"Moby Dick” o la lucha de dos reinos

ensayo de Inés Futten de la Colina

“A estribor” de toda pena hay una beatitud segura! Alegría!

                                                                   (cap. IX)

 

“Y dijo al hombre: Mira, la sabiduría consiste

en temer al Señor, y la inteligencia en apartarse de lo malo.”

                                                                 Job, 28, 28

Hay un ser: el hombre, y una circunstancia: el dolor. Cuando estos dos se encuentran, entonces se produce el choque. Pues los dos tienen algo de rey, y es verdad que dos reinados no coexisten nunca. El dolor vence al hombre en una primera instancia. Y lo derriba y reduce a su miseria. Ahora bien, hay una parte del hombre en que el dolor no tiene dominio y es su alma. El alma del hombre ha nacido para ser reina: su corona es el discernimiento, su cetro, la libertad.

Y es de la libertad de lo que el dolor no puede enseñorearse. Frente al ataque del dolor, el hombre todo se revuelve, pues el dolor destruye y entristece, y la esencia del hombre reclama construcción, perpetuidad: Ser, gozoso y para siempre. Pero el alma se levanta y pien-sa¡ y decide, en una palabra: toma posición ante el enemigo que la asalta. Y acepta o se rebela, se evade o lo domina.

Esta elección del hombre frente al sufrimiento es lo que me propongo analizar en “Moby Dick”. “Moby Dick”: libro de viajes, tratado de cetología, manual de oficio de ballenero, fantasmagoría marítima, ensayo sobre el hombre, revelación, profecía. Todo esto es “Moby Dick”. Esto, y en su centro: el drama del hombre y su contrincante, el dolor.

El “Pequod” parte de Nantucket para los mares del Pacífico, y este viaje, iniciado bajo los faustos de una alegre Navidad, bendecido por Bildad y animado por la despedida de Peleg, parece no tener otro móvil que el de regresar cargadas las bodegas del codiciado “spermacetti” del cachalote. Sin embargo, e Ishmael se encarga de recalcarlo, nos damos cuenta desde el principio que hay allí algo fuera de lo común. Ya desde los primeros capítulos el libro toma un cariz profético y misterioso, se nos introduce en un clima que no es normal, cargado de augures sombríos y presagios inciertos. El primer misterio, el capitán; Ishmael y Queequeg se embarcan sin haberlo visto. Se habla de él como de alguien endemoniado y terrible. La profecía sale a nuestro encuentro, y es un personaje con el nombre de un profeta —Elias— el que nos inicia en el misterio de Ahab:” —¡Deteneos!. . . Aún no habéis visto al “Trueno" ¿verdad? ¿Lo habéis visto?

—¿Quién es el “Trueno”?— pregunté con los pies clavados en el suelo y asustado por la ansiedad con que hablaba. —¡El capitán Ahab!”. Y en seguida: “.. .¿no os han dicho nada de la pierna que perdió según la profecía? ¿Nada os han dicho de todo esto y de otras cosas más aún?”. El misterio: Ishmael y Queequeg se hacen a la mar en el buque del misterio y de la profecía. Y aun están aquellas sombras que se embarcan como tripulantes...

Pero, ¿quién es realmente el Capitán Ahab? Cuando por primera vez lo vemos aparecer sobre cubierta, con su cuerpo de anciano, ancho y alto como una estatua de bronce, erguido sobre su pierna de marfil, nos dice Melville que en su “mirada intrépida e inmóvil se reflejaba una energía obstinada y una resolución sin flaqueza”, y agrega que era: “la mirada de un amo’. Ahab será el alma del “Pequod”: ese bronce macizo de su cuerpo “fundido en un molde impecable como el Perseo de Cellini”, ese cuerpo marcado por una cicatriz imborrable, sustenta el espíritu de combate: Ahab es el hombre que lucha contra el dolor. Ahab es aquel que no se entrega ante la vida :es el que se rebela y, enloquecido por el dolor que ha destruido su cuerpo y ultrajado su espíritu, ha jurado vencerlo; su alma no ha sido vencida aún, y ella es la que gobierna; ella ha provisto al cuerpo de otra pierna, más dura que la de carne, y con ella marti-llea la cubierta, desde ella él manda. Pues no lucha solo: Ahab necesita un cuerpo enorme y este cuerpo suyo es el buque y son lo; hombres que él conduce— desprovistos de razón y personalidad: "... Y para esto habéis embarcado, muchachos; para perseguir a esta ballena blanca por los dos hemisferios hasta que su surtidor sea de sangre negra.

