La noche del tren

Cuento de Mempo Giardinelli

Eran las ocho de la noche de ese 24 de diciembre en que yo cumplía dieciséis años, a principios de los sesenta, y apenas habíamos pasado Intiyaco cuando la tía Berta se irguió en su asiento, quitándose el sudor del cuello con un pañuelo mojado, y me dijo:

-No vamos a llegar a tiempo.

Veníamos de Buenos Aires en el «Estrella del Norte», pero habíamos salido de Santa Fe con una demora de cuatro horas y todo el pasaje, apiñado y sudoroso en esos doce vagones, parecía impulsar a esa máquina carcajeante, atosigada, para que se acelerara, aunque nadie tenía fe en que pudiéramos arribar a Resistencia antes de las doce de la noche.

Mi tía Berta y yo íbamos en el cuarto coche, y ella estaba muy malhumorada por el calor y por el cada vez mayor retraso, pues la locomotora bufaba, irregular, y no solo no recuperaba el tiempo perdido sino que se demoraba más y más.

-No vamos a llegar a tiempo -repitió, y yo no dije nada.

Ella tenía entonces treinta y dos años y una como mueca constante de acritud, quizá porque temía quedarse soltera y eso la preocupaba mucho. Aunque en realidad las que más se inquietaban por eso eran mamá y las tías mayores, que decían que Berta era demasiado neurótica y demasiado agria para su edad. Pero también era encantadora por su calidez y camaradería, y cuando estaba de buenas era muy divertida. Eso a mí me gustaba tanto como las tetas espectaculares que tenía. No era una mujer bella, pero eran lindos su largo pelo negro y su voz sensual, y su mirada a veces tenía un hermoso brillo pícaro, irónico, invitador a complicidades. Era yo, claro, muy joven todavía para saber que es casi un lugar común que los adolescentes se enamoren de las tías. Pero no sé si yo estaba enamorado de Berta. Solo sé que disfrutaba con su compañía, que me fascinaban su desenfado y sus ironías, y que ese viaje había sido muy grato hasta Rosario, porque ella charló mucho, me preguntó si tenía novia, hizo chistes y me obligó a confesarle que me gustaba la hija de Romero, Laurita, pero que no me daba ni la hora. Se rió mucho y después me contó cómo las monjas del Colegio María del Socorro, cuando ella hacía la secundaria, le tocaban los pechos haciéndose las descuidadas para enseguida santiguarse con rubor. También jugamos a las cartas, hasta que súbitamente Berta volvió a agriarse, dejó de hablar y se dedicó a leer el «Para ti» y cada tanto a espiar la pampa por la ventanilla. Y después que salimos de Santa Fe tuvo el humor de un gato.

Cada hora el calor aumentaba, y ella, bufante, se veía inquieta e irritable. Cada tanto se sacudía la blusa y la tela se pegoteaba contra sus pezones, que eran oscurísimos. Yo la miraba, nomás, porque conocía su genio. Me divertía verla así, sentada como los hombres, con las piernas muy abiertas, de modo que la pollera se le deslizaba pegada a su sexo y resaltaba sus muslos, macizos como lapachos jóvenes.

-No vamos a llegar a tiempo -volvió a decir, y yo me pregunté a tiempo para qué cuando el convoy empezó a perder velocidad. No se frenó inmediatamente, pero de pronto se apagó el tronido de la locomotora y, al asomarme, vi que casi todo el pasaje de mi lado sacaba las cabezas para ver que la vieja máquina ya no echaba humo y parecía deslizarse sobre los rieles con el mero impulso de su inercia. Creo que en ese momento supe que iba a pasar un cumpleaños muy original.

Ya casi era noche cuando el convoy se detuvo totalmente y un guarda gordo y calvo, con el uniforme manchado de comidas y sudor, recorrió los vagones anunciando que habíamos sufrido un desperfecto mecánico y que si queríamos bajar podíamos hacerlo, pero que nadie se alejara mucho de las vías.

El paisaje era desolador, como siempre es el paisaje en el Chaco: se veía el monte cerrado y eso era todo. Malezales y espinillos por doquier, adonde uno mirara había algarrobos y uno que otro quebracho se alzaba sobre la fronda. La planicie era total y no había arriba ni abajo, de modo que la visión se hacía cortísima: a una docena de metros de las vías la vegetación se cerraba en el oscuro entretejido de la selva. Se tenía la sensación de estar en una especie de túnel, o en un pasadizo a cielo abierto en medio del monte.

