Las narraciones del desastre:

anticipaciones de la retórica de la posmodernidad en la poesía de Rosario Castellanos
The stories of the disaster: Anticipations of the rhetoric of Postmo-dernism in the poetry of Rosario Castellanos

Ensayo de Lilia Leticia García Peña [1]

Universidad de Colima

llgarcia@ucol.mx

Resumen: La poesía de Rosario Castellanos muestra las contradicciones e insuficiencias del proyecto de la modernidad occidental y las consecuencias culturales de la crisis que ella ya no podrá constatar, a diferencia de otros intelectuales de su generación, pero que advierte con una finísima percepción. En estas páginas veremos cómo, en su poesía, Rosario Castellanos comparte, anticipa, contradice y amplía el discurso crítico de la modernidad que han construido los grandes pensadores. Para ello analizaré las redes metafóricas que se despliegan en su obra poética en torno a la crisis de la modernidad y al surgimiento de una sensibilidad cultural distinta, considerándolas en contrapunto con las metáforas centrales de la que llamo “la retórica de la posmodernidad”, que se elabora en la obra de los intelectuales de occidente, desde Arthur Schopenhauer hasta Anthony Giddens.

Palabras clave: Rosario Castellanos, poesía, retórica de la posmodernidad.

Abstract: The poetry of Rosario Castellanos shows the contradictions and deficiencies of the Western modernity project and the cultural consequences that she could no longer prove, unlike other intellectuals of his generation, but notes with a fine perception. In these pages we will see that in her poetry, Rosario Castellanos shares, anticipates, contradicts and expands the critical discourse of modernity that the great thinkers have built. To do this I will analyze the metaphorical networks shown in her poetry about the modernity crisis and the emergence of a different cultural sensitivity, considering counterpoint to the central metaphors of what I call “the rhetoric of postmodernism”, that elaborated in the work of Western intellectuals from Arthur Schopenhauer to Anthony Giddens.

Keywords: Rosario Castellanos, poetry, rhetoric of posmodernity.

Introducción

El propósito de estas páginas es mostrar cómo Rosario Castellanos comparte, anticipa, contradice y amplía el discurso crítico de la modernidad que han construido los grandes pensadores. Para ello, analizaré las redes metafóricas que se despliegan en su obra poética en torno a la crisis de la modernidad y al surgimiento de una sensibilidad cultural distinta, considerándolas en contrapunto con las metáforas centrales de la que llamo “la retórica de la posmodernidad”, que se elabora en la obra de los intelectuales de occidente desde Arthur Schopenhauer hasta Anthony Giddens, y cuyos textos —como diría Todorov (1997)— “se encuentran entre los más influyentes de nuestra historia [y que] es tal su fuerza que nos han impuesto su estilo, y lo que antes podía ser una jerga oculta, con el tiempo se ha vuelto vocabulario común” (p. 10).

Rosario Castellanos nació en 1925 y murió, tempranamente, en 1974, a los 49 años. De no haber sido por aquel accidente que interrumpió sus días, tal vez hubiera vivido para ver acercarse el fin del siglo xx, e incluso los primeros años del xxi, como lo hicieron contemporáneos suyos como Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

Pero lo que ella no pudo presenciar, lo previó con finísima intuición. Rosario Castellanos es intérprete indiscutible del siglo xx.

A los pocos días de haber nacido en la ciudad de México, un 25 de mayo, sus padres la llevaron a vivir a Comitán, Chiapas. Rosario volvería a la capital del país “cuando en 1939 la familia Castellanos, ya sin tierras —expropiadas por la reforma agraria— se traslada a México” (Poniatowska, 1986, p. 60), donde se aprovecharía la oportunidad para que ella estudiara la preparatoria e ingresara a la Universidad, en la que cursó unos meses las carreras de derecho y letras, para optar finalmente por la licenciatura en filosofía, de la que se titularía en 1948.

Rosario se va convirtiendo entonces en

Una de las escritoras más polifacéticas que hayan existido en México [...] escribió narrativa, poesía, teatro, crítica y ensayos. Además, “semana a semana publicaba en los suplementos y revistas literarios más connotados de su tiempo, y después ejerció el periodismo informal, en donde hacía comentarios políticos, sociales, culturales, o contaba episodios de su vida privada”. (Mejía, 1998, p. 5).

Su lugar privilegiado en la literatura mexicana del siglo xx se funda en la sólida consistencia de su proceso creador:

Entre el año de 1948, en que se publicó su libro de poesía Apuntes para una declaración de fe, y 1974, año de su muerte, salieron once libros de poesía, tres de cuento, dos novelas, cuatro de ensayo y crítica literaria, una obra de teatro, El eterno femenino, y un volumen que reúne sus artículos periodísticos: en total veintitrés libros a lo largo de veintiséis años. (Poniatowska, 1986, p. 47).

Y desde entonces no hemos dejado de leerla y de citarla, aun hoy e incluso entre las generaciones más jóvenes:

Dentro de nuestra literatura, Paz suscita la admiración, Fuentes la envidia, la irritación, Revueltas el respeto, Rulfo el asombro; ninguno como Rosario Castellanos provocó la simpatía, el amor. Por eso su muerte fue sentida como una pérdida personal (según Aurora Ocampo más de quince tesis se elaboran al año en la unam sobre Rosario); por eso también sus libros se venden desde entonces a razón de tres mil ejemplares al mes [...]. (Poniatowska, 1986, p. 58).

Eric Hobsbawm definió al siglo xx como “El siglo corto”, y estableció el estallido de la primera guerra mundial en 1914 y el hundimiento de la URSS en 1991 como sus límites. En ese contexto, el año de nacimiento de Rosario Castellanos, 1925, se ubica entre las dos grandes guerras que significaron en total 31 años de conflicto mundial transcurridos desde la declaración austriaca de guerra contra Serbia el 28 de julio de 1914, hasta la rendición de Japón el 14 de agosto de 1945.

En términos de panorama mundial, los primeros veinte años de vida de Rosario tienen, así, el trasfondo de la guerra y de la violencia que Habermas (2000) ha subrayado:

Los fenómenos de la violencia y la barbarie son los signos distintivos de nuestra época. Los diagnósticos de la modernidad, desde Horkheimer y Adorno hasta Bau-drillard, o desde Heidegger hasta Foucault y Derrida, han reconocido en los rasgos totalitarios de nuestra época una característica estructural de la modernidad. (p. 66).

Rosario Castellanos es testigo de la crisis de la modernidad occidental, contundente en la década de 1980, pero patente a través de variados signos, por lo menos diez años antes, ya que “desde 1972, aproximadamente, se ha operado una metamorfosis en las prácticas culturales y económico-políticas” (Harvey, 2008, p. 11).

De los muchos aspectos que uno puede indagar y admirar en la obra poética de Rosario Castellanos destaca la transparencia para mostrar los rasgos más sutiles de su tiempo, porque ella es una de esas personas que en el mundo del arte se convierten en anticipadores de los sucesos sociales y culturales. Tuvo la sensibilidad para escuchar los rumores de la historia que se gestaba apenas, y percibir los aspectos críticos de la conciencia moderna y el germen del cambio cultural más importante del siglo xx en occidente, que, en términos generales y siempre polémicos, se ha denominado posmodernidad, expresándolo en su obra poética a través de una poderosa red metafórica.

Así, su poesía destila la percepción de las insuficiencias del proyecto de la modernidad occidental y presiente las consecuencias culturales que ella ya no podrá constatar, a diferencia de otros intelectuales de su generación, como Zygmunt Bau-man o Gilles Deleuze, nacidos también en 1925, o poco antes, como Jean-Francois Lyotard, en 1924, o poco después, como Michel Foucault, en 1926, y Jean Baudri-llard o Jürgen Habermas, nacidos en 1929.

