De críticos, novelistas y otros bribones
Un acercamiento a la narrativa peruana en los años noventa
Carlos Alberto García Miranda

La narrativa peruana actual constituye un espacio discursivo articulado desde tres lugares de enunciación. Tenemos, por un lado, a los críticos académicos y a los de revistas y medios de prensa, interesados en establecer las características de esta narrativa a partir de la revisión de algunos libros asumidos, en muchos caos, como “representativos”. Por otro, a los narradores con una cierta trayectoria, algunos insistiendo en sus viejas fórmulas, otros, menos pudorosos, tratando de seguir las pautas temáticas que el mercado editorial, especialmente español, impone. Y por último, a los jóvenes narradores, pugnando por lograr en un libro lo que otros no lograron en toda una vida. 

En lo que sigue recorreremos cada una de estos lugares de enunciación, intentando definir los contornos del espacio discursivo de la narrativa peruana de los noventa. 

1. CONTRA LOS LAGARTOS

La crítica en los años noventa se desarrolla en dos espacios distintos. Uno, en el ámbito académico, donde la crítica se muestra interesada, principalmente, en desarrollar planteamientos vinculados a textos canónicos de nuestra literatura –Garcilaso, Vargas Llosa, Arguedas- desde diferentes perspectivas teóricas, que van desde la Estilística, hasta la Semiótica, Deconstrucción y Pragmática. El otro espacio es el periodístico. En él la crítica se vuelve una práctica porosa, donde el impresionismo y el fácil halago abundan. Sus temas, generalmente, se refieren a publicaciones recientes y tópicos de “moda”, sirviendo muchas veces como caja de resonancia de lo que sucede en otros escenarios literarios, como el español y norteamericano. 

Ambos espacios han intentado dar cuenta de la narrativa peruana última. Aunque mínimo, en el ámbito académico el interés ha sido reflexionar sobre las problemáticas que esta narrativa plantea tanto en el espacio propiamente literario, como en el de los procesos culturales. Un caso que ejemplifica este carácter es el artículo de Miguel Ángel Huamán ¿Narrar la crisis o crisis del narrar? Una lectura de la novela peruana última (1996). Aquí Huamán realiza dos operaciones. Primero, inserta la discusión sobre la narrativa última en el proceso literario nacional, vinculándola con la narrativa urbana, una de las dos tendencias (urbana y rural) que planteara Antonio Cornejo Polar y Luis Fernando Vidal en su antología Nuevo Cuento Peruano (1984). 

“De las dos tendencias señaladas por Antonio Cornejo Polar y Luis Fernando Vidal –afirma Huamán -, la narrativa peruana última parece haber optado decididamente por aquella que prefiere afincarse en el ámbito urbano y que se centra e incluso regodea al asumir como eje significativo la desestructuración del orden anterior, con una clara intención de legitimar cualquier retorno al mismo, por el tono nostálgico y doliente con que se viste”(1996: 411).

Y segundo, establece relaciones entre esta narrativa y su significado en el marco de la Modernidad: 

”El objetivo de estas líneas es proponer una primera lectura de la narrativa actual en diálogo con nuestra cultura. Muchos autores han resaltado los vínculos entre la novela y la Modernidad, no sólo creadores, sino críticos han abordado dicha relación, al punto de poder afirmar que la historia de la primera es correlativa a la de la segunda. Preguntarnos por la naturaleza de nuestra novela última en el fondo es interrogarnos por el sentido de nuestra modernidad cultural” (409). 

Por otro lado, tenemos el espacio periodístico, donde el interés radica en establecer algunas pautas en torno a la narrativa del noventa con relación a su producción editorial y receptividad social. Algunos afirman con cierta insistencia que en la presente década se ha generado una suerte de boom narrativo pocas veces visto en nuestro medio (GARAYAR: 1994: 48). Sus características básicas serían la cantidad de textos publicados, la enorme acogida del público, obligando en algunos casos a reediciones inmediatas, y su necesidad de contar una historia sin complicaciones técnicas, desarrollando novelas o cuentos fácilmente decodificables por el lector. Esta tendencia, denominada por algunos como literatura light (frívola), sería la dominante en el panorama narrativo actual.

