Al otro lado

cuento de Natalia García Mora

Suena el teléfono de la niñera. Después de varios pero..., concluye con un ya voy. Termina de doblar el mantel rojo de rayas blancas y lo mete en una bolsa sellable que acomoda en su morral. Alza a la niña, no quiere que camine y arruine el atuendo que, aunque casual, está impecable. Se despide del niño. No lo olvides, en una hora tienes que estar en el parque. Repasa el guión, dice y sale de la casa sin cerrar la puerta.

De un brinco el niño se levanta del sofá, es momento de hacer lo planeado. Trata de ignorar las cámaras pequeñas, parecen un enjambre de zancudos siempre acechantes. Va al estudio, tira varios libros al piso, los apila para subirse en ellos y alcanzar la parte alta de la biblioteca. Trepa. No llega. Completa con los tomos de la Enciclopedia de la libertad y el Compendio de la familia. De nuevo sube y estira el brazo. Las cámaras se distribuyen y captan tomas desde diferentes ángulos. Tira una patada con fuerza a una, pero no la alcanza. Arrastra las puntas de sus dedos sobre la superficie, forma bolitas de polvo y telarañas apelmazadas con el sudor. El meñique toca la cara áspera de la caja; se alegra de haber tenido un escondite efectivo para los fósforos. La columna de libros se tambalea. El niño salta y llega al suelo primero que los libros. Baja al sótano y coge el bidón de gasolina oculto en la tercera de las cajas apiladas.

Está hecho.

Enseguida sale de la casa sin mirar atrás y revisa la hora en su reloj de goma fluorescente. Luce pequeño al lado de la cámara que lo espía en exteriores. El lente hace un paneo general del barrio y regresa al niño. Mientras camina, de fondo se ven las casas blancas de techos triangulares, uniformadas desde la posición de los lirios, las bromelias y las orquídeas de los jardines, hasta los perros de pelaje cepillado y los carros último modelo. Continúa en dirección al estadio de donde sale el sonido de las explosiones propias de las escenas de acción. Con un manotazo trata de alejar el lente. No dejaremos de grabarte, aunque no hayas recibido libreto. Las improvisaciones son material extra y valioso, ha sido la misma respuesta desde que se atrevió a preguntar.  

De pronto se activan los aspersores de agua de la cuadra, los que simulan los aguaceros. Quedaron mal reparados, piensa. Abre la boca hacia arriba y extiende los brazos. Grita ¡Hola! a dos vacas alienígenas que atraviesan el cielo con apuro, están concentradas, en acción, en medio de una emergencia, y ellas no improvisan. Ni en instantes como éstos olvida cuánto le molesta que lo estén filmando; será que todos los demás lo disfrutan, se pregunta una vez más. El lente sigue enfocándolo, mientras en su camino él sigue el canto de las aves que sale de los parlantes camuflados como piedras. Espera que su plan tenga algún resultado. Que se quemen esas cámaras zancudas, por lo menos. Esos aparaticos son el primer y más recurrente recuerdo de su infancia.

Llega al parque 10 minutos antes para no despertar ninguna sospecha. El papá de Fresk-go, la bebida refrescante y nutritiva, se está sentando a la cabeza de la mesa. La niñera, que ahora hace de mamá Fresk-go, termina de tender el mantel rojo de rayas blancas y el resto de la utilería. Se termina de abotonar la blusa y se aplica un labial rojo, con un gesto le pide al niño la confirmación de que le quedó bien. El niño sube los hombros y las cejas, y se acomoda junto a la niña, quien hace de hermana en la serie que están grabando. Sin esperar la instrucción, se para el pelo haciendo pinzas con todos los dedos y sacude con disimulo las telarañas que acaba de detectar en sus hombros.

