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La señorita de 1º “A”
de José Fuster Retali

 

Enunciado

 

Todos los días, desde hace tanto tiempo que ya ha perdido la cuenta, cumple sin quejarse la misma rutina. Se despierta en cuanto la primera claridad del día se filtra a través de los postigos: pasa casi sin transición del sueño a la vigilia, y sólo se permite un último gesto de modorra, probablemente un resabio infantil que nunca se preocupó por desterrar; entra en la cocina rascándose la cabeza, todavía despeinada. Pero basta con encender el fósforo y aproximarlo a la hornalla donde calentará su desayuno para que todo un infalible mecanismo se ponga en acción, como si el girar la llave de gas fuera a la vez el modo de activar a la cocina y a ella misma. Primer paso, el té bien caliente y con mucho azúcar, porque ella es coherente con lo que enseña, lo cumple y conoce la importancia de la glucosa en la sangre para prevenir el cansancio. Antes de sentarse a desayunar, irá hasta la

puerta de calle y recogerá el diario de la mañana (Los viernes, junto con el diario recoge también Radiolandia, que le  sirve para entretenerse los fines de semana). Lo lee con suma atención mientras bebe su té; no descuida ni siquiera la sección deportiva, de la cual no comprende casi nada, pero hay que estar informada para poder responder cualquier pregunta imprevista de sus alumnos “¡Estos chicos de ahora tan avispados por la televisión!”. Cuando termina, si ha encontrado algún artículo que pueda serle útil, lo recorta, luego pliega el diario y lo guarda en el anaquel junto a la despensa. (El recorte será guardado en la biblioteca del comedor, dentro de una bolsa de polietileno, hasta que resulte necesario).

 

En seguida, abre de par en par las ventanas del dormitorio y deshace totalmente la cama que casi no se ha desarreglado durante la noche. Mientras la deja que se ventile, regresa a la cocina, lava la taza del desayuno y se dedica a atender a los canarios. Tiene dos, uno naranja y uno blanco, y cada uno ocupa una jaula diferente. Durante mucho tiempo trató de tenerlos juntos, a fin de que hicieran cría y obtuviera un híbrido que imaginaba sería bellísimo. Pero nunca consiguió que se enamoraran o quizás ambos fueran del mismo sexo, por lo que finalmente optó por acallar sus ilusiones, compró otra jaula y los separó. Así que ahora tiene un trabajo doble, cambiarles el agua y el alpiste diariamente, sin olvidar la lechuga fresca y la zanahoria hervida. Cuando termina con ellos, el sol ya está bien alto y aún le queda mucho por hacer.

 

No pierde demasiado tiempo en su arreglo personal, excepto en un detalle. Una ducha rápida con agua muy caliente, el dentífrico, el cepillo de uñas y ya está casi lista. Entonces se envuelve en su bata y se dedica con todo cuidado a peinarse. Estira el pelo entrecano bien hacia atrás, marca una raya al medio, lo trenza en dos largas cuerdas que luego arrolla hasta formar dos rodetes a los costados de la cabeza, sobre las orejas. Hace años que se peina así, es su única concesión a la coquetería. Hace años también que los chicos de los grados superiores la llaman “la telefonista” por el aspecto de auriculares de los rodetes. Nunca se preocupó demasiado por el mote, ya se sabe cómo son los chicos. Una vez peinada, se empolva apenas y sale a hacer las compras. Cuando regresa, cargando la bolsita de red que denuncia el pan, las naranjas y el tomate, tiene que darse prisa porque ya es casi la hora de salir para la escuela. No obstante, todavía tiene tiempo de guardar las compras en la heladera, tender la cama sin que queden arrugas y escribir en el anotador de la cocina, para no olvidarse: “Hoy martes. Lavar y planchar”. En seguida se prepara un sándwich de queso que come de pie para hacer más rápido, cierra las llaves de paso del gas, oscurece los cuartos para mantenerlos frescos, toma su portafolios y antes de poner la Trabex en la cerradura mira a su alrededor como si estuviera pasando revista de los objetos. Suspira brevemente, puede ser un suspiro de satisfacción o de cansancio, quién puede decirlo, y se va, caminando por la vereda de la sombra hasta la estación de ferrocarril.

