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El apartamento maldito
Un relato de terror por Carlos Ernesto García

 
 

A principios de los ochenta, la vivienda que arrendaba en la plaza de Sant Agustí el Vell, emplazada en el corazón del casco antiguo de la ciudad, era diminuta y carecía casi por completo, de las más elementales comodidades de la vida moderna, propias del resto de hogares en los que, con sus existencias monótonas así como, probablemente, asqueadas de sí mismas, habitaban unos seres que, a simple vista, me parecían extraños. Me refiero, a individuos de rostros melancólicos, con miradas de recelo, donde se albergaba, como un animal en acecho, la desconfianza, que en algunos casos, dejaba entrever el carácter mezquino que los dominaba cual yugo a las bestias. Hablo de personajes, en su mayoría, inhóspitos, de gesto severo, quienes ahora mismo, no me sería posible explicar por qué, presentía que tras su ruda apariencia, en lo más profundo de su oscuro ser, ocultaban como en una caja de Pandora, vaya a saber qué curiosos e inescrutables secretos de familia y, a los que en aquellos años, solía llamar sin el menor reparo, mis vecinos.

Un colchón de matrimonio, obsequio de una joven árabe, a quien conocí una noche de verano en una bulliciosa cervecería cercana a Las Ramblas, descansaba sobre el piso, cubierto a menudo, por gastadas novelas, en su mayoría de escritores rusos del siglo XIX, de quienes me hice la promesa de leer, con el paso del tiempo, sus obras más destacadas. Se trataba de libros como Los demonios, Crimen y castigo, Almas muertas o Guerra y Paz, cuyos títulos, a menudo se mezclaban entre medio de las sábanas, con poemarios de autores, por entonces novedosos para mí, como lo eran T.S. Eliot, Lord Byron, Alexandr Pushkin, Cesare Pavese, Tristan Tzara, Fernando Pessoa o John Milton, comprados en las librerías de ocasión del popular mercado Sant Antoni y cuyas páginas, devoraba insaciable en las madrugadas a la luz de las velas, que colocadas en un candelabro de latón que semejaba estar bañado en plata, dotaban a la casa, de un aspecto francamente tenebroso, pero a su vez, fascinante. En una esquina de la única habitación que existía en aquel pequeño departamento de paredes blancas, yacían varados, algunos discos de vinilo, entre los que se podían apreciar en sus cubiertas, los rostros de Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez o Alfredo Zitarrosa, aunque en aquellos tiempos no contaba siquiera con un aparato donde me habría gustado poder escucharlos, sentado en el sofá, lanzando al aire el humo del cigarrillo. Unos discos, que eso sí, se disputaban el poco espacio, con un viejo y destartalado armario, carente de puertas donde me las arreglaba, como humanamente podía, para colocar los escasos pantalones, camisas, abrigos que nunca abrigaban lo suficiente, dos o tres pares de zapatos y una maleta que con el tiempo se fue llenando de polvo y que en su conjunto, constituían, por decirlo de alguna manera, la totalidad de lo que, con un cierto sentimiento de pena, podía considerar, mis pertenencias.

Establecido hacía poco tiempo en la ciudad, aún albergaba la esperanza de retornar pronto a mi país natal, donde por entonces, apenas daba comienzo una encarnizada guerra fraticida, que en sus albores, me había lanzado hasta Europa y que, contrariamente a lo que entonces se esperaba, se alargaría durante toda una década.

Para mitigar en parte la soledad así como la sensación, cada vez mayor, de orfandad producida por el exilio, solía dar largos paseos entre medio de callejones que jamás habría podido, ni tan siquiera en sueños, imaginar. Sin embargo, con el correr de los años, paulatinamente y, a pesar de mi marcado acento salvadoreño, me fui familiarizando con sus gentes y costumbres, hasta el grado de dejar de sentirme un forastero.