Puesto que lo que destaco no es sólo el debate de ideas en torno a la posmodernidad, sino su muy específica representación metafórica, es importante señalar que en cuanto a la noción de metáfora que fundamenta estas reflexiones, considero que, como señala Paul de Man (1999), “la retórica no puede ser separada de su función epistemológica [.] Toda filosofía está condenada, en la medida en que depende de la figuración, a ser literaria y, como depositaria de este problema, toda literatura es hasta cierto punto filosófica” (p. 75). Ésta es la condición que vemos desplegarse en la trama metafórica de lo que llamo “la retórica de la posmodernidad”: el pensamiento filosófico aludirá a un recurso, que si no por esencia, sí por excelencia, es poético, y la poesía de Rosario cruzará constantemente las fronteras del discurso literario para acercarse al filosófico.

Rosario fue consciente desde muy joven y para siempre de lo sutil que es la frontera entre el discurso filosófico y las imágenes poéticas; ubicó con toda claridad que su vocación por la creación poética corría a la par de su inquietud filosófica y se orientaba a descubrir el sentido de la vida, las respuestas a “las grandes preguntas”: “Que son, a saber: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo? Y me refiero, naturalmente, a todo. El ángel de la guarda en turno me hizo ver que, contiguas a las clases de literatura, se impartían las de filosofía” (Castellanos, 1998, p. 1001). Y no sólo eso, sino que reconoce muy pronto también que su óptica filosófica es de naturaleza metafórica: “Cuando me di cuenta de que el lenguaje filosófico me resultaba inaccesible y que las únicas nociones a mi alcance eran las que se disfrazaban de metáforas era demasiado tarde” (Castellanos, 1998, p.1003).

Gabriela Cano, en su prólogo a Sobre cultura femenina, señala también esta peculiaridad en el trabajo de Rosario Castellanos:

Sobre cultura femenina no puede reducirse al argumento filosófico. Es necesario reconocer que la tesis se desenvuelve en dos niveles discursivos: el de la argumentación teórica y el de las imágenes literarias que dan cuerpo al razonamiento expuesto. Aunque uno y otro discurso casi siempre son complementarios, por momentos la argumentación y las imágenes parecen ir por caminos distintos y hasta contradictorios. Esa tensión entre los conceptos y las metáforas imprime un sello particular a la obra y otorga interés a Sobre cultura femenina, a pesar de que algunos de sus planteamientos filosóficos hayan perdido actualidad. (Cano, en Castellanos, 2009, p. 31).

Antes de dejar las consideraciones introductorias, quiero decir que el título de este trabajo es un doble homenaje. Por una parte, a la poesía misma de Rosario Castellanos, porque he tomado prestadas las palabras de uno de sus versos: “la frase de aquel criado de Job, el mensajero/ narrador del desastre” (Última crónica, 1969, p. 223)[2], que, a su vez, evoca aquellos cuatro mensajeros que le hacen saber al bíblico Job, una a una, la pérdida de todos sus bienes y su caída inminente en la ruina y el dolor; y homenaje también a Paul de Man (2007), que con su trabajo sobre La retórica del romanticismo ha inspirado el sentido de mis encuentros al analizar la poesía de Rosario, y me ha conducido por el camino de “la lectura histórica de la retórica y/o lectura retórica de la historia” (p. 61).

La pregunta para adentrarnos de lleno en el tema es: ¿Cómo se enfrenta Rosario a su entorno cuando escribe su obra poética entre 1948 y el año de su muerte en 1974? Su vida transcurre durante los tres primeros cuartos del siglo xx, definida, por una parte, por su vocación poética, y por sus preocupaciones sociales, por otra. Con un pie en conflictos individuales intensos de los que sabemos a través de su propia obra (la complicada relación con los padres, la muerte del hermano menor, el matrimonio fallido) y con el otro, en el efervescente panorama histórico, social y cultural de su época: siempre al tanto, siempre consciente, siempre reflexiva y siempre actuante en un entorno nacional y, hasta mundial, que la demanda y al que ella responde.

Como trasfondo se desenvuelve la revisión de las ideas en la historia cultural de occidente que parte de la crisis del pensamiento moderno y transita, pausada y contradictoriamente, a una nueva fase que, más allá del nombre que se le dé —“modernidad radicalizada”, “modernidad líquida”, “segunda modernidad”, “posmodernidad” o algún otro—, va tomando forma a lo largo de más de un siglo, y sobre la que ha corrido tanta tinta.

“Las palabras poéticas constituyen el único modo de alcanzar lo permanente en este mundo”, le dice Rosario a Emmanuel Carballo (1986, p. 520), y de acuerdo con esa convicción, no hace un análisis explícito de este proceso de cambio cultural, no hay un libro, un estudio, un ensayo que lo aborde como tal, pero, indudablemente lo percibe, participa en él y deja que se filtre en su poesía.

¿Cómo llegan a ella las lecturas y las ideas que constituyen el debate? En la juventud universitaria de Rosario las voces de dos de los primeros críticos de la modernidad, Schopenhauer y Nietzsche, resuenan ya con claridad y fuerza en la atmósfera cultural. Las ideas están en el aire en todo occidente; también, por supuesto, en México: José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña “inician una era de independencia intelectual y de renovación en las ideas. A través de Schopenhauer, de Nietzsche, de Bergson, la juventud intelectual mexicana, proclama ideas más amplias y más generosas” (Miró, 1974, p. 216).

La transmisión pudo haber sido también a través de la lección de Miguel Una-muno, que fue difundido por los ateneístas, o por medio de la lectura —muy temprana, como ella misma refiere— de “Muerte sin fin”, de José Gorostiza, indudable lector de Schopenhauer.

De cualquier modo, a su formación contribuye el ambiente que la rodea y que no sólo es literario, sino intensamente filosófico, por la carrera universitaria que estudia y por la pasión con la que se entrega a ella.

Es significativa también su relación con Hyperión, que fue un grupo de filósofos que se desenvolvió en la Universidad Nacional Autónoma de México entre 1948 y 1952. El pensamiento de estos jóvenes (Emilio Uranga, Jorge Portilla, Luis Villo-ro, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez Mc Gregor, Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega y Leopoldo Zea) con quienes Rosario tuvo contacto en la década de 1950, constituye un antecedente importante para la revisión de la visión eurocéntrica de la modernidad, del imperialismo y del neocolonialismo en México y en América en general.

Formados por José Gaos en corrientes como la fenomenología, el existencialis-mo y el historicismo de José Ortega y Gasset, y conocidos como “los existencialis-tas mexicanos”, propusieron una síntesis entre la filosofía mexicana —representada por las obras de José Vasconcelos y Samuel Ramos— y la filosofía contemporánea europea, para acercarse al ser mexicano.

Pero más allá de estas lecturas e influencias que dejan su huella en Rosario, debe subrayarse que la crisis de la conciencia moderna occidental de la que hablamos no se desenvuelve, por supuesto, de modo sistemático, no se trata de una obra o un autor en particular, ni dentro ni fuera de México; son atisbos, apuntes al margen, saltos de página, “líneas al borde”, como diría Derrida. Hablamos de la década de 1940, cuando Rosario tenía apenas 23 años de edad y que es cuando termina sus estudios de licenciatura en filosofía. En ese mismo año (1948) publica sus poemas largos Trayectoria del polvo y Apuntes para una declaración de fe. Esta es, por una parte, una época en la que el proyecto de la modernidad se encuentra en plena vigencia; aunque, por otra, sus fracturas han sido ya advertidas por pensadores y artistas. Es, por lo tanto un momento sumamente difícil para sentir y captar los signos del desmoronamiento del modelo moderno occidental, pero Rosario Castellanos los capta, los comprende y los proyecta en su poesía.

