Felisberto Hernández: tontas ocurrencias Ensayo de Alberto Giordano
A Jorgelina Nuñez |
- 1- Para Saer —que lo leyó con pasión, a veces en forma arbitraria, siempre intensamente- Felisberto se parece a Robbe-Grillet: en uno y otro encuentra la misma obsesión por los maniquíes, en uno y otro reconoce la primacía de lo visual y el uso de “metáforas narrativas”. Para nosotros -acaso porque leímos a un mismo tiempo La mayor —en especial los “Argumentos”— y Tierras de la Memoria -Felisberto se parece a Saer: uno y otro narran la fuerza destructora del recuerdo, la ruina de la memoria; uno y otro afirman el valor incierto de la incertidumbre, el parecido sin semejanza entre narrar, distraerse, sorprenderse y recordar. Ejercitamos la memoria, dejamos que el recuerdo de otras lecturas nos ocupe, y vienen a sumarse otros nombres: Macedonio (que se parece a Felisberto en el apellido, la extrañeza del nombre y en el modo en que confunde los papeles del literato y del filósofo, la búsqueda de la belleza —de una cierta, a veces intratable, belleza— y la búsqueda de la verdad —de una cierta, a veces indeseable, verdad-); Gombrowicz (que recuerda a Felisberto por su proyecto de dar una forma tonta a la tontería, una forma inmadura a la inmadurez —proyecto a la medida de un escritor polaco, que es como decir, de un narrador rioplatense-); el Benjamín de Infancia en Berlín hacia 1900 (que transmite, seguramente contra su voluntad, como Felisberto, la extrañeza de la propia infancia, una cierta duda de que eso, la niñez, haya en verdad ocurrido). Los nombres de Proust y Kafka fueron convocados hace ya tiempo por la crítica: también a ellos se parece Felisberto, quizá porque los leyó tempranamente. Sin duda valdría la pena detenerse en cada uno de estos encuentros, examinar detalladamente cada parecido. Valdría la pena, seguro, pero ninguna duda cabe acerca de cual sería el resultado de ese ejercicio: él vendría a poner aún más en evidencia la excentricidad de Felisberto, su diferencia incomparable, su estar como por fuera de la literatura. “Felisberto Hernández -acierta Italo Calvino- es un escritor que no se parece a ninguno.” Esta, para comenzar, es nuestra única certeza. Al lector poco advertido —y nadie en verdad lo está del todo- las narraciones de Felisberto lo confunden. Escritas para nada, “sin tener interés de ir a parar a ningún lado” (“Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos días”), lo desconciertan. Desconcertar —según un viejo diccionario que creía inútil— significa, entre otras cosas, “hablar u obrar sin el debido miramiento”. Las narraciones de Felisberto desconciertan porque no dicen hacia dónde miran, porque no muestran el lugar donde el lector debería situarse para estar frente a ellas y poder dialogar. Deconcertado por el estrabismo de la dueña de casa, el narrador-protagonista de “El comedor oscuro” no sabe qué ojo debe mirar porque tampoco sabe qué ojo lo mira. Así también, desconcertado, el lector no sabe cómo responder a las narraciones de Felisberto porque tampoco sabe cómo, dónde, ellas lo interpelan. A veces cree leer con demasiada ligereza; otras, en cambio, le parece que su seriedad es excesiva. Si es un lector avisado —pero nadie en verdad lo es del todo—, resistirá a la tentación hermenéutica; en caso contrario no podrá evitar preguntarse por lo que “encubre” esa prosa desprolija, la trivialidad de esas situaciones. A uno y otro las narraciones de Felisberto los deja sin respuesta, tal vez porque nada les pregunta. Uno y otro sienten, al fin, que esas narraciones no fueron escritas pensando en ellos, que se escribieron, quizá, pensando en nadie. “En aquel tiempo —recuerda el narrador-protagonista de Por los tiempos de Clemente Colling— mi atención se detenía en las cosas colocadas al sesgo” En una posición semejante, al sesgo, debe situar el lector las narraciones de Felisberto si desea dialogar con ellas. Porque la comunicación directa le está vedada (y si persevera en ella caerá en la mudez o —peor— en la charlatanería) se le impone a ese lector (aquí, nosotros) el recurso a una palabra oblicua, sin ilusiones de comprensión: se le impone el desvío. Escritas para nadie, “con muy poca intención y con poco producto del pensamiento” (“Manos equivocadas”), difíciles a causa de su extrema sencillez, las narraciones de Felisberto exigen que se !as interpele en el modo en que fueron escritas: distraídamente, como al paso, casi con descuido. -II- Releo los escritos inéditos de