 

 

Planteo

 

Empezó a estudiar de maestra por empecinamiento y contrariando la voluntad familiar, sin imaginarse que un día iba a necesitar emplear su título como medio de subsistencia. Era la época en que la preparación de las señoritas de buena familia no llegaba más allá de la música o el bordado, y su casona de La Plata estaba habitualmente colmada de gente reunida para escuchar a su hermana Inés tocando el piano, jugar a las cartas con su padre o probar las exquisiteces que su madre extraía de una revista de repostería francesa. Los días se sucedían enhebrándose con toda placidez, y aunque los diarios hablaran de huelgas y desempleo, esas eran cosas que les ocurrían a los otros, como la miseria, como la muerte.

 

Inés se puso de novia, con el hijo de un amigo de la familia, por supuesto. Ella terminó su magisterio con las mejores notas y una saludable sensación de orgullo. Una tarde, sin causa aparente, su madre no se sintió bien, y pese a que se llamó de inmediato al médico, murió dos días después. Menos de tres meses más tarde, cuando aún no habían conseguido reponerse de lo insólito de esa muerte, el padre cruzó distraídamente la calle 7 y no vio el camión que se abalanzaba sobre él. Hubo quien dijo que se había suicidado porque su desastre financiero ya no podía seguir ocultándose, pero tanto Inés como ella supieron siempre que el motivo de la distracción había sido ese estado de letargo en el que su padre parecía vivir desde su viudez, a la que no había podido acostumbrarse.

 

Pero de pronto todo cambió. Hubo que enfrentar a los acreedores, las hipotecas, los documentos impagos. Vivo, su padre avalaba con toda su vida honesta una deuda actual, y era factible la dilación; muerto él, lo único que tomaba cuerpo era el saldo adeudado, había que recuperar cuanto antes. Entre las dos hermanas se creó una especie de consigna; “Salvemos la casa”. Hicieron inventario, vendieron bien o mal todo lo que podía transformarse en dinero –el piano en primer lugar, la platería, la porcelana, el terreno en Altamirano- y una vez que el timbre y los telegramas dejaron de anunciar facturas y cobradores, cada una tuvo que encarar el problema de su propia supervivencia.

 

El novio de Inés decidió que lo mejor sería que se casaran sin pérdida de tiempo, y como sus ocupaciones le exigían viajar casi diariamente a la Capital, resolvió establecerse allí. A ella le dejaban la casa de La Plata, con la única condición de que no se deshiciera del edificio. Podía alquilarlo, e irse a vivir a un lugar más reducido, más acorde para una mujer sola, y con la renta que recibiera por la casa, vivir relativamente cómoda y sin necesidad inmediata de trabajar. Pero ella se encogió de hombros y desechó la sugerencia. Para qué era maestra? Sacó de un cajón el certificado de estudios que no había creído que tuviera que utilizar, se presentó en el Ministerio y se anotó para el siguiente año lectivo. De esa manera podría vivir de una forma totalmente independiente sin tener que alquilar la casa. Cerró algunos cuartos para facilitarse la limpieza diaria y se preparó sin miedo para lo que ocurriría en el futuro.                   

 

             

 

Parecía muy joven, muy frágil y menuda cuando entró por primera vez en esa escuela frente al Riachuelo. Tenía una blusita blanca cerrada hasta el cuello y era tanta su turbación frente a la directora que la instruía sobre sus obligaciones, que tenía la sensación de que la puntilla le oprimía la garganta cortándole la respiración. Pero bastó vestir el guardapolvo blanco para que el lazo se desatara. Fue como penetrar dentro de una verdad y sentirla a su alrededor, confortándola. Cuando atravesó el umbral de su aula, y se enfrentó a esos rostros sin nombre todavía, sin rasgos, sin historia, sólo los ojos expectantes indagándola, midiéndola, supo que había elegido bien. Y se sintió feliz.

 

Después, los días volvieron a ser rutinarios: ordenar su casa por la mañana, el largo viaje hasta la escuela y las clases por la tarde, preparar las nuevas lecciones y corregir los cuadernos por la noche, excepto dos veces por semana que comía en casa de Inés y regresaba a La Plata muy tarde como para ponerse a trabajar. De tanto en tanto, preparaba algún número escénico o algún discurso para los actos patrióticos; aprendió a querer a sus alumnos, a asombrarse de ellos y con ellos cuando juntos develaban el misterio de la lectura, y a conocer el desgarramiento inevitable de separarse de ellos en el momento exacto en que más cerca los sentía. Con sus compañeros y compañeras mantenía una relación cordial y a distancia. Si alguien planeaba una comida de fin de año, o la compra de un billete de lotería para Navidad, participaba de buen grado, pero nunca surgió de ella una iniciativa. Con la misma complacencia participó del agasajo de despedida que se les preparó a las dos maestras que se jubilaban, sin suponer que allí se abría un capítulo importante en su vida, acaso el que la signaría para siempre.