Sin embargo, para otros el panorama narrativo reciente no estaría tan definido. Existen algunos aspectos que se están obviando, tal vez debido a un entusiasmo bastante inocente, que hace pensar que un tiraje de mil ejemplares (aunque la mayoría son de quinientos) para un país de más de veinte millones de habitantes constituye un boom.

En una reciente publicación, Alberto Valdivia llama la atención sobre la diversidad que presenta esta narrativa. 

“Las vertientes tejidas alrededor del manejo narrativo iniciado en esta década dentro del Perú –afirma Valdivia- no son claras; ni convencionales ni experimentales. La ebullición que por la narración se habría de dar en esta década en donde el valor comercial de la narración –según el acuerdo general- ha barreado, sometido a otros géneros, ha sido sonido fatuo, encíclica pendiente. No es cierto, empero, que la narración en el género novelístico haya sido dejada de lado por lo jóvenes autores peruanos. Sus marcas en el arribo del siglo XXI guardan trazos algunas veces coloridos, otras interesantemente académicas (neoclásicas), otras pocas veces experimentales. Extrañamente la voz personal no se ha erguido por sobre esta nueva generación novelística; ninguna mirada marginal se ha dejado ver prominentemente, no ha dejado registro de sí misma en tinta y papel distribuido frente a los circuitos de lectura. Esa voz o no existe o espera revelarse, espera madurez o menor rigor mercantilista en el contexto literario presente”(1999: 22). 
La diferencia de las interpretaciones sobre un mismo evento que ambos espacios proponen se explica por la situación de sus lugares de enunciación. El horizonte de la crítica académica actual se muestra orientado hacia la reflexión cultural de la literatura. Dentro de ella pretende dar cuenta sobre problemáticas que la han acompañado desde su fundación, como el problema de la identidad, entre otros. Por ello no llama la atención su recurrente interés en autores canónicos como El Inca Garcilaso de la Vega, Huamán Poma de Ayala o Mario Vargas Llosa, en desmedro de los autores más recientes. Tampoco que, cuando trate el tema, centre su atención en la problemática de los imaginarios nacionales y su inserción en la Modernidad, como se manifiesta en el artículo de Miguel Ángel Huamán antes citado. 

Por su parte, la crítica periodística se muestra interesada en insertarse en un espacio cultural que no es el suyo. Trata de leer los textos bajo la luz de los diferentes eventos editoriales que se promueven principalmente en España y Norteamérica. Esto explica su insistencia en proponer como marco de reflexión conceptos como “Generación X” o “Literatura light”. El primer concepto surge de la novela Generation X de Douglas Coupland, que trata sobre el complejo mundo de los jóvenes que oscilan entre los quince y treinta años. A partir de esta novela, y potenciado por los medios de comunicación de masas, se generó un gran fenómeno social. Se trató de un nuevo tipo de literatura juvenil de noveles autores que describen sus propias experiencias en un modelo caracterizado por presentar una narrativa ausente de valores, apático, donde se mezclan la violencia y la agresividad propias de esa edad. En España este tipo de narrativa ha encontrado eco en autores como Ray Loriga, quien con su novela Héroes obtuvo el Premio Sitio de Bilbao de novela, y José Mañas, cuya primera novela Historias de Kronen fue finalista en el prestigioso concurso Nadal de novela. Y en América Latina, uno de los adscritos a esta tendencia es el escritor Chileno Alberto Fuguet, en cuyos libros, aunque lo niegue en sus declaraciones periodísticas, se halla más de una relación con esta narrativa. A parte de esto, habría que mencionar el gran éxito que cada uno de estos autores a logrado a escala continental.