Felisberto sobre literatura y encuentro, en una carta de la que se desconoce el destinatario, esta frase que define su proyecto narrativo: “Y trabajar literariamente —favorecido por lo que pueda haber de ventaja en los pocos conocimientos- contra la literatura y las formas hechas”. Trabajar literariamente contra la literatura, contra las “Bellas Letras”; trabajar literariamente contra la institución literaria, la literatura como institución. Para Felisberto, el sujeto de ese trabajo literario, el narrador, no es un profesional de la literatura, un especialista que conoce su materia y que sabe cómo comportarse con ella. Para Felisberto el narrador no es un literato. De este último, de sus intereses y del modo —sublime— de su trabajo, tenemos en “La envenenada” una representación en la que no está ausente el gesto irónico. Obsedido por el papel que debe desempeñar, por lo que los demás esperan que un hombre de su condición, “una gran máquina moderna del pensamiento”, haga y diga, el literato de “La envenenada” sólo da lugar en su discurso a la ocurrencia de lugares comunes, de “formas hechas”. Dice “infinito”, “espíritu”, “vida” y “muerte” allí donde se espera que un literato diga cada una de esas palabras. Cede a las formas más vulgares de la metáfora y la alegoría. Prepara su cara, lo que para los demás es —debe ser— su cara, y sabe —porque se aplica sin descanso— conservarla entera. Lo que no sabe ni puede es sorprenderse. “Las sorpresas =dice Valéry, citado en algún lugar por Benjamín- atestiguan una insuficiencia humana”. Y el literato, porque es siervo de su imagen, la de un “ministro” de la Cultura, no puede permitirse ninguna clase de insuficiencia: dueño de sí mismo, él es un hombre que ya lo sabe todo sobre el hombre, alguien a quien nada humano puede sorprenderlo. Y sin embargo, cuando por azar se encuentre con el azar, con el misterio inextricable de la casualidad y la muerte; cuando la “realidad indiferente” venga a su encuentro, ese literato sentirá que sus certezas vacilan. Entonces no será raro que se sorprenda por la complicidad, contra su voluntad y ante su vista, entre sus pies, que se mueven de un lado a otro, y sus ojos, que desde hace un rato los miran. Ese será el momento en el que el literato, olvidado de sí, se transforme en narrador; el momento en el que comience a trabajar, “contra la literatura y las formas hechas”, literariamente. Disponibilidad para lo incierto, deseo de lo desconocido. Narrar, en Felisberto, es avanzar sin certezas, sin saber del todo (e incluso sabiendo poco) cuál es el sentido de la marcha. Avanzar sin propósito, desde un lugar cualquiera hacia cualquier otro, como quien camina por la ciudad y se pierde porque entre sus pies y su cabeza los recuerdos abrieron un abismo. A la atención siempre vigilante del literato, el narrador opone su distracción: distracción de sí mismo, de su yo, para experimentar “el placer de la impersonalidad” (“El vapor”); distracción de los otros, del mundo, para captar “el sentido distraído de las cosas” (“El convento”). Cuando el narrador-protagonista de “La casa nueva” busca definir su “juego”, encuentra cómo decirlo: distraerse es un modo de estar atento “a la aparición de sentimientos, pensamientos, actos o cualquier otra cosa de la realidad, que sorprenda las ideas que sobre ellas tenemos hechas”. Distraerse es dar lugar, entre las palabras, a la ocurrencia de lo sorprendente, lo imprevisible, aquello que a cualquier conocimiento (filosófico, psicológico o literario) se sustrae. Las narraciones de Felisberto son agramaticales: se desvían de la norma retórica, no observan las reglas de la gramática del relato. En ellas, la intriga avanza en forma desprolija, sin un comienzo ni un final claros, a veces, incluso, sin desarrollo. Parecen la obra de un artesano torpe, incapaz de ceñirse a un plan, de imponer orden a sus materiales. Tal vez por eso nos desconciertan. Tal vez por eso dan la impresión de ser borradores: textos inconclusos, a los que falta corrección o desarrollo, textos que se dan a la lectura antes de tiempo. Pero esa falta de acabamiento, de conclusión, ese fracaso retórico es, en verdad, un acierto narrativo. Es posible que el lector desee un relato perfecto, construido según los principios de la compositio narrativa. Felisberto desea (y dona) otra cosa. Felisberto desea realizar la aventura de narrar, busca realizar la narración mientras se escribe, el movimiento de narrar antes de que se detenga en una “nouvelle" o