Rosario Castellanos escribe en Juicios Sumarios un comentario explícito sobre la problemática de la modernidad en torno a la obra de Simone de Beauvoir:

En muchos aspectos Simone Weil es un personaje medieval. En cambio Simone de Beauvoir representa la época moderna, con todas sus contradicciones y dudas, con su tránsito de una ideología de clase a otra que abarque a la humanidad entera; con su racionalismo de tan buena ley que no castra ninguno de los ímpetus vitales ni coloca en un sitio abstracto (el cielo, el futuro) la posibilidad de ser feliz, de realizar plenamente todas nuestras facultades. Donde el análisis es un instrumento eficaz para hacer que se desvanezcan los fantasmas, que se derrumben las ilusiones y que hagan su aparición y se manifiesten los objetos en su realidad concreta y en su situación verdadera. (Castellanos, 1998, p. 626).

No nos queda, entonces, ninguna duda: Rosario ubica los alcances del proyecto de la modernidad: “su racionalismo de tan buena ley”, la potencia de ser feliz con la plena realización de las facultades, el “instrumento eficaz” de la capacidad analítica, pero no deja de advertir las “contradicciones y dudas”.

Si bien no examino el fenómeno en sí, sino su representación a través de las metáforas poéticas de Rosario Castellanos, conviene trazar un panorama sobre el problema de la transición de la modernidad a la posmodernidad, “cuyo fantasma —según Touraine (2006)— ronda por todas partes” (p. 12).

La modernidad se caracteriza por una perspectiva historicista de progreso frente a una “mentalidad antigua, dominada por una visión naturalista y cíclica del curso del mundo” (Vattimo, 1990, p. 11). Por su parte, Bauman (1996) afirma que la modernidad alcanzó su madurez: “1) como proyecto cultural —con el despliegue de la ilustración; 2) como forma de vida socialmente instituida —con el desarrollo de la sociedad industrial (capitalista y, posteriormente, también comunista)” (p. 77). En tanto que para Habermas (1988),

El proyecto de la modernidad formulado en el siglo xviii por los filósofos de la ilustración consistió en sus esfuerzos para desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna.

Al mismo tiempo, este proyecto pretendía liberar los potenciales cognoscitivos de cada uno de estos dominios de sus formas esotéricas. Los filósofos de la ilustración querían utilizar esta acumulación de cultura especializada para el enriquecimiento de la vida cotidiana, es decir, para la organización racional de la vida cotidiana. (p. 28).

El proyecto de vida moderna occidental pronto mostró inconsistencias. Hacia 1897, Émile Durkheim advierte un fenómeno inquietante: un altísimo índice de suicidios en Europa que intenta explicar desde la anomia como una teoría de la desviación social, según la cual la debilidad del soporte en la estructura social provoca que la opción de individuos a los éxitos sea imposible. Este que considera Durkheim, es uno de los muchos signos de la crisis de la modernidad que se ha valorado y nombrado de distintos modos: Habermas (1989) piensa que el proyecto de la modernidad no está liquidado, sino que es un “proyecto inacabado” (p. 9); Giddens (2000) defiende la noción de “modernidad tardía” (p. 11); Beck (2002) reserva el término “primera modernidad” para describir aquella basada en las sociedades de Estados-nación, y llama “segunda modernidad” o “modernidad reflexiva” (Beck, 1996, p. 202) a la caracterizada por cinco procesos interrelacionados: globalización, individualización, revolución de los géneros, subempleo y los riesgos globales, como la crisis ecológica y el colapso de los mercados financieros globales; mientras que para Touraine (2006), la modernidad sólo está enferma “y lo que mantiene abierto el camino de la libertad es el diálogo entre la razón y el sujeto, diálogo que no puede interrumpirse ni acabarse” (p. 366).

Si los grandes teóricos de la modernidad plantean las preguntas: ¿Cuándo empieza la modernidad? ¿Qué es ser moderno? Y si hemos dejado de serlo: ¿cuándo sucedió y qué somos hoy?, Rosario las contesta cabalmente desde la poesía. Del “¿y tú me lo preguntas? Poesía eres tú”, de Gustavo Adolfo Bécquer, al categórico “Poesía no eres tú”, del poema escrito hacia el final de la vida de Rosario, un mundo queda cancelado. No sólo revisa los postulados del ser, del yo, ontológicamente, metafísicamente: “Porque si tú existieras / tendría que existir yo también. Y eso es mentira” (Poesía no eres tú, 1969, p. 311), sino que enuncia un planteamiento de la otredad, e incluso una teoría poética: “El otro. Con el otro / la humanidad, el diálogo, la poesía comienzan” (Poesía no eres tú, 1969, p. 311).

Ya en 1948 sugiere la muerte de una sensibilidad y reconoce cómo se alza, autoritaria y trágica, una nueva relación del individuo con el mundo, economizada y asfixiada por el intelectualismo occidental:

Ya no somos románticos.

Es la generación moderna y problemática

que toma Coca-Cola y que habla por teléfono

y que escribe poemas en el dorso de un cheque.

Somos la raza estrangulada por la inteligencia

(Apuntes para una declaración de fe, 1948, p. 12).

Rosario Castellanos asumió la lectura del mundo desde una experiencia no solamente personal, sino cultural e histórica. Presintió en su propia piel una crisis cultural que en occidente nos incumbe a todos. Pagó con su desazón la percepción de un proceso que aunque presentía, tampoco alcanzaba a explicarse del todo, y para lo que, desde luego, no habría bastado ninguna dosis de válium, como opción “químicamente pura” (Válium 10, 1969, p. 307), para ordenar un mundo que simplemente se quebraba desde su interior.

Como sucede con todos los visionarios de la historia, Rosario percibe la realidad, pero es imposible que la entienda del todo. La experiencia es muy poderosa, ardua, se hace presente en su vida cotidiana, personal; se muestra en los hechos históricos, sociales y culturales de los que es testigo. Se deja ser río de experiencias, de sensaciones, de preguntas que a veces, sin que ella misma pueda notarlo, rebasan su temperamento o su historia personal porque la respuesta es, al mismo tiempo que subjetiva, una de orden cultural. No podrá ser entonces de otro modo, es cierto lo que dice José Emilio Pacheco: la de Rosario Castellanos “es la poesía más trágica de la literatura mexicana” (Mejía, 1998, p. 8).

Para revisar la red metafórica en la poesía de Rosario Castellanos a través de la cual anticipa, comparte o contradice la retórica de la posmodernidad forjada por los grandes pensadores de occidente, consideraré la totalidad de su obra poética en diálogo con el discurso de los filósofos. No seguiré un orden cronológico ni por sus fechas de nacimiento ni por las de la aparición de sus obras, sino que abordaré las propuestas en función de cuatro ejes de sentido:

• Crepúsculos y reflejos como metáforas de la disolución de la modernidad.

• Metáforas de la interrupción y las ruinas de la modernidad.

• El mundo como libro, de Schopenhauer, y El Narciso herido, de Octavio Paz.

• Metáforas de la prisión del yo posmoderno.

Crepúsculos y reflejos como metáforas de la disolución de la modernidad

Tres metáforas encarnan la disolución del proyecto de la modernidad: “Todo lo sólido se desvanece”, de Karl Marx, “El crepúsculo de los dioses”, de Friedrich Nietzsche, y “La modernidad líquida”, de Zigmunt Bauman.

Aunque es innegable la vigencia de los grandes relatos de la modernidad que escribieron los ilustrados del siglo xvill hasta bien entrado el siglo xx, el proceso de su disolución es temprano. Karl Marx aparece desde mediados del siglo xix, como señala Touraine (2006), junto con Nietzsche y Freud, como uno de los tres pensadores que dominan la crisis de la modernidad (p. 111). En el Manifiesto del partido comunista redactado junto con Engels en 1848, Marx expresa esta crisis con una metáfora que destaca entre su inmensa obra y que Marshall Berman difunde, adaptándola como título de su ensayo “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, muchos años después, en 1982. En el texto de Marx y Engels (1978) se lee:

Una revolución continúa en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas, las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar seriamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. (las cursivas son mías, p. 34)[3].

