Modalidades de lo animal en Fogwill

Ensayo de Laura García
Universidad Nacional de Rosario

Pichiciego (dijo el santiagueño), mulita (cantó alguien), peludo (dijo otro, un bahiense). En el fondo de la cueva, los soldados -desertores, jóvenes, muy jóvenes: unos pichis- se quejan del hambre y para pasarla cuentan, mientras afuera (arriba) estallan los bombardeos. Esos relatos, narrados en una lengua común y sin embargo diferente para cada uno de los pichis, que provienen de lugares distintos de la Argentina, culminarán con la decisión de llamarse a sí mismos “pichiciegos”. En este momento, ellos están elaborando, sin saberlo, un consenso para construir una identidad, que será, no obstante, inestable, precaria, provisoria, compuesta en y para la guerra, y cuya forma comunitaria se agotará en el límite de la vida, cuando los pichis, dormidos por el gas, se vayan de esta tierra, de esas islas. Sin embargo, un resto persistirá espectralmente en el relato de Quiquito, el único pichi que ha vuelto y por quien nos llega, a través de un escritor que anota, graba y escribe su testimonio, la historia de los pichiciegos en Malvinas.

La confección de esa identidad supone un consenso (principalmente un consenso lingüístico) que se imprime sobre las diferencias sin eliminarlas y surge ante la evidencia de la imposibilidad de una identidad y una lengua nacionales sin fisuras. De la puesta en escena de las diferencias entre las lenguas de los pichis surge una lengua enrarecida en su sintaxis, con nuevos términos que designan una vida nueva[1]. Si la invención de esa lengua ocurre es porque hay una lengua materna que sigue convocando a los soldados, hace posible un principio de comunicación, al tiempo que se amplía en las fricciones e iluminaciones en el oscuro. La diferencia emana así del terreno común de la lengua compartida que la identidad nacional pretende pulir como espejo. Las diferencias (palabras), que en esa cueva se intercambian como si fueran objetos, agrietan esa superficie bruñida, le dan textura, trazan marcas singulares e irrepetibles.

En uno de los tres ensayos que dedicó a Malvinas, Perlongher se duele ante una ironía cruel: al regalado título de antimperialistas que esa guerra les valió a los militares, se suma la visión nefasta de cómo, “en nombre de una abstracta territorialidad, que en nada puede beneficiarlas, las castigadas masas argentinas (o al menos, considerables sectores de ellas) se embarcan en la orgía nacionalista y claman por la muerte” (Perlongher Prosa plebeya 177). Cabe recordar que, en una de las versiones de la génesis de Los pichiciegos, Fogwill señala que el disparador del relato fue la voz de su madre que, sentada ante el televisor, festeja: “¡Hundimos un barco!”. Fogwill cuenta que vuelve a su casa y escribe una oración: “Mamá hundió un barco”, y agrega: “Ni la imagen de decenas de ingleses violetas flotando congelados, que de alguna manera me alegraba, pudo atenuar el espanto que me provocaba el veneno mediático inoculado a mi familia” (Fogwill Los pichiciegos 10). El pasaje que efectúa Fogwill desde el inquietante plural (“hundimos”, dice su madre) a su singularización (“mamá hundió un barco”, anota él) es una puesta en escena de lo que hace (lo que se hace en) la literatura, ese pasaje en la lengua que conecta el afuera y el adentro (de la lengua, de la vida, de la obra), o, mejor dicho: revela la existencia de un límite (afuera/adentro), al tiempo que ofrece la posibilidad de convertirlo en umbral: salirse, borrarse del plural, pro-blematizar eso que se acrisola en la lengua y en la identidad, el sentimiento de pertenencia a un imaginado común nacional que enardece y hace pedir sangre, una colectivización (“nosotros hundimos”) donde la responsabilidad personal (“mamá hundió”) se diluye.