Bueno, al parecer, la crítica periodística ha tratado de relacionar la producción narrativa de esta última década con este fenómeno. Una suerte de querer hacer de esto un pequeño boom o, como a algunos se les ocurrió llamar, un petit boom nacional. También han contribuido a ello tanto editores interesados en promocionar a sus editados como los mismos escritores que hacen lo imposible por equipararse a sus pares españoles.

2. LOS VIEJOS SAURIOS NO SE RETIRAN 

Según la encuesta realizada en la revista Debate sobre “Los Diez Libros De Narrativa Peruana De La Década 1990-99”, los primeros puestos lo ocupan escritores de amplia trayectoria como Edgardo Rivera Martínez, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, entre otros. Sobre los tres últimos la inclusión de sus libros no sorprende. Debido a lo que hicieron en otras décadas es difícil imaginar una lista de escritores representativos sin ellos. Por su parte, los libros de los tres primeros destacan, a decir de muchos, porque constituyen las mejores expresiones de su talento narrativo. En efecto, indudablemente País de Jauja representa la culminación de todo un proceso creativo iniciado por Rivera Martínez en su breve obra maestra El Ángel de Ocongate, cuento con el que saltó a la fama al obtener en 1982 el primer premio en el concurso “Las Mil Palabras” que organiza anualmente la revista Caretas. Lo mismo ocurre con Miguel Gutiérrez, que con Violencia del Tiempo culmina una saga que empezó con los paisajes de El viejo saurio se retira (1968), y se da inicio en Hombres de Caminos (1988), donde aparece la familia de los Villar. Y también con Oswaldo Reynoso, quien con Los eunucos inmortales llega a una madurez estilística que empezó a delinearse en su famoso libro de relatos Los Inocentes (1962).

Sin embargo, la crítica reaccionó de manera distinta frente a estas obras. Con respecto a País de Jauja fue unánime. Domingo Martínez, un crítico peruano que reside en la Universidad de Columbia, escribió que 

“País de Jauja ha sido recibido y percibido por la crítica como lo que se suele denominar un "libro mayor", en el que el escritor se ha soltado a poner en el papel una parte muy importante e integral de su experiencia vital. Muchos novelistas (y Rivera con este libro se convierte en uno) tienen ese libro que marca claramente una decisión de enfrentar la tarea de presentarle al mundo cómo se hace el escritor, qué combinación única de fuerzas, experiencias, tradiciones e inquietudes han convertido al individuo en ese animal tan especial que es el narrador. Hay algo casi mágico en el hecho de que el lector se interese por esa vida que está leyendo, y que encuentre aquí y allá escenas o caracteres familiares, queridos y temidos, envidiados y odiados” (1996). 

Y como para corroborar estas palabras, en 1995 la novela mereció contarse entre las finalistas del Concurso Internacional de Novela "Rómulo Gallegos". 

No tuvo la misma suerte La violencia del tiempo, que causó polémica pues, mientras algunos críticos como César Ángeles afirman que 

“con esta obra, más que con cualquier otra, Miguel Gutiérrez (Piura, 1940) plasma uno de sus leitmotivs más antiguos en su concepción de la vida y la literatura: hacer de la creación la expresión de una moral. Quiero enfatizar con ello que con esta gran novela que es "La Violencia..." - en todo el ámbito de nuestra lengua- se manifiesta la continuidad entre el Gutiérrez-autor y el Gutiérrez-narrador. Su caso es de ésos donde, con el paso de los años, se ha ido aunando el mismo compromiso con la vida y con la literatura” (1988), 

O Roberto Reyes Tarazona, para quien 

“La violencia del tiempo, donde se conjugan pasión y reflexión, sueño y realidad, ideología y amenidad, canción y diatriba, en su más alta dimensión, constituye un ejemplo y un reto para las futuras generaciones de narradores que intentan ir más allá de los simples y banales ejercicios de virtuosismo narrativo, o de complacer servilmente las demandas del mercado” (1993: 357).

