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La fuga
relato de Carlos Ernesto García

 
 

"En toda gran separación late un germen de locura; hay que guardarse bien de incubarlo y alimentarlo meditando sobre él."

J. W. Goethe.

 

PRIMERA PARTE 

El sonido del motor de un coche en marcha nos puso en alerta. El Toque de queda hacía ya semanas amenazaba con convertirse en Ley marcial  e impedía a los vehículos y personas circular libremente a esa hora de la noche. Presintiendo la posibilidad de algún peligro, mi padre se alegró de que ese día, mi hermano mayor decidiera dormir fuera de casa.

Recordé que semanas antes, debido al corte del alumbrado en la vía pública, me había visto obligado a caminar por la calle central de nuestra ciudad a oscuras, donde un oficial ataviado con su uniforme verde olivo, poniéndome el cañón de su pistola a la altura del pecho, me cortaba el paso. Con voz severa y tono amenazante, requería que presentara mis documentos. Bajo la débil luz de una lámpara de mano, clavando su mirada de animal en acecho sobre cada una de las hojas de mi cédula de identidad, buscaba encontrar cualquier motivo que le permitiera retenerme. A pocos metros, una alfombra humana tumbada en el suelo con las manos sobre la nuca y con sus cuerpos boca abajo, cubría la plaza pública. Apuntando con sus armas, los soldados no dejaban de moverse con inquietud en medio de aquellos civiles que temerosos, se mantenían en silencio. Un sujeto con su rostro cubierto por una máscara de lucha libre, iba señalando poco a poco a sus víctimas con el índice de la mano. Una vez seleccionadas, tras vendarles los ojos, les ataban de las manos con los brazos a la espalda, separándoles del grupo entre golpes cerrados con la culata del fusil, siendo forzadas a caminar hasta cualquiera de los camiones estacionados frente a la iglesia. El joven oficial, me devolvió el documento, ordenándome marchar a casa. Me alejé del lugar dando un pequeño rodeo a la plaza, dejando a mi costado a aquellas angustiadas personas, cuyo destino era del todo incierto. Al pasar cerca de uno de los soldados que custodiaban el lugar, poniendo con rudeza su mano sobre mi hombro, me pidió fuego para encender un cigarrillo. Al responder que no portaba fósforos conmigo, lanzando un escupitajo contra el suelo, miró en dirección a la plaza y entre dientes, murmuró que luego los conseguiría en el bolsillo del pantalón o la camisa de cualquiera de aquellos pobres infelices, para él, ya muertos.

Nos asomamos a la ventana, desde donde vimos pasar un Mustang color rojo que avanzaba con lentitud para luego, girando a su izquierda, perderse en la oscuridad de una calle polvorienta, apenas iluminada por los faros de aquél deportivo. Mi padre seguía de pie, observando, pensativo,  sin gesticular palabra.

Para evitar llamar la atención, apagó la luz del salón de casa. Después, nos movimos hasta el dormitorio donde mi madre reposaba, ignorando por completo, lo que estaba sucediendo a su alrededor.

Recordé entonces, al verla ahí tranquila, con su respiración profunda, cómo hacía pocos meses atrás, al regresar del colegio, ella salía preocupada a mí encuentro comentando con nerviosismo, la inquietante visita efectuada a casa por un sargento de la benemérita, quien al no encontrarme, dejó instrucciones precisas que sonaron a órdenes más que a sugerencias, de dirigirme a su puesto de acuartelamiento en cuanto llegara. Calculamos fríamente todas las posibilidades de peligro que encerraba el cumplimiento de aquella orden y, lo conveniente o no, que sería presentarme delante de un suboficial quien sin necesitar la menor excusa, podría capturarme. Poniendo a prueba al destino y armándome del valor necesario para estos casos, con el único fin de no poner en peligro a mi familia, decidí asistir a la cita, retando así a la suerte. Dejé entonces caer sobre la mesa del comedor, unos libros de geografía e historia, de matemáticas y física que llevaba entre las manos. Besé en la mejilla a mi madre, sintiendo como mis labios se humedecían con sus lágrimas y tomé el camino que conducía hasta la guarida de aquel esbirro, quien luego supe, se había pasado la mañana preguntando por mí a los vecinos. Resultaba casi imposible alejar de la mente, la sensación de última despedida, de un adiós para siempre e inconcluso. De pronto, la vida cobraba una dimensión diferente, nueva y rica en matices. Los detalles, en apariencia insignificantes, incluyendo el del vuelo de una bandada de pájaros, la luz de aquél atardecer, el aire que suave y fresco corría libremente o el color de los tejados de las humildes viviendas, tomaron de repente un protagonismo que jamás habían tenido para quien, como yo, cuál autómata, en esos momentos dirigía sus pasos a un encuentro con resultados que eran un verdadero misterio.