Esa figuración de lo nacional se cierne como bruma densa sobre las islas, y de ella escapan, hundiéndose en la tierra, los pichis. El consenso al que llegan se basa en una tensión entre lo igual y lo diferente, entre lo que se une, se congrega, y lo que se separa, se divide, y solo es posible alcanzarlo por ese acto de la imaginación que inventa la lengua nueva. Esa lengua también es provisoria, también es precaria, y se forma a partir de las leves distorsiones de la lengua nacional, que no es sino el lugar vacío al que refieren todas las diferencias: no hay una lengua nacional, sino una sumatoria de variaciones, de formas de decir. Los pichis, su lengua, su identidad, surgen del encuentro entre esas singularidades (cada uno de los hombres que abandonan la guerra y se unen en comunidad) y la singularidad de la situación, de esa guerra (la geografía de las islas, la topografía de la pichicera y sus alrededores, el clima infausto, los bombardeos, los bandos).

Veamos cómo, en ese espacio de comunión diferencial -en el oscuro donde solo las palabras emiten brillo y en sus destellos revelan uniones y cesuras- se trama esa identidad precaria que se figura como animal. Después del diálogo sobre el bicho de varios nombres, los desertores bautizan a su grupo escogiendo uno, implícitamente, porque no hay debate: de allí en más serán pichiciegos y su cueva, la pichicera. El nombre expresa una carencia doble: la condición de subordinación, de minoridad de los soldados (pichi), y la imposibilidad de ver, la ceguera (ciego) del que habita en la oscuridad. El mito de origen de los pichis cuenta el ultraje de un animal que no da pelea, cuyo único recurso es esconderse. Su coraza, imposible de asir, le ofrece una resistencia en apariencia insuperable al cazador, cuya astucia, no obstante, lo hace triunfar suciamente, a traición:

[...] Se los caza con perros: va el perro, lo olfatea, lo persigue y el animal hace una cueva en cualquier lado, para disimular la suya, donde esconde las crías, y en esa cueva falsa se en-tierra y queda con el culito afuera. Entonces lo agarrás de la cola y lo quitás [...]. A los perros les gustaría matarlo. De dañinos, más que por comerlo. Pero a veces -decía- el peludo se atranca en la cueva. Saca uñas y se clava a la tierra y como tiene forma medio ovalada no lo podés sacar ni que lo enlacés o lo hagas tironear con el camión. [...] ¿Sabés cómo se hace para sacarlo? [...] Le agarrás la cola como si fuera una manija con los dedos, y le metés el dedo gordo en el culo. Entonces el animal se ablanda, encoge la uña, y lo sacás así de fácil. (28)

Los pichis son pues figura del animal perseguido y cazado con astucia. Pero en esa guerra, la astucia les pertenece. Ellos son los avivados; los que, para conservar la vida, se avivan. Desde esta perspectiva, la debilidad es fortaleza: en la minoridad y en una vida desplegada en la oscuridad, los pichis sobreviven. Así, el modo de vida de los pichis en Malvinas supone una animalización que va en dos sentidos. Por un lado, el escape de la guerra y el ingreso en la pichicera los hermana con el animal que cava su cueva para sobrevivir -o meramente para vivir: con demasiada frecuencia concebimos la vida animal como supervivencia en lugar de vida-. Por otra parte, el relato de la caza de los peludos pone en escena al animal como presa del hombre y de otros animales (el perro, que, a su vez, como instrumento del hombre en la caza, debe ser adiestrado para no destruir al animal que comerá su amo), al igual que los pichis, que son presa no tanto de los ingleses (con quienes comercian), sino del ejército argentino, y de los avatares de esa guerra de la que no participan.

