Lo sagrado femenino como subversión en la poesía de

Rosario Castellanos

The sacred feminine as subversion in the poetry of Rosario Castellanos

Ensayo de Lilia Leticia García Peña[1]

Universidad de Colima

llgarcia@ucol.mx

Resumen: Rosario Castellanos (1925-1974) es una de las escritoras más significativas y vigentes en el panorama de la literatura mexicana contemporánea. A lo largo de su obra lírica pueden advertirse composiciones o versos aislados que conforman una poética de lo sagrado femenino. En este artículo analizo cómo, mediante estos cánticos, la autora recurre a la imaginación para subvertir el orden hegemónico y patriarcal, deconstruirlo y resignificarlo. Para ello, la poeta parte de su propia condición abyecta, excluida, arrojada y responde a esa marginación desde seis núcleos: la sacralidad acuática, la del fuego, la aérea, la vegetal, la celeste y el omphalos o sacralidad pétrea. Finalmente, se propone una lectura de sus obras desde la memoria y la reelaboración de temas y mitos de diversas religiones y sistemas de pensamiento.

Palabras clave: literatura contemporánea; literatura latinoamericana; análisis literario; poesía; escritora; Rosario Castellanos; sagrado femenino; subversión

Abstract: Rosario Castellanos (1925-1974) is one of the most significant and current writers in the panorama of contemporary Mexican literature. Throughout her poetic work, isolated poems or verses can be seen that configure a poetics of the sacred feminine. In this article I analyze how, through these sacred songs, Rosario Castellanos resorts to the poetic imagination to subvert the hegemonic and patriarchal order, deconstruct it and redefine it in an experience of the sacred feminine as subversion.

Keywords: contemporary literature; Latin American literature; literary analysis; poetry; women

Rosario Castellanos nació en 1925 en la Ciudad de México, pasó su infancia y adolescencia en Chiapas, y regresó a la capital para estudiar y graduarse como maestra en Filosofía en 1950 en la Universidad Nacional Autónoma de México. La suya fue una vida plena de actividades intelectuales, culturales y políticas: se desempeñó como profesora, periodista, promotora en el Instituto Chiapaneco de Cultura y en el Instituto Nacional Indigenista, además, tuvo el cargo de embajadora de México en Israel.

Las circunstancias sociales, históricas y familiares que rodean la niñez de la escritora, aunadas a su enorme sensibilidad e inteligencia, le permitieron advertir y experimentar muy temprano las injusticias de la sociedad mexicana: la desigualdad de género, la opresión indígena y, en general, múltiples formas de inequidad hacia el más débil, tanto en los entornos privados e íntimos como en los públicos. Este hallazgo imprime a su poesía un tono constante de dolor e impotencia:

Golpeo una pared,

me estrello ante una puerta que no cede,

me escondo en el rincón

donde teje sus redes la locura (183)[2]

La confrontación con una realidad tiránica la acompañará toda la vida, su obra es un testimonio inagotable de la lucha por comprender y trascender esas condiciones: “Y ya casi no veo de oscuridad y lágrimas” (184); sin embargo, el sufrimiento y la frustración nunca fueron mayores que la pasión y la determinación por contribuir a modificar las violentas estructuras de atropellos y desigualdades.

En ese sentido, puede advertirse a lo largo de su obra lírica completa, que se extiende de 1948 a 1971, un conjunto de textos y versos aislados que conforman una poética de lo sagrado femenino. Rosario Castellanos mantiene una relación simbólica plena de sentido con los elementos del aire, el agua, la tierra, el fuego y con el cielo; composiciones completas, estrofas o fragmentos apuntan a un vínculo trascendente con ellos. Al conjunto que forman lo he llamado ‘cánticos sagrados', versos que dispersos aquí y allí empapan de sacralidad la obra de la mexicana.