Catedrales e iglesias del más puro arte gótico, librerías donde era posible adquirir lo mejor de la literatura clásica y contemporánea, las cafeterías con sus terrazas, en las que, lugareños y turistas, accidentales o no, a menudo llegados de puntos remotos del planeta, tomaban el sol en una primavera que abría sus puertas al verano o bien, disfrutaban del frío otoño que daba paso al suave invierno del Mediterráneo, las casas con sus balcones, las vidrieras emplomadas, las rejas de hierro forjado, con frecuencia, eran huellas del Modernismo arquitectónico que descubrías en cualquier rincón, pero que constituían sólo una parte, del atractivo que el entorno te brindaba a manos llenas, ante el asombro permanente, de alguien que como yo, había recalado, casi por casualidad, en la que comencé a ver, como una ciudad mágica, pero también, misteriosa.

Uno de esos días, mientras deambulaba por el elegante Passeig de Sant Joan, varias señoras de la Asociación Contra el Cáncer, que muy animadas se encontraban celebrando su día internacional, me pidieron que guardara una mesa que, según me explicaron, más tarde pasarían a recoger en un vehículo del ayuntamiento. Daban la impresión de estar preocupadas por llegar a tiempo a una cena conmemorativa que habían preparado para ellas en algún lugar de la Ciudad Condal. Ante la insistencia, que ya casi rozaba el ruego, acepté el compromiso de quedarme custodiando aquella mesa que medía algo más de dos metros de largo por uno de ancho y resignado con la tarea asumida, observé como las mujeres, ya tranquilas y sonrientes, mientras me lanzaban su adiós con las manos, se marchaban en un taxi. Después de esperar cerca de diez minutos, terminé por convencer a un joven inmigrante que en aquél momento pasaba por la calle, para que me ayudara a transportar hasta mí departamento aquella pesada mesa de madera y patas de hierro, que a partir de esa noche, pasaría a ocupar prácticamente la casi totalidad del pasillo, quedando desde ese momento, al lado de una vieja nevera.

Cultivé la amistad con algunos miembros de la entonces, incipiente comunidad latinoamericana, que en su mayoría, eran ciudadanos del Uruguay, Argentina y Chile. Se trataba, de las últimas oleadas de inmigrantes procedentes del Cono Sur, que llegaban  huyendo, más que de la represión política, que aún era latente en sus países de origen, de la falta de oportunidades. Entre ellos, se encontraban músicos, escritores, dramaturgos, bailarinas de danza clásica, mimos, cantantes, profesores de universidad, lo que en definitiva, significaba para mí, savia nueva, intelectuales con quienes se podían entablar tertulias que duraban hasta el amanecer. De manera que decidimos que lo mejor, sería reunirnos en mi pequeño departamento, al menos una vez por semana.

Era innegable que nos sentíamos cautivados por la romántica idea de compartir experiencias, lecturas, ideales e inquietudes de todo tipo, aunque muy pronto es cierto, descubrimos que también, dentro de esa fraternidad que nos unía, como en un aquelarre, nos veríamos forzados por las circunstancias, a quemar nuestras quimeras y, aún más, a escuchar las blasfemias proferidas ante los frecuentes desengaños, al descubrir de qué manera, los sueños que durante años se habían ido tejiendo en el silencio más íntimo, ahora chocaban contra un muro, que como el de los lamentos, serviría de catarsis a cada uno de sus protagonistas, para mitigar la pena. Mientras tanto, en medio de todo aquel barullo, un dúo argentino, originario de la región sureña de Tandil, solían interpretar a lo largo de la velada sus canciones al compás de la milonga. Se trataba de dos tipos discretos que era evidente, habían nacido para hablar a través de las cuerdas de sus guitarras.