El pichiciego no es un animal gregario, no vive en manadas. Los desertores arman una comunidad de individualidades no acrisolada, formada en las entrañas de la guerra. En esa unión se opera una inversión en el valor de la animalización impuesta por los militares argentinos: si a los soldados se los trata como animales, los pichis eligen qué animal quieren ser, y crean otro modo de vivir esa guerra. Esa elección, que es un acto de resistencia, revela al mismo tiempo el carácter animal de todos los hombres: algunos cazan, algunos son presa, otros consiguen seguir un modo de vida que esquiva esa lógica.

No obstante, en las jerarquías que reproducen las de afuera (están “los Reyes”, que toman las decisiones y ordenan esa comunidad), lo humano vuelve para poner orden. Los pichis forman una comunidad de supervivencia en la cual la vida del otro es valiosa en tanto hace vivir, permite la supervivencia del grupo como organismo: cuando el Turco encuentra a un soldado medio congelado, piensa dejarlo, hasta que advierte que puede ser de utilidad para los pichis, y cuando ese mismo soldado presiente su muerte en la pichi-cera, algunos se quejan de lo difícil que será sacar el cadáver: “¡Te mando que no te murás! Y si seguís jodiendo con morirte, te voy a matar yo de un tiro”, amenaza uno de los Reyes (43). Fogwill no opone una comunidad heroica al estado criminal. En los márgenes de una soberanía cruel, idiota, negligente, se forma una comunidad fundada en la certeza de una derrota.

Sedentarios en un desierto del que no se deserta

Al animal de la intemperie cabe oponerle el animal de los interiores cálidos. El juego entre intemperie e interior, precariedad y bienestar, afuera y adentro, es frecuente en la narrativa de Fogwill. Aparece en la segunda parte de Los pichiciegos, cuando se revela el origen de la narración que estamos leyendo: se trata de un relato en boca de Quiquito (el único pichi que sobrevivió y volvió) en el departamento de un escritor que toma nota y registra su voz, en Buenos Aires, más precisamente, sobre la avenida Las Heras. El departamento se ubica en un piso alto desde el cual se domina una perspectiva que incluye la avenida (donde se ven paseantes mirando vidrieras y comprando) y, más allá, el Río de la Plata: una súbita visión de la normalidad y el bienestar de los habitantes de la ciudad, que despierta en Quiquito una reflexión acerca del calor y del frío. La visión de los consumidores ociosos, en una hora donde “hay mucho público en las nuevas galerías que acaban de inaugurar” (141), revela que, pese a la guerra (pese a todo lo que ha venido ocurriendo), la vida prosigue su curso, inalterable (la novedad es que se han abierto galerías y tiendas nuevas). En una velada cita al Che Guevara (Schvartzman Críticas 146), el escritor agrega: “Hace mucho un médico argentino aconsejaba a los jóvenes dejar las ciudades y marchar a las sierras. Decía él que las ciudades son como un baño permanente de agua tibia que ablanda y adormece a la gente. Decía que las ciudades son bañaderas estúpidas, llenas de agua caliente para estúpidos” (Fogwill Los pichiciegos 141).

En esa misma agua flotan, tibios, como los transeúntes sin registro ni memoria (porque no se puede recordar lo que no se advierte, lo que no interesa advertir), los peces de “Contra el cristal de la pecera acuario”. Este poema explora la flotación en el interior de una pecera de unas criaturas pez que forman un sujeto colectivo, contra el cual se va recortando una voz individual, el pez que canta su canción sobre la era en que le tocó flotar. Esa era se define por su posterioridad, como se advierte en la repetición de la referencia a un antes, “una era olvidada” (Fogwill Poesía completa 258), a la era de la pecera como un interminable “después”, donde todo está acabado: “¿basta habitar / la espera / como si algo / viniera a suceder / al sol desaparecido / de acuario?” (259). Pero también hay límites espaciales: el afuera de la pecera (arriba y detrás del vidrio) está hecho de espacios inaccesibles y librados a la imaginación. Hacia arriba solo llega el aire encapsulado en burbujas: la respiración, la huella material de un canto cuyas palabras suben hasta trascender el límite del agua para disolverse en el aire. Y desde el vidrio no llega más que el reflejo de los peces: “Aquí reflejo somos” (252); y sombras indiscernibles: “fuera del bienestar / de nuestra tibia / y acariciada flotación / pasan / como agrandadas / sombras” (256).