Según Régis Boyer, lo sagrado se define por el encuentro con “una realidad ‘verdadera' ante la cual quedan minimizadas todas las limitaciones de la realidad que vivimos; el ideal de esa plenitud, de esa globalidad, de esa autenticidad, de esa eternidad” (1995: 56). Por su parte, Mircea Eliade designa hierofanía a la experiencia que enlaza al ser con un orden trascendente, es decir, la manifestación de lo sagrado en la naturaleza. El filósofo

reconoce entidades concretas, tales como árboles, laberintos, escaleras y montañas como símbolos, en la medida en que representan símbolos de espacio y tiempo, o de vuelo y trascendencia, y señalan más allá de sí mismas hacia algo completamente distinto que se manifiesta en ellas (Ricoeur, 2006: 66).

Para Eliade, lo sagrado está saturado de poder:

una hierofanía supone una selección, una separación clara del objeto hierofánico con respecto al resto de lo que le rodea [...] no se convierte en hierofanía más que en el momento en que deja de ser un simple objeto profano, en el momento en que adquiere una nueva «dimensión»: la de la sacralidad (1974a: 37).

Puede afirmarse, entonces, que los cánticos sagrados de Castellanos discurren así entre lo temporal y la ilusión de lo real, y otro plano proyectado hacia la eternidad y la sustancia de la realidad.

Como bien advierte Carlos Monsiváis, Castellanos escribe desde “las afueras” (2008: 299), la marginalidad. La experiencia previa al despliegue de la simbólica de un sagrado femenino en la lírica de la autora es siempre su condición abyecta: ella se sabe y se siente excluida, arrojada:

Pues yo lamí su sombra hasta borrarla

con una abyecta, triste lengua de perro

hambriento

y fui insultando al día con mi luto

y arrastré mis sollozos por el suelo (53).

La idea de verse arrojada se repite varias veces:

Y fui como el que muere en la epidemia,

sin identificar, y es arrojado

a la fosa común (292).

 

porque yo, vendida

a mercaderes, iba como esclava,

como nadie, al destierro.

Arrojada, expulsada (295).

De ahí el sentimiento de exilio que la invade: “Porque yo soy de aquellos desterrados” (48); “Porque yo soy el éxodo” (48); “Se olvidaron de mí, me dejaron aparte” (183). Este sentimiento coincide con la teoría de la abyección de Julia Kristeva, quien a su vez abreva en la obra Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, de la antropóloga Mary Douglas. Si bien Kristeva ubica su reflexión en el encuadre psicoanalítico en cuanto a la construcción de la subjetividad y no como una categoría de poder político, permite trascender su sentido para comprender experiencias sociales en donde una instancia de poder determina la condición de pureza o peligro y arroja violentamente fuera de sí cualquier entidad que considere una amenaza: “De tal abyección, tal sagrado” (1989: 26), asegura. Para la filósofa francesa:

no es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto (Kristeva, 1989: 11).

La experiencia de abyección de Rosario Castellanos, este sentirse arrojada se explica aún más precisamente con la propuesta de Judith Butler: “La abyección (en latín, ab-jectio) implica literalmente la acción de arrojar fuera, desechar, excluir y, por lo tanto, supone y produce un terreno de acción desde el cual se establece la diferencia” (2002: 19). Butler, quien dialoga con el pensamiento kristeviano, imprime a la noción de abyección un matiz político y la vincula al poder social que designa qué identidades se legitiman y cuáles no en función de su pureza (2002: 38).

Esta matriz excluyente mediante la cual se forman los sujetos requiere pues la producción simultánea de una esfera de seres abyectos, de aquellos que no son ‘sujetos', pero que forman el exterior constitutivo del campo de los sujetos. Lo abyecto designa aquí precisamente aquellas zonas ‘invivibles', ‘inhabitables’ de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos, pero cuya condición de vivir bajo el signo de lo ‘invivible' es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos (Butler, 2002: 19).

Mary Douglas señala que “para nosotros las cosas y los lugares sagrados han de estar protegidos contra la profanación” (1973: 21). De tal modo, en nuestras sociedades contemporáneas lo sacro ha sido dominio de un poder hegemónico, patriarcal, rígido y excluyente que decide qué es sagrado y qué no. La mexicana se adueña de dicho discurso y experiencia para, desde su interior, deconstruirlo, dinamitarlo:

Así, la mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria (Castellanos, 1992: 8).

