Amigos protectores de Letras-Uruguay

Responde a Francisco Garzón Céspedes

Froilán Escobar

(Cuba, 1944 / Costa Rica)

“Lo mío es experiencia de susurros”

–¿Cuál es su personal definición de la narrativa como arte, como literatura? Su definición en general y/o en específico del cuento y/o de la novela. Por favor explique por qué elige hablar de la narrativa en general o, por ejemplo, sólo elige referirse al cuento o sólo a la novela. Si ha reflexionado respecto al escribir narrativa para la niñez, ¿añadiría algo en específico a su respuesta, a su definición o definiciones?

Francisco, para mí la creación en general está signada por la poesía, que es una especie de tendón oculto que hace posible, sin tener el pie, adivinar la huella, o que nos permite el susto de que a los ojos venga lo mirado. Es decir, el revés, lo oculto, lo que nos toca en el hombro pero pasa desapercibido. La poesía no sólo es una forma de la realidad sino que también le da sentido, porque mediante su urdimbre verbal la transparenta, la configura, se constituye en prolongación. El mundo está ocupado por la palabra.

Cuando me piden una definición, pienso en la forma –casi humorística– con que Huidobro escapaba a los espacios clasificatorios cuando decía: “los cuatros puntos cardinales son tres: sur y norte”. Aunque el universo o la creación hayan comenzado alguna vez por un punto, por una voz, por un gesto, por una silenciosa explosión, no me gusta detenerlos o encerrarlos en una gota. Prefiero pensarlos como lo que son: algo que se expande. Las definiciones, por suerte, el propio quehacer las desborda, por una razón muy sencilla: No caben en un solo sombrero todas las cabezas. Por eso Lezama  decía: “Definir es cenizar”. Creo en la necesidad de los seres humanos de expresarse, desde las cuevas de Altamira y Lascaux, desde la canción de Ugarit para acá, desde la Epopeya de Gilgamesh y los Himnos Órficos para acá. El imaginario humano se ha construido con las huellas dejadas por los propios seres humanos sobre la piedra, la arcilla o el viento. Pero detrás de cada una de esas huellas hay historias. El imaginario está construido con historias. Eso es lo que pervive. Por otra parte, cada vez más los lenguajes y los géneros se funden y se confunden: Para salirse del plato. Para tocar lo no tocado. Para ir más allá de una experiencia de bordes.

No obstante, si debemos atenernos a etiquetas, yo cuento historias con múltiples referentes, o, si prefieres, yo escribo novelas.

–¿Por qué escribe narrativa?

Porque la narrativa va, cada vez más, hacia la poesía. Con la narrativa uno puede, cuando cuenta una historia, contar también un lenguaje como prolongación de la realidad o del asombro. Puedes convertir el vehículo en el viaje. Y puedes, sobre todo, llenar los vacíos de la memoria, ensancharla mediante la imaginación de lo posible y, a partir del muñón, hacer que resuciten retoñados pasos en los pies. O puedes, como hicieron Martí y Vallejo, no establecer diferencias de lenguaje a la hora de escribir versos o crónicas. O puedes, a partir de sucesivos desplazamientos estructurales de fragmentación, construir toda una historia a partir de pequeñas narraciones o cuentos. O permite mediante otras gravitaciones e indagaciones, a la manera de Dostoyevski, por ejemplo, abrir de nuevo el cauce a la novela de personajes.

–¿Cuándo escuchó un cuento por primera vez?¿O cuál es el primer cuento que recuerda haber escuchado? ¿Dónde? ¿Se lo contaron oralmente o se lo leyeron? ¿Quién? ¿Tuvo una relevancia especial para usted? ¿En su infancia le contaban otras formas de narrativa? ¿Cuál fue o cuáles fueron las primeras?