El sujeto colectivo está fuera de la voluntad de poder, de saber, fuera del deseo: “¿Y nadaremos siempre / en nuestro todo / sin saber nada / sin poder nada / sin querer nada / puro nadar, / nosotros?” (259). Sin embargo, del cardumen se desprende un yo que solo aparece cuando otra voz lo interpela oponiéndosele: “calla pez / de una vez // no hay fuera / ni después / de la era / donde nadas / repitiendo tus formas / contra el cristal / de cada instante” (260). Esa voz procura acallar la incesante interrogación del pez, que se pregunta por la posibilidad de un después del después, por el quiebre del orden (de lo que está siempre ordenándose en la pecera), por el estallido de los cristales y el acceso a un afuera. Pero el pez no se detiene, sus preguntas hilan un canto y abren la posibilidad de tal vez que, como desperezándose del ánimo aletargado del derrotado que ya olvidó que ha sido derrotado, en las estrofas finales postula un sí -condicionado, siempre inminente- que solo es posible gracias al canto presente (que sale en burbujas a la superficie) y a la invocación de cantos pasados:

así: como creí

a punto de poder como antes

de que la era comenzase

su terminar para nosotros, fijos

a la tibieza

de este habitar sin manos, pez,

junto a mí, aquí, otra vez

de nuevo, juntos

y aún ateridos por la caricia

de girar, nadando, así

 

si

 

sí:

siempre invocando un ruido

de rotos

cristales

imaginados. (262)

La poesía es el único modo de pensar, de ser, en ese vacuo, acuático post, que los peces habitan “oyendo / juntos / el ronroneo de la tibieza / el burbujeo del aire / el borboteo del bienestar / la vibración de la pecera” (254), en la posteridad de la derrota. Los sonidos bilabiales, repetidos en el burbujeo, en el borboteo del bienestar, ocupan el espacio vacante tras la derrota, como escribe Fogwill en otro poema, “Canción de paz en Parkinson’s Avenue”: “Es la canción/ canción de los cansados/ del sueño y la fatiga, de la canción, de los cansados/ de la derrota en nada. // Derrota: / la “d” vacía que nos delata / hacia adelante, y hacia el pasado / nos condena a leer / mal / todo lo que no hicimos, los hechos / cometidos y la mentira / de recordar / y la victoria de saber” (293, cursivas del original).

El canto de la derrota es lento, fatigado; se diría que los animales que quedan son pesados, perezosos, animales satisfechos: “... los animales posthis-tóricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia y en plena seguridad) estarán contentos [contents] en función de sus comportamientos artísticos, eróticos y lúdicos, dado que, por definición, se contentarán con ellos [sen contenteront]” (Kojeve, citado en Agamben Lo abierto 24). En la posthistoria, la humanidad vive como conjunto de animales satisfechos, en una era en que, como precisa Agamben, sobreviene no solo la desaparición de la filosofía, sino también “la posibilidad de la sabiduría misma” (24). Ese es el espacio que habitan (o que están por habitar, porque todavía alguien piensa, alguien dice, alguien canta) los animales pesados, satisfechos, de Fo-gwill, un presente de derrota que la escritura procura desgarrar: “los vencedores callan / los perdedores piensan, narran”[2].