“Pero aún queda el rabo por desollar —señala Castellanos en Mujer que sabe latín— lo más inerte, lo más inhumano, lo que se erige como depositario de valores eternos e invariables, lo sacralizado: las costumbres” (1992: 8). Si el orden social imperante se siente con autoridad para definir y determinar la pureza y desde ahí reprimir, arrojar y anular; la poesía de la mexicana se instala en la experiencia sagrada con el fin de subvertir los órdenes y responder a la exclusión y la marginación. Si el poder hegemónico la ha abyectado, arrojado, deslegitimado, la ha considerado impura, sucia y peligrosa desde un crisol perversamente consagrado; ella, entonces, asaltará lo sacralizado por lo sagrado mismo. En el espacio poético, mediante a la configuración de un sagrado femenino, Rosario Castellanos podrá trascender la condición abyecta y marginal que la abruma.

Desde mi punto de vista, los poemas y versos que conforman estos cánticos sagrados pueden agruparse en torno a seis núcleos que, enlazados, configuran un sagrado femenino: la sacralidad acuática, la del fuego, la aérea, la vegetal, la celeste y el omphalos o sacralidad pétrea. Para fines de claridad en la argumentación, las abordaré por incisos. Debo aclarar que aunque los prototipos planteados se dispersan por toda la obra lírica de la mexicana, citaré los fragmentos más representativos en cada caso.

Como observa Eliade, en el ámbito de lo sagrado las aguas son el fundamento del mundo entero. Los afluentes constituyen imágenes relevantes en la poesía de Castellanos; en “El río” se lee: “va moviendo tranquila y noblemente / su condición sagrada” (69); “Yo no soy, yo no soy / más que un pequeño cauce amoroso del agua” (92). Ella misma se convierte en líquido y se funde con la “fuerza sagrada” de los corrientes (Eliade, 1974a: 234): “suave / invitación a convertirme en agua” (214). La inmersión simboliza el baño sagrado, la regresión a lo primordial y la regeneración total, “equivale a una disolución de las formas, a una reintegración en el modo indi-ferenciado de la preexistencia” (Eliade, 1974a: 222).

En el ámbito de la sacralidad acuática puede señalarse también el verso: “¡Oh, amor! ¡oh, misterio, / agua donde la perla se consuma!” (97). El significado de esta joya es muy importante porque es “un símbolo lunar ligado al agua y a la mujer” (Chevalier, 1986: 813) y, como precisa Eliade, “nos revela el carácter religioso de la luna” (1974a: 193).

“Pero yo no amé nada tanto como amé al fuego”, escribe en “Acción de gracias” (224). Rosario Castellanos va configurando así un sagrado femenino, hilvanando también la dimensión del fuego: “Soy lo que soy: materia / que arde” (210):

El centro de la llama

mi centro.

Aquí arder, aquí hablar

lo verdadero (95).

La escritora convoca el arquetipo del fuego sagrado como uno de los cuatro elementos fundacionales del mundo, es purificación, creación y origen de la vida, también destrucción, transformación y fecundidad. Su sentido más presente en los cánticos sagrados es aquel que definió Borges en “El otro poema de los dones”: “Por el fulgor del fuego, / que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo”. Castellanos evoca en esta imagen la pasión, la reminiscencia de la esencia primordial: “el fuego del eje fuego-tierra (erótico, calor solar, energía física) y el del eje fuego-aire (místico, purificador, sublimador, energía espiritual)” (Cirlot, 1992: 210). Es interesante advertir que aquí la sacralidad del agua y del fuego se enlazan:

Yo, dividida, voy como entre dos orillas

entre el fuego y el agua;

mitad sangre, mordida de taciturnos peces

y mitad sangre rota de fiera llamarada (70).

Como explica Eliade, “los animales acuáticos, sobre todo los peces (que reúnen además los símbolos eróticos) y los monstruos marinos, se convierten en emblemas de lo sagrado porque representan la realidad absoluta concentrada en las aguas» (1974a: 227).

