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¿Y cómo ha podido ser?
por Dra. Araceli García-Carranza
carranza@cubarte.cult.cu

 
 

En los primeros años de mi vida algunos cuentos de hadas formaron parte de mi niñez, luego la escuela primaria y más tarde las enseñanzas secundaria y universitaria. Recuerdo a mis padres siempre atentos a nuestro futuro, fuimos cinco hermanas. Mi madre con su gusto por la poesía y la música, escribía poemas y tocaba el piano de oído desde su sexto grado obtenido en la escuela pública cubana, y mi padre médico descansaba de sus faenas científicas como organizador y orientador docente de nuestros programas de estudio. Los años de la adolescencia los represento en mi memoria con su figura frente a una pizarra verde que instaló en el comedor de nuestra casa y desde allí nos recitaría casi de memoria y con sano orgullo la historia antigua, moderna y contemporánea, las literaturas cubana y universal sin olvidar las ciencias exactas y naturales. A pesar de mis suspensos en matemáticas logré, con su esfuerzo ejemplar y mi tenacidad, notas de sobresaliente a partir del tercer año de mis estudios secundarios.

 

Ya en la década del 50 visitaba, llevada de la mano de mi padre, la Biblioteca Nacional, situada en aquel entonces en el Castillo de la Fuerza. Su atmósfera húmeda, con olor a polvo, aireada un tanto por la brisa del mar, mea atrapó para siempre, sin saberlo. Por esos años, también en compañía de mi padre vi alzarse, poco a poco, dentro de un tupido andamiaje los dieciséis pisos del edificio que ocupa hoy nuestra centenaria institución. Recuerdo a mi padre señalándome, premonitoriamente. Aquel edificio que ya se empinaba para atesorar e impulsar nuestra inmensa cultura cubana. Y esa visión también quedó en mi subconsciente, sin imaginar que iba a trabajar en la Biblioteca Nacional durante cuarenta años o más?

 

Un día de enero del 62, una compañera de estudios en el elevador de la Escuela de Filosofía y Letras le decía al doctor Fernando Portuondo del Prado que me recomendara para ser aceptada en la Biblioteca Nacional como bibliotecaria. El doctor Portuondo se negó alegando que los buenos se recomiendan solos. Yo había sido una alumna estudiosa y disciplinada, en esos días me examinaba por última vez.

 

Rompiendo, no sé ni como, con mi timidez de siempre, fui a la Biblioteca y pedí ver a la doctora María Teresa Freyre de Andrade, ella me recibió, no recuerdo exactamente el diálogo, pero me aceptó. A los dos o tres días. El 1º de febrero de 1962, empecé a trabajar en la Biblioteca.

 

Unos años después la doctora Freyre quedaría satisfecha con mi Índice de la Revista Bimestre Cubana, y 1970 me felicitaría por la Bibliografía de Fernando Ortiz.

 

A partir de 1962 busqué autoridades en el departamento de Catalogación y Clasificación, y pronto haría analíticas en el departamento Colección Cubana en el cual llegué a dirigir a instancias de Sidroc Ramos, quien siempre confió en mí, y quien me llevaría de la mano al universo de la investigación bibliográfica, cuando al morir Don Fernando Ortiz me pidiera que en menos de tres meses compilara su obra.

En Colección Cubana trabajé cerca de grandes e ilustres de la literatura y la historia cubanas y paradójicamente fui jefa de alguno de ellos: Cintio Vitier, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Renée Méndez Capote, Roberto Friol, Octavio Smith, Zoila Lapique, Juan Pérez de la Riva, y conocí a decenas de historiadores, investigadores, creadores, especialistas y profesores universitarios cubanos y extranjeros. Luego, entre otras tareas compilé para los historiadores la Bibliografía de la Guerra de Independencia la cual se consulta frecuentemente en la Sala Cubana.


En 1972 publiqué mi primera colaboración en la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí en la cual, según Juan Pérez de la Riva, “no publicaba cualquiera” y lo logré después de diez años. Por estos años inicié la compilación de la obra de José Lezama Lima, retomada en los 90 ahora recién publicada.

 

Entre índices analíticos, investigaciones bibliográficas, servicios y tareas de dirección transcurrieron los años siguientes sin olvidar el montaje de exposiciones que a veces lográbamos Elena Giraldez, mi hermana Josefina, Zoila Lapique y yo como por arte de magia.

 

La Sala Martí había sido inaugurada en 1968 por el profesor Manuel Pedro González exactamente “un domingo de mucha luz” frase que exporto de la obra de Fina García Marruz, quien hizo de las visitas dirigidas a la Sala, un verdadero magisterio, un evangelio vivo.