Lentamente, como hormigas curiosas, la gente empezó a descender del tren.

-¿Bajamos, Berta?

-No, yo no - y negó también con la cabeza, fastidiada como si estuviera por faltar a una cita muy importante-. Andá vos, si querés.

Encendí un Fontanares y me bajé a fumarlo entre la gente. Todos comentaban la mala suerte que nos tocaba y lamentaban las cenas de Navidad perdidas. Algunas madres aprovecharon para cambiar pañales y varios hombres se dirigieron, inútilmente interesados, hacia la locomotora, donde se veía a dos tipos con overoles azules que daban la impresión de estar completamente desconcertados. Otros, más optimistas, caminaron hacia el final del convoy como para ver si llegaba alguna zorra con mecánicos. Pero todos sabíamos que esa zorra tardaría horas en llegar, quizá un día entero, y que, en todo caso, lo peligroso sería el tren de la mañana siguiente, o algún carguero en sentido inverso, y que vinieran inadvertidos de nuestro percance. Enseguida se encendieron grandes fogatas un centenar de metros más allá de la máquina y del vagón correo que cerraba el convoy.

En la noche, era impresionante ese tren detenido a lo largo de medio kilómetro en medio de la selva, enmarcado por dos fuegos y a cuyos lados florecían fuegos más pequeños, alrededor de los cuales la gente se arracimaba para calentar agua y tomar mates, entibiar mamaderas y charlar mientras espantaba mosquitos, jejenes y, acaso, algún animal curioso. La luna brillante, en esa límpida noche navideña, parecía tan iluminadora como caliente.

Caminé, fumando, sin alejarme demasiado de nuestro vagón, y al cabo de unos minutos empezó a escucharse un chamamé en uno de los últimos vagones, de la Segunda Clase: era un rasguido monótono, más de bordonas que de primas, que acompañaba a un desfalleciente, desinflado bandoneón. Enseguida se improvisó un dúo para cantar: «Tirolpuéeee / blitoqueriiiidoooo / rinconciii / toabandonadooo / recordaaaan / domipasadoooo / yoja-máaaaaas / teolvidaréeeee» y me llamó la atención el croar preciso de la típica segunda voz chamamecera, baja y llorona.

Alguna gente se separaba del tren y se metía entre la maleza, entre los primeros, no demasiado tupidos matorrales, en absurdas incursiones escatológicas pues en los vagones había baños. Sucios, pero baños. Sin embargo muchos preferían adentrarse en la intimidad de la arboleda, y era divertido porque cada uno que se sumergía en el bosque dejaba de campana a un familiar o amigo en el descampado, junto al tren, para orientarse al volver o para que escuchara su grito si aparecía algún animal peligroso o asustador.

El calor era agobiante, típico de diciembre. A cierta hora bandadas de insectos atacaron a la gente como minibombarderos, como Stukas mortíferos. Se oían palmadas en brazos, mejillas y piernas, y también algunas puteadas. En varios sitios surgieron minúsculos fuegos de bosta encendida. Como a las diez de la noche circuló el comentario de que un cura que viajaba en la Primera Clase iba a improvisar una misa de gallo. Y también se supo que en el vagón comedor habían decidido racionar el agua y las bebidas embotelladas, aunque ya era evidente que en varios grupos corrían, abundantes, la cerveza caliente y las damajuanas de vino.

Regresé a la ventanilla donde debía estar mi tía. No la vi, pero la llamé desde la caída del terraplén.

-Qué hay -me respondió sin asomarse. Su voz me sonó desagradable, como si yo hubiera importunado algo, un sueño acaso. Estaba muy nerviosa.

-Asomate -le pedí-, o bajá un ratito, aquí está más fresco.

Entonces sacó la cabeza por la ventana y me sonrió. Me pareció muy linda a la luz de la luna y de las fogatas, toda transpirada, con los pelos pegoteados en la frente y el largo pelo negro parecía más brilloso por la humedad y el calor.

-Bajaron todos, ¿no?

-Sí, y ya están chupando. Y allá en la Segunda, cantan.

-Dentro de un rato van a estar todos borrachos.

-Y esto va a terminar en bailanta -me reí-. ¿Por qué no bajás?

Berta se mordió el labio inferior: parecía súbitamente divertida.

-No tengo ganas.

-Nos van a estar esperando -dije yo-. ¿En la estación les avisarán, no?