Sobre “Las esencias / simplísimas del aire” (220) también escribe la autora. Este elemento fluido, según Chevalier, representa el mundo sutil entre cielo y tierra: “El aire es el medio propio de la luz, del vuelo, del perfume, del color, de las vibraciones interplanetarias; es la vía de comunicación entre la tierra y el cielo” (1986: 67). En la lírica de Castellanos se vincula con la belleza, la fragancia y el vuelo:

¿Quién eres tú que traes antifaz de belleza

y te ciñes en túnicas de ritmo y de armonía?

¿El mensaje cifrado de algún ángel

en la pluma del ave

o en el vuelo preñado de la abeja?

¿Eres la Anunciación? —Me llaman Viento (23).

En estos cánticos sagrados, el aire representa la imaginación que se eleva, la libertad pura: “Me dio raíz, memoria, y para respirar / una herida que llaman la rosa de los vientos” (195). En dicha asociación simbólica, el aire que se agita, inestable, ambiguo, trae frescura, inconstancia y fuerza violenta. La rosa náutica es un símbolo geométrico en forma de estrella con ocho, dieciséis o treinta y dos puntas que corresponden a los puntos cardinales, indica la dirección en que soplan los vientos, sirve para orientarse y, desde la Antigüedad, aparecía en las cartas de navegación. En la poesía de la mexicana, como símbolo sagrado, se vincula a la fuerza para sobreponerse a las circunstancias adversas, a la persistencia para orientarse en el mar tempestuoso de la exclusión y la opresión, y para mantenerse en el viaje.

Por lo que se refiere a la sacralidad vegetal, encontramos imágenes como las flores, “las hierbas más salvajes” (222). Todas las manifestaciones de la vida botánica extienden sus raíces y colores:

Corren ríos de sangre sobre la tierra ávida,

corren vivificando las más altas orquídeas,

las más esclarecidas amapolas (14).

Junto con las epifanías vegetales, el árbol forma parte importante del sagrado femenino, árbol sagrado, árbol-microcosmos, árbol-hábitat de la divinidad, árbol cósmico. Castellanos escribe:

Señalamos un árbol

sangrando su corteza por volverlo entre todos

el único y el santo.

Se erguía ante nosotros y sostenía el cielo (80).

Es interesante advertir que tales epifanías se vinculan a la danza:

bailan doncellas vegetales

con ritmos milenarios y recientes

de quien lleva en los pies la savia y el misterio (14).

Las referencias al acto de danzar son muy relevantes en los cánticos sagrados de la mexicana.

Podemos hablar de, por lo menos, diecisiete en su lírica. Aunque todas ellas son hermosas y profundas, vale la pena recordar algunas:

Venimos a la fiesta cantando y sonriendo,

danzando el pie descalzo sobre céspedes finos (23).

 

Anda, ven y bailemos.

¡Alegría! ¡Alegría! (25).

 

He aquí el terraplén para la danza (83).

 

y alrededor de un árbol danzaban y bebían (90).

El baile conjuga el contacto con la tierra y sus frutos y, simultáneamente, con el festejo y el goce. Aquí, Rosario Castellanos se aparta de las sensaciones sombrías y atormentadas para entregarse, en un acto sagrado, a la celebración de la vida. El vínculo entre la danza y un sagrado vegetal es muy claro: bailar es enraizarse en la tierra y su flora, pisarla, sentirla, asirse con los pies en el sustrato milenario de la vida vegetal. Como explica Eliade:

desde los tiempos más remotos, desde el neolítico por lo menos, aparece, en el momento en que se descubre la agricultura, un simbolismo que vincula entre sí a la luna, las aguas, la lluvia, la fecundidad de la mujer y la de los animales, la vegetación, el destino del hombre después de la muerte y las ceremonias de iniciación (1974a: 189).