Llegué frente al portón del pequeño cuartel, donde un joven cabo, de estatura mediana, complexión delgada y armado con su fusil G-3 en bandolera, me custodiaría hasta llegar a unas oficinas, que cruzando un patio baldío, se situaban a pocos metros. Sentado sobre la única mesa de escritorio que se podía apreciar, era recibido por un hombre que no sobrepasaría los treinta años de edad, de facciones y maneras campesinas, que al percatarse de mi presencia, invitó a que pasara hasta colocarme de pie, delante de él. Lucía un par de botas brillantes, recubiertas por unas polainas de cuero negro, pantalón militar, y una camiseta blanca. Se trataba de un personaje de piel morena, cabello oscuro, amplias espaldas y, con pequeñas cicatrices en sus brazos que parecían haber sido provocadas por heridas de arma blanca. Sin mediar palabra, desenvainó de su funda un machete cuyo filo, con clara intención de amedrentarme, pasó a la altura de mi cuello. Al comprobar que su treta no había surtido efecto alguno, tomó una botella de aguardiente, la abrió y extendiéndola, me invitó a beber de ella. Convencido de correr un grave peligro, sin oponer la menor resistencia, bebí directamente de aquel licor de marca barata. En un tono en apariencia amistoso, dio comienzo el interrogatorio. Las preguntas eran sencillas y, a simple vista ingenuas, pero sabía por su contenido, que en el fondo encerraban toda la malicia del mundo. Buscaba que le proporcionara pistas sobre las actividades de un grupo de pseudo seminaristas aparecidos recientemente en la ciudad. Por supuesto sabía que se trataba de una pequeña célula guerrillera, a quienes solía acompañar a pie hasta los cantones, donde en ese tiempo se comenzaba a profundizar en el trabajo organizativo de los cristianos de base. Sin revelar lo más mínimo, me limité a decirle que sabía bien de los jóvenes que me hablaba, pues obviamente él ya contaba con esa información. También procuré hacerle creer que no tenía ningún tipo de relación con aquellos quienes por su vestimenta, se me figuraban más a un puñado de hippies que otra cosa. Al escuchar aquello, dejando caer con furia el filo de su machete contra la mesa en la que continuaba sentado, aquel agente vociferó que los hippies sólo sabían pasarse el día tirados en el sofá escuchando música gringa, emborrachándose, fumando marihuana pero que jamás se les ocurriría ir a entrenarse a Cuba o la Unión Soviética para regresar al país a matar guardias, policías o, como les habían metido en la cabeza los dirigentes comunistas, andar tomando embajadas, secuestrando a personalidades decentes y lo que era aún peor, organizando a los trabajadores de un país como el nuestro, donde reinaba la democracia. Luego enfatizó en que le llamaba la atención verme siempre solitario por las calles, pues ese comportamiento me convertía a ojos de todos, en un personaje de carácter antisocial y por tanto, sospechoso. Con calma, comenzó a pelar una caña de azúcar con aquel machete que nuevamente pasaba cerca de mi garganta. Al terminar con el último sorbo de la botella, que me había visto en la obligación de beber casi por completo, indicó que podía marcharme a casa. Al salir de aquella especie de búnker, pasé delante de dos diminutas celdas, húmedas, mal iluminadas y en esos momentos vacías. Imaginé todo tipo de suplicios a los que sin piedad alguna, eran sometidos los individuos que por desgracia caían entre sus paredes. Cuando crucé el umbral de la puerta, fui alcanzado por la voz grave del sargento quien, cuál hiriente puñal, lanzaba su advertencia de volver a buscarme en otra oportunidad, prometiendo que entonces las cosas, serían distintas.

A través de los cristales, desde el punto donde seguíamos de pie, vimos asomarse nuevamente el deportivo, proyectando ahora, las luces de sus faros en dirección a nuestra casa. Mi padre, alzando el brazo izquierdo, miró la muñeca de su mano donde el reloj marcaba casi las once de la noche. Estaba convencido, que desde otros hogares próximos, por detrás de las cortinas de sus ventanas, al igual que nosotros, seguían con la mirada atenta a ese vehículo, que impunemente transitaba por el vecindario a la velocidad de una carroza fúnebre.

Al llegar frente a nuestra casa, que era el punto donde la calle se bifurcaba, el conductor anónimo giró suavemente el volante del coche a su derecha, deshaciendo así el camino por el que hacía menos de diez minutos antes, los habíamos visto aparecer. Debido a la débil iluminación no era posible distinguir sus rostros.