Rosario percibe la misma condición histórica del mundo moderno, evanescente, que se disipa, y en 1948 refiere, en Apuntes para una declaración de fe, que el mundo pierde su solidez, y caminar sobre él es pisar hielo o nubes, es deslizarnos sobre una capa frágil: “¡Qué gracia de patines sobre el hielo!” (p. 12). En 1960 insiste en la misma metáfora: “Deshilachado harapo, vellón sucio, / sin entraña, sin fuerza, nada, nube” (Tres poemas, p. 179).

Algunos años más tarde que Marx, en 1889, Nietzsche confronta la disolución de la modernidad desde otro ángulo, desde el colapso del discurso moderno que, para él, Sócrates encarna paradigmáticamente. Todas las verdades y los presupuestos deificados como absolutos por Sócrates son, según Nietzsche, quebrantados y superados por la verdad auténtica que se impone sobre ellos y que devela el crepúsculo de todos aquellos “dioses” impostores, dogmas y razonamientos de la modernidad:

Este pequeño escrito es una gran declaración de guerra; y en lo que se refiere a la auscultación de los ídolos, esta vez no son ídolos de nuestro tiempo, sino ídolos eternos los que aquí son tocados por el martillo como con un diapasón, no hay en absoluto ídolos más viejos, más convencidos, más llenos de aire que estos [...] tampoco más huecos [...]. (Nietzsche, 1975, p. 28).

En tanto, Rosario Castellanos escribe:

¿Cómo fue Dios quedándose sordo y mudo y ausente,

irremediablemente atrás como la aurora?

(Trayectoria del polvo, 1948, p. 26).

 

Una mujer camina por un camino estéril

rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo

(Destino, 1950, p. 47).

La metáfora del crepúsculo como la muerte de Dios, o de los Dioses, se repite en la poesía de Rosario evocando la imagen nietzscheana para quien “todo el proceso del nihilismo puede resumirse en la muerte de Dios o también en ‘la desvalorización de los valores supremos’ ” (Vattimo, 1990, p. 24). En 1952, Rosario lo confirma en El rescate del mundo: “mil dioses antiguos derribados” (Silencio cerca de una piedra antigua, p. 65), y en 1960, en Lívida luz: “¿Qué hay más débil que un Dios?” (Tres poemas, p. 178).

Si Rosario coincide en su poesía, un siglo después, con las metáforas acuñadas por Marx y Nietzsche, que enuncian la disolución y anuncio del ocaso de los principios del mundo occidental, adelanta, por muchos años, la metáfora de liquidez que Zigmunt Bauman diseña para representar la transición a lo que él llama una nueva fase de la modernidad. Resulta sorprendente el hecho de que Rosario dibuje metafóricamente el entorno social tal y como lo visualiza el sociólogo polaco muchos años después: como un líquido fluir[4]. Así, en 1959, Rosario muestra en su poesía su percepción del mundo en su naturaleza proteica, vacilante, líquida:

Aquí vine a saberlo. Después de andar golpeándome

como agua entre las piedras y de alzar roncos gritos

de agua que cae despedazada y rota

(Dos poemas, p. 57).

Las imágenes del agua, los cristales y los reflejos irrumpen constantemente en la poesía de Castellanos: “Pero mi frente entonces se combaba —escribe Rosario en 1948— huérfana de miradas y reflejos” (Trayectoria del polvo, p. 20). Y así, desde sus primeros poemas y a lo largo de toda su obra, se desliza la metáfora de la liquidez, de una realidad cambiante fluida: “Trémula como un sauce contemplo tu corriente / formada de cristales transparentes y fríos”(Elegías del amado fantasma”, 1948, p. 40). El mundo está hecho de reflejos, de formas fluidas, de cristales. donde la imágenes apenas tienen más consistencia que aquella destilada por un tiempo que precipita una realidad “resbalando por meses y meses en la sombra” (Trayectoria del polvo, 1948, p. 19). El cosmos todo, es, en fin, “transfigurado y líquido” (Trayectoria del polvo, 1948, p. 29), y el sujeto se busca a sí mismo “duplicando el instante fugitivo en cristales” (Trayectoria del polvo, 1948, p. 22).

Las metáforas de la interrupción y las ruinas de la modernidad

En 1959, Rosario Castellanos presiente un mundo que se derrumba: “Nuestra historia la escribe reptando entre cenizas la serpiente” (Crónica final, p. 110). Escombros, desgajarse, quedar suspensa, romperse, cortarse, roído de gusanos, ascender por escaleras incompletas, derramarse en islas, en heridas, estancarse, son imágenes en la poesía de Rosario que expresan las metáforas de la interrupción, las ruinas, y también insinúan la posible recomposición de los fragmentos.

Walter Benjamin es considerado el pensador de lo fragmentario, de lo particular. Su vida misma estuvo marcada por una serie de desencuentros e interrupciones, hasta aquella última y definitiva que significó su suicidio[5]. Benjamin (2005) escribe sus Tesis sobre la historia a partir de la noción de interrupción:

Focillon sobre la obra de arte: “En el instante en que nace, ella es un fenómeno de ruptura. Una expresión corriente nos lo hace sentir vivamente: ‘hacer época’ no es intervenir pasivamente en la cronología, es interrumpir el momento”. Ibid., p. 94 (p. 33).

La sociedad sin clases no es la meta final del progreso en la historia, sino su interrupción, tantas veces fallida y por fin llevada a efecto (p. 37).

De modo paralelo, Rosario recurre a la metáfora de la interrupción bajo distintas formas cuyos versos más relevantes vale la pena recorrer puntualmente, notando, además, que la isotopía de la interrupción se extiende a todo lo largo de su obra, desde los primeros años hasta 1971:

Herir:        Hablo no por la boca de mis heridas

               (Dos poemas, 1950, p. 57).

 

Quebrarse: Pero a veces el cuerpo se nos quiebra

                (Destino, 1950, p. 47).

 

                Yo dormiré en la mano que quiebra los relojes

                (Muro de las lamentaciones, 1950, p. 49).

 

Rasgarse:   Rasgué mis vestiduras

                (Muro de las lamentaciones, 1950, p. 48).

 

                Rasgué mi corazón

                (Lamentación de Dido, 1957, p. 104).

 

Cortarse:    la que puso su corazón bajo el hachazo de / un dios tremendo

                 (Lamentación de Dido, 1957, p. 101).

 

                 El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un hombre llamado Eneas

                 (Lamentación de Dido, 1957, p. 103).

 

                 Este nudo que fui [...]

                 lo cortarán los años (Presencia, 1960, p. 191).

 

                 Un día dices: La uña. ¿Qué es la uña?

                 Una excrecencia córnea

                 que es preciso cortar. Y te la cortas

                 (De mutilaciones, 1971, p. 323).

 

Desgarrarse:Dijimos soledad entonces. Lo que dice

                 la rama cuando cae desgajada

                 (Crónica final, 1959, p. 108).

 

   Romperse:No hay más. Un acto es una estatua rota 

                 El despojo, 1960, p. 180).

 

                 desperdigadas, rotas

                 las palabras que un día se congregaron

                 (Última crónica, 1969, p. 221).

 

Desgarrarse:Si nos duele la vida, si cada día llega

                 desgarrando la entraña, si cada noche cae

                 convulsa, asesinada (El otro, 1959, p. 116).

 

                 [...] desgarrados; sangrando yo con la herida tuya

                 (Nocturno, 1969, p. 200).

 

                 en cada andén de los desgarramientos

                 (Retorno, 1969, p. 216).

 

Detenerse:   El que se mata, mata al que lo amaba.

                  Detiene el tiempo

                  (Privilegio del suicida, 1969, p. 219).

 

 

Amputarse:   cercenarán mis voces cuchillos afilados

                  (Muro de las lamentaciones, 1950, p. 50).


                  y la esperanza que amputó sus pies

                  (Privilegio del suicida, 1969, 220).

 

                  trepanación del cráneo

                  para extirpar ese tumor que crece

                  cuando piensas

                  (De mutilaciones, 1971, 323).