En la imaginación de la poeta, el árbol representa al cosmos vivo que tiene la cualidad de regenerarse incesantemente: “El árbol de las tribus / tiende su sombra generosa y amplia” (64). Pero la suya no es una fantasía libresca o incidental, las imágenes de arboledas milenarias y paisajes colmados de verdor están tatuados en su corazón, son los caminos que acompañaron su niñez y adolescencia en la tierra entrañable de la región maya al sur de México, en los Altos de Chiapas. La sacralidad vegetal es un eslabón fundamental en el sagrado femenino de Castellanos, testimonio inmemorial de sus orígenes:

Es la hora perfecta

en que la rama en el altar florece.

Permitid que florezca (29).

«La humedad germinal se escribe, sin embargo, / en la celeste página de las constelaciones» (107), escribe la autora. Mircea Eliade explica que “Las regiones superiores están saturadas de fuerzas sagradas” (1974a: 130). Las escaleras y montañas tienen una función de sacralidad astral, de ahí subir por ellas simbolice remontarse a una región más elevada: “Por consiguiente, la consagración por rituales de ascensión y subidas de montes o escaleras debe su valor al hecho de que integra al que las practica en una región celeste superior” (131). En este sentido es importante notar que en Castellanos este ascenso no está libre de conflictos y retrocesos. Los versos “la escalera / incompleta y las aguas estancadas” (42), expresan que la configuración de un sagrado femenino no es siempre un camino recto, por el contrario, puede convertirse en un sendero adverso, con tropiezos y repliegues.

El omphalos refiere la sacralidad pétrea. En griego, este término alude al ombligo, símbolo del centro. Como explica Eliade, “en todas las tradiciones, el omphalos es una piedra consagrada por una presencia sobrehumana o por un simbolismo cualquiera [...] es testimonio de algo y a ese testimonio debe su valor o su función dentro del culto” (1974a: 271). Castellanos configura la sacralidad también a partir de las imágenes pétreas. ¿A qué está conectada? ¿Cuál es su centro?, tales son las aseveraciones que soportan este ángulo de su experiencia. Ciertamente, no incluye en su lírica la palabra ‘omphalos', pero sí nos habla de piedras con valor equivalente. Así, por ejemplo, un poema del libro El rescate del mundo se titula “Silencio cerca de una piedra antigua” (65), y en Al pie de la letra encontramos la composición “Piedra” (114).

Las rocas son sagradas porque revelan persistencia, resistencia e historia: “En su tamaño y en su dureza, en su forma y en su color, el hombre encuentra una realidad y una fuerza que pertenecen a otro mundo, distinto del mundo profano del que él forma parte” (Eliade, 1974a: 253). En “Silencio cerca de una piedra antigua”, la autora declara: “Estoy aquí, sentada, con todas mis palabras” (65), se vincula a la fuerza espiritual del mineral y a su potencia sagrada, que absorbe la dimensión ctónica y encarna potencias sobrehumanas y realidades trascendentes, enalteciendo cualidades: “La paciencia dura de la piedra” (119). En la sacralidad femenina que va configurando destaca la piedra preciosa, aquella que resguarda en la intimidad y lo más profundo de su ser, largamente formada y de incalculable valor, pues contiene los recuerdos y la memoria que la sostienen.

Estaba en mi memoria

—como en arca cerrada

una piedra preciosa—

Resplandecía en lo interior, oculto,

iluminando el rostro opaco de las cosas (82).

Es pertinente señalar que todas estas dimensiones que configuran un sagrado femenino comparten un rasgo que se mantiene a lo largo de la obra lírica de Castellanos, se trata de la eternidad como símbolo, imagen de una realidad permanente y trascendente distinta a la ordinaria:

y este lamento sordo

de mi cuerpo, que pide eternidad (38).

 

Allí, como promesa,

la eternidad, la vida (82).

 

Porque una palabra es el sabor

que nuestra lengua tiene de lo eterno,

por eso hablo (96).