Una de esas madrugadas, un joven uruguayo, de la región del norte, cercana a Tacuarembó, nos narró con su voz profunda, varias espeluznantes historias, entre las que cobró gran interés, una que explicaba sobre los experimentos realizados con un magnetofón, dejado en el cementerio de su pueblo, en mitad de las noches frías de invierno. Un relato amparado en varias pruebas científicas que a su vez, al parecer, demostraban que era posible registrar macabros sonidos, que según el narrador, llegaban desde el que él solía llamar, el inframundo. Esto generó todo un sesudo debate, entre los que se consideraban a sí mismos racionalistas y otro grupo, bastante más reducido y menos escéptico, en el que, curiosamente, predominaban las mujeres, que tendían a una visión del mundo más próximo a las ciencias ocultas y la magia negra, pero al que ellas preferían denominar, ciencias esotéricas. Para darle al ambiente un poco de misterio, una joven actriz chilena, propuso apagar todas las luces de la casa, dejando únicamente un par de velas encendidas en medio de la habitación, idea que nos resultó acertada llegado a ese punto de tensión en el que nos encontrábamos sumidos. Lo que ninguno esperaba, es que a los pocos minutos, se produjera en el pasillo, un destello de luz, similar al flash que suele producir una cámara fotográfica. En principio, curiosos, más que asustados y, con la intención de encontrar una explicación razonable, nos dirigimos hasta el punto de donde había procedido aquella especie de deslumbrante fogonazo, cuando de pronto, ahora sí, ante el asombro generalizado, que rozaba el terror, patente en nuestros rostros, en la habitación que habíamos abandonado hacía solo un segundo, nuevamente se volvía a repetir, aquel destello de luz. La evidencia ante lo ocurrido era tal, que de forma unánime, decidimos guardar el más absoluto silencio, dejando a un lado la conversación que antes nos ocupaba y mantenía tan animados. Dimos por terminada la reunión, brindamos con el poco cava que aún quedaba y cada cual se marchó a su casa. Una vez a solas en el departamento, sin pensar más en lo ocurrido, me dispuse ir a la cama. Entré en el cuarto de baño, tomé el cepillo de dientes, pero en el momento que me enjuagaba la boca, sentí un soplido a la altura del cuello. Puesto que me encontraba en un espacio, no sólo reducido, sino también completamente cerrado, llegué a la conclusión de que era del todo imposible, que se produjera cualquier corriente de aire. Un ligero frío recorrió entonces mi espalda. No quise levantar la vista para ver a través del espejo que tenía delante. Me tragué la pasta dentrífica. Sentí como se aflojaban mis piernas. Me faltaba el aliento. Por mi mente, pasaron una infinidad de imágenes, todas ellas horribles. Sin alzar mi frente, fui hasta el armario, tomé algo para abrigarme y salí a la calle, donde decidí esperar la llegada de la luz del día.

Al volver aquella mañana e introducir la llave en la puerta del departamento, sentí como, una ligera presión se resistía a que yo entrara. Una vez en casa, lo atribuí al agotamiento, ya que había pasado deambulando largo rato por la ciudad y,  sin fuerza alguna para detenerme a recapacitar en nada, me dejé vencer por el sueño, cayendo profundamente dormido. Cuando desperté, comenzaba a caer la noche y recordé que sobre esa hora, días antes, había quedado de encontrarme en una cafetería de la ciudad con Lorena, una joven cajera de banco, que conociendo mi admiración por la obra de Edgar Allan Poe, prometió dejarme en préstamo varios libros de Maupassant a los que, en un último instante, agregó al paquete, un par de títulos de Lovecraft y otros tantos de Arthur Conan Doyle, tres autores a los que, hasta entonces, jamás había tenido la oportunidad de leer, pero que ella aseguraba, enriquecerían mi visión sobre el relato de terror. Me arreglé para asistir a una cita a la que llegaba con bastante retraso. En el fondo, he de confesar que, después de lo ocurrido la noche anterior, introducir en casa, las obras de esos escritores por buenos que fueran, no me seducía en absoluto. Sin embargo, por otro lado, me atraía, el gusto que esa mujer profesaba por la literatura de misterio. Al llegar, lo primero que vi, fueron aquellos ejemplares colocados sobre la mesa, previamente atados con una fina cuerda. Luego sin el menor de los reproches, ella pidió un café con leche y por mi parte, dije al camarero que tomaría algo fuerte, así que pedí un coñac. Lorena, me miraba como queriendo escrutar en el fondo de mis pensamientos, donde apenas quedaba espacio para otra cosa que no fuera, el temor, casi infantil, que me provocaban aquellos libros que ella había portado. Me preguntó si me sentía mal, le respondí que no había dormido la noche anterior y que si no le importaba, prefería irme nuevamente a casa. Me entregó en mano los libros. Agradecí su gesto amable y, prometí devolvérselos en cuanto los hubiese leído. Acordamos entonces, que esa sería la próxima vez que nos viéramos, porque así además, aprovecharíamos para comentar aquellos cuentos que a partir de ese momento, con sus fantasmas y otras especies de monstruos que encerraban sus páginas, quedaban bajo mi custodia.