en un cuento, antes de que muera. “Pero es difícil hacer algo vivo con muertos” (“Tal vez un movimiento”). A un proyecto como ese (en el límite, imposible) cierta desprolijidad en la escritura le es esencial. También le es esencial que el narrador no se deje tentar por lo ya conocido. Escribir sobre lo que ya se conoce, escribir como ya se conoce, detiene el movimiento. Se vuelve, porque nunca se lo abandonó, al sitio del que se había partido: este soy yo, este es el mundo, esta la realidad, esta la literatura. Narrar, para Felisberto, es escribir lo otro, lo que no se sabe, lo desconocido. “Además —se anticipa el narrador-protagonista de Por los tiempos de Clemente Colling— tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, fatalmente oscura; y esa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”. Narrar es escribir lo otro, dejar que por el movimiento de la narración lo otro se escriba. Distraerse, olvidar, para que en su lejanía “intrínseca”, en su oscuridad “fatal”, las cosas que no se saben, las cosas de “la vida y su misterio”, se iluminen, aparezcan. - III - Trabajar literariamente contra las formas hechas. El comienzo de Tierras de la memoria parece haber sido escrito para ilustrar, de un cierto modo, el sentido de esta frase. “Una noche, cuando tenía catorce años, trepé salteados los escalones que se amontonaban desesperadamente hasta llegar al paraíso del teatro. Oiría por primera vez a un pianista célebre. Pensaba en el “esfuerzo” que me costaba subir la escalera y lo que encontraría al “llegar” arriba, se me ocurrió la palabra “cumbre” al imaginarme el paraíso. Y era porque los maestros de piano, las mamás de los alumnos y los periodistas que elogiaban a los célebres no tenían otro lugar común que ‘el esfuerzo para llegar a la cumbre del arte’”. A la seriedad del lugar común, fundado en la autoridad de los maestros, las madres y los periodistas, la ocurrencia opone el juego (de palabras), fundado en el equívoco. Dos fuerzas se disputan un mismo fragmento de lenguaje. La frase que dice lo sublime del trabajo artístico es devuelta, en esa lucha, a su literalidad más vulgar. Como una risa a destiempo, fuera de lugar, la ocurrencia desplaza al lugar común. El lector, discretamente, sonríe. O se enamora de una mujer que parece una vaca, o es un caballo que se enamora de una maestra: al protagonista de las narraciones de Felisberto le ocurren cosas extrañas. También son extrañas las cosas que se le ocurren al narrador: metáforas, comparaciones, recuerdos y conjeturas que agravan, asociándose unas con otras, el misterio de las historias. Trabajar literariamente significa, en Felisberto, dejar, por el olvido de las “formas hechas”, de los lugares comunes de la técnica narrativa, que la ocurrencia se transforme en procedimiento dominante. El lugar común es, en el discurso, un lugar común a todos, un lugar en el que todos (autor y lector) pueden encontrarse. Una cierta convención (el discurso sujeto al desarrollo de la historia, por ejemplo), un cierto uso de ella. La ocurrencia, por el contrario, significa un más allá de las convenciones (que en Felisberto parece siempre un “más acá”), la invención de un modo de narrar que nadie, ni el lector ni el autor, esperaba porque antes de que ocurriese no existía. Según el diccionario —el viejo diccionario que volverá a serme útil—, la “ocurrencia” es un “dicho o pensamiento” que se caracteriza por su originalidad, su sentido de la oportunidad y su agudeza. Las ocurrencias de Felisberto son originales, ya lo sabemos; ¿son también agudas y oportunas? Recordemos el comienzo de “El balcón".El narrador hace referencia a un barrio de una ciudad (siempre la indeterminación en el comienzo de estas narraciones) que quedaba casi abandonado en verano porque sus habitantes viajaban a una playa cercana. En ese barrio había una casa convertida en hotel que sólo ocupaban los sirvientes cuando los inquilinos veraneaban. Si él se hubiese escondido detrás de esa casa —conjetura el narrador— y hubiese soltado un grito, el grito se hubiese apagado enseguida en el musgo. Es el primer párrafo de la narración y sabemos, porque la hemos leído completa, que esta referencia a un hotel deshabitado y a lo que ocurriría si el narrador gritase detrás de él es una digresión que la historia no recupera luego en ningún momento de su desarrollo, que no hay -si se nos permite el formalismo- “motivación compositiva” que la justifique. Si se tratase de otro relato -un relato