Aproximaciones críticas
 

La lectura de la poesía

Jaime García Maffla [1]

El tema de las páginas que siguen es la lectura de unos versos, la lectura de versos, el leer un poema. Con él hay un segundo tema que puede enunciarse, como el de las relaciones de la poesía con la vida, una vida que no se da de modo abstracto, sino que es nuestra propia vida individual, física e inmediata. Mejor será decir que se trata de la comunicación de la poesía con la vida que vivimos, con nuestro ser, o, ya si se quiere, la compañía que la poesía brinda a los seres humanos.

Tomamos un libro de versos en las manos y lo abrimos (puede ser también que encontremos un poema en otro tipo de publicación, en medio de otros escritos). En las páginas del libro miramos el poema y, al hacerlo, nuestra disposición interior ante las cosas cambia, se convierte en algo indefinible, algo impreciso, casi desconocido. Es, de pronto y sin que nada medie, como una puerta que se abre y nos da acceso a nuestro propio interior, por una sensación que es sólo de segundos o de instantes. Entonces, leemos el poema desde lo más interior y subjetivo nuestro y, a medida que leemos, vamos como escribiendo los versos que leemos.

La poesía, sabemos que existe, como algo que no sabemos lo que es, sólo que al saberla sabemos de nosotros y existen los poemas, los versos, que están delante de nuestros ojos, en nuestras manos, en nuestra mente y en nuestro recuerdo, al alcance del oído cuando alguien recita. Sabemos que un poema nos lleva a una emoción, a un sentimiento de algo o de nada. Es su presencia al lado nuestro, entre nuestros objetos y cosas cotidianas (así no se halle al alcance de la mano), en nuestros pensamientos y deseos.

Quien lee, oye o ve un poema no se pregunta qué es la poesía, sino siente de manera inmediata que algo distinto de las cosas del mundo ha tocado su ánimo, que algo llama a su espíritu o reclama a su alma, algo que ha llegado desde un lugar secreto, como una claridad que resulta a la vez descubrimiento y misterio, pero, sobre todo, un instante excepcional. Es la sola lectura de unos versos, de una estrofa o de un poema breve, del fragmento de un poema que no es necesario terminar. Esa lectura, como se oye de pronto una voz lejana o un canto, ha tocado el corazón y ha incitado la imaginación.

Al leer un poema, por unos instantes se está lejos del mundo físico y del tejido de los oficios diarios, se da entrada a “otra cosa” en nuestra mente. Hay, pues, un distanciamiento de los objetos, aún de los pensamientos que interesan a lo que nos rodea y una aproximación a nuestro ser. Llegamos a una emoción particular en la que están incluidos los sentimientos todos o el solo sentimiento, la sensación de ser nosotros mismos en algo como una pausa del tiempo. Es un dejar de estar en algo inmediato para hacer parte de algo distinto. De manera inicial, anotemos que eso se produce por las imágenes y el ritmo de las palabras del poema. Al ir a un verso, hemos llegado a una armonía.

Ahora y así, lo que importa decir es que después de la lectura de un poema no se regresa al mundo en el mismo estado de ánimo en que se estaba antes, sino distinto, como iluminado y más sereno; estado que conlleva una capacidad mayor de penetración de los sucesos que nos rodean. Esto es después de leer el poema, pero queremos acercamos a lo que sucede durante la lectura del poema. Es decir, qué sucede en nuestro ánimo durante la lectura de un poema concreto, pues la poesía no está entre las cosas del mundo como un objeto de conocimiento, sino como algo que es parte de muestro propio interior único.

Mirando un poco más profundamente, la lectura del poema nos lleva a un estudio profundo de nuestra acción y del sistema de nuestras emociones, que no es el mismo que utilizamos en el comercio inmediato con el mundo, sino indeterminado, impreciso y especialmente intenso. Nuestros pensamientos (pues hemos llegado a la esfera de la emoción) entran en relación consigo mismos, como si se miraran en un círculo de silencio interior que se abre, gracias a la armonía de la lectura poética. Ese estadio es emocional, no es de comprensión sino de relación amorosa, entrañable, de efusión y se produce al contacto sólo de uno o dos versos.

Sólo que, antes que la lectura de un poema, está el mundo de nuestros sentimientos y nuestras emociones. En realidad, es por ese mundo que vamos en búsqueda de un poema. Por nuestros sentimientos es que leemos versos, por nuestra emoción sola de la vida, sentimiento de nuestro propio ser y sentimientos que despiertan en nosotros las cosas que nos tocan. Y lo que hacemos en la lectura del poema es reconocer ese nuestro propio universo afectivo que vemos plasmado por otro en sus versos, con sus imágenes y con sus palabras, las cuales, por cierto, amplían nuestro mundo.