Continuamos de pie ante la ventana, inmóviles, sin decirnos nada, sin mirarnos, como esperando que de un momento a otro se produjera algo. Pocos segundos después, el silencio sepulcral fue roto por el sonido del Mustang rojo que volvía a entrar en escena hasta detenerse delante mismo de donde, con la respiración entrecortada, seguíamos observando. Dejando el motor en marcha, comenzaron a descender del vehículo varios hombres vestidos con camisetas blancas y sus rostros cubiertos por pañoletas rojas para evitar ser identificados. Tras intercambiar algunas frases cortas entre ellos, se dirigieron con paso firme en dirección a casa. Avanzaban seguros de sí, empuñando subfusiles Uzi,  pistolas de grueso calibre y granadas de mano. Se trataba de un pequeño comando armado a punto de entrar en acción, en una de las operaciones de exterminio que solían ejecutar con frecuencia los llamados Escuadrones de la muerte. Mientras mi madre ahí, dormida aún y mi hermana en su habitación, eran ajenas a toda la brutalidad que estaba a punto de dar comienzo.

Sabía bien de lo que aquellos sujetos eran capaces, pues tenía presente la ocasión en que, una cadena televisiva emitió en directo el desalojo por la fuerza, de un grupo de jóvenes de una organización estudiantil, quienes durante semanas tuvieron tomada pacíficamente, la céntrica Plazuela Morazán, hasta que por fin una mañana, efectivos de los distintos aparatos represivos, en combinación con las unidades especiales del ejército, decidieron emplearse a fondo.

Casualmente ese mismo día, sobre las seis de la tarde y, con el fin de prepararnos para los exámenes del colegio, me había citado con un compañero de estudios en las cercanías del parque San José.

A pesar del peligro, asistí a la hora convenida en medio de una ciudad fantasmagórica patrullada por vehículos militares, desde donde amenazantes, sobresalían a través de sus ventanillas, los cañones de los fusiles de una policía que vigilante, rondaba la ciudad con el dedo puesto en el gatillo y dispuesta a abrir fuego al menor indicio de sospecha. Por fortuna, mi amigo se presentó con puntualidad. Al pasar delante de la plazuela, pudimos observar los cadáveres apilados de cualquier forma sobre la acera donde los dejaron. No era posible reconocerlos debido a las sábanas blancas con las que habían cubierto sus cuerpos. Lo que sí se podía, era ver el río de sangre fresca, corriendo aún por la cuneta. Se encontraban entre el McDonald’s y el edificio central del Banco Salvadoreño, mientras que en las proximidades, varios trabajadores de la limpieza, enviados por la alcaldía, desescombraban lo que hasta hacía solo unas pocas horas era la barricada que, con retazos de madera, armaron aquellos estudiantes ahora yertos y abandonados.

Pasamos de largo, sin detenernos un segundo siquiera. Al cruzar la calle, escuchamos con claridad cómo, con un fuerte silbido, intentaban llamar nuestra atención. Al girar la mirada a la derecha, logramos distinguir a unos cincuenta metros de distancia al guardia que hacía apenas un segundo silbaba y quien, de pie al centro de la calle, con la palma de su mano nos indicaba detenernos. Lo hacía como cuando alguien te sugiere quedarte quieto para tomar una fotografía. Pero ese esbirro lo hacía para no fallar el disparo que pretendía efectuar con su fusil. Al percatarnos de sus intenciones, desaparecimos a toda prisa de su ángulo de tiro, buscado encontrar, en medio de tanto caos, un autobús que nos sacara del centro de la ciudad. Más adelante fuimos interceptados por un retén militar donde nos dieron la orden de volver sobre nuestros pasos. Eso significaba,  exponernos a pasar delante de aquel psicópata de uniforme, quien al vernos atravesar otra vez la calle, como si nos estuviera esperando, realizó una serie de ensordecedores disparos sobre nosotros, que no hacían más que rebotar contra las paredes. Pero no fueron las únicas detonaciones que se escucharon, pues a cada instante se oían las descargas, llegadas desde distintos puntos. Nos vimos obligados a pasar de nuevo por aquella plazuela, sólo que ahora lo hacíamos delante mismo de los cuerpos, que sangrantes, seguían amontonados sobre la acera. Los militares, fuertemente armados, con las miradas ocultas detrás de sus gafas de cristal oscuro, entre insultos, nos ordenaron continuar el camino.

Al llegar a la altura del Parque Hula Hula, comenzaba a caer la noche. De entre la penumbra, vimos acercarse un vehículo que erróneamente confundimos con la parte trasera de un autobús hasta que de su interior, comenzó a escupir proyectiles de gran calibre que próximos a nosotros, impactaban contra el pavimento de la calzada. Los fragmentos, que salían disparados por los aires, alcanzaron a golpear nuestros cuerpos. Era una tanqueta.