Por aquellos días, sentado sobre las gradas de la ermita de Santa Llúcia, próxima a la catedral de Barcelona, conocí a un joven boliviano, quien luego de haber cursado estudios de arquitectura en no recuerdo en qué prestigiosa universidad inglesa, estaba de paso por Cataluña. Era un muchacho culto que deseaba quedarse algún tiempo más en la ciudad, pero que carecía del dinero necesario para hacer frente a los gastos del hotel en que se hospedaba. En un casi desmesurado gesto de confianza y generosidad, le ofrecí alojarse por una temporada en mi departamento, oferta que él aceptó de inmediato con gran entusiasmo, presentándose a la mañana siguiente con su equipaje en la puerta de casa. En mi departamento no disponía de mucho espacio, de manera que le invité a que él mismo buscara un lugar donde acomodarse y eligió, que sería debajo de aquella larga mesa. Al enterarse de su presencia, el resto de amigos latinoamericanos, no tardó en proporcionarle un colchón, que al igual que el mío, pronto fue a parar al piso pintado de color rojo. Un rojo que recordaba al de los terrados de los edificios. Un par de días más tarde, al entrar en casa, vi que la mesa había sido cubierta por una larga sábana blanca que llegaba hasta el suelo y, que a su vez, hacía de separación con lo que, aquel joven de tez morena y marcadas facciones andinas llamaba, su habitación. Tras la tela blanca, se apreciaba una cálida luz de donde procedía, la interpretación a la guitarra, de una de las obras del compositor paraguayo, Augusto Barrios Mangoré. En ese preciso momento, sacando la cabeza de entre la sábana, nuestro querido arquitecto, visiblemente orgulloso, me invitó a ver todas las reformas que con gran ingenio había realizado en ese diminuto espacio, al que él mismo pronto se fue acostumbrando. Pude comprobar, la existencia de una librera sobre la que figuraban los títulos de varias obras de la literatura, las cuáles leería gracias a una lámpara de flexo; en un pequeño armario fijado a la pared, guardaba un par de copas de cristal de Bohemia, que se mezclaban con botellas de exquisitos vinos franceses y, entre las que sobresalía, una postal del Museo Guggenheim de New York, mientras que, a los pies del colchón, colgaban de unos percheros, que se sujetaban a un palo de escoba, varias prendas de vestir perfectamente planchadas. A la semana de haberse instalado en casa, hizo su aparición en escena una joven, que resultó ser profesora universitaria y, quien finalmente, como era de esperar, terminaría frecuentando mañana, tarde y noche, aquel espacio bajo la mesa, donde junto a nuestro amigo boliviano, ahora casi invisible, viviría una intensa luna de miel, sólo interrumpida a ratos, por la presencia de aquel grupo de amigos que, al igual que antes, seguían animando las veladas y, con quienes, reunidos alrededor de aquella larga mesa, como si de una cantina del oeste americano se tratara, conversábamos y bebíamos, al tiempo que, entre continuas explosiones de risa, empecinadamente insistíamos en la idea de que sí era posible humanizar, un mundo que cada vez, se tornaba más perverso.