Yo recuerdo a mi padre, leyéndonos a mis hermanos y a mí El cantar de los cantares bíblico. Nosotros éramos muy pequeños. Desde que empezamos a hablar, creo, lo hizo. Yo no entendía de qué se trataba, pero producía un gusto, un encantamiento. A mí se me quedaba la emoción saboreada de su voz, el énfasis de sus gestos, la manera cómo lo leía o citaba pedazos de memoria. Él me inculcó ése no sé qué que quedamos balbuciendo a que hacía referencia San Juan de la Cruz en sus poemas. Todavía resuena en mí: “Estaban desnudos el hombre y su mujer y no se avergonzaban”. Mi padre le comunicaba un dejito, una respiración a ese decir que lo hacía entrañable. El primer regalo de que guardo memoria fue el libro de Las mil y una noches, que también me leía, porque yo todavía no podía seguir por mí mismo la lectura. Mi padre era un lector empedernido, un loco maravilloso que no establecía diferencias entre realidad e irrealidad. Una y otra lo acechaban, lo perturbaban, lo alucinaban. Yo pienso que, como no conoció a sus padres, como no supo qué pasó con ellos (pues los dos murieron en Pinar del Río en 1896: ella en la reconcentración de Weyler; él en el combate de Ceja del Negro) se pasó la vida tratando de llenar ese vacío. Él se pasó su infancia pastoreando cochinos en los extensos encinares que poblaban entonces la cordillera de Guaniguanico. Y como nadie le explicó nada, pues sus padres desaparecieron cuando él no tenía aún un año, para poder recordarlos tuvo que inventarlos.

Mi padre me enseñó un oír. Me enseñó a sentir el desprenderse de las hojas en lo oscuro del monte cubano. “Escucha, Froilán”, me decía levantando despacio su mano en el aire, “ponle oreja para que oigas el respirar de ese susurramiento”. Era un algo leve, un como tintineo de pequeños pedúnculos de luz o de sombra que daban en caer sobre la tierra.

Lezama me enseñó un descubrir. Me puso a que palpara el volar alto de la palabra en los textos de fundación. “Desde la Noche órfica para acá”, me dijo, “andamos en pos de claridades para que no carezcan de imágenes los espejos”.

Ellos me metieron ese escalofrío en el cuerpo. Ellos hicieron que buscara ese oír, ese buscar que todavía me acompaña.

Uno se pasa la vida acechando sus orígenes, buscándose los ecos, el lejano sonar de las voces que, de alguna extraña manera, al no querer callarse, se adentran en la realidad y nos despiertan con la búsqueda de un sentido.

Uno se pasa la vida buscando cantar el canto en que se fundamenta nuestra identidad, no sólo con el fin de dar expresión a lo que pueda haber en sí de peculiar, sino como la mejor manera de reencontrar en uno la huella de lo que heredamos.

Uno se pasa la vida reconstruyéndose, tratando de armar los fragmentos que nos explican, sin percatarse de que uno, además de memoria, es invención.

Uno es heredero de todo lo que ha saboreado con las múltiples instancias palatales que median entre los sentidos, pero también de todo lo que, al voltearse para alante o para atrás, ha imaginado, se ha susurrado uno mismo. El poeta es el que adivina, el que sabe, al igual que Orula, cómo los ñames crecen bajo la tierra. El poeta es un inventor de realidades.

Al parecer olvidamos que la poesía es la digestión primigenia de todo lo que nos rodea: nos nutrimos de los más diversos alimentos, pero, al digerirlos, al incorporarlos, no duplicamos el arroz en arroz, los frijoles en frijoles o el pollo en ave que luego nos sigue aleteando en el cielo de la boca.

Digerirlos es la acción de desmontarlos para producir lo nuevo, una síntesis diferenciada que luego se diversifica y corre por nuestra sangre para constituirse en algo propio.

Todo lo que he escrito es suma e invención, desmesura de mi herencia cultural, altamente contaminada del mundo, por supuesto, pero especialmente de la acción fabuladora porque no sólo sabemos lo que recordamos, sabemos, mediante los mitos, cómo se muestra lo oculto.

Ahora bien: yo no soy sólo fruto de una cultura, de una historia. Yo soy, además, una relectura de mí mismo, un Simbad de mí mismo, porque lo desconocido también está dentro de uno.

Todo lo que he escrito es eso: un ajiaco susurrante donde no caben los tradicionales criterios hegemónicos. O por lo menos, es el intento de inventarle una vida, una realidad bajo los pies a unos seres que ni siquiera una realidad tuvieron, porque de ellos sólo quedó un vacío, un no saber, un fantasma que todavía revolotea en mí, como si este doloroso intento de aruñar en el aire, para aparecer en las hirsutas palabras de mis novelas (La vieja que vuela, Largo viaje de ceniza, Ella estaba donde no se sabía, La última adivinanza del mundo), como si ésa fuera su única oportunidad de resurrección de sus personajes, de salirse por fin del abismo sin tiempo de aquella lejana oscuridad en que vivieron o en que los vieron partir.