El animal de la intemperie, el pichi fuerte que guarda, agranda, aguanta, frágil a la vez en la precariedad de su de modo de vida, es un animal casi extinto con un único sobreviviente, Quiquito, el único que vuelve, un animal pequeño cargado de saberes en medio de los animales pesados de la ciudad. La historia que cuenta Quiquito hace la misma trayectoria del canto encap-sulado del pez, que sube en la burbuja y logra rozar ese afuera: “La guerra tiene eso, te da tiempo, aprendés más, entendés más. si entendés, te salvás, si no, no volvés de la guerra. Yo no sé si volvemos, Quiquito (...) pero si volvemos, con lo que aprendimos acá: ¿quién nos puede joder”, le dice el Turco a Quiquito (Fogwill Los pichiciegos 62). Pero el trofeo del que sobrevive no es la inmunidad ni la superioridad en viveza. Al contrario, Quiquito parece no comprender o no poder ya vivir adentro del mundo, de la pecera, tal cual es: “¿Por qué andan todos tan calientes por calentarse? (...) ¿Por qué todos quieren calentarse y calentarse cada vez más?”, se pregunta (139).

Si en la pichicera sobreviven los animales que desertan para formar su manada, en la pecera no hay comunidad posible. La vida no está en riesgo, los animales olvidaron ya la necesidad de agruparse. Lo que se ha perdido es la posibilidad de una vida verdadera[3], algo que no se defiende por instinto, sino por un acto de la imaginación, por la potencia del pensamiento. En la pecera solo se oyen la voz solitaria del pez que evoca una época (la época de la posibilidad de una vida verdadera) y la voz que amonesta el indicio de una esperanza.

De esas dos comunidades no ideales ni idealizadas (el cardumen, los pichis) son dos voces lo que quedan: la voz que canta en la pecera entre el lamento, la inquietud y la breve esperanza (o la invocación de una esperanza pasada) y la voz del sobreviviente que narra. Se trata de dos voces frágiles que dan cuenta del lugar del canto y del lugar de la narración en la historia, del lugar de la escritura después de las décadas donde la revolución podía ser certeza y motivo de lucha, después de los años en los que aniquilaron esa aspiración. Son voces que habitan una actualidad aséptica, pacificada, reencauzada, que se entrega mansa al progreso del bienestar, al bienestar del progreso. El animal de la intemperie y el animal del interior son dos figuras complementarias que conviven en ese espacio que ya no es nación, en una sociedad de imposible comunidad, un vacuo espacio acuático, apenas compartido, cohabitado.

Hochste Lust

Hay en la literatura de Fogwill otro modo de indagar lo animal. Esta otra modalidad no encarna en la figura de ningún animal conocido: la escritura misma se hace animal en tanto avanza para perderse. Es el caso de “Help a él”, esa excesiva reescritura de “El Aleph”, donde la experimentación con las drogas y el sexo desarma individuaciones, subjetividades y sexualidades: el sexo mismo se excede y pasa a ser siempre otra cosa, un proceso que no se define más que por su carácter de constante transformación. La alteración de la percepción y las sensaciones hacen del cuerpo un umbral entre un afuera y un adentro cuyo encuentro, siempre anhelado, nunca alcanzado, apenas rozado, implica siempre una cercanía con la muerte: “Alguna vez me moriré por estas exageraciones: los órganos del cuerpo fueron previstos para un uso natural y no para animales que sobreviven tantos años y se arrastran por el mundo con tanto tiempo libre y con tantos motivos para impostar el placer” (Fogwill Cuentos completos 280-81).

El narrador de “Help a él”, es al comienzo del relato un hombre dueño de sí: sus condiciones materiales (una holgada posición económica, un puesto jerárquico que no le exige pasar más que un rato en la oficina) le permiten desplazarse a gusto por el mundo y llevar un estilo de vida entregado al hedonismo, a los placeres de superficies; él puede ir y volver siempre al mismo lugar: una individualidad fuerte y soberana. La muerte de Vera no parece corroer los cimientos de esa fortaleza:

La pesada mañana en que Vera Ortiz Beti tuvo esa muerte espectacular que ella misma hubiese elegido, al salir de la torre de Madero, mirando hacia la plaza San Martín vi unos peones de mameluco blanco que trabajaban sobre las carteleras que afean la estación Retiro. A la distancia parecían animalitos adiestrados solo para arrancar los viejos carteles de L&M y reemplazarlos por no sé cuál otra marca extranjera de cigarrillos. La idea de cambio me evocó las observaciones que solía hacer el otro, y, como él, yo pensé que esa periódica sustitución inauguraba una serie infinita de cambios que volverían a esta ciudad, a este país y al universo entero una cosa distinta que ya nada tendría que ver con ella.