 

Años después, en 1977, la Sala devendría Centro de Estudios Martianos. Ya desde 1968 Cintio Vitier me había pedido que fuese la bibliógrafa de José Martí, y año tras año saldrían los Anuarios y después los Anuarios del Centro de Estudios Martianos con las correspondientes bibliografías, hasta más de 30 compilaciones o lo que es lo mismo más de 30 años de bibliografías martianas tratando siempre de que la última supere a la anterior. Sin olvidar los 30 años de bibliografía martiana (1959-1989) que en cinco volúmenes compilamos mi hermana Josefina y yo a principios de los años 90.

 

En los años 80 la doctora Marta Terry me haría ocupar la jefatura del Departamento de Bibliografía Cubana nuevo desarrollo del Departamento de Investigaciones Bibliográficas, nomenclatura que vuelve a usarse en estos tiempos por así exigirlo el trabajo creador, y en los años 90 continuaría en la jefatura de ese departamento y asumiría la jefatura de redacción de la Revista de la Biblioteca Nacional bajo el mandato del más joven de sus directores el historiador y ensayista Eliades Acosta Matos, y en medio de investigaciones y servicios la satisfacción de una fuerte vocación posiblemente indicada por la mano de mi padre cuando me señalaba los andamios que atrapaban el esqueleto de futuro edificio de la Biblioteca Nacional.

 

Y siempre esa agradable realización que se siente cuando se logra un repertorio o se utiliza (porque es y será útil) o cuando se satisface una demanda. En especial cuando servimos a jóvenes y presentimos sus talentos y los vemos crecer hasta convertirse en historiadores, críticos, escritores o periodistas.

 

Así han transcurrido los años y como con cinta cinematográfica recuerdo algunas figuras relacionadas con la investigación bibliográfica: la de Cintio Vitier, creciendo siempre como creador e intelectual y dando fe constante de “ese sol del mundo moral”; la de Alejo Carpentier quien llegaba cada verano acompañado de Lilia y sabía apreciar el significado de la bibliografía como instrumento presente, pasado y futuro así como su utilización dentro de la novela, dando fe de ello el uso de los títulos de ciertos asientos bibliográficos como recurso intelectual en La consagración de la primavera; la de Carlos Rafael Rodríguez, siempre sonriente y amable, cuando nos revisaba a mi hermana y a mí los datos con los que nos pretendimos acercarnos a su intensa trayectoria vital; y unos años antes recuerdo a la familia de Ramiro Guerra agradeciéndome su bibliografía; y unos años después alguien agradecería la de Elías Entralgo, la de María Villar Buceta, la de Loló de la Torriente, y tantas otras ... y más tarde los donativos de las colecciones de Roberto Fernández Retamar y de Lisandro Otero las cuales promoverían las compilaciones de ambos, y hace poco tiempo la compilación de la obra de Eusebio Leal precedida en el tiempo por la de Emilio Roig de Leuchsenring, historiadores de la Ciudad de la Habana; más recientemente aún vamos conformando el cuerpo bibliográfico correspondiente a la obra del poeta y ensayista Luis Suardíaz; y siempre el servicio y la satisfacción de la demanda, así como la identificación con cada figura y su obra. Y siempre ese examen diario que con abnegación y modestia sufrimos los bibliotecarios acribillados a preguntas, casi ocho horas diarias, tratando de buscar espacio y tiempo para pensar, leer, escribir... ¿Y cómo es posible que hayan pasado más de cuarenta años? Transcurridos en una de las más rigurosas universidades: la Biblioteca Nacional José Martí de Cuba.

 

Larga etapa de un difícil proceso de aprendizaje y de transmisión de conocimientos al fungir como alumna aprendiendo de los demás y como maestra satisfaciendo las necesidades de conocimientos que cada día plantea la demanda. Por ello si nuestra vocación es autentica sentiremos la pasión de servir, y atender las exigencias del lector o del investigador, con no menos pasión, he ahí la esencia de nuestra profesión. El bibliotecario de hoy que cuenta además con las nuevas tecnologías, como medio ya imprescindible, no abandonará la necesidad de una sólida formación cultural, la cual ha requerido y requerirá siempre para hacer pervivir lo nuevo y lo viejo como función de presente y de futuro. En particular el bibliotecario cubano de todos los tiempos deberá sentir ese sentimiento patriótico que inspira la riqueza de nuestra bibliografía cubana la cual nos ha obligado  a conocer lo más relevante de la cultura universal, tradición de cubanía aprendida y aprehendida de nuestros antecesores.

 

por Dra. Araceli García-Carranza

carranza@cubarte.cult.cu

 

Texto ingresado el 18 de mayo de 2013 en Letras-Uruguay

 

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