policial, por ejemplo-, no faltaría más adelante una escena en la que alguien, vanamente, con desesperación, gritaría en el fondo de ese hotel abandonado. Pero a Felisberto no le interesa el suspenso, tal vez sí la suspensión. Esa digresión, que nada anticipa, permanece flotante, como suspendida sobre la historia. Sin función, marginada de cualquier estrategia retórica, muestra que el narrador, desatendiendo al lector, a lo que él espera, dice lo que se le ocurre, porque sí, porque tiene ganas. Ni oportuna ni inoportuna (porque no hay una ocasión, un momento justo en el que debería suceder) la ocurrencia muestra, en Felisberto, la fidelidad del narrador a su deseo intransitivo de narrar. Esconderse detrás de una casa para soltar un grito; anotar esa ocurrencia al comienzo de un relato. ¡A quién se le ocurre! Aunque sonríe, como quien responde a la travesura de un niño, el lector no logra disimular su desconcierto. Se imagina la escena propuesta (alguien gritando a escondidas) y, claro, no es un niño sino un mayor el que la ocupa. Lo desconcierta ese narrador que parece no tener inconvenientes en mostrarse “travieso”, aniñado, un poco tonto. Lejos de la agudeza, del golpe de ingenio, en las narraciones de Felisberto ocurren tonterías. “Inexplicables tonterías”, como las que anotaba en su cuaderno de tapas grasientas el narrador-protagonista de Tierras de la memoria. Leer a Felisberto es apropiarse de ese cuaderno que el niño reservaba para el testimonio de su intimidad. Perseverar en la indiscreción —el desconcierto lo prueba— no es sencillo. Cuesta seguir el curso salteado de lo que allí se narra, dejarse llevar de tontería en tontería, de ocurrencia en ocurrencia. Para saber leer ese cuaderno hace falta —y es difícil conseguirlo- dejar de saber. “Sería un fracaso -nos advierte Macedonio, muy cerca de Felisberto— que el lector leyera claramente cuando mi intento artístico va a que el lector se contagie de un estado de confusión”. El lector serio, educado, que sabe del placer de la agudeza, no siempre está dispuesto para el goce tonto de la tontería. Tiene que aprender a confundirse, a leer como quien camina dando pasos en falso. Quizá entonces un ligero sobresalto, una leve sorpresa, le ocurra: a su modo, el “misterio de la estupidez” (“El acomodador”) lo habrá tocado. En aquel primer viaje al extranjero, formando parte de un grupo de “scouts”, el narrador-protagonista de Tierras de la memoria sentía que los mayores hablaban a su alrededor como si él no estuviera presente. Lo mismo le ocurría con otros chicos, incluso con otros más chicos que él. De ellos, dice que “ya se veía que iban a ser personas mayores”; de él, “que se quedaría menor para toda la vida”. Contra el lugar común "los chicos crecen", el menor afirma que su lugar será siempre diferente. En Felisberto, ser menor es un modo "raro” de habitar el mundo de los mayores: sin ser un “vivo”, no ser tampoco nada más que un “bobo”. Ser menor, en Felisberto, es estar, entre los lugares comunes, fuera de lugar. Aunque ya no es un niño, juega como los niños, un juego que los mayores no comprenden. Ese narrador que se quedó menor para toda la vida escribe una literatura, como él, menor. Ser menor, en Felisberto, es un modo literario de habitar la Literatura (mayor, con mayúsculas). Trabajar literariamente -volvamos a decirlo--, según el ritmo extraño de las tontas ocurrencias, contra la Literatura. Ser menor, también, es un cierto modo de habitar la lengua, de andar alrededor de las palabras. “A veces [los mayores] se ponían de acuerdo a pesar de decir cosas diferentes y era tan sorprendente como si creyendo estar de frente se dieran la espalda o creyendo estar en presencia uno de otro anduvieran por lugares distintos y alejados” (El caballo perdido). Ser menor es oír el silencio que las “palabras fuertes” ocultan: revelar secretos, desenmascarar equívocos. Sorprenderse por lo alejado que puede estar lo próximo, por lo distinto que puede ser lo mismo. Saber, también, de la extrañeza de lo propio. “La mayor angustia era sentir que en mi propia cabeza había palabras que no eran mías; y que esas palabras componían pensamientos planeados por un dueño extranjero” (“Pre-original de Tierras de la memoria”). Hay, entre los recuerdos que se narran en Tierras de la memoria, uno que ilustra el uso que el menor hace de la lengua, de la lengua —no hay otra- de los mayores, “Una noche, después de haber hecho los deberes, leí un libro en que un Bandolero iba por un camino