Ah, ahora sabemos cuál es el objeto del viaje: ahora Ahab ha hallado y ha demarcado la ruta: “Si, sí; ¡yo la perseguiré doblando el Cabo de Buena Esperanza, y el de Hornos, y cruzando el Maels-trom en Noruega, y alrededor de las llamas del infierno, antes que renunciar a cogerla".

Moby Dick, le ha arrancado la pierna. Pero, ¿es esto suficiente para justificar saña semejante? Starbuck, el temeroso de Dios— y débil frente al hombre— lo increpa: “—Vengarte de un simple bruto mudo, que sólo te atacó por instinto, ciegamente.. . ¡Locura! Cebarte contra una cosa muda, capitán Ahab, ¿no te parece blasfemia?

Pero no, Ahab no lucha contra un simple bruto, no ve e:i el ataque de la ballena tan solo el instinto animal de defensa. Para él Moby Dick es algo más, mucho i más: él, el “amo”, el hombre que siente en su sangre la vocación de la libertad y el señorío, que se sabe nacido para la construcción y la dicha, no puede resigna r:e a ver destruido eso esencial de sí mismo; el mal lo ha reducido a su miseria, él es el prisionero que ansia, porque se ahoga en el dolor, el cielo diáfano de la libertad de ser rey: “—¿De qué otra manera lograría evadirse y alcanzar el aire libre sin atravesar la muralla? Para mí, esta ballena blanca es la muralla que se levanta delante de mí... Veo en ella una fuerza ultrajante y llena de astucia, algo que me atormenta y que me aplasta. Y lo mismo me da que la ballena blanca sea el agente o la parte esencial, pues he de vaciar mi odio en ella. No hables de blasfemia, muchacho. Yo sería capaz de golpear al sol si me insultara... ¿Quién se encuentra encima de mí?”

Sí, Ahab tiene un espíritu que es el del rey de la creación. Es el de aquel Adán a quien se dijo: “Henchid la tierra y enseñoreaos de ella, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los animales que se mueven sobre la tierra”, es el del hombre-rey que puso nombre a cuanto existe bajo el sol. Ahab es ese Adán del Paraíso, pero más aún es el Soberbio Adán, el que quebrantando la ley eterna de su esencia creada, quiso convertirse en Dios: y este quebrantamiento voluntario de una ley esencial al que llamamos mal, se volvió contra él en su consecuencia; el dolor. Adán eligió pues el dolor, y le traspasó su cetro, sobre el mundo. En adelante los animales y las cosas se resistirán al imperio del hombre y se convertirán en cambio en agentes ciegos del sufrimiento.

Leemos en Job:

“¿Podrás tú tampoco pescar a Leviatán

ni sacarla afuera con anzuelo

ni atar con una cuerda su lengua?

¿Acribillarás su piel con dardos

y traspasarás su cabeza con arpones?

Pon tu mano sobre él,

y te quedará memoria de tal pelea,

y volverás a hablar más de ello.

Quien le espera se hallará burlado,

y a la vista de todos será precipitado.”

Leviatán: La Ballena Blanca. El que pelea: Ahab, el obstinado en la soberbia. El primer encuentro con Moby Dick y su pierna perdida, debieron ser para él un aviso y un llamado. Pues si el dolor es el agente destructor del mal y del demonio, Dios lo convierte en instrumento para la salvación. Porque había para Adán una esperanza: la misericordia, y un camino de salud: la aceptación del dolor. Elegir el sufrimiento como crisol purificador, esta es la Sabiduría que señala al alma el dolor que primero la anonada: descubre al hombre en su miseria, y se ofrece como semilla de alegría y de gloria. Porque, si tan grande es el poder del dolor, que es negación y destrucción, ¿cuál no será la potencia de aquél que es principio de todo ser, del Ser por antonomasia?