Es cierto: hay una sensación de dolor en eso, porque a pesar de todo el fervor que los llena, no tienen zapatos ni un pedacito de realidad donde parar puestos los pies. No tienen nada. Están huérfanos de lo real. Viven queriendo tener el mundo, porque les falta, porque sus vidas no ocurren en el mundo. Vuelan, comparecen en el aire, los desmesuran los sueños, pueden hacer incluso que la vida tenga una segunda vez, pero les falta el existir verdadero.

Los que nacen en la pobreza están condenados a ser fantasmas. De ahí parten mis novelas. De ahí parto yo. Hablo de algo que no tuve, pero también hay el orgullo de algo que no me abandona. El orgullo y el dolor montados a horcajadas sobre esa susurración. Y la orfandad que yo percibía en la voz de mi padre, porque él, a su vez, hablaba de algo que no tuvo. Un padre. Una madre. No le quedó nada. Sólo ese querer llenar el vacío, la dura lejanía. Ni un más. ¿Te imaginas lo que es que, por un muñón, espigue a ponerse parado el pie, la persona de alguien que aunque no pudiste verlo ni en un retrato, te acompaña como un aire de palabras? Para los que tienen que alcanzar a ver lo que no vieron, sólo en la poesía hay certidumbre. No sé si es difícil o no, pero tuve que hacerlo, tuve que escarbar, reconstruir, añorar, invencionar de nuevo para que reaparecieran, para que mis personajes salieran de su oculta irrealidad, y tuvieran un rostro y una camisa, un algo, digo, una pequeña porción humana de recién creada epifanía. Así, sin tener el pie, adiviné la huella. Toda mi vida he escuchado ese susurro. Yo me alargo hasta poner la oreja donde se escuchan bien tales pronunciaciones. Entonces, el recuerdo sumergido organiza un lenguaje que mueve bultos de humo, corrientes fantasmales. Creo que desde niño he estado con la cabeza hundida, doblada para oír ese invisible secreteo. Yo soy el oidor de los susurros. De ahí salen mis novelas. Me siento deudor sanguíneo de ese trasiego rumoreante que heredé de mi padre. Tal vez todo esto no explique nada, pero para mí, ese lejano y oscuro murmullar, constituye, sin duda, el más seguro espejo de mi identidad.

–¿Cuál es el cuento o la novela cuya lectura más le ha impresionado? ¿Por qué? ¿Cuándo leyó narrativa por primera vez y que recuerda al respecto?

Soy heredero de todo lo que he masticado y rumiado a lo largo de estos años: Góngora, Quevedo y San Juan de la Cruz hasta Finnegans wake de Joyce, desde Dostoyevski, Bekett hasta el Andréi Rubliov de Tarkovski, desde Martí, Onelio Jorge Cardoso, Felisberto Hernández, Vincent van Goh hasta Rulfo, Guimaraes, Vallejo, Lezama y Aura de Carlos Fuentes. Estoy hecho de muchas imágenes y voces. De las que recuerdo y de otras muchas que no nombro para no caer en interminable desfile enumerativo. Estoy hecho (como tú, como cualquiera) de muchos sonares y sonidos. De los que están en los libros. Y de los que están fuera de los libros. Al igual que el poeta chino Tu Fu, que quería recortar el río Wu-sung con un par de afiladas tijeras para llevárselo consigo, yo he querido hacer lo mismo con todo ese trasiego recóndito de voces.

–¿Cuál es la representación en específico escénica de una obra originalmente narrativa, una no teatral, que más le ha fascinado? ¿Por qué? ¿O cuál la película sobre una historia que en su origen es un cuento o una novela?

El cartero, película basada en la novela Ardiente paciencia, de Antonio Skármeta, en la cual cuenta la historia de Pablo Neruda y su relación entrañable con un simple cartero que aprende a amar a la poesía.