Por un azar o un acto voluntario, una casualidad o una necesidad, entre el mundo y nosotros, en un instante se ha interpuesto, mejor, se ha aparecido el poema. Sin saber de dónde viene, en un momento de ocio, en una conversación o entre otros objetos, llega hasta nuestras manos un poema y enseguida tenemos conciencia de que se trata de un ser diferente, la llegada de algo que reclama nuestro ser más auténtico.

De lo primero que nos damos cuenta es de las palabras, a las que vemos en forma separada, como con vida propia, entre algo como una luz que diferencia unas de otras, que las aparta y las hace únicas, a pesar de estar en combinación y en juego con otras palabras. Luego entramos en ese juego y esa combinación, que es de sonidos y de formas melódicas, de ecos en los que el silencio habla también. Y las palabras se nos muestran como algo misterioso y profundo, así sean las mismas que usamos en la conversación diaria, pero con una profundidad y un misterio que están dentro de nuestro corazón. En cuanto al resultado de la lectura, la poesía, cierto es, no soluciona nada, pero crea en nuestro interior el espíritu que dispone las soluciones mágicas de la vida.

Leer un poema abre nuestra mente, no a cosas distintas sino a aspectos distintos de las cosas. El sentimiento, entonces, no es de algo exterior y concreto (un suceso o una persona, por ejemplo), sino de lo más vago e inmaterial de nuestro propio ser. Es como un sentimiento que se siente y se siente sentir, por el cual lo que las cosas nos ocultan salen a luz. Este contacto del sentimiento consigo mismo es lo primero que nos entregan las palabras del poema.

El poema está delante de nuestros ojos e, inicialmente, no invita a leerlo sino a contemplarlo, a mirar las breves líneas rodeadas de la página blanca. Miramos y leemos la primera palabra, el primer verso y ya estamos en medio de una sucesión de ondas de encantamiento, en un hechizo que no es felicidad, sino sólo intensidad de la emoción. Todos nuestros sentimientos han entrado enjuego y las figuras todas de la vida desfilan, por un instante, ante nuestros ojos. No es dicha sino profundidad (el verso, antes que dar felicidad, crea un estado de melancolía en nuestro espíritu), recepción, visión y meditación nuestra a solas con esa bella figura en la página que es el poema.

Se trata de un estado mental imprecisable, que no es objeto de la psicología. Un estado de espíritu, en el que éste se trasciende a sí mismo y a la vez se busca a sí mismo, dentro del círculo de los sentimientos más íntimos. Estamos, al fin, a solas con nosotros, pero llevados de la mano de algo que resulta también ser lo que somos. Entonces, se abren la fantasía y la imaginación a las figuras más distintas del mundo.

Un poema nace directamente de la vida de alguien y al leerlo sentimos la presencia del poeta; nace de su interior y de su corazón, de su situación concreta y aún de su sentimiento general de las cosas. Pero esa vida alude a nuestra vida, la interpreta y la explica y, a un término último, la expresa. Las palabras del poema se hacen nuestras palabras y sus motivos objetivos se hacen nuestros motivos interiores.

Ese alguien que ha escrito el poema no nos cuenta en él lo que le está pasando, sino que, al llevar sus cosas al lenguaje poético, hace que lo que él vive se vuelva parte, no de nuestra experiencia sino de la experiencia de nosotros mismos por una apropiación de la emoción pura de ser. Esto sucede porque la situación íntima se ha vuelto general y toca, en cuanto instancia espiritual, afectiva o sentimental, con lo más interior y secreto de nuestra propia vida. No asume el lector el mensaje del poema como algo que viene de otro (esto sucede, por ejemplo, en la lectura de una novela), sino como algo que nace en él mismo, al producirse el sentimiento de las palabras.

El poema crea un estado de ánimo o un estado de alma. También es un estado de conciencia. Y lo crea gratuitamente por el mismo mecanismo del juego en un momento en el que nuestro interior llega, por virtud de la dimensión poética, a su máxima libertad. Y con esa libertad —que es también intensidad— al regresar al mundo después de haber estado en el hechizo del poema, el lector encuentra rasgos desconocidos en el rostro de ese mundo. Pero, sobre todo, se ha vuelto distinta, más intensa, su manera de aproximarse a él. No adquiere el mundo otra luz, pero sí adquirimos otros ojos.

Sí, al leer un poema estamos lejos del mundo inmediato, pero lejos sólo de la superficie, pues nos hemos instalado, por un movimiento de la emoción, en las profundidades. El lector común es como el nadador que simplemente nada sobre el agua y el lector de poesía, como el nadador que se sumerge y mira el fondo. Entonces, la poesía nos aproxima al misterio del mundo, en el cual nuestra vida está incluida.

Nuestra propia conciencia forma también parte del mundo, de la realidad e, igualmente, a sus capas profundas nos conduce el poema durante los instantes excepcionales de su lectura, descubriéndose aquello que somos de forma más auténtica y pura. Las palabras del poema crean un estado de alma que hace de nosotros mismos un objeto, al que hay que revelar y conocer. Nos hace ser aquello que en la vida inmediata no somos porque vivimos en función de las cosas exteriores, que nos exigen otras facultades, fuera de una emoción que es la que finalmente tiene que dar forma a nuestra vida.