“¿Nadie se atreve a provocarlo,

¿quién, pues, osaría resistirme cara a cara?”

Y en este sentido el dolor es un llamado: llamado hacia el temor de Dios y al mismo tiempo a la esperanza en la Bondad que corresponde a la omnipotencia.

Y he aquí la respuesta de Job: su toma de posesión ante la desgracia.

“El es el sabio de corazón,

y el fuerte y poderoso.

¿Quién lo resistió y quedó en paz?

El es el Dios, a cuyo enojo nadie puede resistir...

Por eso yo me estremezco en su presencia;

y cuando pienso en El, me siento agitado de temor.

Dios ha derretido mi corazón,

el Todopoderoso me ha conturbado:

pues no por las tinieblas que tengo sobre mí,

me doy por perdido,

ni la densa niebla me ha tapado el rostro.”

La elección es el aprovechamiento del dolor: el dolor como crisol y camino hacia la alegría y la paz.

La de Ahab :1a rebelión. Y por tanto, la lucha y la perpetua inquietud. Puede más en él la fuerza del ultraje que lo impulsa a la venganza. Y si reconoce a Dios, lo desafía. Lo desafía antes que nada en sí mismo, pues Ahab tiene una conciencia, y en ésta está grabada una ley, que es ley divina, una conciencia que sin cesar demuestra la locura de esa lucha. Pues lo que Ahab está haciendo al pretender vengarse del dolor, es entregarse a él eternamente. Su arma es el odio, y para vencer al sufrimiento vende, como Fausto su alma al mal, al demonio que es su causa La verdadera lucha de Ahab no es contra el dolor, sino contra su propia esencia.

Un buitre, “el mismo que él ha creado, se alimentará para siempre en su corazón”. El odio al dolor se cebará en sí mismo. Porque, lo repito, Ahab no lucha contra Moby Dick: lucha contra su alma, contra su propia esencia, y en esta lucha impotente de la soberbia contra la ley de la vida, la Ballena Blanca no es más que un símbolo de ese dolor que rechaza y que se convierte entonces en muralla contra la que irremisiblemente se estrella. “A veces creo que más allá no existe nada..Como no puede erguirse contra Dios, porque es espíritu, como no puede alcanzar al destino, que es la ley inasible de la vida, entonces descarga su odio contra el bruto irracional, y pues él tiene un alma de gigante, escoge al mayor de los animales, el enorme Leviatán es el digno contrincante de su naturaleza sobrehumana.

Por eso se ensaña contra Moby Dick, pues necesita encarnar al dolor para descargar sobre él la venganza. El no ha querido distinguir, como Job entre “el agente y la parte esencial”: no es el dolor lo que ultraja al hombre, pues aceptado, puede ser utilizado por la libertad para convertirse en salud: como agente, puede serlo tanto del mal como trocarse en instrumento divino de destrucción del Ser. Lo que infama al hombre es el mal: éste es la parte esencial que lo reduce a esclavitud y lo condena a la destrucción.

Pero Ahab rechaza esta distinción. Entregado a su destino de derrota rechaza la razón: “Pero Ahab no medita jamás, sólo siente, siente, y esto basta para el hombre. Pensar necesita audacia y sólo Dios tiene este privilegio. El pensar es, o debiera ser, serenidad y calma, y nuestros pobres corazones laten demasiado de prisa para esto.”

Y barco tras barco, de los que va cruzando en el camino, unas, siempre iguales, son sus palabras sin saludo y sin interés por los hom-bres: “—¿Habéis visto a la Ballena Blanca?”