Obsesionado como estaba por la literatura fantástica, me dirigí hasta una librería cercana a la Plaça del Pi, donde casi siempre, si sabías buscar, era posible hacerte con autores y títulos de tu interés. Fue así, como casualmente, amontonado dentro de una cesta de mimbre, me encontré con una primera edición de los Relatos de Fantasmas de Edith Wharton. Lo compré y, aquella misma noche, me dispuse a leerlos. A medida que me iba sumergiendo en cada una de las narraciones de la autora neoyorkina, sentía a mí alrededor, una presencia, casi física, de sus siniestros personajes. Pasadas las horas, seguido de algunos relámpagos, comenzó a caer la lluvia. Minutos más tarde, escuché que entraban en casa. No me cupo la menor duda de que se trataba de mi huésped, quien a esas horas de la madrugada, seguramente vendría acompañado de su amiga. Pero al momento, comenzó a inquietarme el hecho de no ver proyectarse, por debajo de mi puerta, la luz del pasillo. Tampoco, reconocí en aquellas voces, las del arquitecto, ni la de la joven profesora de psicología. Unas voces, que llegaban a mis oídos, como si en realidad, vinieran de ultratumba. A pesar de aquellos temores que me atormentaban, preferí seguir pensando en que eran ellos los que, en voz baja, se decían cosas ininteligibles para mí. Sin embargo, el corazón comenzó a latir en mi pecho, con la violencia de un caballo desbocado. Inmóvil  por el miedo, sentí que una fuerza, casi inhumana, me ataba al sofá. Mientras las velas, débilmente, continuaban iluminando la estancia, escuché que caía el agua en la bañera, al tiempo que en la cocina, alguien lavaba unos vasos. Lo último que recuerdo, fueron unos pasos que iban y venían de un lado a otro del pasillo. Al despertar, por la ventana asomaban los rayos de un nuevo amanecer. El libro de relatos, yacía a mis pies sobre el suelo. Al salir de la habitación, aún dormían bajo la mesa. Me di una ducha y escaleras abajo, fui hasta el bar más cercano a tomar el primer café de la mañana.

Un sábado por la tarde, me presenté en la vivienda a la que recientemente se había mudado Lorena y que ahora, compartía con otra compañera de trabajo, quien esa tarde no se encontraba en casa. Era un día otoñal, agradablemente soleado por lo que Lorena, me invitó a tomar café con galletas en su amplia terraza, desde donde recuerdo, se podía ver parte de la ciudad. Le entregué los libros a los que, en muestra de mi gratitud, sumé la edición de Edith Wharton, que con entusiasmo, prometió leer. Para no empañar mi visita, decidí omitir, que desde el mismo instante en que entré por la puerta de su departamento, me resultaba imposible evitar la sensación de ser observado por una inexplicable presencia. En apariencia,  éste día no tenía porque despertar en mi espíritu, motivo alguno para el temor. Sin embargo, no atinaba a comprender cómo era posible que continuara sintiendo aquella fantasmal presencia clavando su mirada en mí espalda. De vez en cuando, disimuladamente, hacía el gesto de girarme en dirección a las ventanas, como si por un momento creyera posible encontrarme de repente con la figura de un ser, únicamente invisible para los ojos de los demás. Por momentos, casi podía sentir como se posaban unas manos frías sobre mis hombros. Decidí no abordar ningún tema relacionado con los relatos leídos durante esos días. Mi amiga tampoco mostró mayor interés, de manera que lo dejamos de lado. Lorena, después de comentar una de las últimas películas de Woody Allen que había visto, sugirió ir a cualquiera de las salas de cine alternativo. Tras consultar la cartelera del periódico, nos marchamos.

