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Escorpión dorado
Rodolfo García L.
rod.garcial@hotmail.com

 

“No me lastimes con tus crímenes perfectos”

 

Johanna Marisol estaba decidida a rendirse, y más a menos eso decía el papel violeta entre sus dedos. Cada músculo del cuerpo se rebelaba contra su insomnio del alma, y cada objeto de la sala intentaba convencerla de relegar sus inquietudes para mañana, eso es la vida, relegar al amor y dejarlo escapar cuando se tiene, es asombroso y desastroso. Mañana sería lo mismo.

El único reloj con su disfraz de ahogado y el único habitante que compartía sus soledades se divertía entre las mareas del presidio y de sus objetos flotantes. La radio retumbaba con su furia entre las paredes repitiendo todas las palabras, menos las que rompieran el conjuro de Johanna Marisol. La oscuridad de luces de neón se colaba por las cortinas.

Las dos tiras de pastillas afirmaban una inmortalidad nunca pedida. Mientras el animalito se deslizaba por entre sus dedos, que no sabían llenar hojas, el café frío, hacía glaciares de silencio. Siempre silencio, cuando la rutina es la única respuesta. El locutor en la radio dando la lista de noticias ya escritas y la única salida siempre para el amor es ir por sus muertos, para vivirlos, como Perséfone y el músico aquel de la historia.

Sandra se despertó soñando que iba a comprar flores. Se lo dijo a la fotografía de una joven mujer, se colocó un gabán beige, recogió las llaves y salió a cumplir el compromiso. Nada le hacía tan feliz como ir a comprar flores. Aunque pareciese indecisa entre los anturios, los cartuchos y los tulipanes, siempre pedía lo mismo. “El pedido que hacía el doctor del tercer piso”, respondía la morena en el mostrador, a dónde se había dio y el puñal aceleraba la escena, para evitar cualquier respuesta.  El rostro de Sandra se desdibujó en una fracción de segundo, necesitaba algo de cafeína para poner en regla las escenas del pasado, él sentado al interior de la ventana que daba al interior de la calle ciega, luego la cadena de la Virgen del Cobre entre sus manos blancas. Mientras hacía un segundo pedido, revisaba los titulares del periódico que siempre los había sacado juntos “Aquí la felicidad es corta, no hay fama que dure veinticuatro horas” le había enseñado entre tragos y aún así después del forzoso retiro seguía la procesión de nuevos artistas al departamento que compartían y no.

Pensó en pedir ahora un licor, era tan necio, si hubiera seguido el cauce normal de las cosas, era un perfecto ejemplar de inconstancias, perfecto eso sí. Tocaba cumplir con el depósito mensual para los otros dos ángeles. Dejó una buena propina, dejó el vaso medio lleno, pero no dejaría la memoria.

Una fina garúa amenazó estropear las nueve rosas blancas y la musa rosa por lo que detuvo un taxi para no fallar la ceremonia quincenal.

El taxi la dejaría ante un establecimiento de dos pisos del que compases de alegría escavaban la memoria, siempre la memoria. El portero sonrío y dio una orden inmediata al interior.

Los personajes entrenados tras doce funciones, un libreto bien sabido, mas nunca igual, el `público de siempre, mas unos desorientados de ocasión.

Ante la única foto extraña a la filosofía del café, ella colocó dos velas y las fotos que había comprado en la mañana. Al descubrir un pequeño escorpión dorado, sobre la pared azul, supo que algo había pasado y salió a hacer una llamada.

Johanna Marisol lo conoció por accidente una mañana a las seis, cuando llegó al apartamento de ese entonces de Sandra, en un barrio en las cumbres y él tropezó con su belleza adolescente y ella con una momia con dolor de cabeza y de fonemas enredados, que luego prometió servirle como un guía turístico de la ciudad y por un instante frunció el ceño al pensar que le había fallado la palabra de no llevarle la contraria a Sandra Luciana, cuando lo vio así, las historias eran verdad. Tantas razones para odiarlo, contadas situaciones lo salvaban en la memoria y en su voz.           Ahora en el mundo y a la entrada, sonrió al ver el mitológico animal y las nueve briznas blancas y la rosa roja que tenían ambas preparadas para un reencuentro pedido, quizá por la suerte, la cita de una diosa con una ausencia. Ella por lo visto ya se había ido. Su lágrima se escapó para irse al cielo para provocar un aguacero de tristezas sobre la ciudad. Buscó el paraguas, ni huella del mismo, iría a charlar con él, una burla del destino, o de la profesión de las grafías de tintas pegadas en el mundo, eso que Fabio Agudelo, arquitecto del Tirol, había llamado literatura.