Las experiencias que hemos observado configuran un sagrado femenino que la escritora subvierte, apropiándose de su pureza, la resonancia de su fuerza, su potencia creadora y transformadora. Es posible analizar los caminos por medio de los cuales esto se cumple. En ese sentido, podemos decir que la mexicana reelabora prácticas y revelaciones de diversas religiones y sistemas de pensamiento: recurre así a caracteres estilísticos de la lírica prehispánica, como el difrasismo y el paralelismo[3], la autora escribe:

sin ayer, sin mañana,

ni próximo, ni lejos,

este minuto único y eterno (95).

Castellanos reelabora temas “de trasfondo bíblico, grecolatino y claudeliano)”, como en “Lamentación de Dido” (Monsiváis, 2008: 297); asimila oraciones, pasajes, géneros y referentes sacros de diversa procedencia (“Misterios gozosos”, “Parábola de la inconstante”, “Muro de lamentaciones”, “La anunciación”); reelabora ritos: (“Alguien, yo, arrodillada: rasgué mis vestiduras / y colmé de cenizas mi cabeza” (48); “Carbones encendidos han limpiado mi boca / Canto tus alabanzas desde antes que amanezca” (52); reescri-be enseñanzas y dogmas:

Porque yo soy el éxodo.

(Un arcángel me cierra caminos de regreso

y su espada flamígera incendia paraísos.)

¡Más allá, más allá, más allá! ¡Sombras, fuentes,

praderas deleitosas, ciudades, más allá!

Más allá del camello y el ojo de la aguja,

de la humilde semilla de mostaza

y del lirio y del pájaro desnudos (49).

Amplifica los motivos sagrados: “Al tercer día todo resucita” (100), y se funde con ellos:

pienso

en María, ese vaso de elección.

Como todos los vasos, quebradizo.

Como todos los vasos, demasiado pequeño

para el destino que se vierte en él (343).

La escritora subvierte la perspectiva dominante de lo sagrado mediante cuatro estrategias. Por una parte, hace una crítica a la imagen simbólica de Dios como la representación de un poder hegemónico patriarcal:

¡Qué implacable fue Dios —ojo que atisba

a través de una hoja de parra ineficaz—! (9).

 

¿Escondes el misterio de un dios o eres su cólera

que se desencadena al infinito? (24).

 

¿Entonces, qué? ¿Dios? ¿Su mandato? (344).

Se adentra, también, en la práctica de lo que Eliade llama ‘cosmobiología’ o ‘fisiología mística’, la integración absoluta de los elementos sagrados con el ser:

Estas homologaciones no son una simple clasificación. Son el resultado de un esfuerzo por integrar en su totalidad al hombre y al cosmos dentro de un mismo ritmo divino. Tienen ante todo sentido mágico y soteriológico; al apropiarse las virtudes latentes en las «letras» y en los «sonidos», el hombre se inserta en ciertos centros de energía cósmica y realiza así una armonía perfecta entre el todo y él (1974a: 213).

La poeta se unifica y se integra con el universo, trascendiendo los sentimientos de fragmentación y separación, su cuerpo mismo se vuelve río, cauce, torrente. El cosmos rige su pulso:

Ese día de amor yo fui como la tierra [...]

y un rumor galopaba desde siempre

para encontrar los cauces de mi oreja (7).

Al través de mi piel corrían las edades:

se hacía la luz, se desgarraba el cielo

y se extasiaba —eterno— frente al mar (8).

 

Las lágrimas dispersas en el cuerpo

hallan su cauce natural y fluyen (45).

La siguiente estrategia de subversión es la reminiscencia: “Sin embargo, recuerdo” (7), escribe. La remembranza aparece como reapropiación y resignificación de las herencias culturales:

Arrullemos

con canciones de cuna a la memoria

y amemos esta zona devastada (46).

Los cánticos sagrados resguardan y reviven su genealogía:

Ceiba que disemina

mi raza entre los vientos,

sombra en la que se amaron

mis abuelos (63).

En el poema “Cofre de cedro”, el baúl de maderas preciosas y milenarias sintetiza el valor sagrado de los recuerdos:

No vendas tu memoria

a la triste costumbre y a los años.

Nunca olvides el bosque

ni el viento ni los pájaros (68).