 

Mientras se producía el nombramiento de los nuevos titulares, los cargos vacantes fueron suplidos por dos maestras jovencitas que, tal vez por timidez o sabedoras de que su permanencia en la escuela era sólo momentánea, nunca se integraron plenamente al grupo de maestros. Mirándolas, aisladas por propia voluntad en el patio durante los recreos, recordó su entrada y la afabilidad con que fuera acogida por todos, y sintió mucha ternura por ellas y un poco de pena. Después, un día la directora los citó a todos en su despacho y les presentó…

 

- …al señor Aguirre, Agustín Aguirre, quien desde mañana será el nuevo maestro titular de 4º grado. Desde ya le deseo el mayor éxito en su gestión y no me cabe duda de que contará con el apoyo de todos ustedes.

 

No escuchó lo que dijeron los otros, ni la inevitable frase graciosa del maestro de 6º grado, ni las preguntas indiscretas de la maestra de 3º, ni las últimas recomendaciones de la directora. Su vida se había detenido de pronto, adherida a la piel del Sr. Aguirre, que acaso retuviera su mano un segundo más de lo adecuado, en los ojos del Sr. Aguirre, que recorrían su rostro hasta hacer que la puntilla de la blusa volviera a ahogarla. Algo, que tenía mucho que ver con el instinto, hizo que se adueñara inmediatamente del olor del hombre, hecho de tabaco, crema de afeitar y un tercer elemento indefinible, y que supiera ya, en ese momento, que lo recordaría a la noche en su cama. Conoció o recobró un montón de cosas que ignoraba o que había olvidado; la coquetería, la necesidad de un hijo suyo que no la abandonase junto con su nota de promovido, el dolor de sus períodos, el vacío de sus brazos en la primavera. Se sintió solitaria y desdichada, pretextó tareas incompletas y buscó refugio en su aula.

 

A partir de ese día, verlo se le hacía en ocasiones tan imperioso que lo rehuía para evitar delatarse. Se apresuraba a salir de la escuela, sólo hablaba con él lo indispensable para no resultar hosca, pero cuando todos los grados estaban alineados en el patio para el arrío de la bandera, volvía a percibir la mirada de Aguirre fija en ella, sin insolencia ni procacidad, serena pero inexorable. Una tarde se largó a llover violentamente. Cuando ella salió corriendo de la escuela para no perder el colectivo, un golpe de viento dio vuelta su paraguas. Apenas si alcanzaron a mojarla algunas gotas y ya el paraguas de Aguirre la cubría con la gran ala negra de un pájaro. Ella murmuró un -“Gracias”- agónico y quiso cruzar, pero él la retuvo tomándola del brazo. Ella se estremeció y lo miró ofendida. El la dominó otra vez con su mirada, sonrió levemente y comenzó a hablar. Ella casi no oyó que él le decía que la quería, que estaba enamorado, que quería casarse con ella. Mientras él hablaba, ella trataba de abrirse paso entre la turbación y llegar a su propio amor, y pensaba qué ridícula debía parecer parada en la esquina con el paraguas dado vuelta y mirando estúpidamente el agua que corría junto al cordón de la vereda. No oyó tampoco su propio “sí”- Supo que lo había dicho cuando él la abrazó y el bigote le raspó la mejilla. Pero dentro del abrazo sintió placer y alivio y muchas ganas de llorar. Pero no lo hizo.

 

En la escuela la noticia del noviazgo fue recibida con abrazos, apretones de manos, chistes de doble sentido y consejos a la futura esposa. Cuando lo supo Inés, le echó los brazos al cuello llorando y su cuñado le dijo que al fin se sentía tranquilo, porque siempre había tenido miedo de tener que cargar con una solterona. Ella se rió, y ayudada por su hermana comenzó a hacer planes para el ajuar y la boda.

 

Iban a casarse pronto, en cuanto terminaran las clases, porque a Agustín no le resultaba grata la idea de que ella viviera sola tan lejos y en una casa tan grande. Ella abrió los cuartos cerrados, hizo pintar las habitaciones, se acostumbró de nuevo al bullicio de la gente que iba y venía por la casa. Soportaba el desorden como el precio que tenía que pagar por su dicha. Y entonces apareció Iris.

