imagen El padre de los monos, por Elías Scherbacovsky. Buenos Aires, Milá, 2007. 340 páginas. (Imaginaria)

"El Padre de los Monos era un hombre tangente, con una órbita propia. Un hombre que, engañosamente, de a ratos, parecía que sí, que iba a engranar con todos nosotros... pero no. No rodaba con la patria, tampoco con el universo, en el cual caben los que no caben en las patrias. A primera vista era un bulto ovillado y dormido con medio cuerpo sobre una mesa. Nunca lo vi enfermo y nunca nadie lo vio acostado. No tenia cama. Tampoco recuerdo que estornudara. Parecía un hombre de casualidad, sin reproches contra nada ni nadie, y esto lo hacía particularmente peligroso para los que, mirando de frente, sin ver a los costados, rodábamos con la ambición de ser mas que un hombre".

El autor resume su biografía: "En el invierno de 1936 les nací en La Plata a Paulina Himmel, Pesia de Lwow (Lemberg), y a Jacobo Scherbacovsky, otro de los que huyeron por la Gran Rusia con el tío David Sobol en su carro de sal para recalar un día en el puerto de Buenos Aires.

A poco de nacer en la ciudad de las diagonales anaranjadas, donde mi padre fue sifonero y ocasionalmente modelo de una sastrería -el hombre cargaba su pinta-, me llevaron a Quilmes. Mi padre iba con la ilusión de que lo admitieran como obrero en la cervecería de Otto Bemberg. Adolfo Hitler llevaba tres años en el poder y a Ernest Kolman, el padre de los monos, lo buscaban en los bosques de Viena para internarlo en el campo de Dachau.

El español picado de viruelas y sudado que le vendía los billetes de lotería en Quilmes llamaba a mi padre Jacovito. A veces, al marcharse de su tienda, le gritaba en broma ¡jodío errante!.

Era el Quilmes de cuando José Gatica llegaba fumando habanos a bailar al Rancho Grande, sobre el Rio de la Plata, antes de terminar vendiendo peines en los vagones de los trenes que salían de Constitución.

A los nueve años participé en la única manifestación política a la que asistí espontáneamente en mi vida. Avanzaban sudados por la calle de Bartolomé Mitre. Llevado por su arrollador entusiasmo, me uní a los manifestantes al grito vivo de "¡alpargatas sí, libros no!".

No sé qué mucho mas puedo decir de mí. Me han pedido una biografía y cuento la de otros. No todos tenemos una biografía. Pienso que Ángela Seliktar llevaba la razón cuando espantándose una mosca pegajosa me lo dijo en su cuarto del barrio de Musrara, el de los panteras negras de Jerusalén que tanto horrorizaban a Golda Meir, hija de un carpintero y maestra.

En fin. Puedo contar que volví a la Diagonal 8O de La Plata -poco antes y hasta poco después de prestar mi servicio militar en el regimiento 21 de Infantería de Montaña en el pueblo de Zapala- siendo estudiante de abogacía, carrera que abandoné por el periodismo. Un oficio con pretensión y muchos pretenciosos.

Puedo decir todo lo que no sé. Por ejemplo, no sé poner el dedo gordo -al que en Quilmes le llamábamos el pulgar- encima de los demás dedos cerrados en un puño para expresar aprobación, o el deseo de que tenga éxito o consiga alguna victoria la persona a quienes los que saben hacerlo les muestran ese dedo en vilo.

Tampoco sé montar ni desenfundar un puñal o arrojar las boleadoras, lo que tal vez me habría hecho más argentino. Para consuelo tengo un amigo, Máximo Simpson, que quizás no sabe montarlos, pero sabe que hay en el alma de los caballos.

En 1969, bajo la ducha, en Chile y Rincón, me vino Israel a la mente. No fue un capricho. Pero explicarlo obligaría a abrir otras biografías posibles. Digamos que les hice caso a los que en las paredes de "su" Buenos Aires escribían 'judíos a Palestina' ".

(contratapa)

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