–Si tuviera que indicar siete puntos indispensables a los que debe responder como arte literario una obra narrativa, ¿cuáles señalaría? ¿Señalaría unos para el cuento y otros para la novela?

Que la palabra trace su propio arco al lanzar la flecha y que tenga el poder de retroceder el tiempo en el espacio de la flecha ya lanzada. Que contenga la cercana inmediatez de los pasos, la que permite posar la mirada en la punta de los pies, y la lejanía que urde con esos mismos pasos los horizontes del camino. Que rompa el silencio con el mismo murmullo que la está devorando. Que intente la experiencia verificable de las voces que se adentran en la realidad y nos despiertan en la búsqueda de un sentido. Que se sobrepase al desplegar sus enlaces ocultos y que se impregne de ruidos gozosos y avasalladoras alucinaciones. Que la palabra, en su desmesura, desdoble la realidad y se haga ella misma realidad, permitiendo así que un espacio se introduzca en el otro, que lo irreal entre en lo real, que lo prodigioso quepa en lo cotidiano, y, sin quitarle peso de asombro, se pueda concebir un hombre hecho de barro o una mujer que vuela gracias a esa palabra que los nombra y alienta.

–¿Cómo describiría los pasos más presentes en su proceso creador de una obra narrativa? ¿Serían diferentes para un cuento que para una novela? ¿Método de creación?

Me gusta imaginar mis novelas como un ajiaco susurrante. En mi caso particular, lo primero es rumiar, indagar, anotar a partir de una idea sobre un oscuro que se fragmenta, pero esos fragmentos aislados al juntarse conforman en la novela una gran imagen, o un aluvión de imágenes que, en bloque, nos conducen hacia un sentido final, que concede a la palabra un valor en el conjunto, porque un dato, una voz, una metáfora, una resonancia, puede ofrecer claves para el reconocimiento de todo lo demás.

Como resultado de las analogías que establezco entre el mundo narrado y la propia actividad narrativa, mis personajes no solo viven en un lugar y en un tiempo, también viven en un lenguaje. O lo que es lo mismo: no sólo les sucede una historia, sino que además, como parte de esa misma historia, le suceden palabras ingratas o dulces, mutilaciones sintácticas, concordancias y giros difíciles, anacolutos y otras incongruencias que son el absurdo mismo, sustantivos que superan el marco de un significado estático para convertirse en verbos, en palabras dobles que se prolongan en el tiempo, porque solo así, pienso yo, puedo expresar eso que esa realidad nos lanza como un silencio roto o que nos llega como una susurración que no abandona su misterio.

–En cuanto a su trabajo narrativo: ¿Privilegia la categoría dramática o la humorística? Y de los géneros: ¿Cuál prefiere? En los dos casos: ¿Por qué? ¿Cree que su obra se enmarca en un estilo o en varios estilos determinados?

Lo mío, como te digo, es experiencia de susurros. Yo escarbo entre las voces de la gente que no tiene historia. O que han padecido la orfandad de no tenerla. Mezclo en el lenguaje todos los referentes: la realidad, la Historia, el periodismo. Pero no sé si tengo un estilo. Lo invento todo, lo ficcionalizo todo, incluido el lenguaje. Parto de una oralidad hiperbolizada, para crear no un lenguaje hablado, sino una escritura que transparenta esa reverberación. Parto de ahí. Soy la suma de todo lo que he vivido y he imaginado. Soy hijo del oído, de la mirada y de la boca. Yo siento la necesidad de expresarme, de decir, privilegiando la palabra en lo que digo.

Buscar un lenguaje es una manera de buscarse uno mismo. Yo intento una continuidad con las voces del mundo y con mis propias voces, con las de mi infancia, con las de mi país, para lograr un discurso con naturaleza propia, cuya función no es solo llenar el vacío de una realidad a la que le sobran irrealidades pero le falta realidad, sino que además intento desmontar los repertorios culturales y tramarlos de otra forma, en otro discurso, descubriendo así formas de expresión que permanecían inéditas. Me seduce tanto lo que pasó como el rastro sonoro que deja en el aire lo que pasó. La voz individual de un personaje, por lo que tiene de apropiación retroactiva, es, por tanto, necesariamente coral. Una voz tarareada por muchas voces, como si estuviera llena de murmullos, de zumbidos indescifrables, de ese diálogo múltiple y azorado con que la realidad adquiere forma de guaguancó o de sinfonía.