Junto a otras personas que confusas corrían sin rumbo fijo en el lugar, huimos en desbandada buscando algún refugio seguro. Ya sin nuestros libros del colegio, que habían quedado desparramados, una bala alcanzó en la espalda a una mujer que fulminada, cayó a mi costado. Comprobé que había muerto. Seguí corriendo sin detenerme. De pronto, por todas partes comenzaron a aparecer hombres y mujeres jóvenes vestidos de civil, que armados con metralletas de cañón corto, se dirigían a nosotros con familiaridad, recomendándonos buscar el modo de alejarnos de la zona, pues se aproximaba el momento de fuertes combates. Agazapados a las paredes de los edificios que, con sus puertas y cortinas metálicas cerradas, albergaban los principales comercios y oficinas de la ciudad, avanzamos hasta una de las plazas de los alrededores de la Catedral, donde pudimos tumbarnos sobre el suelo para esquivar los disparos que zumbaban en todas las direcciones. Me percaté de la presencia de un nutrido grupo de personas, atrapadas como nosotros, en mitad del fuego cruzado. A pocos metros, unos policías nacionales se parapetaban detrás de un coche patrulla, intentando esquivar las balas que provenían de las torres de la Catedral. De vez en cuando, ellos también dejaban ir algunos disparos que rebotaban en lo alto, desde donde les respondían con una lluvia de proyectiles. Después de convencer a mí compañero de la necesidad de movilizarnos para salir de aquel infierno, a riesgo de perder la vida, logramos dar alcance a un taxi que nos condujo hasta las afueras de la capital. Al pasar delante de la Universidad Nacional, pudimos apreciar, como vestigios de los enfrentamientos, los restos de un autobús en llamas.

Con los nudillos de su recia mano, uno de aquellos hombres, golpeaba a la puerta de nuestra casa, mientras atrás de él, el resto esperaba en posición de alerta ante cualquier posible reacción. Sin sospecharlo siquiera, ese mismo matón, que junto a sus cómplices amenazaba con entrar por la fuerza, se encontraba a menos de dos metros de distancia nuestro, separado únicamente por la pared y una ventana de cristal desde donde controlábamos cada uno de sus movimientos. Mi madre, sorprendida por aquellos golpes, abrió de pronto sus ojos y, sin entender nada de lo que sucedía en esos momentos, se metió aterrada entre las sábanas. Mi padre entonces, de manera resuelta, quiso saber a quién buscaban. El mismo sujeto que antes aporreaba la puerta, con una voz que me resultó familiar, pronunció mi nombre. Sin dudarlo, alzando su brazo, mi padre señaló en dirección a la parte trasera de la casa, indicando con un gesto ágil, que debía de escapar por la parte del jardín e intentar así, alcanzar si podía, la casa de algún vecino donde refugiarme. En aquella huida rápida como desesperada, choqué con el rostro inocente de mi hermana, quien aún no cumplía los dieciocho años de edad y, que desde su habitación, de pie, al lado de una máquina de escribir, con su tez blanca, ahora palidecida por el miedo, intercambiaba conmigo en fracciones de segundo, la que sería, sin imaginarlo ninguno de los dos, nuestra última mirada.

Al llegar al patio, escalé por el único árbol plantado hacía entonces una década, cuando decidimos irnos a vivir a esa colonia. Desde ese sitio, mientras subía por sus ramas, pude escuchar como los sicarios lograban romper la puerta de la entrada principal de nuestra casa. A los pocos segundos, entre varios sujetos, sacaron a mi madre y a mi hermana de sus habitaciones, donde hasta ese momento se encontraban paralizadas por el miedo. Desde ahí, las condujeron hasta el salón, obligándoles a presenciar la manera brutal en que con saña, golpeaban a mi padre a quien, después de perder el sentido, habían logrado reducir y desarmar. Por los insultos que proferían contra él, logré deducir que en un desesperado como inútil afán de protegernos, tras hacerse con su revólver, descargó a bocajarro el tambor de aquella mágnum 38 especial, hiriendo de gravedad así, a uno de los primeros asesinos que osó irrumpir violentamente en nuestro hogar.

Varios de esos intrusos se afanaban en darme captura. Luego de desbaratar mi habitación se adentraron en el jardín, permitiéndome observarlos desde el filo del muro sobre el que me encontraba sentado. Con evidente frustración, ensartaban con furia los cañones de sus fusiles, como si pretendieran encontrarme oculto en medio de los rosales. Mientras tanto, a menos de cuatro metros de altura y protegido por las sombras de las hojas del árbol de Capulín, continuaba siguiendo cada uno de sus pasos.

Convencido de no volver a contemplar jamás la luz del día, comencé a lamentarme por no haber prestado mayor atención a las cosas sencillas de la vida. En ese preciso instante experimenté la rara sensación de ser recubierto por una fina capa metálica, semejante a un escudo compacto e indestructible. Una especie de protector ante el acechante peligro que me rondaba aquella noche.

