrelaza con amarga ironía anécdotas que revelan en la ausencia de paraíso y de ángeles redentores una enorme distancia con la fantasía de lo real-maravilloso, así como la pérdida de los arquetipos que sustentan lo sagrado. El autor es un nuevo cronista: su crónica alternativa7 refuta la historia oficial y se lanza visceralmente contra ella. Los políticos y burócratas, esa “gentuza”, “tendrá que pagar en carne propia lo que nos han hecho a nosotros”, afirmó en entrevista a Mauricio Becerra (1998). Así podríamos confirmarlo en la parodia a la política electoral de Mi hermano el alcalde, en la que aprovechando la tradición de caciques y terratenientes heredada del feudalismo fundacional, desde “el dengue del poder” se refiere a las campañas, los partidos tradicionales, la guerrilla y el cartel, la iglesia y el estado. Mediante digresiones regresa al pasado, comenta, amplía, vuelve al comienzo del relato ampliando el contenido de la trama sugerida en el título, asocia la era de la informática y la globalización a un país de fraude que no da trabajo, un país de menesterosos y pedigüeños (41), de desplazados, logrando una radiografía de lo electoral en un país constantemente cuestionado. La voz de narrador setentavo, es decir viejo, juega con el tiempo incorporando frases poéticas de la literatura barroca: Góngora, Quevedo, Sor Juana Inés, a la vez que hay un “cronista imparcial” (29, 46) que evoca y exalta lo elegiaco (45).

La voz regresa a un lugar detenido en el pasado, cuyo paisaje paradisíaco es el de la nostalgia que se extiende hasta alcanzar el horizonte, una verdadera analogía de los tiempos felices y de la esperanza. Si bien el narrador hace comparaciones festivas con Inglaterra (el pueblo Támesis de Antioquia con el río Támesis, Carlos I...), éstas no son juguetonas, sino burlescas, y cuando se trata de arremeter contra los políticos no tiene inconveniente en nombrarlos a golpe de voz, para agudizar la sátira: “Pastranita, delfín de Pastrana el viejo, mamón de teta pública, con su campaña nacional a la presidencia lanzada desde Támesis cuando lo subieron por la Avenida Laureano Gómez montado en una cesta izada con sogas y poleas a fin de que durmiera protegido en la casa cural bajo las faldas del curas, no lo fuera a matar la guerrilla” (73). Sobre el mismo gobernante, los partidos políticos tradicionales y el más legendario jefe guerrillero, dice lo siguiente: “¡Qué desastre fue Pastranita para Colombia! Se creía la paloma de la paz, y con el cuento de esa güevonada le entregó medio país a Tirofijo para que se acabara de cagar en él después de lo poco que dejaron en pie los conservadores y los liberales” (37-38). Si un país en crisis se refleja en el caos del idioma y de las instituciones, esto también se percibe en la presencia del conflicto armado en el siguiente diálogo: “¿Y la guerrilla? / ¡Cuál guerrilla! Por aquí no hay guerrilla, esto está en manos de los paramilitares. Y donde hay gato no hay ratones.” (169)

En cada una de sus obras un narrador habla en nombre propio (Femando) y es el aventajado explorador del lenguaje que devuelve a la lengua y al idioma la espontaneidad perdida a través de esa palabra y ese lenguaje “soberbio e insultante, arrogante e irreverente”, como dice Fabio Jurado Valencia (Giraldo, 1994, 346), demostrando que estas obras son culturales textos que “corresponden a unos valores, unos principios codificados por los usuarios de esa cultura” (353). Su palabra, río desbordado, se despliega en la escritura oral con la voz del mal pensante que acierta al poner el dedo en la llaga de la realidad nacional.

Obras citadas

Becerra, Mauricio. “Furia y compasión de Femando Vallejo”. Lecturas Dominicales, El Tiempo, 22 de noviembre, 1998.

Cano Gaviria, Ricardo. José Asunción Silva, una vida en clave de sombra. Caracas, Monte Ávila, 1992.

Jaramillo, María Mercedes. “Memorias insólitas”. Gaceta. N° 42-43, Bogotá, Ministerio de Cultura, 1998.

Jaramillo-Zuluaga, J. Eduardo “Dos décadas de la novela colombiana: los años 70 y 80”. Luz Mary Giraldo B. (comp.) La novela colombiana ante la crítica, 1975-1990. Cali: Editorial Facultad de Humanidades/Bogotá: CEJA, 1994:43-70.

Jurado, Fabio. “La soberbia del lenguaje en la narrativa Femando Vallejo”. Luz Mery Giraldo B. (1994). La novela colombiana ante la crítica, 1975-1990. Cali: Editorial Facultad de Humanidades/Bogotá: CEJA, 1994: 341-356.

Moreno-Durán., R. H. “Flasta en las mejores familias”. El Tiempo. Marzo 31,2001.

Santos Molano, Enrique El corazón del poeta. Bogotá: Nuevo Rumbo Editores, 1992. Vallejo, Femando. Mi hermano el alcalde. Bogotá: Alfaguara, 2004.

_, La rambla paralela. Bogotá: Alfaguara, 2002

_, El desbarrancadero. Bogotá: Alfaguara, 2001.

_, Chapolas Negras. Bogotá: Alfaguara, 1995.

_, La virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara, 1994.

_, Entre fantasmas. Bogotá: Planeta, 1993.

_, El mensajero. La novela del hombre que se suicidó tres veces. Bogotá, Planeta, 1991.

,Años de indulgencia. Bogotá: Planeta, 1989.