No sé si soy intérprete desafinado o virtuoso. Lo cierto es que, en mi novela Ella estaba donde no se sabía, quise, como recuperación de lo socia y lo humano, mostrar la historia de una mujer desde ella y desde un laberinto de voces que la cercan, la acusan, la lisonjean y la vituperan. La historia de una mujer que de alguna manera, simbólica o tangencial, puede ser la historia de mi propia madre. Con sus múltiples personajes he querido hacer –perdona la petulancia– una novela hablable. Así como oyes: una novela que fuera –como quería Roa Bastos– “audible más que legible”, en cuya oralidad –que es la marca de los pobres y marginados– también cupiera, sin oposición a mi afán incorporativo, la “escritura letrada”. Una novela que me permitiera integrar, unitivamente, en una suerte de conversación sin fronteras: los mitos reconstruidos que cargo sobre mi espalda, las pobladas Soledades de Góngora, las huracanadas desolaciones verbales de Bekett, y ese “yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy” con que José Martí, como secreta continuidad, nos enseñó un punto de partida hacia lo universal.

El lenguaje entonces, para mí, se vuelve alguien. Pero no alguien de quien digo, sino alguien con quien digo, o sobre todo, con quien me digo. Me encanta poner a comer en un mismo plato mundos aparentemente querellados por viejas oposiciones. Vericuetear un camino de antinomias superpuestas y palabras mordisqueadas por un lado, porque como nos advierten Vallejo y Lezama, un hombre puede estar parado de tanto andar en esta realidad nuestra en que nos concertamos de desconciertos.

La palabra que yo escribo está llena de barruntos. Es, está, respira. Está golosa de imágenes y sabores que se entremezclan. Todo convive con todo. Lo bello con lo feo. Lo desechado con lo grandioso. Lo grotesco con lo sublime.

Porque concibo que en ese espacio de clarividencias hay gran cantidad de belleza sin usar. Ése es el mundo verbal en que mis personajes viven. Yo los escribí a ellos desde mi asombro. Mi apuesta estética es la poesía. Pero esa presencia múltiple obliga a quien se adentre en sus páginas a progresar a paso de caracol. De ahí que Cintio Vitier, en la musicante nota introductoria que le hace a una de mis novelas, no le recomiende “a ningún lector apresurado que la lea”.

No pretendo con todo esto encerrarme en el lenguaje. No concibo la realidad como un caos sin salida. Sin memoria histórica no hay identidad posible. Yo parto de ahí, pero no me quedo ahí. Escribo contaminado de mi tiempo pero sin amputarle el peso de encantamiento que genera en lo real lo fabuloso.

Desde esa profusión bullente escribo mis novelas, buscando que su lenguaje sea “aunque cóncavo, fiel” a su espacio original, no sólo para darle sombra de profundidad a lo cubano sino por una razón más sencilla: porque me gusta parecerme a mi país.

–¿Cuál es, o sería, su postura frente a un director que plantea dirigir una de sus obras narrativas en el teatro o en el cine? ¿Espera que argumentalmente el texto de principio a fin, sus características esenciales y sus intenciones más expresas sean respetados en su totalidad?

Prefiero las versiones a las adaptaciones. Creo que alguien que quiera llevar una de mis obras al teatro o al cine, tiene que hacer suya esa obra. Es decir, tomarla como un punto de partida, no de llegada.

–¿Qué clase de crítica desearía recibir respecto a su creación narrativa? ¿Considera que es la que usted en lo fundamental ejerce, en público o con usted a solas, al valorar la obra de otro? ¿Qué le gustaría expresar del público lector? ¿Qué le gustaría expresarle al público lector? ¿Y a los lectores de narrativa, algo en especial?

La crítica que yo desearía es la que no juzga la obra sino que la despliega, la que la desdobla, la que la entiende porque la completa, la que incluye al lector, la que entabla un diálogo esencial con la cultura.

–Si tuviera que formular un reclamo para argumentar la necesidad de la narrativa en la vida humana, de la literatura que asume como género el cuento o la novela ¿qué sería lo esencial que expresaría?