Una herramienta estilística más que usa la escritora es el recuento e integración de saberes alternativos que modelan la configuración de su sagrado femenino. De esta forma, recurre a labores contra hegemónicas de dimensión cósmica:

Aquí estoy. Tejedora, lavandera,

desgranadora de maíz y, a veces, en la noche,

cuando el sueño no acude,

relatora de historias (214).

En “Lecciones de cosas” afirma:

Me enseñaron las cosas equivocadamente

los que enseñan las cosas:

los padres, el maestro, el sacerdote (307).

Castellanos asume que, en realidad, no sabe nada, los conocimientos patriarcales aprendidos son signo de opresión y ruina, y debe encontrar nuevas maneras de acercarse a la realidad del mundo y comprenderlo: “he venido a saber / que no era mío nada” (58).

A veces (y no trates

de restarle importancia

diciendo que no ocurre con frecuencia)

se te quiebra la vara con que mides,

se te extravía la brújula

y ya no entiendes nada (305).

“Yo te conjuro, si oyes, a que respondas” (102), escribe. Despliega saberes disruptivos, marginales, que cuestionan la verdad autoritariamente racionalista y patriarcal: “Pero los cielos narran lo que saben” (113). Así, suma las experiencias de hechizos, magia y conjuros:

fueron a despedirla criaturas de hermosura,

esas que rescató del caos, de la sombra,

de la contradicción, y las hizo vivir

en la atmósfera mágica creada por su aliento (213).

La poeta cuestiona la sabiduría oficial y la desplaza para instaurar otras concepciones alternativas de dimensión cósmica. Recupera, por ejemplo, el vínculo con la naturaleza: “sin indagar jamás cómo se viste el lirio” (13); el valor de sentirse parte de una comunidad y conocer los propios orígenes:

No, no estábamos solos.

Sabíamos el linaje de cada uno

y los nombres de todos (81).

El saber, los saberes, están emparentados con el poder y, en estos cánticos sagrados, con la metamorfosis, la transformación y la cristalización del ser:

Porque soy algo más ahora, por fin lo sé,

que una persona, un cuerpo y la celda de un nombre.

 

Yo soy un ancho patio, una gran casa abierta:

yo soy una memoria (210).

A MANERA DE CONCLUSIÓN

En torno a la pregunta de si vale la pena sublevarse o no frente al orden hegemónico, Michel Foucault (1999a) afirma que “al poder hay que oponerle siempre leyes infranqueables y derechos sin restricciones” (1999a: 206). Rosario Castellanos, mediante sus cánticos, se rebela: hace valer la justicia y reclama su palabra. Paul Ricoeur explica que lo sagrado se manifiesta siempre como una fuerza; en el sagrado femenino que se configura en la poesía de la mexicana se advierte esta potencia en cuyo interior es posible que las diversas epifanías: acuática, aérea, celeste, vegetal, pétrea, “se comuniquen entre sí” (Ricoeur, 2006: 74). En tal universo lírico lo sagrado se manifiesta aquí y allá, impregna todas las páginas, desde los primeros hasta los últimos versos, el cosmos se llena de posibilidades por medio de la palabra y los símbolos ascienden “en la medida en que los elementos del mundo se hacen transparentes” (Ricoeur, 2006: 74).

El sagrado femenino de Rosario Castellanos constituye un espacio de sublevación que transgrede los órdenes autoritarios, en tanto, señala Foucault: “la transgresión es un gesto que concierne al límite; ahí es donde, en la delgadez de esa línea, se manifiesta el resplandor de su paso, y tal vez también su trayectoria en su totalidad, su origen mismo” (1999b: 167). No solo se rebela y pronuncia, se vuelve una suerte de contraconducta:

Abandonemos este término; les propondré otro, sin duda, mal construido, el de contraconducta —cuya única ventaja es permitir referirse al sentido activo de la palabra ‘conducta’— contraconducta en el sentido de lucha contra los procedimientos puestos en práctica para conducir a los otros (Foucault, 2006: 238).