de abedules. Yo no sabía qué eran abedules pero suponía que fueran plantas. Había dejado de leer porque tenía mucho sueño, pero iba a la cama con la palabra abedules en los labios”. Al robo de esa palabra que dominó su atención siguieron las conjeturas sobre el origen de los nombres. Entre las que se le ocurrieron, la suposición de “que las gentes de antes ya tuvieran nombres pensados y después los repartieran entre las cosas” fue la que resultó más convincente para el niño. Si así fuese -pensó-, si las palabras hubieran preexistido a las cosas que después nombraron, él “le hubiera puesto el nombre de abedules a las caricias que hicieran a un brazo blanco: abe sería la parte abultada del brazo blanco y los dules serían los dedos que lo acariciaban”. La ocurrencia, feliz, puso al niño en movimiento: prendió la luz, tomó su lápiz, su cuaderno y escribió: “Yo quiero hacerle abedules a mi maestra”. Después sacó la goma, borró la frase entredormido y apagó la luz. A la mañana siguiente, en la escuela, la maestra leyó, sin comprender, lo que el niño había escrito y dejado a medio borrar. Lo interrogó con insistencia pero no pudo saber, porque él estaba “empacado”, las razones de su acto, Al fin, desistió. Una cierta privacidad, el cumplimiento de un deseo menor, se mantuvo en reserva. La maestra no comprendió, no hubiese podido hacerlo, porque era el medio mismo de la comprensión, la lengua, el que estaba fuera de sí. Y porque no comprendió, no pudo tampoco identificarse con el destinatario de esa frase, no pudo reconocer lo que de esa frase le concernía. Había que atreverse a abandonar la vía fácil de la comunicación, a aventurarse por la más confusa, sinuosa, de la ocurrencia. Ser menor -lo dijimos- es un cierto modo de habitar la lengua de los mayores. Jugar con las palabras, confundirlas, ponerlas fuera de lugar para hacerle un lugar a lo incomprensible, a un deseo singular. Nunca faltará la maestra que, desconcertada, sancione la diferencia: “¡Qué niño más raro éste!”. - IV - Tierras de la memoria parece consumar, por anticipado, el proyecto narrativo que enuncia Saer en uno de sus “Argumentos”: “Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para eso lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de posición, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte de las veces con las manos vacías” (“Recuerdos”). El narrador, un pianista pobre (alguien dirá: “un pobre pianista”), viaja desde Montevideo a una ciudad extranjera, para formar parte allí de una orquesta de “mala música”. Tiene veintitrés años y busca mejorar su “amarga realidad presente”: acaba de perder el trabajo y su mujer, que deberá quedarse sola, está “en mitad de una pesada espera”. Lo acompaña en el viaje otro integrante de la orquesta, el “Mandolión”. Para evitar su presencia, desagradable, el narrador-protagonista esquiva el diálogo y se abandona a los recuerdos. Mientras viaja, recuerda. Casi sin comienzo, inconclusa, la historia que se narra en Tierras de la memoria es, además de fragmentaria, mínima. Nada sabemos de cómo prosiguió aquel viaje, menos aún de cuál fue su conclusión; sabemos, en cambio, que desconocerlo no tiene importancia (lo dijimos: interesa la suspensión, no el suspenso). En Tierras de la memoria la historia es un pretexto, un horizonte apenas delineado, como suspendido, sobre el que vienen a narrarse, uno tras otro, los recuerdos. Recuerdos de la infancia, cuando el narrador-protagonista frecuentaba la casa de dos maestras francesas, la Mayor y la Menor, y convivía allí con inquietantes condiscípulas; recuerdos de un viaje anterior, a Chile, formando parte de un grupo de “scouts”; recuerdos de la estancia en Mendoza antes de cruzar la cordillera. Entre esos recuerdos, otros menores, a veces ínfimos (como el recuerdo, ajeno, de aquella vez que un tranvía estuvo a punto de ser arrollado por un tren, de la alegría de los pasajeros que “abrazaban al conductor y le daban dinero”). Intercalándose, aquí y allá, ensayos de reflexión sobre la música (un juego, una pasión, una aventura), sobre la extrañeza del cuerpo “propio” y de las “propias” palabras y sobre los pensamientos (los que se “visten de palabras” y los otros, los “descalzos”). Por un juego de asociaciones que confunde, hasta anularlas, las jerarquías significativas, los recuerdos se yuxtaponen unos a otros sin someterse a ningún dearrollo, al desenvolvimiento de ningún sentido. Tierras de la memoria no es una narración memorialista. No está