El lenguaje, por supuesto. El lenguaje, ese eterno prófugo. Ahora bien, el lenguaje que cada escritor escoge, como Roland Barthes advierte, "no le baja del cielo, es uno de los diversos lenguaje que le propone su época". En América Latina y el Caribe, en Nuestra América, en la que imaginar el pasado es tan válido como imaginar el futuro, porque ni uno ni otro han concluido, ocurre algo muy singular: ese lenguaje, ese sistema de signos y de símbolos obstinadamente fugitivo, al contrario de lo que tiene lugar en otras latitudes, donde "no queda nada real que no esté clasificado", "donde la intuición no puede expandirse porque todo está conceptualizado", acá, entre nosotros, no acaba de acabar, de proponerlo una sola época, pues resulta que nada ha quedado definitivamente atrás. En su cauce madre siguen confluyendo, con igual fuerza germinativa, el cuchillo de silex, el elegguá de piedra o la cerbatana con el satélite artificial y la computadora; el tambor resonante en la selva o el fotuto de cobo con los medios más sofisticados de información; arcaísmos insólitos –propios de los cronistas de Indias– con lluvia de neologismos o el kirsch más furibundo; la magia homeopática, viva y candorosa, con la lógica matemática; la inetidez del mundo con lo trillado del mundo; la desmesura mítica de la imaginación popular (y de la naturaleza) con el castramiento creador y el mimetismo cultural de los caciques y las élites. 

En fin, que “les extremes (en verdad) se touchent” en esta realidad cuyo tamaño, como bien dice García Márquez, "no cabe en el idioma", pues su vasta relación de significantes, después de un milenio, sigue moviéndose en desgarradora hipérbole que va del oro al hambre, los dos puntos de mayor tensión en los extremos sonoros de su arco.

De ahí, de esa lengua creciente, crujiente y doliente, el escritor tiene que "arrancar" sus palabras, haciendo con ella –o tomando de ella– las múltiples variaciones y combinaciones, no para distanciarse, sino para asumir esa voz de voces anterior a él, donde está lo nombrado, lo demasiado-nombrado, y también, en el caso nuestro, lo in-nombrado. Su palabra, como aclara Saussure, puede salir de una lengua. Pero tomar de ahí, de ese "mensaje original", es, para el escritor latinoamericano, volver a lo mismo de otra manera, encontrarse de otra manera –a la manera de un Borges, de un Rulfo, de un Lezama, por ejemplo–, sólo que "lo mismo es infinitamente diverso". Tan infinitamente diverso que, en lugar de huirle a ese borbotón de palabras, o de angustiarse en trasiego y variaciones para ser acogido por el lector, su problema, por el contrario, es hacer creíble su realidad que ya viene a bordo de la lengua.

Por eso para nosotros el barroco, a pesar de toda la carga peyorativa que tuvo en un comienzo, por el supuesto retorcimiento o abuso de elementos o sobrecarga verbal que tipifica; y a pesar de ser un código de otros tiempos (siglos XVI, XVII, XVIII), sigue siendo una posibilidad expresiva, tanto para un Guimaraes Rosa como para un Carpentier, para un Asturias como para un Arguedas, para un Néstor Sánchez como para un Severo Sarduy o un Lezama.

Ellos configuran con sus obras una visión y una expresión. En ellos el lenguaje se pone a vivir una vida inquietante, al borde casi de lo decible, penetrando con la palabra no sólo "toda la realidad que sea capaz de visualizar una pupila poseída", sino también toda la irrealidad que con apetito creador incorporan a la experiencia de su imaginación en esa fiesta del idioma.

La visión de América se ensancha y entra en lo universal por ese cauce de la curiosidad, suscitando un nuevo instante relacionable –y diferenciable–, que junta, en un mismo centro de gravitación, en un mismo "espacio hechizado" por la cultura, "lo distante y lo distinto": el caminito dejado por las hormigas al pie de la palma o el ombú, con aquel de la susurración de los relámpagos que avizora en la historia José Martí, "el ángel nuestro de la jiribilla", o el sortilegio licantrópico de Mackandal, o aquel que, con "gustoso signo en el rostro", siguen los argonautas por un abismo encrespado de monstruos, dioses y estrellas.