Otros críticos, como Sergio Ramírez, muy enfáticamente afirma que 

”La verdadera carta que se juega (Miguel Gutiérrez y su libro) es la de plasmar un producto capaz de colocarse con éxito en el escaparate internacional. Es una apuesta -continúa Ramírez- seria para la que se asume sin vacilar la “centralidad” europea; el “internacionalismo” como categoría empática; las alusiones que buscan conectar con la experiencia cultural de los potenciales lectores españoles y franceses y, por su puesto, el infaltable color local que todo lector promedio europeo espera de una novela latinoamericana. LVT se lo brinda a manos llenas. La brujería juega un papel importante en ese plano, así como algunos clichés de los que no se priva el texto: drama social, fuerte presencia del paisaje, erotismo desaforado, la supuesta vitalidad que nos desborda” (1993: 346). 

Por su parte, Los Eunucos inmortales de Oswaldo Reynoso, si bien recibió una crítica positiva, no produjo mayor entusiasmo. Sin embargo, es indiscutible la importancia de Los Eunucos..., tanto dentro de su obra como en la narrativa peruana. 

Otros “viejos saurios que no se retiran” y que aún insisten en los planteamientos literarios con que se hicieran famosos, son Carlos Eduardo Zavaleta, quien en esta década ha publicado casi un libro anual (Un joven, una sombra (1992), El padre del tigre (1993), Campo de espinas (1995) y Cuentos completos (1997), entre otros), y Gregorio Martínez con Crónica de músicos y diablos. También resulta interesante el caso de Laura Riesco, a la que muchos daban por perdida en los circuitos literarios, pero que volvió con una fabulosa novela Ximena de dos caminos (1994), después de la experiencia de su primer libro El truco de los ojos, que pasó desapercibido. Su novela no sólo ha concitado los mejores elogios de la crítica, sino también ha servido para insertar en la narrativa peruana actual a las mujeres narradoras.

3. El PETIT BOOM

Dentro del corpus de escritores que surgieron en esta década se puede distinguir dos líneas. En el primero estarían aquellos narradores que surgieron en la década anterior, pero en el presente lograron consolidarse. Uno de ellos es Guillermo Niño de Guzmán, quien con su primer libro Caballos de medianoche (1984) alcanzó notoriedad en el circuito literario limeño no sólo por el elogioso prólogo de Mario Vargas Llosa, sino por la excelencia de su prosa que anunciaba un buen narrador. Excelencia que fue confirmada por la obtención del primer premio del concurso “La Mil Palabras” de la revista Caretas, al año siguiente. En esta década, su conjunto de relatos Una mujer no hace un verano (1995) logra desarrollar una narrativa cercana a los planteamientos de Hemingway, en el sentido del buen manejo de los diálogos, con una prosa cortada y directa. Con estos elementos estilísticos, Niño de Guzmán inserta en la narrativa peruana una serie de temas vinculados no al plano social, sino a los del individuo enfrentado a sus propias dramas y obsesiones. Otro escritor con el que guarda más de una similitud es Alonso Cueto, que se inició en la narrativa un año antes que él con su libro de cuentos La batalla del pasado (1983). Cueto, al cuidado del estilo de Niño de Guzmán, agrega la atmósfera cosmopolita y el desarrollo de las temáticas propias de la “novela negra”. En la presente década alcanzará el reconocimiento casi unánime de la crítica con sus libros Deseo de noche (1993, novela), Amores de invierno (1994, cuentos), El vuelo de la ceniza (1995, novela) y Cinco para las nueve y otros cuentos (1996, cuentos). Junto a él, también se adscribe al culto de la novela negra Fernando Ampuero. Este escritor se inició en la década del setenta con Paren el mundo que acá me bajo (1972, cuentos), a la que siguió Mamotreto (1974, novela), Deliremos juntos (1975, cuentos) y Miraflores Melody (1979, novela). La característica dominante en esta primera etapa de su producción es la experimentación narrativa y el tema urbano, aunque un poco alejado del neorrealismo tan común en esa época. En los noventa publicó Caramelo Verde (1992, novela), Bicho Raro (1996, cuento) y Malos Modales (1996, cuento). Con estos textos Ampuero se introduce de lleno en el género de la novela negra, desarrollando historias de lectura fácil, que ganan rápidamente el interés del lector. Asimismo, Carlos Calderón Fajardo es otro escritor que, iniciándose en los marcos del neorrealismo con su libro de cuentos El que pestañea muere (1981, cuentos), desembocó en la novela negra en La conciencia del límite último (1990, novela corta), y en esa especie de horror gótico que es El viaje que nunca termina (1993, novela corta).

