Ya nunca voy al fútbol
Carlos Ernesto García

Sólo he asistido a dos partidos para mi importantes y que me marcaron para siempre, uno cuando el Santos de Pelé jugó contra la Selección Nacional de El Salvador y fui con mi padre a la capital a verlos jugar al estadio “Flor Blanca”, rebautizado como ustedes saben como el “Mágico González” en honor a nuestro más famoso futbolista y uno de los más desordenados de la historia del Cádiz, oportunidad en la que no recuerdo si perdimos o ganamos, porque para entonces no estaba intoxicado con esas tonterías, pues aún era un niño de a lo sumo 9 años. Lo que sí recuerdo es que todo aquel ambiente me deslumbró y siempre he pensado que la misma sensación experimenta quien recibe un gran premio. Para mí, fue como asistir a la entrega de los Oscar. La otra cuando tendría unos 14 años y fue una oportunidad en que unos amigos de San Martín me invitaron a ir a no sé qué pueblo y así me sumé al camión con toda la barra que llevaba el equipo. La algarabía al llegar era total. En los alrededores no faltaban desde la venta de agua de coco hasta las minutas, pasando por las charamuscas y los mangos verdes con sal. Nos acomodamos como pudimos entre los chiriviscos que rodeaban la cancha mientras el sol nos golpeaba en serio y sin piedad alguna. La afición del equipo contrario comenzó a llegar colocándose frente a nosotros al otro lado de la explanada. La mayoría, eran hombres con sombrero que portaban sus machetes cuando no sus pistolas, que lucían a la altura de la cintura. Lo sorprendente de verdad, fue que la misma imagen presentaba el equipo que salió de entre unos matorrales que hacían las veces de vestuarios. La sorpresa que se llevaron los jugadores tinecos fue mayúscula al ver a sus adversarios con aquellos machetes sin sus respectivas vainas y a la mayoría de ellos descalzos. El partido comenzó a la hora fijada y el arbitro pistola al cinto no hacía más que marcar faltas a nuestro equipo. Los goles del contrario se hacían sentir por el tronar de balazos de sus aficionados. Hinchas que a medida que pasaba el tiempo elevaban su nivel etílico y nos miraban cada vez con mayor resentimiento, comenzando antes del final del primer tiempo a lanzar mentadas de madre, como si de un enemigo a muerte se tratase. Cuando más caldeados estaban los ánimos, a los tinecos no se les ocurre otra cosa que remontar el partido en su favor. Fue entonces que ya algún que otro disparo dejó de ir al aire y silbaba a nuestro alrededor o bien golpeaba de vez en cuando contra alguno de los arbolitos donde nos encontrábamos, lo que nos hacía reír nerviosamente y mirarnos los unos a los otros el pecho por si nos habían tocado. Ya en el segundo tiempo y a pesar de las recomendaciones a los tinecos para que se dejasen ganar, estos enardecidos e inconscientes siguieron con el objetivo de no perder. Para entonces ya seguíamos el partido pecho en tierra y más bien parapetados en alguno que otro pequeño montículo que hacía de trinchera. Los más viejos entre nosotros habían estudiado por donde debíamos escapar en caso de que ganase nuestro equipo. Pero nada, las salidas estaban cortadas por pequeños grupos de campesinos que en cuclillas picaban el suelo con sus machetes, mientras atentos esperaban el desenlace de aquel encuentro. Faltando pocos minutos para el final, vimos llegar a varios agentes de la policía local que eran acompañados por una pareja de la benemérita guardia nacional quienes de inmediato nos rodearon para luego meternos en un vehículo en marcha. A este, una vez terminado el partido con un tanto a nuestro favor, se sumaron los jugadores tinecos, quienes portaban una copa que en un cartelito, llevaba el nombre del equipo contrario. Así, nos condujeron a las dependencias de la comandancia local donde nos encerraron en una celda inmunda, según ellos para protegernos de que nos lincharan a todos. Al otro día, nos dejaron marchar, después de que nuestras familias, a quienes les recomendaron que no se acercasen al lugar, pasaron llamando por teléfono pidiendo explicaciones a las autoridades locales. Volvimos a casa sin haber pegado ojo, debido en parte a los chistes y a los disparos que de vez en cuando se escuchaban en las afueras de la alcaldía, los cuales no cesaron en toda la noche. A pesar de haber vivido en Barcelona a sólo cinco minutos del estadio del Barça jamás he vuelto a pisar un estadio de fútbol con la intención de asistir a un partido pero guardo de mi infancia y de mi adolescencia eso sí, el mejor de los recuerdos sobre ese universal deporte que entre otras cosas y según fuentes médicas, provoca infartos.

Carlos Ernesto García

Poeta y escritor salvadoreño, corresponsal de prensa en España

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