Y “morir” que será metáfora de esa última interrupción:

¿Pero qué suponías que es la muerte

sino este llegar tarde a todas partes

y este dejar a medias cualquier cosa

(Tan-Tan, ¿Quién es?, 1971, p. 328).

La metáfora de la interrupción condensa en Rosario, al igual que en Benjamin, una experiencia individual. Pero, al mismo tiempo, como explica Bolívar Echevarría (Introducción a Benjamin, 2005), lo que leemos es un trasunto colectivo, histórico: “el verdadero naufragio que está también ahí, del cual el suyo propio no es más que un alegoría, es para Benjamin un fracaso colectivo: el de un mundo completo, dentro de él, de un época y, dentro de ésta, de un proyecto” (p. 7), y de esta interrupción lo que queda son ruinas.

Jacques Derrida es quien mejor nos conduce de la tragedia del sujeto destruido y contingente a la recomposición de sus posibilidades, con su metáfora de la deconstrucción. El teórico francés la incluye en 1967 en su Gramatología para, como él mismo nos explica,

[.] traducir y adaptar a mi propósito los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau. Ambos significaban, en ese contexto, una operación relativa a la estructura o arquitectura tradicional de los conceptos fundadores de la ontología o de la metafísica occidental. Pero, en francés, el término «destrucción» implicaba de forma demasiado visible un aniquilamiento, una reducción negativa más próxima de la «demolición» nietzscheana, quizá, que de la interpretación heideggeriana o del tipo de lectura que yo proponía. Por consiguiente, lo descarté. (Derrida, 1997).

La metáfora posmoderna de la deconstrucción forjada por Derrida hacia 1967 sugiere la recomposición de los fragmentos. La poesía de Rosario Castellanos, por su parte, captura la misma representación de una realidad que se desmonta pero que entrega la posibilidad de un nuevo sentido en su misma desconstrucción. La metáfora de la deconstrucción que implica la reconfiguración de los fragmentos dispersos y diferentes en una nueva unidad de sentido tiene la capacidad de aprehender las multiplicidades y reorganizarlas en nuevos diseños sin centro, de modo que cualquier elemento puede incidir en otro. Por ello, el collage es la óptica posmoderna por excelencia: “Derrida considera que el collage /montaje define la forma primaria del discurso posmoderno” (Harvey, 2008, p. 68).

La metáfora de la deconstrucción refiere al acto de desmontar las realidades y volverlas a montar de otro modo, desde otra perspectiva, cuestionando así los principios lógicos occidentales. Rosario Castellanos expresa esta misma aspiración en versos como el siguiente:

Los fragmentos

de mil dioses antiguos derribados

se buscan por mi sangre, se aprisionan, queriendo

recomponer su estatua.

(Silencio cerca de una piedra antigua, 1952, p. 65).

El mundo como libro, de Schopenhauer, y El Narciso herido, de Octavio Paz

La noción del individuo se construye en la cultura occidental, en gran medida, a partir de la resonancia de las ideas de Arthur Schopenhauer, quien mucho más leído por artistas y escritores que por filósofos, ha moldeado el concepto de individuo y su relación con el mundo que ha privado en la poesía y el arte occidental. Y en el caso de Rosario, a pesar de la obvia y consciente distancia que ella marca con respecto a sus planteamientos acerca de lo femenino, no escapa al poderoso influjo del filósofo, y más allá de su conciencia poética y tal vez hasta de su voluntad, coincide con imágenes y metáforas centrales de su pensamiento.

Schopenhauer publica El mundo como voluntad y como representación en 1818, y con ello se convierte en uno de los más importantes teóricos de la modernidad y, al mismo tiempo, uno de sus más tempranos críticos. Se opone a la filosofía romántica, pero también al racionalismo que detenta la ilustración, apoyándose, para ello, en Kant, en Platón y en el budismo hindú, y partiendo del idealismo subjetivo del “ser es ser percibido”, de Berkeley, hereda a occidente la idea de que el mundo es una representación subjetiva.

Cuando Rosario escribe “Cierro los ojos y se borra el mundo” (Eclipse total, 1957, p. 86) asume la misma postura desde la cual el mundo es la representación que de él se hace el sujeto: “El que contempla, ése soy yo”, dice en un poema al que muy significativamente dio el título de “Imagen” (1959, p. 110). La percepción del sujeto, su representación, es la que da existencia al mundo y a los otros; es la afirmación de Schopenhauer que Rosario concentra poéticamente, si bien debe incluir también una base berkeliana: “porque nadie / me ha dado ser, mirándome” (Monólogo en la celda, 1960, p. 183) o bien se lee en: “Y yo erigiéndome / en el centro del mundo” (Mala fe, 1969, p. 304).

Rosario Castellanos no sólo traza en su poesía la idea de Schopenhauer del mundo como representación del sujeto, sino que coincide con otro de sus postulados primordiales que el alemán enuncia a través de la metáfora del mundo como libro: es decir, para que el mundo sea revelado, el individuo lo lee como se lee un libro:

La vida y los ensueños son hojas de un mismo libro. Su lectura de conjunto se llama vida real. Pero cuando las horas de lectura habitual (el día) terminan y las de descanso han llegado, nos dedicamos a hojear sin orden ni concierto aquí y allá: a menudo tropezamos con una página ya leída, otras veces, con una desconocida, pero siempre del mismo libro. Claro que una hoja leída aisladamente no puede ofrecer una lectura congruente, sin embargo, esto no ha de sorprender, si se tiene en cuenta que también nuestra vida es una hoja suelta en el libro del universo. (Schopenhauer, 1992, p. 29).

Rosario la proyecta poéticamente:

Durante la noche no la copa del festín, no la alegría

de la serenata, no el sueño deleitoso.

Sino los ojos acechando en la oscuridad, la inteligencia batiendo

la selva intrincada de los textos

(Lamentación de Dido, 1957, p. 101).

Schopenhauer revitaliza la antigua metáfora con implicaciones que la poesía de Rosario hereda a través de los eslabones del pensamiento y la cultura moderna occidental: si el mundo es la representación del sujeto, esta representación es, además, de orden racional, es una relación que no pasa por las emociones, sino por la inteligencia, es una relación intelectualizada: “He aquí la obra, el libro” (Al pie de la letra, 1959, p. 107). El mundo se lee como libro porque “los cielos narran lo que saben” (Diálogo del sabio y su discípulo, 1959, p. 113), y “La humedad germinal se escribe, sin embargo / en la celeste página de las constelaciones” (Al pie de la letra, 1959, p. 107).

La metáfora tiene una tradición muy antigua para cuando la retoma Schopen-hauer, pero a través de él se vuelve característica de la relación rota que tiene el individuo con el mundo: una relación rota como el espejo del mundo en la poesía de Rosario: “quebrando en mil pedazos el espejo del mundo” (Eclipse total, 1957, p. 85), la lectura que como de un libro se puede hacer del mundo, por lo tanto, no es sencilla ni amable, por eso de pronto, cualquier día,

se te quiebra la vara con que mides,

se te extravía la brújula y

ya no entiendes nada.

[... ]

Y tienes la penosa sensación

de que en el crucigrama se deslizó una errata

que lo hace irresoluble

(Válium 10, p. 305).

El mundo es un libro, pero uno roto, confuso, que ha perdido su orden, un “rompecabezas sinsentido” (El despojo, 1960, p .180):

turbada la vigilia

del hombre que contempla las estrellas,

interrumpido el sueño del que sueña

el porvenir; desperdigadas, rotas

las palabras que un día se congregaron

alrededor de un orden hermoso y verdadero

(Última crónica, 1969, p. 221).

El individuo, en la poesía de Rosario, es un ser herido fatalmente por la soledad: “En mi genealogía no hay más que una palabra: soledad”(Muro de las lamentaciones, 1950, p. 49).

Lipovetsky (2007) ha estudiado este fenómeno que a lo largo del siglo xx y en los primeros años del xxi conduce a un nuevo estadio del individualismo: el narcisismo que “designa el surgimiento de un perfil inédito del individuo en sus relaciones con él mismo y con su cuerpo, con los demás, el mundo y el tiempo, en el momento en que el ‘capitalismo’ autoritario cede el paso a un capitalismo hedonista y permisivo” (p. 50).