Una serie de disparos e insultos mezclados con profundos gritos de dolor, comenzaron a escucharse desde el interior de aquél salón. Los esbirros embriagados por un odio que no conocía límite, sometían a sus víctimas a la tortura física y moral, que son en definitiva, la esencia más pura del martirio. Desgarradores lamentos del angustioso desamparo de una madre, la mía, quien impotente clamaba al cielo los nombres de su marido e hija, cuyos cuerpos yacían ahora inertes sobre el piso. Mientras, atropelladamente, los asesinos desaparecían de la escena del crimen. Segundos más tarde, volaba sobre el viento la voz de mi madre, quien en mitad de la calle reclamaba el auxilio de unos vecinos que cual convidados de piedra, asistían a la escena. Después vino el silencio.

Me puse en pie y comencé a caminar por el borde del muro, hasta alcanzar el techo de casa, donde me tumbé boca abajo. En apenas cinco minutos, nuestras vidas habían sido truncadas y ya nada sería igual a partir de ese momento. El dolor que aprisionaba mi corazón era tan intenso, que me era negado incluso, el alivio del llanto. Convertido en el habitante de una tierra que se tornaba de repente a mis ojos extraña, imaginé que en otros lugares, la idea de la felicidad tenía algún sentido, pero no donde yo me encontraba. Donde yo me encontraba, no. Un sentimiento nuevo y desconocido hasta entonces nacía en mí, el de la orfandad.

Un vehículo se estacionaba afuera y, como en tropel, varios hombres, quizá los mismos de antes, volvían a entrar en nuestra casa. Se movían con prisa de un lado a otro blasfemando. Luego, supe que buscaban a mi madre a quien, seguramente por error, dejaron con vida. Pero ella, al salir huyendo, ya no se encontraba en casa. Inesperadamente, en el salón, se escuchó el débil murmullo de mi hermana quien al lado de mi padre, ahora sin vida, yacía con una herida de bala en el hombro. A sus lágrimas, entre insultos, respondieron con la precisión de un disparo cuyo eco se quedaría en mi memoria para siempre. A lo lejos, se podía oír el sonido del coche en marcha, que se alejaba para no volver más.

Me vino al recuerdo, el día en que mi hermana, vestida con un trajecito blanco, con apenas seis o siete años, se encontraba entre las candidatas a reina de los estudiantes. Recordé que ella no tenía la menor posibilidad de ser electa, pues la favorita, de nombre Blanca, no sólo era una adolescente guapa, esbelta, risueña y depositaria de la más profunda admiración de los jóvenes, sino también, pertenecía a una de las familias más acaudaladas de la ciudad. Pero una niña, es siempre una niña. Sus ilusiones eran sencillas y se limitaban a las de participar en un evento que por una noche, le convirtieran en el foco de las atenciones de sus mayores, ganara o no.

Según las papeletas vendidas hasta el momento, a menos de una hora de anunciar a la reina electa, daban por ganadora a la joven, en la que sus padres habían invertido una pequeña pero significativa suma de dinero. Mi hermana sin embargo, figuraba, como era de esperar, entre las últimas de la lista. Mi padre, en medio de la fiesta, la portaba entre sus brazos haciéndole todo tipo de pequeños mimos. Un poeta local, en un rincón de la fiesta, escribía la salutación de rigor, que leería una vez se anunciara el nombre de la nueva reina. En esos momentos, cuando menos se esperaba, apareció con sus largas trenzas anudadas, mi abuela materna, quien vestía sus ropas de gala al más puro estilo campesino. Oímos con atención uno de los últimos escrutinios leído por una de las señoras que, sentadas a una mesa, presidían el evento. Mi abuela entonces sin ocultar su indignación, preguntó directamente a su yerno qué cómo era posible permitirse un resultado tan bajo para mi hermana, recibiendo como respuesta que él nunca había estado de acuerdo con la participación de su hija en un concurso que, a sus ojos, era del todo bochornoso. Al escuchar esto, mi abuela se desapareció regresando cuando faltaban apenas un par de minutos antes de que nuevamente se escuchara la voz de la misma señora dando el resultado final de las elecciones. Las jovencitas y niñas fueron llamadas a subir a una tarima que se había preparado para la ocasión. Un vals comenzó a sonar, mientras todas las candidatas, poco a poco, iban ocupando sus asientos, entre ellas, mi hermana quien, entre suaves caricias, era acompañada de la manecita por mi madre, quien tras convencer a su hija que aceptara quedarse sola, bajó para unirse a nosotros, que atentos mirábamos la escena. La voz de una mujer de la mesa, contra todo pronóstico, anunciaba con emoción el nombre de mi hermana que se convertía así, en la nueva reina de los estudiantes, tal y como se anunció al día siguiente en uno de los periódicos nacionales. El poeta local por su parte, evidentemente borracho, declamaba su poema de salutación, diciendo por error en cada estrofa, el nombre de la muchacha que durante toda la noche, se había convertido en la candidata favorita a llevar sobre su cabeza la corona, empuñar el cetro y ocupar el trono. Mi abuela, quien en el último momento compró todas las papeletas restantes a nombre de su nieta, aplaudía discretamente.