, Los caminos a Roma. Bogotá: Planeta, 1988.

, El fuego secreto. Bogotá: Planeta, 1986.

, Los días azules. Bogotá: Planeta, 1985.

, Barba Jacob, el mensajero. México, Séptimo Círculo, 1984.

, Logoi. Una gramática del lenguaje literario. México: FCE., 1983.

Notas:

[1] Profesora Titular de la Pontificia Universidad Javeriana. En presente texto es producto del proyecto de investigación “Ciudad historia y lenguaje en la narrativa colombiana reciente (1975-2000)”, que forma parte del grupo de investigación Problemáticas de historia literaria colombiana: canon y corpus, reconocido en Colciencias. E-mail: l-giraldo@javerina.edu.co

[2] Personaje de la cultura popular de la región antioqueña, caracterizado por su locuacidad para comerciar y persuadir en la plaza pública. Folclórico y prototipo de picaro, capaz de embaucar a un auditorio al que puede venderle los más insólitos objetos: desde un vermífugo hasta algo mayor, matizando su venta con una escenografía muchas veces grotesca. Fiel a esta tradición, Vallejo sabe usar este recurso del verbo y de la imagen persuasiva que violenta e impone o “vende” su idea. Desde ésta oralidad primaria de la cultura popular, el narrador vincula de manera alusiva o por citación a otras formas de cultura literaria o artística.

[3] El río del tiempo, publicado en una sola edición por editorial Santillana, en 1998, incluye: Los días azules (1985), El fuego secreto (1986), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993). De manera aislada, aunque conserva rasgos afines están las biografías Barba Jacob, el mensajero (1984), El Mensajero (1991) y Chapolas Negras. (1995). Las selecciones Poemas-Barba Jacob. Bogotá, Procultura, 1985, Cartas de Barba Jacob Bogotá: Gradiva, 1992 y el estudio Logoi. México: F C E, 1983. Debe recordarse también que Femando Vallejo ha sido un viajero constante, como se verá en el ciclo mencionado, músico, cineasta que cuenta con varias películas y estudioso de biología, como consta en su ensayo La tautología darwinista.

[4] Un punto en común entre los narradores de la ruptura, está en la parodia a la cultura. Esta se logra, entre otras, mediante situaciones o personajes que se enfrentan al aprendizaje vital y lo hacen, como en el Bildungsroman, a partir de todo el proceso de formación de sus vidas realizado en el paso de la infancia a la adolescencia y primera juventud en los modelos culturales establecidos. A diferencia de las novelas clásicas goethianas, según lo expresan los narradores de la narrativa actual, en el mundo contemporáneo y desde la realidad colombiana éste aprendizaje resulta nefasto por la carga deformante que encierra. Así podemos leerlo en la trilogía Fémina Suite y Desnuda sobre mi cabra de Moreno-Durán y en las consecuencias de este aprendizaje en las novelas siguientes del autor en El álbum secreto del Sagrado Corazón y en Tarzán y el filósofo desnudo de Parra Sandoval, e indudablemente en toda la producción de Femando Vallejo.

[5] Véase el interesante ensayo de J. Eduardo Jaramillo-Zuluaga. “Dos décadas de la novela colombiana: los años 70 y 80”. Luz Mary Giraldo B. (comp.) La novela colombiana ante la crítica, 1975-1990. Cali: Editorial Facultad de Humanidades/Bogotá: CEJA, 1994: 43-70.

[6] Recuérdese que el tema de lo suburbial ha sido explorado en distintos narradores que hemos considerado de transición. Desde éste se apunta a algunas señas de la identidad social, cultural y nacional y a ciertas condiciones de la nostalgia por un paraíso perdido o inventado con la idealización de los recuerdos. El suburbio relaciona en estos casos el cafetín, la cantina, la pista de baile, la música (tango, bolero, salsa, -según la preferencia del autor-) y mujeres de esos fondos acompañados de visitantes o habitantes del lugar. Vale la pena mencionar, entre los primeros de la tradición, como ya se aludió en el capítulo dedicado a las ciudades literarias, a Manuel Mejía Vallejo y Darío Ruiz Gómez entre los antioqueños, Femando Cruz Kronfly y Umberto Valverde entre los vallunos y el chocoano Oscar Collazos.

[7] Hemos afirmado que la voz narradora en las ficciones de Fernando Vallejo discurre indiscriminadamente de manera asociativa. Su carácter oral se apoya en la tradición popular y regional de la ‘cultura antioqueña’ (ideolecto) caracterizada por la habilidad en la conversación hiperbólica y elíptica cuyo don de la palabra llega incluso a su dominio en ‘el culebrero’.

Fernando Vallejo presenta Memorias de un Hijueputa en la FILBo2019

30 abr. 2019
Fernando Vallejo vuelve a la carga con una poderosa diatriba contra la clase política colombiana y lo que sucede en el mundo. Aquí conversa con Mario Jursich en la FILBo2019. Empieza a leer esta novela: http://bit.ly/2TZd3BG

Luz Mery Giraldo 

l-giraldo@javerina.edu.co

Pontificia Universidad Javeriana

Publicado, originalmente, en Cuadernos de Literatura, Bogotá (Colombia), ¡1(21): julio - diciembre de 2006 (115-130)
Link del texto: https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/6664

 

Ver, además:

Entrevista al escritor colombiano Fernando Vallejo › “Me fui quitando la venda moral que me puso el cristianismo”, por Silvina Friera - Página12 - Sábado, 23 de enero de 2016

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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