 

Llegaba con pase desde una escuela de ubicación desfavorable a ocupar la vacante de la otra maestra jubilada y que aún no había sido cubierta. Llegaba llena de vida, con una belleza sólida, con un cuerpo delgado y vibrante, con una mirada que no se escondía de la mirada de los hombres. Y ella supo que perdía. Lo supo aún antes que él se lo dijera, pese a que hasta que no lo escuchó hablar del asunto “Perdoname, sé que te hago daño, estoy  enamorado de Iris”, se negó a creer en sus premoniciones y siguió comprando sábanas y toallas que ahora iban a amontonarse en un rincón del ropero. Cuando él le habló también llovía, y pese a que se había preparado para que el golpe no la tomara desprevenida, no pudo hacer otra cosa que quedarse nuevamente mirando el agua que corría hacia la alcantarilla. El le dijo además que para que la situación no resultara violenta para ella había aceptado una oferta de trabajo en el interior, que se iba a fin de mes. Ella se lo agradeció en silencio, el mismo silencio con que la acogieron en la escuela desde entonces. Ella sabía que murmuraban, era lógico, pero al menos en su presencia nadie volvió a mencionar a Iris o a Agustín Aguirre. Ella desenmarcó la fotografía que tenía sobre la mesa de luz, la guardó en un cajón, bien atrás, y fue como si enterrara su juventud.

 

Poco a poco, al paso de los años, fue perdiendo rasgos, contornos, nombre, hasta que todos empezaron a llamarla y a conocerla como la señorita de 1º A. 

 

Solución

 

Entra en la dirección de la escuela como todos los días para firmar el libro de asistencia, y ve la espalda de la muchacha sentada frente al escritorio. Al advertir su entrada, la directora se pone de pie y va hacia ella, mientras le dice a la visitante:

 

- Ah, aquí tenemos a la persona indicada. Señorita, quiero presentarle a una nueva compañera, la señorita Aguirre.

 

El nombre revuelve un montón de viejos recuerdos. La muchacha se acerca, y junto con ella llegan otra vez el cuerpo delgado de Iris, su rotunda belleza, la mirada honda y definida de Agustín. No puede hablar, está pensando en huir. No quiere ese regreso del pasado, altera toda su rutina, el orden de sus estructuras. Pero uno no elige el recuerdo: el recuerdo está allí, llega y se aposenta. Uno dice “te olvido” y sabe sin embargo que no hay leyes valederas. El olvido y el recuerdo se rigen por sí mismos. Ahora ella sabe que no olvidó.

 

- Quiero pedirle, ya que usted es la maestra más experimentada de la escuela (por qué no dice directamente “la más vieja”, si es eso lo que quiere significar?) que le preste ayuda a la señorita Aguirre. Como puede ver, es muy joven y está haciendo sus primeros pasos en la docencia.

 

No, ella no olvidó, No perdonó tampoco. Hoy descubre que ha confundido perdón con resignación, pero que el rencor renace con la misma fuerza o más aún, con la fuerza que no tuvo en su momento. Siente una ira sorda que acelera el pulso de sus muñecas, nota que no puede manejar la situación, pero no le importa. Responde:

 

- Perdóneme. Tengo el registro atrasado y quiero ponerlo al día antes que sea la hora de entrada.

 

Nunca el aula fue tan refugio, tan cálida, tan amniótica. Entre las láminas familiares, frente a los pupitres vacíos, se va calmando poco a poco y consigue detener las lágrimas torpes que le nublan la vista. Se sienta en el escritorio, abre el registro y esconde la cabeza entre las manos. De pronto, incluso sin alzar los ojos sabe que no está sola. Aguarda todavía unos segundos antes de apartar las manos. Iris y Agustín se inclinan hacia ella, pidiéndole ayuda en silencio. La mira sin hablar y la ve muy joven, casi indefensa. El cuerpo de Iris es frágil, los ojos de Agustín están cargados de lágrimas.

 

- Perdóneme, yo sé que la importuno – dice.

 

- No, perdoname vos a mí. Llegué cansada, tengo un viaje largo desde casa, sabés?

 

- Tengo entendido que usted conoce a mis padres.

 

- A tu madre no la traté mucho, pero fui muy amiga de tu padre – Se da cuenta de que la muchacha no sabe nada. Muy amiga –repite.

