En la eterna dimensión de la noche
Carlos Ernesto García

Barcelona-  Uno de los primeros libros que leí en mí juventud, fue Ibis que, en aquellos años de adolescencia constituía lo más cercano que me podía acercar a la trasgresión, puesto que su autor, José María Vargas Vila, figuraba en la lista de excomulgados del Vaticano.

Este escritor de origen colombiano, amigo de Rubén Darío a quien frecuentó en Barcelona,  se convirtió en fuente de macabra inspiración para muchos jóvenes que se quitaron la vida bajo aquel desafortunado slogan que aparecería en muchas lápidas de estos infelices y que a manera de epitafio reza así: “Cuando la vida es un martirio, el suicidio es un deber”.

Una vez en España, a principios de los ochenta, alquilé un departamento en un edificio que da a la plaza de San Agustín el Viejo en el casco antiguo de Barcelona. Una noche, mientras celebraba con unos amigos mi cumpleaños al calor del vino y  de la luz de las velas, sucedió algo realmente curioso: el fogonazo de una especie de flash en la habitación contigua. Buscamos una explicación. Nadie la encontró. Decidimos restarle importancia a aquello y seguimos bebiendo. Ya por la madrugada dimos por zanjada la fiesta. Al despedirnos, quedé solo en casa y dispuse ir a la cama. Pasé al cuarto de baño y en el momento que me cepillaba los dientes sentí como,  un suave soplido recorría mi cuello. Evité levantar la mirada frente al espejo por temor de ver reflejado un rostro que no fuera el mío.

Al poco tiempo, un coche del cuerpo de bomberos estaba delante del edificio donde yo vivía. Ana, una estudiante de sicología y camarera de un pequeño restaurante donde solía comer, me advirtió con la mirada llena de asombro que se había producido un incendio en mi piso. Subí corriendo escaleras arriba, abrí la puerta y me encontré con un hombre frente a la ventana que daba al patio de luces. Se trataba de un bombero que al igual que algunos de mis vecinos afirmaba haber visto el fuego. La sorpresa fue que al romper el cristal y una vez dentro, resultó no haber nada que indicase la más mínima señal de incendio. Aún desconcertado, aquel sujeto que no daba crédito a lo sucedido, me pidió que firmara un papel para demostrar que habían acudido a prestar auxilio y luego se marchó. Al siguiente día, muy temprano, apareció en la casa un joven con una cámara quien, sin casi mediar palabra, comenzó a realizar fotografías por la vivienda. Tras hacer varias tomas, se fue con la misma prisa que se presentó. En el transcurso de esa semana, un periódico anunciaba que, los restos mortales del escritor Vargas Vila, que en otro tiempo había vivido en la casa que ahora yo habitaba, eran trasladados a Colombia por una logia masónica de aquel país. Creí haber encontrado la respuesta que la otra noche habíamos buscado entre todos y fue así como yo también me largué para siempre de aquella enigmática vivienda.

Carlos Ernesto García

Poeta y escritor salvadoreño, corresponsal de prensa en España

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