En 1992 Octavio Paz expresa tal proceso cultural en una representación metafórica: “La época que comienza no tiene nombre todavía. Ninguna lo ha tenido antes de convertirse en pasado [...] Aunque sin nombre, el nuevo tiempo empieza a tener cara [...] Narciso ha reaparecido, se mira en el espejo [...] y no se ama” (Paz, 1993, p. 160). La metáfora de un Narciso herido, oscuro, que se invierte aparece reiteradamente en la poesía de Castellanos, como un ser que siendo centro del mundo, está solo y desgarrado, y que sugiere una nueva fase en la historia del individualismo occidental:

Los espejos se inundan y rebasan de espanto

mirando estupefactos nuestros rostros

(Apuntes para una declaración de fe, 1948, p. 10).

 

Yo, sedienta de mí, me detenía en estatuas

duplicando el instante fugitivo en cristales

y luego reiniciaba mi marcha de Narciso

(Trayectoria del polvo, 1948, p. 22).

Schopenhauer aborda la condición contradictoria del yo en el siglo xix, Octavio Paz la distingue en 1992, Gilles Lipovetsky la teoriza en 2007, pero la poesía de Rosario Castellanos la presiente desde sus primeros poemas hacia 1948. No dibuja, entonces, aquel mítico Narciso que contempla su imagen hermosa reflejada en aguas cristalinas y se mira con amor; este es un Narciso herido que se descubre con horror, un Narciso oscuro, sin aire, sin luz, que se ahoga en la tierra que lo aprisiona: “Yo soy sólo la asfixia quieta de las raíces / hundidas en la tierra tenebrosa y compacta” (Elegías del amado fantasma, 1950, p. 40). Narciso atrapado en los límites de su propio ego, herido de muerte entre el deseo y el dolor.

Las metáforas de la prisión del yo posmoderno

Tres metáforas occidentales han intentado capturar la condición de prisionero del individuo heredero de la crisis de la modernidad: “La jaula de hierro”, de Max Weber, “El panóptico”, de Michel Foucault, y “El secuestro de la experiencia”, de Anthony Giddens. Weber se centra en la celda al que el imperativo de producción tecnológica somete al ser humano; Foucault, en la cárcel a la que los mecanismos de poder social y normalización confinan al individuo y lo controlan, y, finalmente, podemos decir que Giddens se concentra en la prisión que el yo construye para sí mismo en un intento de autoprotección, que, en realidad, resulta letal. En la poesía de Rosario Castellanos encontramos la herencia cultural, en el caso de Weber; y la anticipación, en el de Foucault y Giddens.

Max Weber es —como señala Harvey (2008)— “un protagonista clave en el debate sobre la modernidad y sus sentidos” (p. 30). Aunque aquí nos centraremos sólo en una de ellas, en la obra de Weber distinguimos, en realidad, dos metáforas cardinales en la transición de la modernidad: “El desencantamiento del mundo” y “La jaula de hierro”. “El desencantamiento del mundo”, expuesta en sus Ensayos sobre sociología de la religión, se refiere a la capacidad racionalizante de occidente que mediante la ciencia y un capitalismo, racionalista también, superó “el poder hechizante y aterrorizante de lo sagrado —que tradicionalmente se ha manifestado a través de objetivaciones hierofánicas” (p. 132) y logró dominar nuevos modos de producción y de relaciones sociales basados en la idea de progreso y bienestar. Aunque en este sentido Weber aparece claramente como un teórico e impulsor de la modernidad, la segunda metáfora, “La jaula de hierro”, encierra una crítica temprana y transcribe una de las más asfixiantes condiciones de las personas en el trayecto de la crisis de la modernidad a la posmodernidad, ya que concibe la racionalidad ilustrada como una de orden instrumental con arreglo a fines que “no conduce a la realización concreta de la libertad universal, sino a la creación de una ‘jaula de hierro’ de racionalidad burocrática de la cual no es posible escapar” (Bernstein, en Harvey, 2008, p. 31).

La metáfora de “La jaula de hierro” aparece en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” (1903) bajo otras denominaciones. Fue Talcott Parsons quien la tradujo como “Iron cage”[6].

“La jaula de hierro” captura el sentido de la economía moderna y sus implicaciones en los modelos del mundo y del ser humano que se construyen sobre ella. Se trata, como señala Hobsbawm (1977), de los efectos del masivo avance de la economía mundial del capitalismo industrial: “el hierro, extendiéndose en millones de toneladas por todo el mundo, serpenteaba como raíles de ferrocarril a través de los continentes” (p. 9). La máquina es uno de los símbolos más importantes del racionalismo moderno porque en su potencia se suman las ideas de racionalidad, ciencia, técnica y progreso; el ser mismo parece forjarse a modo de máquina.

Entre 1948 y la década de 1960, principio y fin de su obra poética, Rosario recurre a la metáfora de la máquina y el hierro:

¡Qué maquinaria exacta y aceitada!

(Apuntes para una declaración de fe, 1948, p. 12).

 

Hay ceguera y el hambre los alumbra

y la necesidad, más dura que los metales

(Agonía fuera del muro, 1960, p. 179).

“La jaula de hierro” en la que vivimos atrapados posee concomitantes esenciales generadores de un estilo cognitivo al nivel de la conciencia que “viene dado fundamentalmente por la relación de este tipo de trabajo con un proceso mecánico y por la lógica de este último” (Berger et al., 1979, p. 30). Este estilo cognitivo se caracteriza por la creencia en la separabilidad de los medios y los fines, en relaciones sociales anónimas en las que “el yo se experimenta ahora de un modo parcial y fraccionado. En realidad se convierte en un yo componencial” (Berger et al., 1979, p. 36), imponiéndose estructuras y principios altamente racionales.

En la poesía de Castellanos, la metáfora de la máquina permite el despliegue de un cuestionamiento radical a la configuración de la identidad desde esta perspectiva:[7]

Hasta que comprendí. Y me hice un tornillo

bien aceitado con el cual la máquina

trabaja ya satisfactoriamente.

 

Un tornillo. No tengo

ningún nombre específico ni ningún atributo

según el cual poder calificarme

como mejor o peor o más o menos útil

que los otros tornillos.

(Lecciones de cosas, 1969, p. 309).

La poesía de Rosario Castellanos se desplaza de la representación de la prisión tecnológica a la prisión de los poderes de la normalización social. En 1960, Rosario pregunta:

¿Quién me ha encerrado aquí? ¿Dónde se fueron todos?

¿Por qué no viene alguno a rescatarme?

(Monólogo en la celda, p. 183).

Foucault contesta 15 años después creando en Vigilar y castigar una metáfora decisiva para expresar la prisión del sujeto como una crítica a la modernidad. Si “La jaula de hierro” se refiere a las relaciones de producción a las que está sujeto el individuo, el filósofo francés se enfoca en las relaciones de poder de orden social, centrándose en la conformación del sujeto a través de la historia.

A partir del estudio del reformatorio privado de Mettray abierto en 1840 para hombres entre 6 y 21 años de edad, Foucault (1998) extrae el modo de intervención que se transfiere a la sociedad entera como “ingenieros de la conducta, ortopedistas de la individualidad” (p. 301), y muestra cómo en las sociedades modernas occidentales el sujeto está creado por el poder y sus mecanismos de disciplina, vigilancia y castigo.

En su análisis descubre que no hay un centro del poder, sino que éste se desplaza y cambia de nombre y carácter según quien lo detente, de modo que todos nos convertimos en cómplices, todos formamos parte de la trama del poder, todos contribuimos al control social. “Lo que le importa a Foucault es demostrar que el sujeto está creado por el poder, es decir, por el conjunto de mecanismos de la microfísica del poder y por consiguiente por los mecanismos objetivantes de la normalización” (Touraine, 2006, p. 166).