 

- Sí, ellos siempre se acuerdan de usted. Yo estoy sola ahora, porque ellos viven en la provincia y yo me vine a la Capital a estudiar. Por eso le pido que me ayude.

 

- Pero claro, m’hija, cómo no! – Súbitamente todo el camino se le presenta muy claro. Ahora sabe lo que tiene que hacer. Dios ha puesto a esa chica en su camino de forma providencial, para darle un sentido a su vida – qué querés saber?

 

- Me enseña a llenar el libro de tópicos, por favor?

 

- Sí, no es difícil. –le sonríe con calidez, con la misma ternura que emplea con sus alumnos. –Por qué no te traés una silla y te sentás? Así estás más cómoda, eh? 

 

Respuesta 

 

Regresa a su casa cuando ya ha oscurecido, mucho más tarde que de costumbre. Ha caminado largo rato a la salida de la escuela, pero ignora dónde estuvo. El portafolios le pesa como si de pronto hubiera guardado en su interior todos esos años grises, los besos que no dio, las veces que no hizo el amor, los hijos que no tuvo. Entra en el comedor y se sienta a oscuras en un sillón. Su cabeza es un baúl desordenado donde se mezclan viejas voces, músicas nuevas, sensaciones pasadas. El tiempo transcurre y ella olvida preparase la cena. Al fin suspira, y apoyando ambas manos en los brazales del sillón se incorpora trabajosamente, como si alzara una bolsa vieja, y se pone en actividad. 

 

Recorre toda la casa, abre las habitaciones, enciende las luces. La envuelve un vaho de polvo y de olor a encierro y humedad. La casa, totalmente iluminada, también regresa al pasado. Cada vez su paso es más rápido, su actitud más decidida. Revisa los viejos discos de 78 hasta que encuentra ese vals que Inés solía tocar en el piano. Conecta el tocadiscos que ha permanecido silencioso durante años y pone el disco a todo volumen. La melodía se derrama sobre los muebles y las paredes mezclada con el ruido a púa. Gradualmente, en un tarareo imperceptible, va uniendo su voz a la orquesta. Por momentos su cuerpo se mece como si bailara, o como si lo acunara con su canto.

 

La música alcanza el dormitorio. Ella sigue a la música. Allí, nerviosa, impasible, busca en el cajón de la mesa de luz la fotografía que nunca volviera a mirar. La encuentra, amarilla como un daguerrotipo. La deja un instante sobre la cama y se detiene frente al espejo del ropero. Con la mirada fija en su imagen va despojándose de las ropas. Se desabrocha con calma, con timidez, acaso con el pudor de una novia. Deja caer la blusa, la pollera, luego la enagua y la bombacha se van amontonando a sus pies como las hojas de un árbol en otoño. Deshace sus largas trenzas ridículas y los dedos se le enredan en el pelo. Permanece allí, frente a la luna del espejo, contemplando por primera vez su figura real. Descubre sus pechos caídos e inútiles, su vientre combado, sus muslos surcados de pequeños capilares rojos, la piel de sus brazos fláccida y sembrada de manchas de melanina. Se ve vieja y desnuda, con el pelo cayendo a los costados de su cara como una burda peluca pajiza. Y se permite llorar, su llanto surge doloroso y cruel como un alumbramiento, mientras acaricia con misericordia su rostro reflejado. Sus dedos resbalan por el cristal y la mano cae, vencida. Entonces una luz de comprensión la enceguece por dentro. Y sonríe. De sus sollozos va brotando un quejido que se resuelve en una larga carcajada.

 

El vals se repite interminable. Sobre las olas del vals se desliza a través de las habitaciones desiertas la figura de una mujer, horrenda y siniestra como una bruja, que danza apretando contra su pecho una fotografía con los ojos atravesados por alfileres. Una mujer que conoce el valor de la espera, que descubre la riqueza ácida de la venganza, y que comprende que la vida, en su infinita sabiduría, le ha concedido al fin su oportunidad. 

 

 

 

La fotografía corresponde al manuscrito del borrador original del autor, que escribió este cuento durante una de sus vacaciones al Uruguay. Fuster Retali comenzó a viajar a nuestro país en 1967. (Nota de Ricardo Rodríguez Pereyra, su compañero de ruta desde 1985 hasta el fallecimiento del autor ocurrido en 2010).

 

José Fuster Retali, Montevideo, 1975

 

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