En un poema, por sencillo que sea, están presentadas todas las figuras y posibilidades de la vida, que son también los caminos interiores que puede tomar nuestro ser ante ella. Una imagen en el verso es a la vez un encuentro con lo tangible y con lo inmaterial, con lo físico y con lo mental, pero, más que ello, con los lazos que atan y ponen en comunicación a las distintas zonas de lo real. Entramos, así, en contacto con el secreto de las leyes que gobiernan sucesos y destino; un contacto fugaz y excepcional producido, gracias a la emoción que han puesto en movimiento las palabras del verso.

Al leer un poema no entramos en el reino de los significados sino en el de las uniones secretas de las cosas, en el recinto de lo misterioso, por cuya virtud intuimos, de manera súbita, los hilos que hacen posible la trayectoria de los seres por el firmamento de la vida, su instante mental que no se alcanza por ninguna otra de las producciones o creaciones humanas.

El poema es un espejo en el que nos miramos y un cristal por el que miramos. Es la poesía en la figura del poema, pues no podemos entender el concepto sino por la sola y sencilla organización de unas palabras. En el instante de leer un poema, el mundo adquiere otro rostro que, de alguna manera o en alguna medida, ha de tomarse por lo que pueda ser su verdad. Verdad y palabra poética son una misma cosa; así, la poesía lleva a lo verdadero, tanto de los seres como de la comunicación de esos seres entre sí y con la vida misma.

Por un poema no llegamos a preguntamos, qué es la poesía, sino qué hay en lo que vive, cuál es su última condición, su interior y su sueño. Ellos están determinados para el lector por la relación con su propio sentimiento en el instante mismo en que vive y lee los versos cuando se apropia de las formas del mundo en un acto poético. Así, la poesía es el mismo espíritu, hecho concreto por las figuras del lenguaje y de la imaginación; un espíritu que al crearse, crea el mundo.

Mientras dura la lectura de un poema, cerramos las puertas a todo lo que no sea parte de nuestro ser. Nos sumimos en un sentimiento que se siente y medita, que conoce y descubre en una percepción, gracias a esa otra zona, también especial, de la existencia que es la poesía. Entonces oímos que las cosas hablan y hablan con nuestra voz o, si se quiere, que las cosas nos miran con nuestros propios ojos. Paradójicamente, si con la poesía llegamos a ser nosotros mismos, también nos convertimos o trasformamos en lo que no somos, uniendo así todas las regiones de la vida por unos lazos mágicos.

Pero no comenzamos a leer un poema. Algunas veces, al abrir el libro o la publicación, leemos uno o dos versos intermedios; leemos el final y lo dejamos. Queda la resonancia de esos versos para llevamos a las redes de todo cuanto hemos descrito. La lectura puede ser corta, de unos segundos, pero éstos se convierten en el tiempo interior, tiempo sin límite que no está hechos de contenidos racionales sino de intensidad emotiva. Es una intensidad lo que deja en nosotros el verso aislado que leemos.

Como cuando cae una piedra en un lago y hace una sucesión de ondas. Dejamos la lectura y no seguimos en lo que hemos leído, sino que eso leído sigue en nuestro interior, creando un misterioso tejido de sensaciones únicas, de sentimientos y visiones.

Pero también, por el poema sabemos de la poesía, aunque no es ella lo que nos interesa, en ese instante, sino la vida actual. Pero sabemos de inmediato que la poesía acompaña la vida, que al estar con el poema, estamos con una compañía. Salta, entonces, a un primer plano la existencia de la poesía como realidad del espíritu y del mundo, de la cual participamos, pero también de la cual hemos creado en el acto de creamos, que es lo que hace el poeta cuando escribe el poema.

Sabemos que el poema fue escrito por alguien que conocía la existencia de la poesía, algo indefinible pero que hace parte de nuestro ser más profundo, con la necesidad de trascender, de existir de otra manera. El poema está aquí, gracias a que la poesía está allí y nuestro sentimiento se revela así mismo debido a su presencia. Es la poesía viva, en el poema que vive con nosotros.

[1] Profesor de planta, Departamento de Literatura, Pontificia Universidad Javeriana.

por Jaime García Maffla es un poetameditador y ensayista Colombiano.

Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes y un Máster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana.

Originalmente publicado en Cuadernos de Literatura, Bogotá (Colombia), Vol III Nº 5 enero -junio de 1997

Link de la Revista: http://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/index

Link del texto: http://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/6752/5390
 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

Facebook: https://www.facebook.com/letrasuruguay/  o   https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

Círculos Google: https://plus.google.com/u/0/+CarlosEchinopeLetrasUruguay

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Jaime García Maffla

Ir a página inicio

Ir a índice de autores