-Supongo.

Y se quedó así, con el mentón recostado sobre la ventana, mirando en derredor. Saqué un cigarrillo, se lo ofrecí y luego le di fuego. Encendí otro para mí.

-Qué Navidad vamos a pasar -dijo ella-. Y qué cumpleaños el tuyo. ¿Sabés qué fue lo que pasó?

No, no pregunté. Da lo mismo. Se habrá reventado la caldera o algo así.

-La que va a reventar soy yo: el calor es insoportable. Y los mosquitos. ¿No habrá algo de tomar? ¿Algo fuerte?

-Si querés, voy a ver si consigo un vino.

-Sí, dale -se le iluminaron los ojos-. Tomá -y metió la mano entre sus pechos, irguiéndose sobre la ventana, y sacó un billete. Yo me quedé mirando ese seno increíble, profundo, húmedo. Cuando me tendió el billete, ella también me miró. Lo tomé y me fui al coche comedor.

Se estaba organizando una especie de Navidad multitudinaria; acabadas las lamentaciones, y mientras sonaba «Puerto Tirol» por cuarta o quinta vez, la gente parecía recuperar el humor ante la idea de una Navidad bastante insólita. En el comedor la gente se anotaba, en una planilla improvisada, para recibir las bebidas de que se disponía. Lo único que no daban era agua, por si acaso, pues se reservaba para los niños. Había que regresar entre las diez y media y las once y media a buscar las botellas asignadas a cada grupo. A nosotros nos tocaría una botella de vino tinto, que dejé pagada. Y aparté también un paquete de «Criollitas».

Volví a nuestro vagón y encontré a Berta sentada en el andén, con las piernas colgando y apantallándose con el «Para ti» ajado. Mordía un tallito de pasto que tenía una diminuta flor amarilla en la punta. En la semipenumbra parecía más gorda, pero me excitó pensar en toda la carne sudada que había debajo de su blusa y de su falda. Le expliqué la cena que tendríamos, se rió con una carcajada fresca, medio vulgar, y me dijo «bueno, falta más de una hora, vamos a caminar un rato». Y de un brinco bajó adonde yo estaba.

Berta era igual de alta que yo y se deslizaba moviendo las caderas excesivamente. Nunca supe si era un defecto de su modo de caminar o era que estaba muy cargada de carnes en las nalgas. Papá, siempre que jugaba al truco, juraba «por el culo de mi cuñada» como si dijera «por las barbas de Cristo». Anduvimos en silencio por el costado de las vías, sorteando a la gente, apiñada en círculos y sobre mantas o sábanas tendidas en el suelo. Algunos dormían, otros simplemente miraban el cielo estrellado como pidiendo una brisa fresca que no llegaba y que todos sabíamos que jamás llegaría. Pasamos la locomotora, que parecía muerta como los dinosaurios del museo de La Plata, y antes de alcanzar la enorme fogata final, sobre las vías, Berta cruzó los brazos sobre sus pechos, como si hubiese sentido un escalofrío, y dijo:

-Hay algo que me da miedo, esta noche.

Y se detuvo y miró hacia el monte, a nuestra derecha. Yo me quedé pensando en lo mucho que la deseaba. Ella siguió:

-Estoy toda transpirada; no me aguanto.

Y yo me dije que había adivinado mis pensamientos. Bajamos del terraplén por el otro lado. Había igual cantidad de gente, o acaso más porque el monte empezaba un poquito más lejos; era un claro como de treinta metros de ancho, a todo lo largo del convoy. Me pregunté si la gente no tendría miedo de que aparecieran las víboras; las yararáes se enloquecen con el calor.

En ese momento, Berta se colgó de mi brazo.

-Volvamos, Juancito, no sé qué me pasa.

Y caminamos así, yo imaginando que éramos como dos novios, ella mordiendo su pastito ya despedazado, hasta nuestro vagón. Sin decir palabra, se descolgó y subió al coche. Le dije que se iba a morir de calor y me replicó que le daba lo mismo, que ya estaba muerta, y nerviosa y cansada.