Al salir de los cines Maldà, ya era pasada la media noche, por lo que propuse acompañar a Lorena hasta su casa. Próximos a la plaza de Lesseps, notamos que se comenzaba a levantar el aire. En el momento que llegamos frente al edificio donde ella vivía, la ventolera rugía con tanta fuerza, que casi doblaba los árboles del vecindario. Al atravesar el portón principal, nos llamó la atención, el curioso ruido que parecía proceder de la parte más alta, que correspondía al piso de mi amiga, quien ahora inquieta por la furia de aquel viento, caminaba junto a mí. Cuanto más ascendíamos, más retumbaba el ruido en las paredes, causando la sensación de que el edificio estuviera en medio de un pequeño tornado que, con su viento circular, provocara que las ventanas se abrieran y cerraran de manera continuada y violenta. Metió la llave en la cerradura y en ese instante, se produjo el más absoluto silencio. Antes de abrir la puerta de su casa, Lorena, en busca de complicidad, me lanzó una mirada. Nos quedamos un segundo sin decir nada, como esperando que de pronto, algo ocurriera, sin saber exactamente qué y cuándo por fin reaccioné, pude ver a mi amiga que bajaba a toda prisa por las escaleras. De forma casi instintiva quité las llaves que habían quedado colocadas en la puerta para seguirla y en ese preciso momento, aquel insoportable ruido volvía a ser omnipresente, tornándose más fuerte a medida que descendía a la calle. Ya fuera del edificio, con la sensación de sentirme a salvo de quien sabe qué tipo de peligro, vi a una Lorena, que apoyada sobre su coche, se encontraba temblando de los pies a la cabeza, llorando amargamente y sin poder gesticular palabra. Cuando por fin logré calmarle, preocupada por su compañera de piso, se dirigió hasta la cabina telefónica más cercana. Joanna, que es como se llamaba aquella joven, al contestar la llamada, aseguró que ella no había escuchado ningún ruido en toda la noche, cosa que nos resultaba imposible después de la experiencia vivida hacía sólo unos minutos. Lorena entonces, sin ánimo para entrar nuevamente a su departamento, me pidió que la acompañara a casa de sus padres. Al poner en marcha su vehículo, nos percatamos de que el viento soplaba con mucha menos fuerza.

A la semana siguiente, retomé el contacto con Lorena, quien me explicó, aún impresionada por el curioso fenómeno de aquella noche, que había tomado la decisión de abandonar la vivienda en la que, desde aquel día, jamás volvió a poner un solo pie. Sus familiares, se hicieron cargo del traslado de todas sus pertenencias. Al preguntar por Joanna, dijo que su compañera de piso, tras colgar el teléfono, comenzó a percibir una presencia extraña y a escuchar ruidos en todo el resto de la casa, que hizo que se vistiera inmediatamente y se marchara a un hotel. Al igual que Lorena, al siguiente día, decidió irse a vivir a otra parte de la ciudad y como ella, jamás regresaría al departamento.

Una tarde de lluvia, quien hasta ese momento sería mi huésped, anunciaba que dentro de pocas horas, por fin, se marchaba a Bolivia, donde familiares y amigos lo  esperaban para celebrar las navidades. Descorchó una botella de gran reserva y, derramando su vino tinto sobre unas copas, sin decir más, brindamos.  Abrió una de las maletas, encendió un cigarrillo que se llevó a los labios y, acto seguido, se dio a la tarea de ir desmantelando poco a poco, aquella que durante semanas, había considerado su habitación. Empaquetó primero los libros, entre los que se apreciaban una hermosa edición de Vidas Paralelas de Plutarco, otro en tapa rústica de Los orígenes de Roma de Tito Livio y el primer tomo de la Crítica de la razón pura de Kant. Cuando terminó de ordenar su ropa y de guardar otros objetos, metió en una bolsa, los restos ya inservibles y los lanzó a la basura. Sólo quedaban el colchón, que luego pasarían a recoger y una alargada mesa que, tras desvestirla de aquella sábana blanca, recuperaba nuevamente su aspecto original.

Como ya era costumbre, celebramos una de las reuniones en las que sentimos las ausencias del arquitecto, quien a esas horas estaría aún volando con rumbo a su país y el de su amiga, de la que en realidad, nunca supimos nada de su vida y a la que jamás volvimos a ver. Los músicos argentinos, tampoco nos acompañaron con sus guitarras, porque al igual que el joven boliviano, ellos también preparaban viaje para retornar a su Tandil natal, con la idea de no volver nunca más. Lo que con los años, sin tan siquiera imaginarlo aún, harían el resto de los componentes de aquel grupo de artistas e intelectuales que frecuentaban mi departamento. Esa noche, dos de las actrices, representaron una breve pieza de teatro escrita por uno de nuestros amigos, actuación que al final combinaron con la lectura de varios poemas de Circe Maia, de Alfonsina Storni, de Idea Vilariño y de Juana de Ibarbourou, mientras que afuera, continuaba lloviendo.