Por otro lado, tenemos a Luis Nieto Degregori, quien desde sus inicios con Harta cerveza y harta bala (1987, cuentos) se inclinó por el cuento de corte social, desarrollando historias que giran en torno al fenómeno subversivo en el Perú. En 1990 publicó una colección de sus textos anteriores a los que agregó algunos más, bajo el título de Con los ojos para siempre abiertos. Su obra más reciente Señores de estos reinos (1995, cuentos), le granjeó la aceptación de la crítica, especialmente por su cuento “María Nieves”, con el que en 1992 el Premio Copé.

Un caso aparte lo constituye Pilar Dughi, cuyos libros La premeditación y el azar (1989, cuentos) y Ave de la noche (1996, cuentos) la presentan como una de las mejores exponentes de la narrativa femenina actual. Su estilo es similar al de Ribeyro, también sus temas, que se mueven entre el espacio cotidiano y lo fantástico. 

Dentro de este marco de reflexión no se puede dejar de señalar aparición de un género narrativo poco tratado en nuestra tradición. Nos referimos a la novela histórica, desarrollada por autores como Luis Enrique Thord con sus conjuntos de relatos Sol de soles (1998), Fieta Jarque con Yo me perdono (1998), Francisco Carrillo con Diario del Inca Garcilaso (1996) y Óscar Colchado Lucio con ¡Viva Luis Pardo! (1996) y Rosa Cuchillo (1997). Estos autores intentan construir una imagen del pasado a través de la ficción literaria. Thord es un escritor, además de historiador y político, interesado desde sus inicios en una narrativa en donde se mezclen tanto las necesidades del historiador como del antropólogo y el literato. Su primer libro Oro de Pachacamac (1985) es una muestra de ello. Una continuadora de las búsquedas de Thord es Fieta Jarque, escritora que debuta con una novela de muy buena factura y editada nada menos que por Alfaguara. La crítica recibió con beneplácito esta ópera prima, resaltando sus conocimientos del periodo histórico en el que se inscribe la novela –mediados del siglo XVII- y también sobre la ciencia de los ángeles. Y finalmente Óscar Colchado Lucio, autor de Cordillera negra (1985), uno de los cuentos más bellos y profundos de la literatura peruana. En ¡Viva Luis Pardo! (1996) Colchado Lucio nos muestra a un personaje que la memoria colectiva de los pueblos ha mantenido intacto, a pesar de ser casi olvidados por la historia oficial. Y en Rosa cuchillo (1997) se construye una vigorosa imagen de los años de la lucha armada, vinculado, por efecto de la ficción, con contenidos míticos pertenecientes a la cosmovisión andina. 