Rechaza los presagios, desoye las palabras de prudencia y vuelve la espalda a los signos de destrucción y tragedia que el monstruo ha ido sembrando en los hombres y en las naves. No lo arredran las tem-pestades y ni siquiera lo conmueve la tremenda paz del océano en calma. Sólo una vez, en el amanecer del combate definitivo ante la esplendidez del mar y el aire diáfano, Ahab, sobre la cubierta, se estremece “como alguien que puede ser salvado por el amor aun en su obstinación y extravío.” Y Ahab dejó caer una lágrima en el mar, y en un postrer esfuerzo por recuperar al hombre, el sentimiento iluminó por última vez el espíritu encallecido del viejo rebelde: tristes son sus acentos, llenos de nostalgia por la vida que entenebreció durante cuarenta años en el loco afán de cazar a la ballena. Ahab reconoce su demencia y gime su debilidad y su anonadamiento. Más aún, la terrible pregunta se le impone; “—¿Y por qué esta lucha?”

Pero pronto el demonio que lo roe lo avasalla nuevamente. Nada pudo contra él el amor de su esposa y el recuerdo de su hijo. El odio se traga al amor, y por última vez lo engaña: Ahab clama a Dios ahora, pero no implorando misericordia, fino para reclamar el castigo: “—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!", por tres veces lo invoca pero el suyo es un Kirie desesperado: “¡Rompe mi corazón y aplasta mi cerebro!”

Y la exhortación suprema: la del amigo: Starbuck, como el ángel bueno junto a Fausto apela a lo último que queda a Ahab: la libertad. “¡Oh, Ahab! ¡Aun no es demasiado tarde, a pesar de ser el tercer día, para desistir! Mira, Moby Dick no te busca, sino que eres tú quien comete la locura de buscarla!"

Pero Ahab ha jugado, y ahora el juego le impone su ley: él que la renunciado al amor, a la amistad de los hombres, a los goces legítimos de la vida, a la belleza hacia la cual su alma tiende sin poder gozarla, él, que se ha condenado a la soledad y a las tinieblas, a la lucha sin tregua y a la corrupción antes de la muerte, ahora es arras-trado hacia un destino que ni siquiera) comprende. Es el destino el que conduce a esos hombres, a esos “Ahabs”: a ellos, que juramentados, se convirtieron en “las piernas y los brazos del capitán, a ellos, cuyos arpones, teñidos en sangre, consagró Ahab, “non mnomiue Pa-tris, sed innomine diaboli”. Persiguiendo a Moby Dick, el “Pequod" enarbola en cada palo un “racimo" de hombres maduros para su destino. Es el demonio encarnado en la ballena que reclama a su presa: “—¡Ahora es ella quien me está dando caza! No soy yo, es ella.’

Por última vez Ahab da su consentimiento. Podía aun arrepentirse y abandonar la caza, y sin embargo arroja el arpón libremente, y enganchado al cedal, se desliza así silenciosa pero seguramente hacia la ballena, y al estrellarse contra ella, lanza el grito de su decisión definitiva; “—¡Por amor al odio te escupo con mi último aliento!”

Por amor al odio el pacto se consuma. Ahab se destruye definitivamente y queda esclavo para siempre en el combate sin fin de la impotencia soberbia: “—¡Que quede descuatizado y atado a tí persiguiéndote, ballena maldita! ¡Toma, te doy mi lanza!”

Y evocamos nuevamente las palabras del libro de Job:

“Si alguno quiere embestirle,

no sirven contra él ni espada

ni lanza, ni coraza;

pues el hierro es para él como paja,

y el bronce como leño podrido.

No le hará huir el diestro flechero;

Para él las piedras de la honda son hojarasca.

Reputará el martillo como una arista,

y se reirá de la lanza enristrada.

Hará hervir el mar profundo como una olla,

y hará que se parezca al caldero de ungüentos

cuando hierven a borbollones.

Deja en pos de sí un sendero reluciente,

y hace que el mar tome el color canoso de la vejez.

No hay poder sobre la tierra que pueda comparársele,

pues fue creado

para no tener temor a nadie.

Mira cuanto hay de grande;

él es el rey de todos los soberbios.”

Si es cierto que a Job le aprovecharon como evangelio hacia la dicha, bien podríamos decir que por el contrario, a Ahab le hubieran servido de epitafio, si es que hubiera tenido sepultura...