Foucault intenta, finalmente, comprender aquellas prácticas y discursos que, en nuestras sociedades, nos impiden ser nosotros libremente en nuestras diferencias.

De su análisis acerca del tratamiento histórico-social de la lepra y la peste concluye los dos grandes mecanismos de control del sujeto de la modernidad: “El gran encierro de una parte; el buen encauzamiento de la conducta de otra. La lepra y su división; la peste y su reticulado” (Foucault, 1998, p. 202). La metáfora del panóptico encierra la doble idea de vigilar y castigar, controlando y excluyendo a los sujetos en el proceso de normalización.

Rosario Castellanos muere un año antes de la aparición de Vigilar y castigar de Foucault en 1975. Aunque el teórico social publicó trabajos previos desde la década de 1960, no hay posibilidad de que Rosario haya leído este estudio en particular, sin embargo, crea una red sobre las imágenes del yo prisionero y la exclusión que son, finalmente, un panóptico también, un panóptico que pasa por otra intuición: la poética, y llega a la misma percepción: los títulos de los poemas son elocuentes ya de suyo: “El encerrado”, “Monólogo en la celda”:

En esa Torre estaba la niña, en esa Torre

[.... ]

Estoy sola: rodeada de paredes

y puertas clausuradas

(Dos poemas, 1950, p. 59).

 

Y mentimos. No era soledad. Era miedo

y, locos ya, girábamos dentro de la prisión

(Crónica final, 1959, p. 108).

 

Círculo de exclusión, rómpelo, sáltalo

(Diálogo del sabio y su discípulo, 1959, p. 113).

 

Esos túneles largos

que se atraviesan con jadeo y asfixia

(Lo cotidiano, 1960, p. 187).

Encerrados, separados, pero siempre visibles para las instancias del poder, ciegos por la intensidad de la luz siempre encendida, siempre lacerantemente brillante que enfoca, que persigue cada acto como lo expresa la poesía de Castellanos.

La última metáfora de la retórica de la posmodernidad que trataremos es la que diseña Giddens en 1991: “La experiencia secuestrada”. El sujeto sobre el que reflexiona Foucault en 1975 cambia y matiza sus relaciones hacia finales del siglo xx. De los mecanismos del panóptico pasamos, como explica Bauman (2004), a otros mecanismos de sujeción del individuo: “no se preocupa por el siniestro Gran Hermano que castigaría a todos los que no siguieran las normas [.] todo recae ahora sobre el individuo” (p. 67). El sujeto heredero de la modernidad con un individualismo orientado a un narcisismo patético, viviendo una globalización que no da sentido a ninguna vida humana, patológicamente centrado en sí mismo y controlado por mecanismos productivos y sociales, es, al mismo tiempo, su propio verdugo.

Giddens señala que todos estamos autosecuestrados: nos autosecuestramos del amor, de la autenticidad, del contacto con el otro, y Rosario Castellanos le da voz poética a este hecho veinte años antes: somos solitarios y vivimos así, vivimos de esa “Hipótesis del solitario”, como tituló Rosario a su poema. Hipótesis formulada para protegernos del otro: y para huir de nosotros mismos, eliminamos el rastro de los otros:

Una cotorra, un timbre postal, un gato, un perro,

algún espantapájaros cualquiera,

alguien que, si recibe una dosis de amor,

no segregue anticuerpos, no cree resistencias

sino que simplemente asimile. Asimile

sin intoxicaciones peligrosas

y sin alteración de su naturaleza.

Y luego, limpiamente,

elimine los rastros de la sustancia extraña

que el otro le inocula

(Hipótesis del solitario, 1971, p. 327).

En el occidente de la posmodernidad nada se quiere saber del contacto con la muerte y la enfermedad, nada se quiere saber tampoco del otro: Las nuevas condiciones del sujeto a fines del xx, Rosario no las vive, pero sí las presiente, las anticipa en su poesía, en la que los seres representados no sólo están presos, sino que están presos de sí mismos, encerrados en sus propios límites:

Todo está aquí guardado,

todo está oculto y preso.

Llámala, quiebra el muro con tu voz...

(Fábula y laberinto, 1950, p. 53).

 

Cara contra los vidrios, fija, estúpida,

mirando sin oír

(El encerrado, 1960, p. 182).

El individuo es una “celda hermética”, escribe Rosario:

Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías

ni de esta celda hermética que se llama Rosario

(Dos poemas, 1950, p. 59).

Según Giddens (2000, p. 236), el “El secuestro de la experiencia” genera un control aparente de las circunstancias de la vida y se asocia, probablemente, a formas permanentes de tensión psicológica. Rosario expresa la misma sensación de autoencierro en la oscuridad de un abismo de dolor y soledad que puede llevar hasta la locura. Dice en 1960:

Pero solo... Golpeo una pared,

me estrello ante una puerta que no cede,

me escondo en el rincón

donde teje sus redes la locura

(Monólogo en la celda, p. 183).

¿Por qué, con todo el dolor que representa —tal y como lo vuelve poesía en la primera parte del siglo xx Rosario, y tal y como lo explica Giddens en la década de 1990—, el sujeto occidental moderno se autosecuestra? Porque con todo lo paradójico que parezca en nuestras altamente agresivas, violentas y apremiantes sociedades, “El secuestro de la experiencia” permite, según ha valorado Giddens (2000) —aunque con costos incalculables—, evadir muchas formas de angustia:

Ese secuestro es la condición del establecimiento de amplias áreas de relativa seguridad en la vida cotidiana en condiciones de modernidad. Su efecto, que según hemos visto se ha de considerar en gran parte una consecuencia no pretendida del desarrollo de las instituciones modernas, es el de reprimir un conjunto de componentes morales y existenciales básicos de la vida humana que quedan, por así decirlo, relegados contra los bordes. (p. 212).

Separar a los de dentro de los de fuera, escondernos de la sociedad o escondernos de nosotros mismos, evitar el contacto directo con sucesos y situaciones que anudan nuestro entorno con las situaciones de la moralidad y de la finitud, tal es la esencia del “Secuestro de la experiencia”, que Rosario lo enuncia en estos categóricos términos poéticos: “Puede hervir a su lado la multitud. Mi amigo / está solo” (Distancia del amigo, 1950, p. 44).

Conclusiones: Del yo narcisista occidental a la esperanza del yo con los otros

Pero Rosario no se cierra en un solipsismo egoísta. Desde los primeros años de su creación poética, desde su temprana juventud, transita lentamente de un yo trágico hacia un yo esperanzado: “Lo que ocurre es que yo tuve un tránsito muy lento de la más cerrada de las subjetividades al turbador descubrimiento de la existencia del otro” (1998, p. 1001).

Por una parte, advertimos que a lo largo de su obra, en ciertos momentos poéticos, abandona la voz de la primera persona del singular, yo, para hablar llanamente desde un nosotros o hacia un , que es una forma de nosotros. Es cautivador advertir cómo desde los poemas escritos en 1948 hasta aquellos de los últimos años de su vida, fue hilvanando versos que se orientaban al otro, a los otros, con un tono que dejaba, por momentos la desazón, el dolor, la soledad, para encontrarse, para cobijarse esperanzada junto a los otros:

A veces cuando uno la lee mucho, hostiga la soledad, el desamor de Rosario Castellanos. Uno acaba cerrando la página descorazonado. Pero en seguida viene la contraparte, la de la estudiosa, la de la maestra, la de la crítica y autocrítica, la de la mujer que supo reírse [...]. (Poniatowska, 1986, p. 106).

Y es que Rosario prefiguró una metáfora más, una que da alivio, respiro. Rosario no murió sin haber encontrado una salida de la celda, la encontró, en una alternativa que Todorov llamara muchos años después de su muerte, un “humanismo bien temperado”.