¿Nada? No: nada no. Yo seguiría siendo el mismo -creí-. Y yo siempre tendría que ver con ella. (235)

En primer lugar, cabe señalar en esta cita la visión de los peones de mameluco blanco, descritos como “animalitos adiestrados”. En el diseño del mundo que venimos descubriendo, ese mundo que se reparte en intemperies e interiores, parecería que estos animalitos son los que se encargan del mantenimiento de la pecera. Ni inmersos en la tibieza, ni sujetos a los arduos regímenes del afuera, trabajan. En menos de una página, el narrador presenta ya la jerarquía de ese mundo: los obreros, los empleados, las secretarias, el patriciado argentino, las mujeres, los hombres. Todos esos deslindes rodean y destacan la individualidad del narrador, a quien le basta una tautología para afirmarse: “La gente parecía aplastada bajo el calor, pero yo estaba de vacaciones. Me comparé con dos mujeres que caminaban hacia mí con uniformes de empleadas del banco Chase: eran mujeres, tenían que trabajar; yo en cambio era yo y estaba de vacaciones” (238)[4].

Al igual que “El Aleph”, el relato se inicia con la afirmación de un sujeto masculino que reniega de la muerte aferrándose a una ilusoria inmutabilidad del yo: “Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad” (Borges El Aleph 241). Como se advierte en el fragmento citado más arriba, Fogwill troca el “pensar” por el “creer”, y en ese cambio se revela de inmediato el carácter ilusorio de ese afán. “Yo” dejará de ser “yo” en manos de Vera: el narrador se dejará hacer, y la prepotencia de esa individualidad masculina se desplegará, desagregándose al infinito hasta desarmarse por completo. El sexo, el encuentro de los cuerpos, en conjunción con el incremento de las percepciones por el consumo de las drogas, que hace de cada centímetro de la piel un órgano de percepción que se abre al mundo circundante, convierte el placer de las superficies, el placer de la tibieza, en un placer de fuego y hielo: “Me pareció que estaba conociendo el placer”, dice el hombre que, en las primeras páginas del relato, exhibe su vida como continuum de placeres interrumpidos por breves intervalos de trabajo.

En el último párrafo de este relato, el narrador afirma:

... pero no hay mejor regalo para una muerta que dejarla jugar por unos instantes con las memorias y las fabulaciones de los vivos, lo que quizás fuera su mayor deseo en el momento de salir de la vida -del sueño quieto de la vida- para entrar en el mundo, en la tierra que se mueve, que gira y temblequea un poco y circunvala el sol y cae infinitamente hacia un lugar que sólo pueden advertir las que se dejan abrazar por el hombre que las vuelve objeto de su ficción (284).

Si ubicamos este relato en relación con los clásicos con los que dialoga -de la Vita Nuova y la Commedia de Dante, pasando por “Les Beatrices” de Baudelaire hasta “El Aleph” de Borges-, se advierte que el lugar de Vera entre las Beatrices es inédito. Mientras que las Beatrices le dan cuerpo a la obra del poeta sustrayéndose, Vera pone el cuerpo y juega con el narrador masculino hasta darlo vuelta como guante. Como verdad material que viene a destruir la evocación idealizadora del amante, Vera es la negación de la donna ideale[5], cuyo único modo posible de presencia es la ausencia (de la carne: lo que falta siempre es el cuerpo de esa mujer). Vera desmiente esa figura y la echa abajo con las embestidas de su enorme consolador: “Sentí dolor, vi su cabeza loca sacudiéndose sobre mí y sentí miedo de que algo se terminara de estropear en mi interior, y me dejé gozar.” (281).