Pero volvamos a Melville, indaguemos todavía —“Moby Dick” desborda en sugerencias— acerca del dolor.

Leemos: “Así pues, el mortal que tiene más alegría que tristeza en él no puede ser verdadero, o es que no ha alcanzado su completo desarrollo. Idem, idem para los libros. El más verdadero de los hombres fué el hombre de Dolor y el más verdadero de los libros es el de Salomón.

Su pesimismo se aclara sin embargo en seguida: “Fué el propio Salomón quien dijo: ¡El hombre que se aleja del camino de la comprensión, aun en vida contará entre los muertos! No te entregues, pues, al fuego, “... Existe una sabiduría que es una infelicidad, pero hay una infelicidad que es una locura”.

Infelicidad que es locura: la de Ahab, evidentemente.

Sabiduría que es infelicidad: la aceptación del dolor. Pero tratemos de penetrar algo más.

“A estribor de toda pena hay una beatitud segura... ¡Alegría!”

Es el mismo Melville quien pone estas palabras en boca del pastor, en la capilla de Nantucket. Allá en las primeras páginas del libro, cuando aun no sabemos nada del “Pequod”, ni sospechamos la existencia de Moby Dick, y todo es todavía preparativos y expectativa, se eleva ese discurso en que brilla la figura del que parece ser la antítesis de Ahab: Jonás.

Jonás se diferencia de Ahab en esto: que en lugar de rebelarse, trata de evadirse; en lugar de vigilar el mar y maldecir el cielo y sacudir el buque, Jonás duerme. Es “el fugitivo de Dios”. Huye en el sueño hacia el olvido, huye de la misión que la voluntad divina le señala. También Ahab es un fugitivo. El y Jonás por dos vías diferentes huyen de sí mismos, de la conciencia en que se halla grabada por el dedo de Dios la esencia y la misión de cada hombre. Ahab lucha contra esa conciencia, el profeta la esquiva; “Jonás duerme horrorosamente”. Y en tanto afuera se descarga la tempestad, los palos crujen y las olas amenazan con tragarse el buque. Como en el “Pequod”, la tripulación inocente va a perecer por causa de un solo hombre, del “fugitivo de Dios”. Aunque Este proporciona a su tiempo la tabla salvadora: “...y Dios había preparado un gran pez para que se tragara a Jonás". Otra vez la ballena como figura de dolor. Pero la diferencia estriba en que el dolor para Jonás tiene un sentido: es el instrumento del enojo de Dios por el pecado del hombre y al mismo tiempo el crisol de su misericordia para purificarlo. También Ahab la primera vez que se encontró con Moby Dick, ésta le trajo la señal, pero Ahab no la comprendió o la deshecho. Para él fué más fuerte el resquemor de la soberbia ultrajada que la exigencia esencial de la conciencia que lo llamaba a la “comprensión”. Jonás “comprende” y lanza un grito de arrepentimiento y de fe: “—¡Temo al Señor, Dios del cielo, que ha creado el mar y la tierra!” Y arrojándose al mar apacigua el viento y el oleaje y salva a los hombres.

Para Jonás la tormenta fué un signo divino que lo movió al arrepentimiento, y al adorar a Dios, lo reconoce íntegramente; no desconfía de su bondad, y su lanzarse al mar implica una aceptación enraizada en la esperanza.

Ahab lanza, sí, un “amén” al dolor, pero si el vocablo suena exacto, los contenidos se hallan en las antípodas: “•—¡De tempestad en tempestad! ¡Así sea, pues! Nacido en el dolor, es justo que el hombre viva en el dolor y muera en la angustia. ¡Así sea, pues!” El “amén” de Jonás es humilde, alegre casi, es el de cargar con la pena para purificarse en ella con la seguridad de alcanzar el perdón y la misericordia, el de Ahab es el “amén” del condenado que se quema en la blasfemia. La diferencia entre ambos está en que uno acepta, y esto porque teme, y el otro se resigna, y en la desesperanza. Uno recibe el sufrimiento como acogerá o ha acogido en otros tiempos la alegría. Al otro no le queda otra alternativa. Ha sellado su rostro con el sello de la desgracia, para siempre. Encarcelado en el dolor no puede soportar siquiera un rastro de felicidad en los demás y se aparta del “Bachelor” con un dejo de despecho; “—Estas demasiado alegre. Sigue tu camino.” “La infelicidad que es locura”.