Una segunda línea en este proceso al que hemos denominado Petit Boom, lo conformarían aquellos que, fundamentalmente, iniciaron su producción en los noventa. Este espacio se presenta bastante diverso en tanto temáticas y formas expresivas. Por un lado tenemos a Mario Bellatín, quien después de un inicio nada auspicioso en los ochenta con su novela breve Mujeres de sal, ha ido construyendo un universo narrativo que expresa una sensibilidad reconocida como “generacional” por muchos críticos. Después de Efecto de Invernadero (1992) y Canon Perpetuo (1993), novelas donde esa atmósfera extraña y personajes imposibilitados de realizarse como personas comienzan a delinearse, logran su mejor expresión en Salón de Belleza (1994), libro que ocupó el cuarto lugar en la encuesta de la revista Debate. Sin embargo, en sus libros posteriores como Damas Chinas (1995) y Poeta Ciego (1998), aquel mundo extraño y de una moral degradada empieza a volverse mero artificio. Y aquello que se presentó como una novedad termina siendo un fácil recurso para llegar a las cien páginas. El caso de Jaime Bayly, según cierto sector, es opuesto. Empezó con un mamotreto llamado No se lo digas a nadie, que por causas hasta ahora extrañas logró un rápido auspicio en la prensa internacional –especialmente la española -, antes que en nuestro medio. Luego siguió con Fue ayer y no me acuerdo (1995), Los últimos días de la prensa (1996), La noche es virgen (1997) y Yo amo a mi mami (1998), entre otras. En este lapso, la crítica limeña pasó de la indiferencia absoluta, pasando por el saludo de banderas, a una cierta recepción positiva de sus textos. Lo cierto es que la narrativa que propone Bayly, de lectura fácil, melodramática y de una cantidad enorme de lugares comunes y clichés de novela rosa, de un modo u otro ha logrado conectarse con cierta literatura que ahora domina el mercado editorial latinoamericano. Una literatura que se sustenta mas que en los contenidos o el trabajo artístico en la promoción y venta de sus ejemplares. Es decir, una narrativa instalada dentro del formato de los bestseller norteamericanos. En una línea similar, aunque con un mayor dominio del estilo y eficacia narrativa, encontramos a Iván Thays, cuya prolijidad y entusiasmo a sido aplaudida por un gran sector de la crítica. El problema de Thays es que confunde la necesidad de expresar en el plano literario los grandes temas del hombre con burdas imitaciones de Nobocov y otros clásicos. Más interesante nos parece el trabajo de Miguel Bances Gandarillas, Carlos Herrera y de Jorge Ninapayta. El primero, con su libro Límites de Eduardo (1998), logra una casi perfecta adecuación entre el nivel formal del relato y el contenido. Diestro en el uso de las técnicas narrativas, nos presenta la situación de jóvenes universitarios instaurados en una atmósfera violenta y opresiva, ante la cual se apela a la conciencia individual como una vía de escape. El segundo, principalmente en su novela Blanco y negro (1995), nos presenta a un autor que reflexiona en torno a la problemática del individuo a partir de eventos de la vida cotidiana. En ambos autores se manifiesta un conocimiento de la tradición narrativa, a la que no rehuyen, sino tratan de renovar. 

De otro lado, encontramos a una serie de autores que intentan dar cuenta del espacio urbano marginal, desarrollando una nueva versión del neorrealismo de los años sesenta. Aunque por edad sobrepasa de largo a los jóvenes narradores, Óscar Malca constituye para muchos el mejor representante de esta narrativa. Su novela Al final de la calle (1993), presenta la historia de M., un muchacho “misio” y “metalero” del barrio de Magdalena, que recorre Lima en busca de dinero y drogas. Un buen sector de la crítica ha visto en este libro una imagen de la juventud de los noventas, e inclusive, más de un sociólogo ha explicado diferentes fenómenos sociales teniendo como base algunas secuencia y personajes de esta historia. Sin embargo, fuera de mostrar un estilo bastante pobre en tanto expresividad, un mal diseño de personajes, pues todos se desplazan como si fuesen autómatas, e historias predecibles, desde nuestra perspectiva el imaginario social que se construye en esta narrativa se vincula más con una mala película norteamericana de violencia callejera rodada en la calle Camaná, que con las diferentes respuestas simbólicas a la violencia que la juventud urbana puede producir. En este mismo marco se encuentran, novelas como Contraeltráfico de Rilo, y relatos como Matacabros de Sergio Galarza y Nadie sabe a dónde ir de Carlos Dávila, por mencionar algunos. 