El fondo de la muerte de amor de Isolda se vuelve plástico, la tradición se interviene, se desarma y vuelve a armarse de atrás hacia adelante, como la melodía que el narrador descompone y recompone en su cabeza. Isolda pierde su género (¿no es aquí el hombre la víctima de una poción de amor, un narcótico preparado por la misma Vera?) y todo se deshace plásticamente en un magma de sensaciones táctiles y de encuentros entre cuerpos. En esa plasticidad se advierte un devenir animal sin animales ni metáforas: se es en la carne.

En el reverso borgeano, la búsqueda de Fogwill es rabiosamente materialista[6]: todo empieza en el cuerpo, en lo que se hace de él, en lo que hombres y mujeres hacen con eso que de ellos se hace, en lo que se hace en y con ese cuerpo. Desde los desertores devenidos pichiciegos en los rigores de la intemperie y la guerra, los peces olvidados en las tibias delicias del bienestar y el hombre, pez también, que se interna en la experiencia sensible narcótica, sexual, del cuerpo para no volver ya a ser él mismo, todas las experiencias que propone y explora Fogwill son un modo de internarse en eso animal que late en hombres y mujeres a través del ejercicio de la lengua, donde se amplían los propios límites, se juega con ellos, en un movimiento que permite alcanzar una soberanía de sí solo a condición de desasirse de uno mismo: escribir para no ser escrito. Tantas veces citada como eslogan, esa formulación responde a una pregunta por el sentido de la escritura “en medio de tanto escepticismo”: “Escribo para no ser escrito. Viví escrito muchos años, representaba un relato. Supongo que escribo para escribir a otros, para operar sobre el comportamiento, la imaginación, la revelación, el conocimiento de los otros” (Spe-ranza Primera persona 51). Esa escritura, como hemos visto, parte en Fogwill de las dicciones del cuerpo, de la lengua como órgano capaz de realizar el tránsito entre el adentro y el afuera. Si la pregunta por la comunidad después de la derrota acosa la escritura de Los pichiciegos y de “La era de la pecera de acuario”, “Help a él” ensaya una respuesta individual que arroja luz sobre la novela y el poema, pues en la voz de Quiquito como sobreviviente y en el canto del pez que se destaca sobre el fondo monótono del cardumen encontramos el mismo impulso: no ser dichos.

Bibliografía

Agamben, Giorgio. Lo abierto. El hombre y el animal. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2016. Trad.: de Flavia Costa y Edgardo Castro.

Borges, Jorge Luis. “El Aleph” en El Aleph. Buenos Aires: Emecé, 1996.

Fogwill, Rodolfo. Los pichiciegos, Buenos Aires: Interzona, 2006.

                —. “Nota del autor a la séptima edición” en Los pichiciegos, Buenos Aires: El Ateneo, 2012.

               —. “Help a él” en Cuentos completos, Buenos Aires: Alfaguara, 2009.

               —. “En la era de la pecera de acuario” y “Canción de paz de Parkinson’s Avenue” en Poesía completa, Buenos Aires: Alfaguara, 2016.

              —. “La Guerra Sucia: un negocio limpio de la industria editorial” y “Política pública y literatura confidencial” en Los libros de la guerra, Buenos Aires: Mansalva, 2010.

Giorgi, Gabriel. “Después de la salud: la escritura del virus”, en Estudios 17, 33 (enero-junio 2009): 13-34.

Gurian, Max. “Sexo y lenguaje en Rodolfo Fogwill, Crítica Cultural, volumen 2, número 2, jul./dez. 2007.