En El Tirol, algún que otro narrador de literatura negra había logrado su maestría y un buen vaso de whisky.

Una hora y cuarto antes, después de una charla acendrada de políticas culturales, y poemas de Cortázar, ninguno llegó a una conclusión universal, no la necesitaban, a lo sumo las caricias en deuda, se regalaron una mirada retadora, Sandra se paró de la mesa, apagó las mesas y le dejó un beso de despedida. Cogió el escorpión y fue a hacer la llamada. El tiempo justo para hacer la consignación bancaria y llegar a tiempo a su cita en el departamento. Cocinaría un pollo sudado y haría una ensalada freelance para la ocasión, con lo que cada quien escogiera después de un examen de bohemia sobre la mesa de cocina, definición para esa pinche ensalada, que todos sabían ya, en la comunidad.

Una señora de avanzada edad contaba una bolsa de monedas ante el desesperado cajero y una fila de potenciales criminales, ella era la número doce. Lo decidiría un volado con su moneda de un dólar de la suerte.  Heredado de un gringo de Nueva Orleans, experto en semiótica del arte y caería la pinche circular sobre el sino de la lluvia. Alguien había sustraído su paciencia, Sandra no resistiría, era de cierta manera una escorpión. Eso entre muchas cosas, cómo quien transcribiría los textos de su amigo.

Ella pidió las canciones de Charlie Parker porque era la constante inconclusa bajo la que gravitaban todos sus deseos sumergidos y evidentes en la cotidianidad universitaria. Se había colocado la blusa de seda con flores bordadas y la larga falda negra para que la viera bonita. Dejó sus rizos rubios sueltos para que se  ensortijaran en la música y pidió una botella de aguardiente Néctar Azul sin azúcar. Nadie atravesó la frontera de Johanna Marisol sobre la pista, bailó sola, lloró sin restricciones y dejó el escorpión, además de un beso pesado de labios, dejó más que su vida. 

Cuatro minutos después de tener la cena, se escuchó el timbre en el departamento de Sandra. Ella abrió la ventana y lanzó las llaves sin mirar. No había que mirar cuando la memoria del amor sigue sus rituales. Eso hasta Octavio Paz lo bendecía académicamente. Un minuto más tarde, ambas se abrazaban, existía una comunión casi metafísica.

- ¿Qué te dijo?

 

- Me confesó que había olvidado nuestros detalles, por estar viendo la película Brasil de Terry Gilliam.

 

- Era un especialista, el amor que sólo sea da en el límite y la libertad humana que roza tantas veces a la muerte.

 

- Claro que sentía condenado por el trámite social de merecer sus sueños.

 

- A mí no me perdonaba no contarte tu fecha de cumpleaños y por eso retrasaba unos minutos los míos.

 

- Él no pudo ocultar la impotencia cuando te le desmayaste después de una noche de tragos, lecturas y polvos de cielo.

 

- Yo sé que él brindaba al cielo cada vez que escuchaba mi canción.

 

- Sólo sé que Wim Wenders con Tan lejos, tan cerca, lo atravesaba tan sencillamente su corazón.

 

- Como “My Blueberry Nights” de Norah Jones. La vio el cierre de año cuando lo abandonó Adriana.

 

- Él era como un ángel que sabía narrar el amor y le angustiaba no saber amar.

 

El juego de puñales que era darse al mundo lo cumplirían las hermanas, aunque él,  Rodolfo García no haya podido alienar su corazón a los sentidos del mundo.

 

Rodolfo García L.
rod.garcial@hotmail.com

 

 

 

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