Me quedé abajo, mirando la tierra polvosa, el monte sucio y oscuro y ese cielo tan límpido como inalcanzable hasta que se hizo la hora de buscar nuestra cena. No sé por qué, se me ocurrió subir antes al vagón. Estaba completamente vacío y en la oscuridad solo se adivinaba la figura de Berta, acostada a lo largo de nuestro asiento, con las piernas recogidas contra los muslos. Parecía dormir, con la cabeza sobre el bolso de mano. Los pechos se le caían uno sobre el otro y los dos sobre el asiento de cuero, y parecían sobrar la tela liviana. Tenía las manos sobre su sexo y yo me excité muchísimo. Paralizado, no pude hacer otra cosa que mirarla con la boca entreabierta, reseca. Metí una mano en el bolsillo y acomodé mi erección. Mi corazón latía brutalmente, y latió aún más cuando observé que su mano derecha en realidad acariciaba su sexo, suave, lenta, firme, sensualmente, y me di cuenta de que estaba despierta y era seguro que sabía que yo la estaba mirando.

Retrocedí en silencio, aterrado, diciéndome a mí mismo «enseguida vengo; voy a buscar la cena», y bajé del vagón completamente alterado.

En el coche comedor había una fila larga pero que avanzaba bastante rápido. Delante mío había dos tipos bien vestidos que comentaban, molestos, que no era posible que hasta en ese solitario paraje los negros de la Segunda Clase cantaran a los gritos la Marcha Peronista entre chamamé y chamamé. Y detrás, una señora joven y linda que vestía un vaquero flamante le contaba a otra, bastante mayor, lo fabulosa que había sido la última Navidad que pasaron en Córdoba, en la casa de Jacinta.

Cuando me entregaron las galletitas y la botella de «Toro Viejo» con dos vasos de cartón, y el guarda que ayudaba a dos mozos de camisas blancas en el reparto me dijo mecánicamente «que pasen feliz Nochebuena», me dio miedo volver al vagón. A la Marchita siguió, una vez más, «Tirolpuéeeeee / blitoqueriiiidooo», pero las risas de la gente no me quitaron el miedo.

Regresé veloz, de todos modos, tratando de ocultar mi turbación y de aquietar mis fantasías protagonizadas por los pechos de Berta y la seguridad de que se había estado masturbando. Subí al coche muy despacito, casi en puntas de pie, con la esperanza de verla en la misma posición.

Así fue. Y ya no me quedaron dudas de que Berta no dormía. Su mano me imantaba la vista, moviéndose como una culebra, ofídicamente, maravillosamente sensual sobre su sexo. Ella también se movía, excitada, y su cuerpo grueso parecía el de una maja ondulándose sobre el asiento de cuero que crujía con un chirridito exasperante. Me quedé tieso, absorto, mirando su mano que viboreaba y el alzarse rítmico de sus enormes tetas, y su boca entreabierta, por donde su respiración producía un silbidito que por un momento me pareció acompasado con la música que se oía a lo lejos. No sabía qué hacer, estático, con la botella en una mano y el paquete de galletitas en la otra, hasta que Berta abrió los ojos y me miró sin sorpresa, porque sabía que yo estaba ahí, parado, viéndola, moviendo los labios estúpidamente e incapaz de proferir palabra, y no sé si hizo un gesto, nunca lo sabré, o si fui yo nomás que dejé sobre el asiento de enfrente la botella y las galletitas, pero me tiré sobre ella y ella me recibió abriendo esas piernas robustas, fuertes, que toqué por primera vez sintiendo cómo mis manos se hundían en su carne, mientras ella buscaba mi bragueta y yo le besaba esos pechos magníficos que reventaron la blusa de tela liviana.

Después bebimos el vino y comimos las galletitas con excelente humor, deseándonos muchas felices navidades como esa, y muchos cumpleaños así. Volvimos a hacerlo y nos dormimos abrazados, sobre el asiento. La zorra llegó a la madrugada y el tren volvió a arrancar al amanecer. A media mañana arribamos a Resistencia, sin que me importara el insoportable calor decembrino. Al bajar del tren, y después de besar a mamá, vi a un mendigo que pulsaba una guitarra frente a una gorra deshilachada, recostado contra una columna de la estación. Le pedí que tocara «Puerto Tirol» y en cuanto arrancó con las primeras notas deposité un billete en la gorra. Mamá y los demás parientes me miraron con extrañeza. A mí me pareció que la tía Berta sonreía.

 

Cuento de Mempo Giardinelli

 

Publicado, originalmente, en: Revista Casa de las Américas No. 294 enero-marzo/2019 pp. 57-63

Revista Casa de las Américas es editada por la Casa de las Américas y promociona, investiga, auspicia, premia y publica la labor de escritores,

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