Lo merveilleux deja de ser "lo sobrenatural", para convertirse en una nueva mirada, que a diferencia del siglo XVII francés, no se le pone límites o reglas que autoricen, mediante la vraisamblance, algún asidero con lo inmediato o existencial, ya que esta mirada sobreabundante y despierta, no establece ningún dualismo entre cultura y vida.

Para nosotros todos los momentos continúan siendo el momento, aunque más arriba, en la otra vuelta de la espiral. "El lenguaje al disfrutarlo se trenza y multiplica" y hace posible lo que los formalistas rusos llaman literaturnost, la literaturidad, el ser de la literatura, en que el escritor se empeña, según Roland Barthes, "cuando puede variar, en determinadas condiciones, un mensaje primero (que quizás también sea: amo, sufro, compadezco").

Pero ese "amo, sufro, compadezco", a partir de los cuales (con infinitas variaciones) tratamos de llegar a o de dar un segundo mensaje en que, "sirviéndonos del mundo como contenido", connotamos la realidad a partir de crear, imaginación mediante, una nueva realidad, "la realidad irreal del lenguaje", que se trenza y multiplica en cada escritor y se desborda amazónicamente en la lengua.

Lo que distingue a la vanguardia de estos años es, a nivel de este segundo mensaje, el cuestionamiento total del escritor mismo, la obra, su estructura y su lenguaje, resolviéndose en un doble movimiento apuntado ya por Octavio Paz: "hacia el futuro y hacia el pasado, que permita integrar la ruptura dentro de la tradición".

"El terreno común de nuestros encuentros y desencuentros, la liga más fuerte de nuestra comunidad probable, es la lengua: el instrumento, porque como dijo una vez Yeats, de nuestro debate con los demás, que es la retórica, pero también del debate con nosotros mismos, que es la poesía". 

Por ahí andamos, en el cuestionamiento incluso de la retórica como "dimensión amorosa del escribir" a la hora de reconocer y de reconocernos, a la hora de imaginarnos los unos a los otros.

Medio milenio de tradición sincrética, la retroalimentación más desaforada, que rebasa lo meramente literario para nutrirse del arte en general, del idioma tecnocientífico, del cine y la pintura, de la lengua que en los barrios y el mercado se factura a diario –una oralidad cuyos yacimientos se empiezan a explotar con intensidad y sobre todo con sabiduría–, la castellanización (sintáctica o contextual) de cuanto idioma ha convergido en nuestras tierras; todo pasa a engrosar el humus donde crece la literatura latinoamericana. Desde lo innombrable en los cronistas, el mimetismo premodernista, el modernismo como germen de lo americano en el lenguaje literario, la novela de la tierra más tarde y el indigenismo, embrión cerrado sobre sí mismo, pero embrión a fin de cuentas de lo que vendría después: Borges, Macedonio, Felisberto, Carpentier, Yáñez, Marechal, Reyes, Asturias, continuados por Onetti, Guimaraes, Sábato, Rulfo, Cortázar, Arguedas y los ya clásicos del llamado boom y post-bom, cuando el uso múltiple del barroco invita a una reformulación del futuro inmediato en términos de lo experimental trascendido.

Ahora bien, ese eterno prófugo que es el lenguaje, no es convite aparte del existir, tampoco espejo que, desde afuera, se complazca en incandescencias para que lo mirado pueda verse como "fábrica de delicias" por sobre las mixturas del azogue. La literatura es parte constitutiva de lo mirado mismo que se mira sabiendo que, en este terreno, toda verdad absoluta es sospechosa.

Decimos con las palabras la realidad, la prolongamos. Buscamos en las palabras una respiración, un pnéuma universal que acarree en el aire, salido de lo invisible, las otras presencias con que se manifiesta el mundo.

Somos, en fin, herederos que desciframos y trasmutamos, con fe en la palabra, la esencia renacentista que no sopló sobre nosotros, la elegancia eglológica de un Garcilaso, las pobladas Soledades de un Góngora o la cáustica ironía de un Quevedo. El lenguaje en nosotros se trenza y multiplica con pasión analógica, de equivalencias que constituyen pedacitos del mundo cuando decimos el mundo.

Ésa es nuestra manera de comunicarnos, de lograr expandirnos hacia la pluralidad, de tocar en el hombro de lo desconocido con las palabras.