Una voz conocida pronunciaba mi nombre, llamándome. Mojado por la lluvia, me deslicé unos pocos metros a lo largo del techo, desde donde, asomando el rostro, pude ver que se trataba de don Oscar, mi vecino. Al comprobar que aún conservaba la vida, afectado por lo sucedido esa noche, me invitó a bajar a través de las ramas de un árbol que daba al patio de su casa, lo que hice con mucha cautela, mientras era observado por dos grandes perros.

Al poner los pies en tierra, se apresuró a ocultarme para evitar así, ser visto desde la calle. Él se encontraba en compañía de sus hijos pequeños y de su esposa, quien a pesar de haber manifestado sentirse consternada por los acontecimientos, entre lágrimas, dejaba entrever su clara preocupación ante mi presencia, que como era  consciente, les exponía a un grave peligro. Culpar a aquella pobre mujer aterrada por el miedo, habría sido injusto. Hablamos de que en cualquier instante de la madrugada, alguna de las varias patrullas que peinaban la zona, podría presentarse llamando a la puerta con el fin de realizar un cateo a fondo en mi búsqueda. A la espera de ese momento, de manera casi instintiva, comenzamos los preparativos.

Lo primero que hice, fue despojarme del pantalón y la camisa blanca del colegio, cambiándola por la ropa de colores oscuros que me proporcionaron. Tras vaciar un enorme congelador, de dónde extrajo varias cajas de refrescos, don Oscar me indicó que, llegado el momento en que llamaran a la puerta, yo debía ocultarme dentro.

Pasados algunos minutos, a pesar de las súplicas de su mujer, decidió salir un momento a la calle y, tomando todas las precauciones para no ser detectado, se aproximó a una de las ventanas de nuestra casa. Al volver de su breve incursión, con la mirada triste y la voz entrecortada, relató las imágenes presenciadas. Los dos cadáveres  tendidos en medio de un charco de sangre, estaban rodeados de lo que él describió como un amasijo de muebles y cristales rotos. De su relato concluí que el cuerpo de mi hermana, tras recibir el primer disparo, logró deslizarse por el piso unos cuatro o cinco metros hasta quedar fundida en un abrazo sobre el de mi padre, quién según el crudo testimonio de don Oscar, presentaba varias perforaciones de bala en el pecho. Las luces encendidas, iluminaban aquel teatro de muerte. La puerta que daba a la calle, agujereada por los impactos de las armas de fuego, se mantenía abierta de par en par.

Un oficial, al que acompañaba un pequeño grupo de soldados, comenzó a golpear la puerta y tal como lo habíamos planificado hacía pocas horas antes, sin perder un sólo segundo, levanté la cubierta del refrigerador, dentro del cual, como pude, logré acomodarme. El sujeto que comandaba la operación de cateo, en cuanto estuvo dentro de la casa, inesperadamente se le ocurrió la idea de sentarse encima de donde me encontraba oculto, convirtiendo ese diminuto espacio, en el más seguro de los refugios. Un escondite asfixiante, donde con el cuerpo empapado por los restos del hielo y, debido al extremado frío, comenzaba a tiritar. El resto de la patrulla, obedeciendo como sabuesos las órdenes que emanaban de su comandante, no cesaba en la búsqueda. En tanto, don Oscar, con la prudencia de no dar muestras de su indignación ante aquel atropello del que eran objeto, fue obligado junto al resto de su familia, a colocarse de espaldas contra la pared. El capitán, confiando en que a través de sus métodos podría arrancarles una confesión, con el fin de que me delataran, comenzó su interrogatorio.

El terror sicológico del que eran víctimas y, que incluía, por parte del oficial, las constantes amenazas veladas de liquidar a los pequeños, era cada vez mayor. A medida que aumentaba la tensión, crecía en mí la certeza de que sólo era cuestión de tiempo, para que el matrimonio rompiendo su silencio, decidiera señalar mi escondite. Sin embargo, a pesar de las presiones a las que eran sometidos, se mantenían inquebrantables en su convicción de protegerme. Sin ceder un ápice, mostraron una actitud de valiente complicidad que jamás imaginé.  Seguían ahí de pie, dignamente al lado de sus dos hijos que llorando, se aferraban al vestido de la madre.

Don Oscar y su esposa, sin el menor asomo de pretender revelar mi refugio, daban la impresión de estar resignados con su destino o quizá, intuían que de entregarles la información pretendida, posiblemente quedarían expuestos a correr mi misma suerte.