El que hace de papá, un hombre que el niño nunca ha visto, levanta los brazos y lo invita a disfrutar del almuerzo campestre. Luego toma la jarra con determinación y le sirve el nuevo sabor banano-piña en un vaso con hielo. Expectantes a la reacción del niño, los papás lucen sonrisas de dientes blanqueados y nivelados. Al sorber Fresk-go, el niño identifica el sabor de agua con anilina. Harto de actuar, no disimula, escupe el líquido amarillento sobre la impecable hermana. El vuelo del refresco también alcanza la blusa de la mamá.

El niño levanta la vista e identifica la ubicación de la humareda negra. Mira fijamente el lente de la cámara y le muestra los colmillos arrugando todo el rostro. Empuja la mesa y se levanta. Camina. Trota, trota. Corre, corre, corre, corre hacia su casa. Trata de escapar, pero el lente lo persigue sincronizando la velocidad. Colgado en un carro de bomberos, pasa el joven que suele hacer de hermano mayor del niño; en esta ocasión usa el traje antillamas del cuerpo de emergencia. El niño acorta el camino por la cuadra de los telones verdes. Allí, unos camellos aturdidos por el sonido de las sirenas jalan las cuerdas que los amarran a los postes.

Cuando está frente a la casa, el niño interrumpe la carrera y el lente choca con él. La fuerza del golpe lo tira y cae de rodillas. Se da cuenta de que con el incendio sólo generó un escenario más. Gira y toca el vidrio, quiere sentir lo que no puede entender.

Al otro lado, una niña ve televisión sentada en la alfombra de un apartamento. Luces y sonidos nacen del electrodoméstico rectangular. Ha visto cinco episodios de Vacas alienígenas, su programa favorito; las lleva estampadas en la camiseta. Comienza a pasar los canales. Se detiene al ver la imagen de un camello que corre y lleva a cuestas un hombre con un turbante. La arena sube desde las veloces patas y se mimetiza con el amarillo inagotable del desierto. En otro canal, un carro irrumpe en un partido de fútbol y explota en medio del estadio.

Continúa pasando y frena en el colorido comercial de Fresk-go, la bebida refrescante y nutritiva. Una familia disfruta de un almuerzo en la mitad de un parque. Los papás saborean una hamburguesa carnuda y el niño bebe hasta el fondo un vaso de Fresk-go sabor banano-piña. Después de reírse porque el niño escupe con fuerza todo el refresco y hace cara de perro enojado, la niña sigue pasando los canales y se detiene al ver una casa en llamas. De las puertas y las ventanas sale el fuego sin restricciones durante varios minutos. Luego, un zum centra la atención en un niño, arrodillado frente a la casa, que gira y toca la pantalla. La niña siente la perturbación de ese niño de cara tiznada, parece atrapado; abre aún más los ojos, grita y apaga el aparato. Al instante escucha el zumbido de un enjambre. Varias minicámaras provenientes del patio destejado se dirigen hacia ella.

 

Autora:

Natalia García Mora (Bogotá, Colombia, 1980). Ecóloga por la Pontificia Universidad Javeriana, magíster en Escrituras Creativas por la Universidad Nacional de Colombia, diplomada en Escritura Creativa y en Estética de la Corrección por la Pontificia Universidad Javeriana. Ha participado en varios talleres de escritura creativa, incluido el taller de narrativa “Cuentos para volar” ofrecido por la UNAM. Ha colaborado en Memorias del agua. Antología de crónicas (Pontificia Universidad Javeriana/Secretaría General de la Alcaldía Mayor de Bogotá, 2011), Inspiraciones nocturnas III (Diversidad Literaria, 2017) y en la Antología Relata (Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa, 2018). Es autora del cuento Tortulia, la tortuga del Guaviare (Fundación para el Desarrollo Integral y Protección del Medio Ambiente/Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico, 2007)

 

Publicado, originalmente, en: Punto de partida No. 87/88  julio-septiembre 2020 / No. 87-88

Punto de partida es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura

Link del texto: http://www.puntoenlinea.unam.mx/index.php/1566

 

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