En el transcurso de esa semana, al caer la noche, comenzaba a escuchar pequeños ruidos, que en principio los atribuía a los propios de todas las casas, procurando que esos sonidos, no cobraran mayor importancia en mí mente, ya de por sí, debilitada por el miedo. Eso no evitó que instalara un cerrojo en la puerta de mi habitación con la idea de protegerme, pero siempre sin tener la certeza de qué era aquello de lo que debería de atrincherarme en la forma en que cada vez, con mayor obsesión, lo hacía. Como Edith Wharton, comencé a alimentar la idea, que más tarde se convertiría en convicción, de que todos aquellos libros, cuyas páginas estaban plagadas de historias de misterio, encerraban en su interior a seres fantasmales que, tanto les daba, fuera a plena luz del día, que en la penumbra de las madrugadas, deambulaban por cualquiera de los rincones de casa. Firme a esas creencias, decidí deshacerme, de cuanto libro hubiera sido escrito, con la malsana intención de inspirar en los lectores, como lo habían hecho en mí, el más mínimo sentimiento de terror. Pero aquellas prevenciones tomadas por mi parte, con la mayor de las cautelas y con todo el rigor del mundo, sirvieron de muy poco. Por las noches, continuaba escuchando pasos producidos por unos pies descalzos, deslizar de sillas, el sonido de quien me llamaba en voz baja, como si lo hiciera de muy lejos. Aunque en menor medida, otras veces, era el peso de un cuerpo que se echaba a un lado de mi cama, para luego, tener la sensación de suaves caricias en mi rostro, como producidas por el leve arrastras del velo nupcial, que de inmediato en mi frágil imaginación, cobraban la textura de la tela blanquecina de una mortaja.

Al volver a casa, después de uno de mis frecuentes paseos matutinos, me encontré con un nutrido grupo de vecinos que, malhumorados unos, preocupados otros, simplemente curiosos la mayoría, rodeaban a un vehículo del cuerpo de bomberos estacionado delante mismo del portón del edificio donde vivía. Cuando por fin logré traspasar toda aquella especie de barrera humana que se agolpaba con el único fin de enterarse mejor de lo que sucedía, se aproximó Anna, la camarera del restaurante donde solía comer cada día, quien evidentemente afectada, me advirtió de que todo aquel barullo tenía que ver con algo que había sucedido en mi departamento. A toda prisa corrí escaleras arriba, al tiempo que en mi camino, chocaba con las miradas inquisidoras de mis vecinos que a mi paso, no perdían la oportunidad para lanzar, sin sentido, sus reproches. Al abrir la puerta, me encontré con un hombre fuerte, de mediana edad, que sentado sobre la larga mesa, delante de una ventana rota que daba al patio de luces, sostenía en sus manos el extremo de aquella manguera que mientras subía, había visto tirada a lo largo de las escaleras. Consternado aún, como quien se confesara, me contó que tras recibir la llamada de emergencia, se presentaron para sofocar un conato de incendio que se estaba produciendo en mi casa, que antes de irrumpir en la vivienda, desde el patio de luces del edificio, había visto el humo y unas flameantes llamas azules. Lo sorprendente, después de trabajar tantos años como bombero, es que se trataba de la primera vez que al romper los cristales, aquel humo y aquellas llamas, desaparecieran delante mismo de sus ojos. Para justificar su presencia, me pidió el favor de firmar un documento que extendió sobre la mesa. Estampé mi firma, nos despedimos amablemente y se marchó.