dirigida a la recuperación, por el ejercicio de la memoria, de una interioridad originaria. Su movimiento no es el de la rememoración: desandar la línea del tiempo hasta encontrar un pasado causa del presente. Sin comienzo y sin fin, desorientado, en Tierras de la memoria se realiza el movimiento de recordar. Suscitado por el recuerdo del patio en el que la Menor de las maestras daba clase, ocurre en la narración el recuerdo de una muchacha que, para dar la lección, escondía bajo la mesa, sobre su falda, un libro abierto. “Una tarde —recuerda el narrador-protagonista- la maestra le dijo que no mirara el libro. Yo me asusté. La muchacha negó. La maestra le dijo que se parara. La muchacha obedeció instantáneamente y separó los brazos del cuerpo para demostrar que no tenía ningún libro. Tampoco se sintió caer nada en el suelo. Todos nos quedamos extrañados. La chi-quilina que tendría mi edad apareció en la puerta de la cocina pinchándose la nariz con un tenedor. En un momento en que la maestra tuvo que salir de allí, otra muchacha (esa sí que se empolvaba en grande, y los pelos del bigotito aparecían entre los polvos como pinchos de pino entre la arena de los médanos; era del Cerro; una vez la corrió un toro y ella para poder disparar tuvo que levantarse su angosta pollera hasta la cintura), esa muchacha le preguntó a la del libro cómo lo había hecho y la otra nos explicó”. Impersonal, porque no hay autor a quien atribuirlo, indiferente, porque para él todo tiene la misma importancia, el movimiento de recordar entrelaza, como en una especie de “patch-work”, retazos de pasado. Una muchacha que hace trampas cuando da la lección, otra que se pincha la nariz con un tenedor, otra que se levanta la pollera para escapar de un toro: retazos de un pasado menor, poco “memorable”, que el deseo (de recordar, de narrar, de las muchachas) anima. “En vez de profundizar, me quedo en la superficie, porque esta vez se trata de mi “yo” (del Yo) y la profundidad pertenece a los otros” (Roland Barthes). El narrador que no simula poseer las leyes del recuerdo y de la existencia desdeña las convenciones de la autobiografía. Deja que el pasado, “su” pasado, se narre en superficie, según el ritmo de los recuerdos que (se le) van ocurriendo. “Una vez que yo estaba muy cerca de sus niñas —dice el narrador-protagonista, recordando los ojos de una “señorita rubia”— vi reflejarse en ellas una lámpara portátil —la bombita era sostenida, dicho sea de paso, por una mujer de bronce bastante desnuda—”. Todo en Tierras de la memoria se dice “de paso”, de pasada, en forma desordenada e imprevista: en la forma en que los recuerdos van ocupando al narrador. “Una vez...”, “Un día...”, “Una noche...” El movimiento de recordar quiebra el desarrollo supuesto: dispersa el pasado, lo devuelve fragmentariamente. Cada recuerdo, en su indeterminación, se narra como fuera del tiempo, convertido casi en un episodio mítico (el episodio de un mito menor: la infancia). “Llamados por alguna fuerza desconocida”, los recuerdos se entrelazan alrededor de una ausencia que no dejan, como ausente, de señalar. Se trata del vacío que debería ocupar el autor de los recuerdos: una subjetividad concebida como causa del movimiento. En Tierras de la memoria, como en el juego de la sortija, algo insiste, los recuerdos, y algo se sustrae: una representación del yo que recuerda. He hablado aquí (si no con elegancia, apelando a una fórmula neutra, acaso irónica) de “narrador-protagonista”. Esta figura que se va construyendo en la narración fragmentariamente, de la que conocemos su relación conflictiva con el mundo (su ser, “para toda la vida”, menor y angustiado); esta figura es sólo el espacio en el que los recuerdos se manifiestan como efectos de una causa desconocida. El narrador-protagonista dice “yo”, se designa en lo narrado por ese pronombre, pero el que recuerda es —para decirlo de algún modo, el de Felisberto— y un “yo más yo”. (La fórmula, encontrada en el Diario del sinvergüenza, invita a la digresión. “Mi yo más yo”: el equívoco es sorprendente. Allí donde se quiere nombrar la propia identidad en lo que ella tiene de íntimo e irrepetible, no se hace más que multiplicar su falta. Dos “yo” son demasiado —y demasiado poco- para representar un sujeto; dos símbolos vacíos no alcanzan -y sobran- para dar nombre a quien recuerda). Es otro. Los recuerdos tiran del saco del narrador-protagonista para que él los atienda; vienen a su cabeza; aprovechan a entrar en su