La conformación de un sagrado femenino en sus cánticos conlleva experiencias liminales, fundantes, y muestra cómo, de alguna forma, Rosario Castellanos se afianzó frente al poder hegemó-nico y conoció la armonía consigo misma y con el mundo, a pesar del maltrato y las injusticias: “me levanto tenaz, definitiva, / brutal como una lápida y en ocasiones triste” (39); “Hechizada, contemplo el milagro de estar como en el centro puro de un diamante” (97). En su obra asistimos a una historia de ruptura que, al mismo tiempo, comienza plena de transformación: “Soy hija de mí misma. / De mi sueño nací. Mi sueño me sostiene” (49).

La escritura configura un sagrado femenino en cuyo interior las distintas hierofanías se transfiguran y transfiguran el tiempo y el espacio. El lugar poético de su obra “queda así convertido en una especie de fuente inagotable de fuerza y de sacralidad” (Eliade, 1974b: 150), expresando una vivencia transformadora: “Es como renacer en otros ámbitos / limpios, transfigurados y perfectos” (38), afirma. Su experiencia subjetiva abre, sin duda, posibilidades para sí misma y para generaciones futuras:

Alzo el vuelo. Allá voy. Y llevo entre los párpados

una imagen que tiembla

en su hermosura como en una lágrima (111).

Referencias

Boyer, Régis (1995), “La experiencia de lo sagrado”, en Julien Ries (coord.), Tratado de antropología de lo sagrado I. Los orígenes del homo religosus, Madrid, Trotta: pp. 55-74.

Butler, Judith (2002), Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del ‘sexo’, Buenos Aires, Paidós.

Castellanos, Rosario (1992), Mujer que sabe latín, México, FCE.

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Cirlot, Juan-Eduardo (1992), Diccionario de símbolos, Barcelona, Labor.

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Eliade, Mircea (1974a), Tratado de historia de las religiones, vol. I. Madrid, Ediciones Cristiandad.

Eliade, Mircea (1974b), Tratado de historia de las religiones, vol. II, Madrid: Ediciones Cristiandad.

Foucault, Michel (1999a), “¿Es inútil sublevarse?”, en Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, vol. III, Barcelona, Paidós, pp. 203-208.

Foucault, Michel (1999b), “Prefacio a la transgresión”, en Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, vol. I, Barcelona, Pai-dós, pp. 163-180.

Foucault, Michel (2006), Seguridad, territorio, población. Curso en el College de France. 1977-1978, Buenos Aires, FCE.

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Kristeva, Julia (1989), Poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline, México, Siglo XXI.

Monsiváis, Carlos (2008), Escribir, por ejemplo. (De los inventores de la tradición), México, FCE/SEP.

Ricoeur, Paul (2006), Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, México, Siglo XXI.

Notas:

[1] Lilia Leticia García Peña. Investigadora y profesora mexicana. Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México (COLMEX), México. Forma parte del Programa de Mejoramiento del Profesorado PROMEP y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) desde 2006. Su línea de investigación se basa en la literatura mexicana de los siglos xx y xxi desde una perspectiva simbólica y social. Ha escrito y publicado diversos artículos para revistas nacionales e internacionales como Amal-tea. Revísta de Mitocrítica, Ixquic, Hipertextos, Agathos y Culturales, entre otras. Es profesora e investigadora de la Facultad de Letras y Comunicación en la Universidad de Colima (UDEC), México, donde imparte numerosos talleres, cursos y seminarios.

[2] Todas las citas correspondientes a los poemas de Rosario Castellanos proceden de Poesía no eres tú. Obra poética (1848-1971), por lo cual solo se anota el número de página.

[3] De acuerdo con Ángel Ma. Garibay, en la antigua poesía mesoamericana el difrasismo es “la expresión de un concepto mediante dos términos más o menos sinonímicos” (1971: 35) y el paralelismo consiste en “repetir el mismo pensamiento en una frase completa, en alguna forma complementaria de la anterior” (1971: 36).

 

Ensayo de  Lilia Leticia García Peña

Universidad de Colima

llgarcia@ucol.mx

 

Ver, además:

                        Rosario Castellanos en Letras Uruguay

 

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