Datos de Froilán Escobar

Escobar González, Froilán (Cuba, 1944 / Costa Rica). Escritor cubano, periodista y profesor, nacido en San Antonio de los Baños, en 1944, reside en Costa Rica desde 1992 dedicado a la literatura y a la docencia universitaria. Una de sus especialidades es el periodismo literario, clases que imparte en la Facultad de Periodismo, de la que es Decano, de la Universidad San Judas Tadeo en San José. Es Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Centro América; y es Máster en Comunicación Política. Como escritor surgió con el grupo que se dio a conocer en la Habana de los sesenta en torno a la publicación cultural El Caimán Barbudo; y a la vez formó parte de los poetas cubanos que surgieron del Curso Délfico de José Lezama Lima. Ha publicado libros en los que ha buscado reivindicar las voces marginadas, las sumidas en el silencio. Ha desarrollado una obra narrativa que logra una relevancia trascendental en el plano lingüístico, el cual no se asume como "una estrategia de composición", sino que más bien se vuelve en el principio jerárquico que organiza todo el mundo expresivo. Libros publicados: El Che en la Sierra Maestra, Editorial Diógenes, México D. F., México, 1973. El monte en el sombrero, Editorial Gente Nueva, Instituto Cubano del Libro, Ministerio de Cultura, La Habana, Cuba, 1986; Ediciones Colihue, Buenos Aires, Argentina, 1991. Che sierra adentro, Editorial Fuentes, Caracas, Venezuela; Editora Política, La Habana, Cuba, 1988; Ediciones Unión (UNEAC), La Habana, Cuba, 1997. Martí a flor de labios, Editora Política, La Habana, Cuba, l991; Editorial UNED, San José, Costa Rica, 2008; Casa Editora Abril, La Habana, Cuba, 2009. La vieja que vuela, Editorial Gente Nueva, La Habana, Cuba, 1993; Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1997. El año que estuvimos en ninguna parte (coautor), Planeta-Mortiz, México D. F., México, 1994 (y Métailié, Francia; Txalaparta, España; Colihue, Argentina; Ponte alle Grazie, Italia; Campos das Letras, Portugal; Edition Id Archiv, Alemania; Gendaikikakushitsu Publishers, Japón). Ana y su estrella de olor, Editorial Tres Culturas, Bogotá, Colombia, 1994. El cartero trae el domingo, Editorial Farben-Norma, San José, Costa Rica, 1995; Panamericana Editorial, Bogotá, Colombia, 2010. El patio donde quedaba el Mundo, Panamericana Editorial, Bogotá, Colombia, 1997. El quehacer periodístico (coautor) Editorial Castro Madriz del Colegio de Periodistas de Costa Rica, San José, 2001. Largo viaje de ceniza, Editorial La Buganville, Barcelona, Cataluña, España, 2001; Ediciones Koala, México, 2007. Ella estaba donde no se sabía, Editorial Letras Cubanas, Instituto Cubano del Libro, Ministerio de Cultura, La Habana, Cuba, 2005; Editorial UNED, San José, Costa Rica, 2006. Crónicas latinoamericanas: periodismo al límite (coautor), Editorial La Pluma es Flecha, Fundación Educativa San Judas Tadeo, San José, Costa Rica, 2008. La última adivinanza del mundo, Editorial UNED, San José, Costa Rica, 2009. Premios literarios: Recibió en dos oportunidades, 1991 (Martí a flor de labios), y 1993 (La vieja que vuela), el Premio Nacional de la Crítica en Cuba. 

Obtuvo en Costa Rica el Premio Nacional “Aquileo J. Echeverría” de Novela y el Premio Áncora de Literatura en el 2006 por la obra Ella estaba donde no se sabía.

Francisco Garzón Céspedes
Contemporáneos del mundo

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© F. G. C. / De esta edición: Comunicación, Oralidad y Artes (COMOARTES), S. L. U.

Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral Escénica (CIINOE)

Director General: Francisco Garzón Céspedes

Asesora General: María Amada Heras Herrera

Director Ejecutivo: José Víctor Martínez Gil

Directora de Relaciones Internacionales: Mayda Bustamante Fontes

Directora de Extensión Cultural: Concha de la Casa.

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