Perlongher, Néstor. “Todo el poder a Lady Di”, “El deseo de unas islas”, “La ilusión de unas islas” en Prosa plebeya. Buenos Aires: Colihue, 2008.

Schvartzman, Julio. “Un lugar bajo el mundo: Los pichiciegos de R. E. Fogwill”, en Micro-crítica. Buenos Aires: Biblos, 1996.

Schwarzbock, Silvia. Los espantos. Estética y postdictadura. Buenos Aires: Las Cuarenta y El Río sin orillas, 2016.

Notas:

[1] “El oscuro” designa el interior de la pichicera; los muertos son “helados”, los heridos son “fríos”. La narración avanza por la acción del deseo y del conocimiento: los verbos “querer” y “saber” (“querer saber”) se repiten insistentemente en todo el relato, sobre todo en la primera parte. Del otro lado, “anotar”: el que anota y luego escribe enrarece la sintaxis y elabora una prosa siempre al borde del poema: “Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después” (Fogwill Los Pichiciegos 11). En este breve párrafo, el primero de la novela, hay aliteraciones (pegajosa, pastosa), rima interna (ropa, boca; pringa, medias), hipérbatos (“entre los dedos, fría, se la siente después”), asíndeton y repeticiones: esos recursos hilan el ritmo de la trama lingüística de esta novela.

 

[2] Silvia Schwarzbock extrae esas premisas de las intervenciones periodísticas de Fogwill durante la década del ochenta. Según Schwarzbock, a la manera de Sade, Fogwill interviene en el campo intelectual argentino de la posdictadura en el papel de “ilustrado oscuro” (Schwarzbock Los espantos 62).

 

[3] Schwarzbock se refiere en términos de “vida verdadera” a ese mundo que era posible imaginar en la “vida de izquierda” de la década del sesenta y setenta, en oposición a la “vida de derecha”, que es la que efectivamente triunfó después de la dictadura. “Que ‘la vida sigue’, que nunca se interrumpe, pase lo que pase, es la lógica por la que se rige, de manera no consciente, la vida de derecha” (33, 51).

 

[4] Gurian analiza la reiteración de este sintagma en la literatura de Fogwill como lugar de enunciación del maldito: “.el maldito se enuncia así: ‘yo soy yo’ -sintagma que veremos repetirse una y otra vez; tautología bíblica, credo romántico y masculino que en Fogwill se quiebra a través del sexo y su traducción lingüística” (Gurian “Sexo” 2). El lugar del maldito es plenamente individual, no admite la constitución de una comunidad. Como señala Gurian, Fogwill, establece como punto de partida ese sujeto maldito (que destruye el espejo, el reflejo como espacio de constitución en la alteridad) para después quebrarlo: “Ese ‘yo masculino’ se desmoronará pronto tras ingerir jarabes y hongos alucinógenos en el encuentro sexual con Vera: muerta, fantasmática, imaginada y real” (3).

 

[5] El poema de Baudelaire es ya un desvío, y esa Beatriz desdeñosa y obscena que se ríe del poeta sombrío es en la que más se inspira Fogwill para componer, tal vez a pesar suyo, una figura nueva de la mujer (que, no obstante, y tal vez inevitablemente, sigue reducida a su lugar de musa).

 

[6]  Dentro de esa tradición argentina que explora en la vida de los cuerpos “una crisis de los modos de narrar y de pensar la subjetividad y la comunidad”. (Giorgi 18)

Los Pichiciegos, de Rodolfo Fogwill

6 sept 2016
En este capítulo el protagonista se cruza casualmente con María Pia López con quien comparte sus desvelos y perplejidades. Con la dirección de Gabriel Reches.

Ensayo de Laura García
Universidad Nacional de Rosario

 

Publicado, originalmente, en: Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria Nº 19 diciembre de 2018

Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria es editado por Cetycli Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario

Link del texto: https://www.cetycli.org/cboletines/19/AL002garcia.pdf

 

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