Rosario comprendió, como lo hizo Rousseau y lo recuerda Todorov (1997), que “El error de Hobbes y de los filósofos es que confunden al hombre natural con los hombres que tienen por delante” (p. 20). Supo olvidarse de las experiencias particulares y reconocer en el contacto con el otro la posibilidad de aliviar las carencias propias porque “así, de nuestra imperfección misma nace nuestra frágil felicidad” (p. 101).

Todas las metáforas que hemos considerado tanto en el discurso poético de Rosario Castellanos como aquellas derivadas del discurso filosófico, histórico o sociológico, podrían llevarnos a pensar en una descalificación del individualismo gestado por la modernidad del que somos herederos, pero como nos advierte Todorov (2003), es un problema de matices; no es el individualismo en sí el conflicto, sino sus giros, sus deformaciones, sus extremos. Los valores que surgen del individualismo, esto es, del humanismo, y nuestra inclinación a ellos, no pueden ser puestos en tela de juicio, pero éste debe “atemperarse”, dice Todorov (2003):

Un humanismo bien temperado podría ser para nosotros una garantía contra los yerros del ayer y del hoy. Rompamos las asociaciones fáciles: reivindicar la igualdad de derecho de todos los seres humanos no implica, en forma alguna, renunciar a la jerarquía de los valores; amar la autonomía y la libertad de los individuos no nos obliga a repudiar toda solidaridad; el reconocimiento de una moral pública no significa, inevitablemente, la regresión a la época de la intolerancia religiosa y de la inquisición; ni la búsqueda de un contacto con la naturaleza, equivale a volver a la época de las cavernas [.] Aprender a vivir con los otros forma parte de esa sabiduría. (p. 447).

Rosario encontró el gran valor de la intersubjetividad no sólo como alternativa personal, sino social y poética, y el valor de un humanismo que supera una tradición occidental sellada por el pesimismo de Platón a Freud: “El egoísmo y el solipsismo son el reverso oscuro del ideal de autarquía individual” (Todorov, en Grott, 2008, 39° párrafo).

Depender de los otros, en el sentido positivo, es nuestra desventura, pero es, al mismo tiempo, la única fuente de felicidad posible, de “frágil felicidad” posible. Esto, de algún modo, lo dijeron Bajtín, Levinas, Habermas y Todorov.

Rosario atemperó el humanismo simultáneamente o muchos años antes de que se desplegaran las teorías de la alternancia y la otredad. El espíritu que emana de la poesía de Rosario, trágica, dolida, herida por la conciencia de tanto saber, sí es, al final, para bien de ella, y para bien de todos, un humanismo bien temperado:

El otro. Con el otro,

la humanidad, el diálogo, la poesía comienzan.

(Poesía no eres tú, 1969, p. 311).

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Notas:

[1] Lilia Leticia García Peña - Mexicana. Doctora en literatura hispánica por El Colegio de México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) Nivel I. Actualmente está adscrita a la Universidad de Colima. Su área de investigación gira en torno al imaginario simbólico-mítico en la literatura mexicana (de 1955 al presente). Entre sus publicaciones recientes se encuentran: “La experimentación narrativa como búsqueda de la identidad”, en P. Laurent Kullick, El camino de Santiago (Agathos, 2014); “An international review of the humanities and social sciences”, Rumania, 5(1); “De Hermes a Babel: Mitos del siglo XXI en El mundo de ocho espacios de Jaime Romero Robledo”, en Decires. Revista del Centro de Enseñanza para Extranjeros (2012), ISSN 1405-9134, UNAM, 14(17), primer semestre, 91-104; y “Nociones esenciales para el análisis de símbolos en los textos literarios” (2012), 452 °F. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Autónoma de Barcelona, 6, disponible en web: http://www.452f.com/pdf/numero06/garcia/06_452f_ garcia_indiv.pdf 

 

[2] A lo largo del trabajo citaré los versos de la edición Rosario Castellanos (2012), indicando el título del poema, el año de primera publicación y la página de la edición consultada, con el fin de facilitar el seguimiento de las metáforas a lo largo de su obra.

 

[3] Es importante señalar que la famosa expresión “derretir los sólidos” se refería -señala Bauman (2004)- al audaz espíritu moderno que no pretendía liberar al mundo de los sólidos definitivamente sino hacer espacio a nuevos y mejores sólidos (p. 9), pero tal representación de un orden imperante que se esfuma se ha convertido en una metáfora definitiva del discurso de la disolución de la modernidad que desemboca, como veremos, en línea directa en la metáfora de “Modernidad Líquida” de Bauman.

 

[4] “Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo [...] Los fluidos se desplazan con facilidad. ‘Fluyen', ‘se derraman', ‘se desbordan', ‘salpican', ‘se vierten', ‘se filtran', ‘gotean', ‘inundan', ‘rocían', ‘chorrean', ‘manan', ‘exudan'; a diferencia de los sólidos, no es posible detenerlos fácilmente —sortean algunos obstáculos, disuelven otros o se filtran a través de ellos, empapándolos—. Emergen incólumes de sus encuentros con los sólidos, en tanto que estos últimos —si es que siguen siendo sólidos tras el encuentro— sufren un cambio: se humedecen o empapan [....] Estas razones justifican que consideremos que la ‘fluidez' o la ‘liquidez' son metáforas adecuadas para aprehender la naturaleza de la fase actual —en muchos sentidos nueva— de la historia de la modernidad” (Bauman, 2004, p. 8).

 

[5] Como integrante de la primera generación de la escuela de Frankfort, Benjamin realiza “una crítica total de la sociedad moderna y sobre todo de su cultura” (Touraine, 2006, p. 152), y considera a la época que le toca vivir —la misma en la que Rosario comienza a concebir su quehacer poético— como la caída de la visión racionalista del mundo occidental.

 

[6] “El puritano quería ser un hombre profesional; nosotros tenemos que serlo. Pues al trasladarse la ascesis desde las celdas monacales a la vida profesional y comenzar su dominio sobre la moral intramundana, contribuyó a la construcción de este poderoso cosmos del orden económico moderno que, amarrado a las condiciones técnicas y económicas de la producción mecánico-maquinista, determina hoy con fuerza irresistible el estilo de vida de todos cuantos nacen dentro de sus engranajes (no sólo de los que participan directamente en la actividad económica), y lo seguirá determinando quizás mientras quede por consumir la última tonelada de combustible fósil. El cuidado por los bienes exteriores, decía Baxter, no debía ser más que <<un liviano manto que se puede arrojar en todo instante» sobre los hombros de sus santos. El destino ha convertido este manto ligero en férrea envoltura” (Weber, 1987, p. 199; las cursivas son mías).

 

[7] Ya Macionis y Plummer habían identificado que la modernización se caracteriza por la creciente división del trabajo, es decir, por la actividad económica especializada: “Mientras que todos los habitantes de las sociedades tradicionales participan en una amplia gama de actividades, las personas que viven en sociedades modernas llevan a cabo roles muy especializados [...] Es la diferencia, más que la similitud, lo que integra estas sociedades; todos nosotros dependemos de otras personas para satisfacer nuestras necesidades” (Macionis y Plummer, 2000, p. 645). En ese mismo sentido, como explican Berger y colaboradores, “La jaula de hierro” y las implicaciones de la premisa fundamental “a modo de máquina” de la modernidad, no implica la participación directa de los sujetos en las actividades productivas tecnológicas; se trata de elementos esenciales en el universo simbólico característico de la modernidad que orientan a los individuos a “pensar de un modo tecnológico” (Berger et al., 1979, p. 42), limitando y empobreciendo así sus relaciones consigo mismos, con los otros y con el mundo.

 

Ensayo de  Lilia Leticia García Peña

Universidad de Colima

llgarcia@ucol.mx

 

Publicado, originalmente, en: Revista Culturales Época II - Vol. III - Núm. 1 / enero-junio de 2015 ISSN 1870-1191

Revista Culturales es una revista académica latinoamericana, digital, de publicación continua y de acceso abierta es editada por la

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Link del texto: http://culturales.uabc.mx/index.php/Culturales/article/view/326

 

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