En el momento en que el oficial, daba un ultimátum para que colaboraran con él entregándome, se escuchó una radio a través de la cual se emitía la orden de que todas las unidades destinadas en la zona, se reunieran de inmediato en el punto acordado. El capitán, reuniendo a sus subalternos, sin dejar de insultar a la familia, pegó un violento manotazo sobre el refrigerador, donde congelado hasta los huesos, me mantenía aún a salvo. Tras salir a toda prisa, se volvió a escuchar el motor del vehículo alejándose del lugar.

Al asomarnos a la ventana, nos percatamos de la presencia de un militar  apostado en una de las esquinas cercanas. La tenue luz de un nuevo amanecer iba asomando sobre las copas de los árboles. Desde la calle, llegaba el rumor de los primeros transeúntes circulando en dirección al trabajo. En el salón, la esposa de don Oscar, vencida por el sueño, dormía abrazada a sus hijos. A su lado, tumbados sobre el piso en actitud vigilante, se mantenían un pastor alemán y un dóberman. En mis adentros, calculaba el momento más oportuno para dejar mi refugio. Por seguridad a la familia que me protegía en ese momento, sabía bien que una vez decidiera salir, no podría volverme atrás. Se trataba de  un pacto justo que obligaba a escoger acertadamente el instante de abandonar la casa.

Aprovechando el paso de un grupo de trabajadores, atravesé el umbral de la puerta. A partir de ese momento quedaba de nuevo a merced de cualquier tipo de peligro. Procurando no llamar la atención, busqué confundirme entre todos aquellos peatones, dirigiendo mis pasos en el sentido contrario al de ellos. Me giré para ver por última vez aquella casa que hasta la noche anterior consideré mi hogar, descubriendo en pleno saqueo a varios de mis vecinos, sin que aquel comportamiento miserable pudiera afectarme en lo más mínimo.

Me alejaba por la misma calle polvorienta donde hacía pocos años atrás junto a mis hermanos y, bajo la atenta mirada de mi padre, aprendí a conducirme en bicicleta.

Caminaba con sigilo, en alerta a cualquier movimiento extraño que pudiera producirse, cuando de repente, saliendo de una curva del camino, apareció como de la nada, un vehículo militar equipado con una potente ametralladora que era operada por un guardia nacional que de pie, al avistarme frente a ellos, cargando el arma, ordenó que me detuviera. En respuesta, me lancé a correr internándome en las plantaciones de café donde de pequeño solía jugar a la guerra con otros niños. Pisando mis talones, podía escuchar los pesados cuerpos de los uniformados chocando con sus arneses contra las ramas de los arbustos. Los disparos en ráfaga pasaban sobre mi cabeza, mientras un sinfín de hojas verdes volaba por los aires. La única ventaja de que disponía ante mis perseguidores, era el conocimiento del terreno, sobre el que avanzaba con la velocidad de un venado salvaje y la agilidad de una pantera. Saltando sobre varios troncos de árboles caídos, llegué hasta el borde de un barranco que no tendría más de diez metros de altura. Daba a un camino de arena por el que, pasando por el centro, circulaba un riachuelo. Sin pensarlo dos veces, salté al vacío cayendo sobre un promontorio de tierra reblandecida por la lluvia. Me quedé con el cuerpo pegado al paredón del barranco. Desde arriba, pasados unos segundos, se proyectaron las sombras de unos militares que mientras resoplaban, agotados de tanto correr, decidieron abandonar mi persecución y se dispusieron a fumar un momento. Conversaron sobre cosas banales, quejándose todo el tiempo del trato recibido por parte de sus superiores, de la mala paga que no les daba para cubrir el alquiler ni para alimentar decentemente a sus familias o bien, de los escasos permisos de fin de semana de los que ya casi nunca solían disfrutar. Al retirarse, uno de ellos lanzó la colilla del cigarrillo que fue a parar con su humeante brasita, justo delante de mis pies.

Estuve largo rato sin moverme, sin saber adónde dirigirme, sintiendo sólo la humedad del barro de aquella pared en mi espalda. Cuando por fin creí estar seguro de continuar sin ser visto, marché en  dirección a casa de un carpintero amigo que vivía a poca distancia del lugar en que me encontraba.

Caminé subiendo una suave pendiente que desembocaba delante de unos arbustos plantados en el patio de la primera vivienda que encontré a mi paso. Di un pequeño rodeo antes de sentarme sobre una pila de viejos tablones y, oculto por detrás de la maleza, observé el trabajo que realizaba mi amigo José, el carpintero. Para llamar su atención, lancé una piedra que rebotó contra un barril lleno de agua. Dejando caer al suelo la garlopa con que José cepillaba una pieza de madera, éste se llevó la mano a la cintura, donde bajo el faldón de su camisa ocultaba una pistola que ahora, con el dedo puesto en el gatillo, empuñaba a la altura de la rodilla. Parapetado por un árbol, me identifiqué advirtiendo que me encontraba situado a su espalda y que saldría para que pudiera reconocerme.