Y Jonás, en su infelicidad: ¿Qué hay de sabiduría en arrojarse al océano, en vivir tres días en un vientre tenebroso? La sabiduría, y a esto nos conduce el sermón, reside en el temor, en la aceptación del dolor, primero como llamado al arrepentimiento —la tempestad, luego, como acto de fe— el arrojarse con la seguridad de hallar la muerte, al mar embravecido, —y por último, como expiación— los tres días en el vientre de la ballena.

Ahab muere clavado a la cerviz de Moby Dick, y ésta es su carro fúnebre. El agente de la condenación eterna. Para Jonás el Leviatán es un refugio, de humillación y vergüenza, es cierto, pero purificante y pasajera: “Y vomitó a Jonás sobre la tierra seca”.

Sabiduría: Y Jonás, cumpliendo el mandato del Señor.

Sabiduría: Resistirlo —y blasfemia, como agregaba Starbuck.

Sabiduría: “Mira, la sabiduría consiste en temer al Señor, y la inteligencia en apartarse de lo malo”.

Claro que muchos clarividentes de la tierra la desecharán. Y hay Stubbs, que se escapan y viven riendo, y Flans que abren un paréntesis con el misterio y el espíritu y se dedican a correr tras los doblones de oro. y aún hay Starbucks, que temiendo a Dios sucumben al poder de diocecillos... pero también hay Queequegs, incultos y salvajes, pero con el corazón abierto al sacrificio, y si algo queda por hacer en este mundo que los reclama, deciden seguir viviendo y posponen la muerte para ocasión más propicia... y hasta hacen de su ataúd una boya salvadora. ¿Y Pips? Sí, hay algunos pocos Pips, muy escasos, que oro, y aún hay Starbucks, que temiendo a Dios sucumben al poder como el negrito, ven todavía “el pie de Dios colocado sobre el pedal del mundo”. Y porque lo dicen, como a él los tratamos de locos. Porque hay cosas ocultas y hechos incomprensibles y cielos y capullos nuevos, y amores y heroísmos que no se avienen con nuestros ómnibus y motocicletas, con nuestras bombas y nylons sintéticos. Siempre e inevitablemente, el mundo se dividirá en cuerdos y dementes que nunca se entenderán. Acerca de lo cual no entablo juicio, y dejo a Melville la frase final; “Así, la demencia del hombre es la cordura del cielo, y, al alejarse de todo pensamiento humano, el hombre alcanza por fin el pensamiento divino que, a la luz de la razón, es absurdo y frenético.

Y a esto se debe que infelicidad y dicha sean tan incomprendidos como Dios.”.

Conferencia - Entre el Beagle y Moby Dick: Darwin y Melville en las Galápagos

Emitido en directo el 12 feb. 2020

Coordina e imparte: Antonio Lazcano Araujo Charles Darwin y Herman Melville son los autores de dos portentosas obras publicadas originalmente en inglés: El origen de las especies y Moby Dick. Contemporáneos, ambos produjeron muchas otras obras, incluyendo las descripciones que publicaron de las islas Galápagos. La llegada de Darwin al archipiélago muestra la capacidad de observación y la fascinación de un joven naturalista cuya obra habría de cambiar nuestra forma de ver el mundo, mientras que el relato de Melville, que se refirió a las islas como Las Encantadas, es una demostración excepcional de la mirada taciturna de un literato que no se pudo reconciliar con el embeleso enfermizo que le despertaba un mundo que creía rechazar.

 

ensayo de Inés Futten de la Colina

 

Publicado, originalmente, en: Revista Centro editada por el Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras

Facultad de Filosofía y Letras UBA

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/centro-no-9/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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