Asimismo, encontramos a otro grupo de escritores que escapan a las líneas narrativas establecidas anteriormente. Tenemos a Selenco Vega con Parejas en el parque (1998), libro que contiene el cuento Renzo, ganador del concurso Las Mil Palabras de la revista Caretas. Sus relatos se inscriben dentro del formato tradicional del cuento. Hábil en la creación de atmósferas y desenlaces imprevisibles, desarrolla historias de carácter cotidiano, pero que suelen trastocarse por algún evento o “revelación” en sus personajes. Por su parte, Enrique Planas, con su novela Orquídeas del paraíso (1996), construye una historia que le debe más de una idea a La Casa Verde de Mario Vargas Llosa. Aún así, la novela logra desarrollar una trama, a pesar de la truculencia de algunos pasajes. También tenemos a Fernando Rivera Díaz con Barcos de arena (1994), y a Carlos Rengifo con El puente de las libélulas (1996) y Criaturas de la sombra (1998). Rivera Díaz muestra un hábil manejo de los planos, diálogos y técnicas narrativas, desarrollando relatos de muy buena factura, donde prima la exploración de la subjetividad de los personajes y, principalmente, debido a que su referente es Arequipa, logra superar ese folklorismo tan común en la narrativa regional. Y Carlos Rengifo, ganador de varias distinciones literarias, se inscribe en la tradición de la narrativa urbana de los setenta. Sus relatos exploran el espacio social y psicológico de sus personajes, que habitan los barrios marginales. 

Mención aparte merece la aparición de novelas y cuentos escritos por poetas. Destacamos a Enrique Verástegui, con Terceto de Lima, texto que no hace más que corroborar la versatilidad de uno de los poetas más importantes de los últimos tiempos en la literatura peruana, pues también ha incursionado en el ensayo literario y en la reflexión filosófica. También están Carmen Ollé con Las dos caras del deseo (1994), Rodolfo Hinostroza con Fata Morgana (1994), Rocío Silva Santistevan con sus cuentos Me perturbas, que guardan más de una relación con su poesía, y Grecia Cáceres con La espera posible (1998).

Cada uno de los registros desarrollados en estas páginas configura la imagen de la narrativa en los noventa. Una imagen que tienen varios rostros. Primero, el de una crítica dividida en dos espacios cuyos objetivos son distintos. Segundo, la vigencia y vigor de una narrativa heredera de los planteamientos estéticos generados en la década del cincuenta y sesenta en el Perú. Tercero, la inserción dentro del proceso de la narrativa peruana de géneros novelísticos como la novela negra y la histórica. Y cuarto, la insistencia de cierto jóvenes narradores en buscar “nuevas” formas de expresión, aunque sucumban en el intento. Lástima que en la mayoría de los casos se entienda por “nuevo” la simple adaptación a nuestro contexto de algunas prácticas narrativas surgidas en otros espacios. 

En general, esta situación define los alcances de la narrativa de los noventas, que según vemos está muy lejos de conformar un boom o algo parecido. Se presenta más como un periodo de tránsito a uno de rupturas. Por ello no llama la atención que sus mejores logros sean libros como País de Jauja o Los eunucos inmortales, libros que, si bien no están del todo inmersos en los presupuestos estéticos de la narrativa del cincuenta, guardan más de una semejanza con ella. 

Bibliografía:

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Zavaleta, Carlos Eduardo. “La narrativa peruana ante el año 2000” En Alma Mater. Lima, N°11, 1996.

Carlos Alberto García Miranda

Publicación autorizada, para Letras-Uruguay, por parte del autor, el día 7 de febrero 2008

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