memoria. Y no sólo llegan los que él reconoce como propios: inexplicablemente, llegan también los ajenos, los que “pertenecen a los sentimientos y a los intereses de otras personas”. En una variación sutil del tópico de la “personificación”, Ana María Barrenechea describe el acontecimiento de recordar en las narraciones de Felisberto como una transformación de “predicados” en “actantes”. ¿Quiere decir que en esas narraciones ya no hay hombres que recuerdan —hombres que poseen el recuerdo como uno de sus atributos-sino recuerdos que en los hombres se recuerdan? Conviene entonces, en lugar de “transformación”, hablar de aparición, aparición de algo oculto, algo que, en lo familiar, se oculta. “Me sorprendí mucho cuando me encontré con estos recuerdos y pensé que tal vez podrían haber sido provocados por...”. La sorpresa testimonia una insuficiencia: el narrador-protagonista de Tierras de la memoria no conoce la causa (¿quién?, ¿por qué?) de “sus” recuerdos. Al acontecimiento de recordar, del que es sólo un testigo, llega, como cualquier otro, tarde, cuando ya ha ocurrido. Entonces sólo le queda el recurso a la conjetura. Quizá porque es un poco “bobo” —para los otros y para sí mismo-, porque es el último en comprender y, a menudo, finge haber comprendido; quizá por eso, se sorprende pero no se inquieta, no demasiado, por la presencia de lo inesperado. El que lleva puesto el “traje de vivo” seguramente hubiese reaccionado de otro modo: saberse siervo y no amo de “su” pasado, saber que el pasado puede volver inexplicablemente, sin que intervenga su voluntad, le hubiese causado temor; sus fuerzas, aquellas que necesita para luchar en el mundo, para someter a los otros, se habrían debilitado. Pero el “bobo”, que está siempre como distraído, desea que otras fuerzas lo animen: aquellas capaces de hacerlo olvidar del mundo y de sus luchas, las mismas que revelan lo que en el mundo se olvida. “Ahora yo tenía que estar quieto ante el gran vacío del viaje y rechazar todas las cosas que pretendían llenar ese vacío”. El mundo, del que el “Mandolión” es aquí su representante, es para el narrador-protagonista de Tierras de la memoria como una gran máquina de intimidación: la exigencia de mostrarse como los otros esperan, la inminencia de un compromiso. Por eso él, que tiene “menos memoria” que sus compañeros, prefiere “dormirse en los recuerdos”. Mientras viaja al extranjero, se dispone para las ocurrencias (tontas, menores) de lo extraño. Se vacía del mundo y del yo para que el recuerdo, como es su costumbre, “sin anuncio previo”, inaugure otra función en su teatro. Posdata Así, más de uno soñará en cómo aprendió a andar. Pero no le sirve de nada. Ahora sabe andar, pero nunca jamás volverá a aprenderlo. Walter Benjamín, Infancia en Berlín hacia 1900 ¿Qué nos devuelve de la infancia la memoria? ¿Qué vuelve de la infancia en los recuerdos? Transcribo el último párrafo de El caballo perdido, quizá el fragmento más bello de la obra de Felisberto, seguramente el que más me conmueve: “Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas noches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo. La cara de ella y las demás cosas que recibieron aquella luz, también están cegadas por un tiempo inmenso que se hizo grande por encima del mundo. Y escondido en el aire de aquel cielo, hubo también un cielo de tiempo: fue él quien le quitó la memoria a los objetos. Por eso es que ellos no se acuerdan de mí. Pero yo los recuerdo a todos y con ellos he crecido y he cruzado el aire de muchos tiempos, caminos y ciudades. Ahora, cuando los recuerdos se esconden en el aire oscuro de la noche y sólo se enciende aquella lámpara, vuelvo a darme cuenta de que ellos no me reconocen y que la ternura, además de haberse vuelto lejana también se ha vuelto ajena. Celina y todos aquellos habitantes de su sala me miran de lado; y si me miran de frente, sus miradas pasan a través de mí, como si hubiera alguien detrás, o como si en aquellas noches yo no hubiera estado presente. Son como rostros de locos que hace mucho se olvidaron del mundo. Aquellos espectros no me pertenecen. ¿Será que la lámpara y Celina y las sillas y su piano están enojados conmigo porque yo no fui nunca más a aquella casa? Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos; pero no puedo encontrar las miradas que aquellos “habitantes” pusieron en él.” Hay en este párrafo algo que excede lo elegiaco, algo más que el lamento por la pérdida irremediable del pasado. Hay también la afirmación de los límites de la memoria, el reconocimiento de sus imposibilidades. Ni la cara de Celina, ni la lámpara que ilumina su sala, ni el piano que la habita son ahora, representados en la memoria, lo que antes fueron en su presencia infantil. El que recuerda siente que esos objetos que vienen de su pasado no le pertenecen. La memoria guardó durante años la imagen de esos habitantes, conservó cuidadosamente sus representaciones, pero en esos años —acaso en un instante, o menos, de esos años de crecimiento— se perdió para siempre el modo en que el niño los miraba. El que mira hoy, con los ojos de la memoria, no es el que miraba entonces, con los ojos de un niño. Un abismo de tiempo se abrió entre ellos. Y la infancia, la propia infancia, se ha vuelto ajena. El que se la representa por la memoria sabe que lo que se ofrece en esas imágenes, lo único que él posee, no es lo que ocurrió. Para que esos objetos volviesen a ser lo mismo que eran en la infancia, para que fuese posible reencontrar el modo en que ellos miraban al niño, habría que volver a mirarlos como el niño los miraba, verlos de nuevo con ojos de niño. Soñar con poder hacerlo no servirá de nada. ¿Cómo representar lo que nunca fue ni estuvo presente? Miro jugar a un niño. Se demora en uno de esos juegos que a los mayores nos parecen tontos. La escena, de la que no puedo apartar la vista, desencadena en mí complejos pensamientos sobre la infancia y los juegos. Para el niño, en tanto, las cosas son más simples: él juega. Juega sin saber, ni estar interesado en saberlo, qué es la infancia y qué son los juegos. Recuerdo que yo también, a solas, en las interminables tardes de verano, jugaba ese juego. Recuerdo lo mucho que gozaba al hacerlo, pero no puedo recordar de qué clase era ese goce: ¿diversión?, ¿alegría?, ¿acaso felicidad? Para mí, que soy mayor, la experiencia de la infancia, de mi infancia, está perdida: ya no sé qué es jugar como un niño, qué es mirar el mundo, mirarse uno mismo, con los ojos de un niño. Ya no lo sé, pero no lo supe nunca. La niñez y la reflexión se excluyen; la infancia ocurre fuera del saber y la comprensión. El niño nunca sabe que es niño, qué es ser niño. Cuando cree saberlo ya pasó, ya es tarde, ya es mayor. La infancia no ocurre nunca, nunca se es niño. O quizá, mejor: la infancia sólo ocurre para los mayores, que la miran desde fuera nostálgicos o resentidos, no para el niño que, sin saber(se), la vive. Después de agotar la reflexión sobre los secretos mecanismos del recuerdo, el narrador-protagonista de El caballo perdido, no sin pesar, llega a saberlo: no es él, el que hoy recuerda, el que estuvo antes presente en su pasado: la propia infancia, sin ser de nadie, es siempre ajena. De eso que no se supo a sí mismo, que nunca fue ni estuvo presente ante sí mismo, la infancia, tal como misteriosamente ocurre; de eso, la memoria no retiene nada. Las imágenes que conserva celosamente, como piezas de un inapreciable tesoro, viven del olvido, del desconocimiento. Sólo en el recuerdo, en el acto inexplicable de recordar, algo de lo que debió haber sido la infancia, al menos algo, puede volver. Animados por el impulso de una fuerza extraña, los recuerdos irrumpen en la conciencia. Llegan, confundiéndose unos con otros, recuerdos significativos y recuerdos que parecen insignificantes. ¿Por qué son ellos los que ocurren?, ¿por qué ellos y no otros? ¿Quién los envía, como mensajes indescifrables, desde el pasado? Aquí, en la enunciación de la sorpresa, en la aparición de preguntas para las que todavía no hay respuesta; aquí, vuelve la infancia. Algo de lo que el niño sintió entonces, entre las imágenes, participando de su mudez, se repite. Imposible decir qué es, fijar, con una palabra mayor, la identidad de ese afecto infantil. Habría que volver a ser... y ni siquiera. Pero si esas imágenes regresan, y lo hacen con insistencia, sus razones tendrán. La infancia, misteriosa, regresa como misterio. La vía para la ocurrencia de conjeturas queda abierta. Será mejor entonces evitar cualquier afirmación y resignarse a desconoce eso tan íntimo. Aceptar, como lo haría un niño -es un modo (mayor) de decir—, la presencia intratable del misterio. |
Ensayo de Alberto Giordano
Publicado, originalmente, en:
Paradoxa. Literatura/Filosofía
Año 3, n°3, 1988
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/paradoxa-n-3/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
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