Aquella misma tarde, el cielo se cubrió de nubarrones que anunciaban la tormenta. Los cristales de las ventanas del pasillo, ahora rotos, dejaban penetrar al viento, que con su hiriente frío inundaba la pequeña estancia. Momentos antes  de que se precipitara la lluvia, la accidentada caída de un rayo sobre uno de los generadores, nos condenaba irremisiblemente a pasar el resto de la noche sin la posibilidad del alumbrado eléctrico. Tras sopesar la idea de pernoctar en la casa de alguno de mis amigos, llamé por teléfono a varios de ellos, pero no hubo suerte. Nadie contestó a mis llamadas. Un segundo rayo, tronó en todo el edificio como una bomba. Tomé una lámpara de baterías, varias velas, una botella de Whisky e ingerí, sin pensarlo dos veces, algunos analgésicos. Una vez encerrado en mi habitación, comenzaron aquellos relámpagos que lo iluminaban todo. Coloqué el armario contra la puerta, quise encender un viejo transistor de baterías con el fin de sintonizar alguna emisora, pero estaba tan destartalado que no funcionaba. Sin quitarme ni siquiera los zapatos, me enfundé dentro de las sábanas y me metí en la cama, donde me agazapé sentado en una esquina. Comencé a escuchar con mucha claridad los primeros ruidos que desde hacía ya tiempo, no eran extraños para mí. Entonces, empinando la botella, aligeré el primer trago hasta que no pude más. Desde el pasillo, como si se tratara del lamento de unas mujeres al pie de la tumba que precede al entierro, llegaba con su rugir el viento. Me negué a encender las velas. El aire era tal, que pareciera que alguien empujara con fuerza la puerta queriéndola tirar abajo. La lluvia comenzó a caer entonces y entre rayo y rayo, mi mente era capaz de construir la presencia de hombres que sentados en el sofá unas veces o mujeres caminando a mí alrededor otras, me acompañaban en silencio. Apuré la botella hasta convertirme en presa fácil de una un terror que por insoportable, revertí en una especie de pesadillas que, para mi sorpresa, incluyeron la posibilidad de comunicarme con aquellos fantasmas cuyos rostros y gestos, a medida que avanzaba la noche, se volvían más cercanos a los de mis vecinos que a esa hora, muy probablemente, dormían ajenos a mis alucinaciones, donde ellos eran ahora los protagonistas.

Al despertar, el sol entraba por la ventana a través del patio interior, donde unas señoras comentaban acerca de unos extraños ruidos y luces, que la noche anterior llegaban desde una de las viviendas del edificio. Salí al balcón para saludarlas y pude ver como se ocultaban. Sentí que mi cabeza, a punto de estallar, daba vueltas. La habitación estaba hecha un desastre y el armario había caído sobre el suelo, dejando abierta la puerta que daba al pasillo. Entendí que nada de todo aquello, podía atribuirlo a ninguna presencia fantasmal, sino a mí, sólo a mí, única y exclusivamente a mí. Porque si frágil es el mundo que separa el de los vivos y los muertos, frágil es también la mente del ser humano.

Al salir de la ducha, sonó el timbre de la puerta. Cuando abrí, encontré a un joven que, con cámara en mano, me pedía permiso para tomar fotografías de la casa. Pensé que deseaban cubrir el caso del día anterior con los bomberos, así que le invité a pasar observando como se abría paso con dificultad en medio de las cosas que continuaban sobre el suelo. Sentado en el piso, tomaba algunas notas y en su rostro, se reflejaba el gesto de sorpresa ante cada uno de los detalles. Después de un largo silencio, me reveló que la razón de su visita estaba motivada por la noticia aparecida en la prensa sobre las gestiones que la francmasonería colombiana estaba realizando para trasladar los restos mortales del escritor José María Vargas Vila, novelista excomulgado por El Vaticano, muerto en Barcelona a principios del siglo XX y que, a juzgar por la información, había vivido en aquel mismo lugar. El joven, que seguía aún con su libreta, me preguntó a bocajarro si tenía pensado seguir viviendo en aquella casa. Desde el umbral de la puerta, lacónicamente, respondí que no. Le pedí, que cuando se largara, fuera tan amable de cerrar la puerta y, metiéndome el pasaporte en el bolsillo trasero del pantalón, caminé escaleras abajo y me marché, de aquel apartamento maldito, para siempre.

Carlos Ernesto García
Originalmente editado por ContraPunto (El Salvador)
Link: http://www.contracultura.com.sv/narrativa/el-apartamento-maldito
9 de abril 2012

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