Al verme, no se mostró sorprendido. Por el contrario, sin ocultar su inquietud por saber, pidió que me acercara y ofreciéndome un café, comenzó a relatar todo lo que conocía sobre lo sucedido la noche anterior en otros lugares de la ciudad. Entre los jóvenes sacados por la fuerza de sus hogares, se llevaron capturados a dos estudiantes, uno de la facultad de medicina y el otro del Instituto Nacional. A esa hora, aún se desconocía su paradero, pero ese mismo día sus cuerpos junto al de otros, serían encontrados sin vida debajo de un puente cercano. Según los testimonios, habían sido abandonados sobre los rieles de la vía del tren. Todos estaban en ropa interior y con las manos atadas a la espalda. Todos presentaban claras señales de tortura y todos, habían sido decapitados.

Luego quiso escuchar sobre lo ocurrido en nuestra casa. Me ahorré los detalles, pero le conté lo suficiente para comprender la delicada situación en que me encontraba. Sin guardar su pistola, ni dejar de mantener la mirada en alerta, José, con el ánimo de brindarme un poco de seguridad, abrió el ataúd recién barnizado que tenía delante de él. De entre el arsenal de armas de fuego ocultas en su interior, extrajo una Colt con la culata de madera y me la entregó.

Entre las ramas del cafetal apareció un joven alto, corpulento, de cabello negro azabache, ataviado con un sombrero de ala ancha que portaba al cinto una Browning. Era un muchacho que rondaba los veinte años de edad y que según comentó el carpintero, tenía la misión de acompañarme hasta las afueras de la ciudad. Supe que ese campesino quien acudía al llamado de José, también había perdido a su hermana la noche anterior. Tras despedirnos del carpintero, nos pusimos en marcha.

Durante el trayecto, mientras avanzábamos por el filo de una ladera, apreciamos entre medio de las verdes plantaciones de maíz, el relumbrar de los cascos de todo un destacamento militar que peinaba la zona en busca de posibles colaboradores de la guerrilla.

Después de sortear algunas veredas llegamos al punto donde debía separarme de mi acompañante, quien durante el trayecto no había pronunciado palabra. En señal de despedida, se limitó a tocar con la punta de los dedos el ala de su sombrero de mimbre y se marchó a paso lento, desandando el camino. Sin volverme para mirar atrás, crucé una alambrada, dando a una calle polvorienta. En ese punto esperé al autobús que me llevaría hasta la vecina ciudad de Tonacatepeque.

Al subir al autobús, el chófer a quien veía por primera vez en mí vida, después de manifestar el pésame por las muertes de mí familia, me recomendó sentarme en el asiento que estaba justo detrás de él, advirtiendo que kilómetros más adelante nos encontraríamos con un retén del ejército. Al no haber un plan previo, quitando el seguro del arma amartillé la Colt dispuesto a usarla en caso de ser necesario.

Entre medio de una densa cortina de polvo que provocó un vehículo al pasar en sentido contrario, se pudo distinguir a los efectivos militares quienes con el dedo en el gatillo, apuntando con los cañones de sus fusiles al cielo, daban el alto. Aprovechando que a su lado se encontraba un grupo de civiles, bajé del autobús para recoger del suelo los canastos cargados de frutas, hortalizas y gallinas que estos llevaban. Procuré no llamar la atención de los miembros de la Policía de Hacienda, comportándome como si de un trabajador de la empresa de transportes se tratara. Subí a toda prisa por la escalera de atrás, hasta colocar los bultos sobre la parrilla. Varios de los pasajeros a los que obligaron a bajar, fueron retenidos por los agentes tras un ligero interrogatorio. Mientras reanudábamos la marcha, pude comprobar como ataban con una cuerda los pulgares de aquellos desdichados campesinos cuya suerte, estaba echada.

Al llegar a la estación final de nuestro recorrido, el chófer, llevándose un cigarrillo a los labios, me pidió devolver el arma que antes me habían confiado. Sin hacer el menor comentario, extraje el cargador que vacié delante de él y se la entregué. Éste, sacando de su bolsillo un billete de cinco colones los puso sobre mis manos, recomendándome que a partir de ese momento extremara aún más las precauciones. Subí en un autobús que en ese preciso momento salía con rumbo a la capital y acomodándome en uno de los asientos traseros, cerré los ojos y quedé sumergido en mis pensamientos. 

Carlos Ernesto García
Del libro "La vida como una anécdota" (Inédito)
Originalmente editado por ContraPunto (El Salvador)
Link: http://www.contracultura.com.sv/narrativa/la-fuga 
15 de abril 2012

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